II — EL POLVO DEL DIABLO

—Les voy a contar a ustedes lo que me sucedió a mí personalmente en materia de energía atómica para fines de guerra y díganme luego si ello no supera en interés al capítulo principal de la mejor urdida novela científica. Tiene relación con un terrible problema que preocupa al mundo, la posibilidad de emplear los venenos radioactivos por sorpresa en una guerra futura y cómo adoptar de antemano medidas defensivas.

Así empezó su relato Anson Mac Donald, químico eminente y especializado en el estudio de los gases tóxicos, de los núcleos inestables y de la disgregación producida por las radiaciones del uranio.

Colaboraba asiduamente en la prestigiosa revista Astounding Science Fiction, ya que además de hombre de ciencia era un escritor afamado. Se arrellanó aún más en su cómodo butacón y ante la despierta curiosidad de sus amigos empezó de esta manera:

—Forzoso me será hacer un poco de historia y decir para los no iniciados en los secretos de la energía atómica, que los fragmentos resultantes de la disgregación son en la mayor parte de los casos inestables. Esto es, materiales artificialmente radioactivos, y es de conocimiento común entre nosotros, que las radiaciones de los materiales atómicos poseen efectos mortales semejantes en sus efectos a los de los Rayos X. Como quiera que defieren químicamente del uranio, debiera ser posible extraerlos y utilizarlos en forma extremadamente eficaz de gas tóxico. Dicho esto, entraré de lleno en el tema de mi relato:

Todos ustedes saben cómo en el año 1903 los hermanos Wright volaron en Kitty Hawk.

En diciembre de 1938, en Berlín, el doctor Hahn fraccionó al átomo de uranio.

En abril de 1943, la doctora Estella Karts, que trabajaba entonces a las órdenes de la Autoridad Federal de Defensa, perfeccionó la técnica Karts-Obra para producir radioactivos artificiales.

Por lo tanto, la política extranjera de Norteamérica tenía que cambiar. Forzosamente. Es muy difícil recoger en clarín de llamada a la trompeta otra vez. Me explicaré. La Caja de Pandora es una proposición de "dirección única". Se puede convertir un cerdo en salchichas; pero no las salchichas en cerdo. Los huevos rotos, rotos se quedan. "Todos los caballos del rey y todos los hombres del rey no pueden hacer que Humpty vuelva a ser Humpty otra vez", reza el proverbio.

Y yo tenía que saberlo; yo era uno de los hombres del rey. No tenía que haberlo sido. No era militar profesional cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y cuando el Congreso promulgó la Ley de Servicio Obligatorio, yo tuve un número alto, suficientemente elevado para mantenerme fuera del Ejército por tiempo suficiente como para morirme de viejo. ¡Y eso que no eran muchos los hombres que morían de viejos en mi generación!

Pero, recientemente, me habían nombrado secretario de un flamante miembro del Congreso. Había sido el muñidor de su campaña electoral, y había rescindido por ello mi anterior empleo. Entonces yo era profesor de Economía y Sociología en una escuela superior. A los Consejos de Educación no les suele gustar que los catedráticos de temas sociales se ocupen personalmente de ningún problema político, y por ello mi contrato no fue renovado. Me apresuré a aprovechar la oportunidad de ir a Washington.

Mi jefe político y diputado se llamaba Manning. Sí, el célebre Manning. Cly de C. Manning, coronel retirado del Ejército de los Estados Unidos y comisario de guerra a la vez. Lo que acaso no sepan ustedes es que era perito militar de primera clase en guerra química, hasta que una dolencia cardíaca le hizo pasar a la reserva. Yo le había seleccionado, con ayuda de un grupo de amigos políticos, para candidato contra el explotador de vía estrecha que acaparaba nuestro distrito. Necesitábamos un candidato liberal de cierta personalidad y Manning era el hombre adecuado. Había sido miembro del Gran Jurado durante un período judicial, y desde entonces siguió atentamente los asuntos cívicos.

Lo de ser jefe militar retirado era ventajoso para la obtención de votos entre los ciudadanos conservadores y burgueses. Su historial, incluso aceptable para los elementos del bando opuesto. A mí, personalmente, no me preocupa la capacidad para obtener votos. Lo que me agradó de él fue que además de liberal en política, poseía gran inteligencia, de la que carecen la mayor parte de los liberales en nuestro país. La mayoría de estas gentes creen que el agua corre cuesta abajo, pero, ¡alabado sea Dios!, que nunca llegará al fondo.

Manning no era así. Sabía ver con lógica y obrar en concordancia, por desagradable que ello fuese.

Anson Mac Donald le dio un sorbo a su vaso de whisky y continuó:

Nos hallábamos en las habitaciones que Manning tenía reservadas en el edificio para oficinas de la Cámara de Representantes, después de los ataques recibidos en una tempestuosa sesión del Congreso y tratando de poner al corriente una montaña de correspondencia, cuando llamó por teléfono el Departamento de Guerra. El mismo Manning se puso al aparato.

Yo tenía que escucharle, porque era su secretario. "Sí", dijo, "soy yo mismo". "Muy bien, póngale." "¡Hola, mi general! ¡A sus órdenes!" "Perfectamente, gracias. ¿Y usted?"

Vino después un largo silencio. Finalmente, Manning dijo: "Pero, mi general, eso no puedo hacerlo Tengo que ocuparme de esto..." "¿Cómo dice usted..." "Sí. pero, ¿quién hará mi trabajo político y me representará en el distrito que me ha elegido...?" "Así creo." Miró su reloj. "Bueno, usted manda, mi general. Ahora mismo voy allá."

Colgó el teléfono, se volvió hacia mí y me dijo:

—Coja su sombrero, Anson. Vamos al Departamento de Guerra.

—Cuando guste.

—Sí —añadió con aire preocupado—. El jefe de Estado Mayor opina que debo volver al Ejército.

Inició la marcha con paso rápido, pero procuré retrasarme un poco, para obligarle a que fuera más despacio para no abusar demasiado de su afección cardíaca. Cogimos un taxi en la primera parada, dimos vuelta al Capitolio y bajamos por el Constitution Boulevard.

Tenía que volver al servicio activo el enfermo coronel Manning. Se avino a ello en cuanto el jefe del Alto Estado Mayor le presentó sus argumentos patrióticos. Hubo que hacer esto porque en los Estados Unidos, como todos sabemos, no hay manera alguna de que nadie, incluso el propio Presidente, pueda mandar a un miembro del Congreso que abandone su puesto, incluso aunque sea militar.

El jefe del Alto Estado Mayor se había anticipado a esta dificultad política y fue lo suficiente previsor para tener a mano un diputado de la oposición en igual caso, con lo cual se equilibraba la ausencia del coronel Manning mientras durase la necesidad de sus servicios en activo. Este otro congresista era el honorable Joseph T. Birgham, oficial de la reserva que deseaba reincorporarse al Ejército. Perteneciendo al partido político contrario, su voto en la Cámara de Representantes equilibraba el de Manning, y ninguno de ambos partidos perderían nada con ello.

Se habló allí de dejarme a mí en Washington; pero Manning declaró que debía ir con él como ayudante, dada mi competencia técnica y científica. El jefe del Alto Estado Mayor se mostraba reacio; pero el coronel adujo otras consideraciones y el general tuvo que ceder.

Un jefe del Alto Estado Mayor puede hacer que todo marche rápidamente si es preciso, y aquél lo solucionó en pocas horas. Juré mi cargo de capitán de complemento antes de abandonar el Departamento de Guerra. Me dieron en Intendencia dos uniformes de diario del Ejército y uno de gala, con brillante y magnífico correaje.

Al día siguiente fuimos en automóvil militar al vecino Estado de Maryland y el coronel Manning se hizo cargo del Laboratorio Federal de Investigaciones Nucleares, conocido oficialmente con el discretísimo título de "Proyecto Especial de Defensa núm. 347, del Departamento de Guerra". Por entonces yo no sabía mucho de Física, y menos aún dé la moderna Física atómica. Más tarde fui aprendiendo algo, casi todo mal en comparación con los grandes hombres de Ciencia que integraban el personal de aquel laboratorio de guerra.

El coronel Manning había seguido un curso militar superior, dispuesto para los "post-graduados", en el Instituto Técnico de Massachussets, y había recibido "némine discrepante" el diploma de Maestro en Ciencias Químicas por su brillante teoría acerca de los altos problemas matemáticos de la estructura atómica. Era un sabio y por ello el Ejército deseaba tenerle en sus filas. A pesar de su sabiduría, la química atómica había avanzado mucho desde la época de sus estudios, y el coronel Manning me confesó que tuvo que estudiar de nuevo como un condenado para poder llegar a comprender bien lo que decían sus oficiales subordinados en los informes que le presentaban.

Creo que exageraba modestamente su ignorancia, pues no había ciertamente en los Estados Unidos nadie entonces que hubiese podido desempeñar su cargo con tal competencia científica. Se requería para ello un hombre que supiera dirigir y sugerir investigaciones en un campo altamente esotérico, pero que a la vez mirase aquellos problemas desde el punto de vista de una urgente necesidad militar. Dejados a su manera de hacer civil, los científicos militarizados se hubiesen entregado por las buenas al lujo intelectual de una nota de gastos enorme; pero es que aunque hubiesen logrado valiosos adelantos en los conocimientos humanos, podían no desarrollar nada concreto de utilidad bélica o descubrir posibilidades militares con una lentitud ineficaz para las necesidades de la guerra.

Suele pasar lo siguiente: Se requiere un buen perro pachón para cazar codornices, pero tras él ha de ir un cazador, evitando que el perdiguero pierda el tiempo persiguiendo los conejos que le salgan al paso. Y el cazador debe saber casi tanto como el perro.

—No hay en mis palabras —dijo Anson Mac Donald sonriendo— ninguna alusión depresiva para los hombres de ciencia... ¡En modo alguno! Teníamos allí todos los grandes especialistas que los Estados Unidos habían podido reunir. Profesores doctísimos de Universidades como las de Chicago, Columbia, Cornell, Instituto Técnico de Massachussets, Técnica de California, Berkeley, etc. Los laboratorios particulares radicados en el país prestaron sus químicos, sin contar unos cuantos jóvenes con gafas que pronunciaban la A muy abierta, prestados por el Ejército británico.

Estos sabios militarizados tenían allí todas las facilidades que el ingenio humano podía apetecer. El ciclotrón atómico de quinientas toneladas de peso, previamente destinado á la Universidad de California, se hallaba allí; pero se iba haciendo ya prematuramente arcaico frente a los nuevos dispositivos que aquellos cerebros ideaban, pedían y conseguían.

Canadá nos proporcionaba todo el uranio que pedíamos (toneladas y toneladas de ese peligroso material) del Great Bear Lake, cerca del Yukon; y la técnica de los residuos fracciónales, para separar el isótopo 235 del uranio del más común isótopo 238, había sido desarrollada ya por el mismo grupo de Chicago que había originado previamente el método más costoso del espectrógrafo de masas.

En el Gobierno de los Estados Unidos alguien comprendió pronto las potencialidades del Uranio-236 y ya en el estío de 1940 se ordenó a todos los investigadores atómicos que debían guardar al respecto el más completo silencio. La energía atómica, si llegaba a desarrollarse, debía ser un monopolio del Gobierno norteamericano, por lo menos hasta la terminación de la Segunda Guerra Mundial. Podría resultar un explosivo tan poderoso que jamás se hubiera soñado, y pudiera también ser fuente de una energía igualmente increíble. En todo caso, cuando Hitler hablaba de armas secretas y lanzaba insultos estentóreos a las democracias, el Gobierno yanqui, velando por la defensa de los Estados Unidos, quería tener a mano cualquier nuevo descubrimiento.

El Führer había perdido la ventaja de ser el primero en poseer el secreto del uranio por no tomar las precauciones debidas. El doctor Hahn, que fue el primer hombre que dividió un átomo de uranio, era alemán. Pero uno de sus ayudantes de laboratorio había huido de Alemania para escapar a un pogrom. Era una mujer, que vino a Norteamérica y nos informó del asunto.

Andábamos buscando en el laboratorio militar de Maryland, una manera de utilizar el U-235 en explosión controlada. Vislumbrábamos bombas de una tonelada, que fuesen por sí solas equivalentes a toda una incursión aérea. Una sola explosión que pudiera arrasar a un centro industrial entero. El doctor Hidparth, del Instituto Continental, pretendía poder construir tal bomba; pero no podía garantizar que ésta no estallase tan pronto como se la cargase, y en cuanto a la fuerza de la explosión... Bueno, no creía sus propios cálculos; implicaban demasiados guarismos.

El problema consistía en hallar un explosivo que fuese suficientemente débil para volar tan sólo una comarca cada vez, y suficientemente estable para volarla únicamente cuando se desease. Si nosotros podíamos inventar al mismo tiempo un combustible realmente práctico para la propulsión por cohete, capaz de enviar un avión de guerra a mil millas por hora o más, entonces nos hallaríamos en condiciones de hacer que medio mundo se inclinase ante el Tío Sam.

Anduvimos dando vueltas al asunto durante todo el año 1943 y hasta muy entrado el 1944. La guerra en Europa y las perturbaciones en Asia continuaban. Después que Italia quedó fuera de combate, Inglaterra pudo disponer de suficientes buques de su Escuadra mediterránea para disminuir el bloqueo de las Islas Británicas. Con ayuda de los aeroplanos que entonces podíamos enviarle con regularidad y con los viejos destructores que le cedimos, Inglaterra se sostuvo en pie; pero metiendo bajo tierra las más esenciales industrias de defensa.

Donald se revolvía en su butaca, tomaba un sorbo y continuaba ante el interés de sus amigos:

Un día el asistente anunció a la doctora Karts. Conecté con el Coronel: "Está aquí la doctora Karts. ¿Puede usted recibirla?"

—Sí, que pase —contestó Manning desde su mesa.

Estella Karts era una mujer notable y la primera, supongo, en ostentar galones de oficial en el Cuerpo de Ingenieros. Era doctora en Medicina, además de serlo en Ciencias. Me recordaba a una maestra de mal genio que tuve de pequeño. Por esto, me figuro, instintivamente, siempre me ponía en pie cuando ella entraba. Tenía miedo de que me mirase arrugando la nariz con desagrado. Además no debía olvidar su jerarquía militar, superior a la mía, pues era Comandante de Ingenieros. Iba vestida con una bata blanca, se había echado encima una capa militar con capucha para protegerse del mal tiempo.

La conduje al despacho del coronel Manning.

Éste la acogió con galantería, con ese don caballeresco que tanto prestigio le "daba en los clubs femeninos. La hizo sentarse y le ofreció un cigarrillo.

—Me alegro de verla, Mayor, le dijo. Hacía tiempo que me proponía dar una vuelta por su laboratorio.

Yo sabía bien a lo que el Coronel iba. La tarea científica de la doctora Karts había sido notable; pero él deseaba variar la dirección de sus investigaciones hacia algo más provechoso en el sentido militar.

—No me llame Mayor —dijo agriamente.

—Perdone, doctora; pero el reglamento lo exige.

—He venido para hablar de asuntos oficiales y tengo que marcharme en seguida. Y me imagino que usted también estará muy ocupado, coronel Manning; necesito ayuda.

—Para eso estamos nosotros aquí, para prestársela. Veamos.

—Bien. He tropezado con algunos obstáculos en mis investigaciones. Creo que uno de los oficiales de la sección del doctor Ridparth podrá ayudarme; pero este señor no parece estar dispuesto a cedérmelo.

—¿Ah, sí? Bueno, a mí no me gusta pasar por encima de un Jefe de Departamento; pero, déme detalles. Acaso todo pueda arreglarse. ¿Quién le hace falta?

—Necesito al doctor Obre.

—¿El espectropista?... ¡Humm!... Comprendo la resistencia del doctor Ridparth, y casi estoy de acuerdo con él. Después de todo ya sabe usted que la investigación de altos explosivos es realmente nuestra tarea principal aquí.

La mayor Karts se puso como un erizo, y yo pensé —recordando a mi antigua maestra— que le iba a castigar a quedarse sin postre por lo menos.

—Coronel Manning: ¿Comprende usted la importancia de los elementos radioactivos artificiales en la medicina moderna?

—Creo que sí. No obstante, doctora, nuestra misión central es perfeccionar un arma que sirva como salvaguarda al país entero en tiempo de guerra...

La doctora Karts se puso pálida de cólera y estalló:

—Armas..., ¡tonterías! ¿No hay en el Ejército un cuerpo médico? ¿No es más importante saber cómo curar a las gentes, que saber cómo hacerlas saltar en pedazos? Coronel Manning, siento tener que decírselo. ¡No es usted el hombre idóneo para tener a su cargo tal proyecto! Es usted un... promotor de la guerra... ¡Esto es lo que es usted!

Me sentí enrojecer; pero Manning no se inmutó. Podía haberle armado escándalo, arrestarla, incluso llevarla ante un Consejo de Guerra por desacato a un superior, pero el coronel Manning no es así. Me dijo una vez, que siempre que alguien comparece ante un Tribunal de Guerra, es señal casi segura de que algún superior no estuvo a la altura de su cargo.

—Lamento que tenga usted esta opinión de mí, doctora —dijo suave, enérgicamente, con imperceptible ironía—; y estoy de acuerdo en que mis conocimientos técnicos no son tan profundos como debían ser. Y, créame, bien quisiera yo que la curación de heridos fuese lo único de que debiéramos preocuparnos. En todo caso, yo no he rechazado su petición. Vayamos a su laboratorio y veamos en dónde está el problema. Probablemente, se podrá combinar algo que contente a todo el mundo.

Se había levantado ya y cogía su grueso capote militar.

La doctora, calmada ya, contestó:

—Muy bien. Siento haber hablado en la forma que lo hice.

—No tiene importancia —replicó el coronel—. Todos andamos con los nervios en tensión. Venga con nosotros, Donald.

Les seguí, no sin detenerme para coger también mi capote y meter el carnet de notas en el bolsillo.

Cuando habíamos andado un rato por la nieve, siguiendo el camino que teníamos que atravesar hasta el laboratorio, los dos charlaban ya como buenos amigos.

El coronel respondió al saludo de los centinelas con un gesto de la mano derecha y penetramos en el laboratorio. Se dirigió rectamente al interior; pero la doctora le detuvo:

—La coraza primero, coronel.

No fue fácil encontrar chanclos de goma que pudiesen ponerse encima de las botas militares, pues el coronel, a pesar de los nuevos reglamentos, quería omitir esta protección para los pies; pero la mayor Karts no se lo permitió. Llamó a un par de soldados que en seguida confeccionaron improvisados "mocasins" con una piel de cuero que encontraron a mano.

Los cascos para la cabeza eran distintos de los empleados en el Laboratorio de Explosivos, ya que llevaban también inhaladores.

—¿Qué es esto? —preguntó Manning.

—Defensa contra el polvo radioactivo —dijo ella—. Absolutamente esencial.

Avanzamos en zigzag por un pequeño laberinto revestido de plomo y al llegar a la puerta del gabinete de trabajo, que la doctora abrió por combinación, mis ojos parpadearon ante la súbita y brillante iluminación. Observé luego que el aire estaba cuajado de relucientes motilas, de extrañas moléculas.

—¡Humm..., hum...! ¡Hay polvo! —exclamó el coronel—. ¿No hay algún medio para evitar esto? —Su voz parecía ahogada tras la careta.

—La última fase del desarrollo experimental tiene que exponerse al aire —explicó Karts—. La capucha nos protege. Pudiéramos controlarlo, desde luego; pero requeriría una nueva y muy costosa instalación.

—Esto es lo de menos. Nosotros no estamos sujetos a un presupuesto fijo, ya lo sabe usted. Debe ser muy molesto tener que trabajar con una careta como ésta.

—Lo es —admitió la doctora Karts—. La clase de indumentaria especial que se requiere nos permitiría trabajar sin armadura? Esto sería un alivio.

De pronto tuve la visión exacta de lo que estos investigadores científicos han de aguantar. Soy un hombre de talla regular, pero la armadura me pesaba mucho y embarazaba mis movimientos. Estella Karst era una mujer menuda; empero estaba dispuesta a trabajar catorce horas diarias, día tras día, con una coraza tan incómoda como la de una escafandra de buzo. Jamás se había quejado.

No todos los héroes figuran en los titulares periodísticos. Los peritos en radiación no solamente han de arrostrar el peligro del cáncer y perniciosas quemaduras, sino que dichos hombres corren el peligro de averiar su plasma prolífico y de que más tarde sus esposas les ofrezcan una progenie peor que anormal. Por ejemplo, sin barbilla y con orejas largas y peludas. Pero éstos continuaban en sus puestos y nunca se irritaban, excepto cuando algo obstaculizaba su labor.

La doctora Karts había pasado de la edad en que las mujeres se interesan personalmente con respecto a la progenie; pero hubiera sido lo mismo.

Di vueltas por allí, contemplando los inusitados aparatos que ella utilizaba para conseguir resultados, fascinado por mi incapacidad para ver algo que me recordase el Laboratorio de Física que conocí cuando era estudiante, y teniendo cuidado de no tocar nada. Karts comenzó a explicar al coronel Manning lo que hacía y por qué: pero yo sabía que era inútil para mí tratar de seguir tal explicación científica. Si el coronel Manning necesitaba notas, él mismo me las dictaría.

Me llamó la atención un voluminoso objeto, semejante a una caja, que estaba en un rincón de la estancia. Mostraba un dispositivo raro en uno de los costados y podía oír el sonido que de él salía, semejante al susurro de un abanico, sobre un fondo de agua corriente.

Me aproximé nuevamente al coronel y a la doctora y oí decir a ésta, intrigada:

—El problema viene a reducirse a esto, coronel: estoy extrayendo un producto final mucho más fuerte, altamente radioactivo, de lo que necesito; pero existe considerable variación en la medio-vida de otras muestras, equivalentes en lo demás. Esto me sugiere que estoy empleando una mezcla de isótopos, mas no he podido comprobarlo aún. Creo, francamente, que no sé lo bastante en este terreno para estar segura de los resultados totales de mis métodos. Necesito la ayuda del doctor Obre en este particular.

Creo que éstas fueron sus palabras. Comprendí bien, a pesar de no ser un especialista en Física, la parte acerca de la medio-vida. Todos los materiales radiactivos radian incesantemente hasta que se convierten en algo distinto y teóricamente esto continúa eternamente hasta el infinito. En la práctica, sus períodos, o "vidas", se describen en términos del tiempo que requiera la radiación original para disminuir su energía en una mitad. Ese tiempo se llama "media-vida" y cada isótopo radioactivo de un elemento posee su característica y específica "media-vida".

Uno de los miembros del Laboratorio Militar me dijo una vez que cualquier forma de materia puede ser considerada como radioactiva en cierto grado; es una cosa de intensidad y período, o "media-vida".

—Hablaré al doctor Ridparth, —le contestó Karts al coronel Manning—, y veremos qué puede hacerse. Entretanto, podría usted redactar una memoria sobre lo que necesite para reequipar su Laboratorio.

—Gracias, coronel.

Pude ver que Manning estaba a punto de marcharse, habiéndola tranquilizado ya. Continuaba mi curiosidad acerca de la caja emisora de aquellos ruidos perfectamente audibles.

—¿Puedo preguntar qué es esto, doctora? —le dije señalando el aparato.

—Claro. Es un acondicionamiento del aire.

—¡Qué raro es! Nunca había visto uno así.

—No es para acondicionar el aire de las habitaciones. Simplemente elimina el polvillo radioactivo. Antes de que el residuo del aire sea expulsado al exterior, lavamos el polvillo que lleva el aire viciado.

—¿Y adonde va esa agua?

—Alcantarilla abajo, a la bahía próxima, supongo.

Traté de hacer castañear mis dedos, lo que era imposible a causa de los guantes:

—¡Esto lo explica todo, mi coronel!

—¿Explica, qué?

—Explica las denuncias extrañas que venimos recibiendo de la Oficina de Pesquerías. El polvo venenoso vertido en la bahía de Chegapeake mata todos los peces.

Manning se volvió hacia Karts: ¿Cree usted eso posible, doctora?

A través de la mirilla de su casco pude ver cómo sus cejas se fruncían.

—No había pensado en ello —admitió—. Tendré que hacer algunos cálculos acerca de las posibles concentraciones, antes de darle una respuesta definitiva. Pero, posible es, sí. Empero —agregó—, sería bastante sencillo desviar esos residuos a un vertedero especial.

Nada dijo el militar durante unos minutos; simplemente se quedó mirando aquella caja. Luego, preguntó:

—¿Es muy letal ese polvillo?

—Muy letal, coronel.

Hubo luego un largo silencio.

Deduje que el Jefe había tomado resolución sobre algo, porque dijo con tono decidido:

—Ya me ocuparé de que tenga usted la ayuda del doctor Obre, doctora.

—¡Oh, magnífico! Gracias, coronel.

—Pero desearía que usted también me ayudase a mí, a cambio. Estoy muy interesado en sus investigaciones, mas quisiera se hiciesen con horizontes más amplios. Es preciso que investiguen ustedes el máximo, tanto en período como en intensidad, y el mínimo. Quiero que abandonen ustedes el objetivo meramente utilitario y hagan indagaciones sumamente minuciosas, de acuerdo con pautas que señalaremos con mayor precisión dentro de poco.

Iba ella a decir algo, pero el coronel continuó:

—Un programa de investigaciones realmente completo debiera ser más eficaz, a la larga, para el propósito original, que uno de menor alcance. Y yo me ocuparé de darles toda clase de facilidades para esta investigación. Creo que podremos averiguar no pocas cosas interesantes.

Salió en seguida, sin darle tiempo para discutir. No parecía tener ganas de hablar cuando regresábamos y yo permanecía silencioso. Me figuraba que había tenido Manning una rápida visión de la osada y drástica estrategia a que ello podría conducir; pero ni él mismo calculó las inevitables consecuencias de unos cuantos peces muertos. De otro modo, jamás hubiese ordenado tan terrible investigación.

El año 1944 transcurría sin grandes acontecimientos. Karts tuvo su nuevo equipo de Laboratorio y tantos ayudantes, que su Departamento Militar fue el mayor de todos los de la zona. La investigación de explosivos quedó suspendida después de una larga conferencia entre Manning y Ridparth, de la cual oí solamente el final: pero en concreto era que no existía entonces ni la más remota posibilidad de utilizar el U.235 como explosivo. Como manantial de energía, sí, en un futuro distante, cuando se hubieran hecho más estudios y experimentos sobre el delicado problema de controlar la reacción nuclear. Aun así, parecía probable que no habría de ser un manantial de fuerza para propulsar cohetes motorizados o vehículos militares, sino que sería utilizado en enormes centrales eléctricas, tan vastas por lo menos como la instalación de Boulder-Dam.

Tras de esto, el doctor Ridparth vino a ser una especie de co-Presidente del Departamento de la doctora Karts, y el equipo anteriormente usado por la Sección de explosivos fue adaptado o reemplazado para continuar la investigación de mortíferos elementos radioactivos artificiales. El coronel Manning combinó la división del trabajo y la mayor Karts siguió ocupándose de su problema original: desenvolver técnicas para radioactivos hechos a la medida. Me imagino que era completamente feliz, ciñéndose estrictamente al problema que tenía entre manos. Aun ahora mismo no sé si Manning y Ridparth estimaron alguna vez necesario discutir con ella sobre lo que se proponían hacer.

De hecho yo también andaba demasiado ocupado por entonces para pensar más en el asunto. Se acercaban las elecciones generales y estaba resuelto a que Manning tuviese un distrito electoral suyo, al que volver cuando terminase la guerra. A él no le interesaba mucho la política, pero su conformidad la dio para que le presentaran como candidato a Diputado. Yo trataba de planear una campaña de propaganda y lamentaba no poder estar libre para estos menesteres civiles.

Hice lo que podía. Instalé una línea telefónica particular, para que el encargado de la campaña pudiese comunicar fácilmente conmigo. No creo haber violado el Acta Hatch, mas supongo la estiré un poquillo. De todos modos, la cosa salió bien. El coronel Manning fue reelegido, como lo fueron ese año varios ciudadanos militarizados. Se hizo por la oposición una tentativa de calumnias acusándole de cobrar dos sueldos del Estado por una sola labor; pero la sofocamos en seguida con un folleto titulado: "¡Qué vergüenza!", el cual explicaba que Manning percibía un solo sueldo por dos labores separadas. Ésta es la Ley Federal en tales casos y el pueblo tiene derecho a saberlo.

Fue poco antes de Navidad cuando el coronel Manning me confesó por vez primera cuánto le preocupaban los terribles experimentos científicos Karts-Obre. Me llamó a su despacho con un pretexto cualquiera y me hizo quedarme allí. Vi que tenía deseos de hablarme.

—¿Qué cantidad de ese polvo K.O. tenemos disponible? —me preguntó a boca de jarro.

—Falta poco para las diez mil "unidades" —le respondí—. Puedo hacer la cifra exacta en un minuto.

Una unidad bastaba para destruir mil hombres, en dispersión normal. El coronel conocía las cifras tan bien como yo, y comprendí que iba dando un rodeo, dado lo terrible del tema.

Habíamos ido pasando imperceptiblemente de la investigación a la manufactura, enteramente por iniciativa y autoridad de Manning. Jamás había presentado éste un informe específico sobre ello al Departamento de Química Bélica, sin antes dar cuenta de ello al Jefe del Alto Estado Mayor norteamericano.

—No es preciso, basta con eso —contestó a mi sugerencia, añadiendo—: ¿Vio usted esos caballos?

—Sí —respondí.

Yo tampoco deseaba hablar de ello. Habíamos requisado seis viejos pencos inútiles y los habíamos utilizado como cobayas. Sabíamos ahora lo que aquel polvo podía hacer. Después de muertos, cualquier porción de su cuerpo quedó registrada en una placa fotográfica y los tejidos de sus pulmones y de los bronquios brillaban con luz terrible.

El coronel Manning estaba de pie junto a la ventana, contemplando el desolador invierno de Maryland, y después de un minuto de silencio replicó:

—Anson, quisiera que jamás se hubiera descubierto la radioactividad. ¿Se hace usted cargo de lo que significa esta diabólica propiedad?

—Bueno —dije yo para intentar calmarlo—, es un arma más, lo mismo que el gas venenoso, aunque acaso más eficiente...

—¡Valiente tontería acaba usted de decir, capitán Mac Donald! —exclamó, y por un instante temí que estuviese enojado conmigo—. Es como comparar usted un cañón de dieciséis pulgadas con un arco de flechas. Poseemos aquí el arma más terrible que el mundo haya conocido jamás; contra ella no existe defensa alguna, ninguna en absoluto. Es la muerte misma —dijo exaltándose por momentos.

—¿Ha visto usted el informe de Ridparth? —añadió ya más sereno.

Moví la cabeza negativamente. No lo había visto. Ridparth había adoptado la costumbre de llevar sus informes al coronel Manning personalmente, dado lo terrible de los experimentos.

—Bueno —prosiguió hablando—, desde que comenzamos la producción química puse todo mi saber y toda la inteligencia de que podía disponer en estudiar los problemas de la defensa contra aquel polvo radioactivo. Ridparth me asegura, y estoy conforme con él, que no hay medio alguno de combatirlo, una vez que se utiliza. Eso es tremendo, infrahumano, diabólico.

—¿Y el blindaje? —pregunté—. ¿Y la indumentaria protectora?

—Seguramente, algo hará —contestó con acento irritado—. Pero a condición de que no se lo quite usted ni para comer ni para beber, ni para cualquier otra necesidad, hasta que cese la acción radioactiva o se halle fuera de la zona peligrosa. Esto puede servir para el trabajo de Laboratorio; pero yo hablo de la guerra...

Reflexioné un instante:

—Aun así, mi coronel, no veo por qué se inquieta usted tanto. Si el polvo es tan eficaz como dice, ha conseguido usted exactamente lo que se proponía hacer... Inventar un arma única que diese a los Estados Unidos protección contra todas las agresiones enemigas posibles.

Giró sobre sus talones y me dijo colérico:

—¡Anson, hay ocasiones en que creo que es usted tonto de remate!

No le dije nada. Le conocía bien y sabía pasar por alto ciertos momentos de excitación nerviosa. El hecho de que me confiara el secreto y su modo de sentir, era el mayor tributo de consideración y de amistad que jamás se había rendido a nadie. Yo lo sabía y seguí callando.

—Considero —dijo ya más calmado— que como arma es más que suficiente para salvaguardar a los Estados Unidos; pero equivale también a una pistola cargada y dispuesta sobre la sien de todo hombre, mujer o niño en el globo terráqueo.

—Bien —repuse—, ¿y qué? Es un secreto militar nuestro y somos nosotros los que dominamos. Los Estados Unidos pueden poner término a esta guerra y a cualquier otra que pueda surgir en el futuro... Podemos declarar una "Pax Americana" y mantenerla en vigor con arma tan poderosa y temible.

—¡Hum..., hum...! Ojalá fuese tan fácil hacerlo. Pero es que no seguirá siendo un secreto exclusivamente nuestro, puede usted estar seguro de ello. Poco importa que hayamos logrado guardarlo hasta aquí: todo lo que se necesita para divulgarlo es una indicación dada por el polvo mismo y en seguida será cuestión de tiempo el que cualquiera otra nación encuentre una técnica adecuada para producirlo. No se puede evitar que los cerebros trabajen como nosotros lo hemos hecho. Mac Donald, la "reinvención" del método nuestro es de una certidumbre matemática, una vez sepan qué es lo que buscan. Y el uranio es una sustancia relativamente común, ampliamente distribuida por todo el planeta. ¡No lo olvide! Ocurrirá lo siguiente: Una vez que el secreto se haga público, y se hará público en cuanto empleemos ese polvo, el mundo será comparable a una estancia llena de hombres, cada uno armado con una pistola del calibre 45. No podrán salir de la habitación y cada uno dependerá de la buena voluntad de los demás para seguir viviendo. No habrá defensa posible. ¿Entiende lo que quiero decir?

Había pensado en ello, desde luego, pero no había adivinado las dificultades. Me parecía que una paz impuesta por nosotros era la única salida, si tomábamos precauciones para controlar los manantiales del uranio. Tenía yo entonces la subconciencia corriente de los americanos, de que nuestro país jamás emplearía su potencia para una verdadera agresión. Sin embargo, recordé la guerra contra Méjico para anexionarnos gran parte de sus territorios; la que llevamos a cabo contra España en Cuba y Filipinas y algunas de las cosas que hicimos en la América Central, como la piratería Walker en Nicaragua, y ya no me sentí tan seguro.

Fue un par de semanas más tarde, cuando el coronel Manning me encargó que le pusiese en comunicación telefónica con el Jefe del Alto Estado Mayor. Sólo escuché el final de la conferencia.

—No, mi general, no lo haré —iba diciendo Manning—; no lo discutiré con usted ni con el secretario tampoco. Es éste un asunto de tal naturaleza que, a la larga, tendrá que decidirlo el general en jefe. Si lo rechaza es imprescindible que nadie más se entere del asunto. Ésta es mi sincera opinión, después de meditarlo mucho. ¿Cómo dice, mi general? No me he vuelto loco. Recuerde que me encargué de esta tarea con la condición expresa de que se me dejarían las manos libres. Tiene usted que dejarme un poco de libertad esta vez. No se trata ahora de su jerarquía militar. Le conocí cuando era usted todavía un cadete y le respeto, conociendo su graduación y su capacidad.

"Lo siento. Si el Secretario de Guerra no quiere atender a razones, puede decirle que mañana estaré en mi escaño de la Cámara de representantes, y que obtendré el favor que pido del líder de la mayoría... A sus órdenes, adiós, mi general.

Washington volvió a llamar por teléfono una hora más tarde. Era el Secretario de Guerra en persona. Esta vez Manning escuchó más que habló. Hacia el final, dijo:

—Todo lo que deseo son treinta minutos a solas con el Presidente. Si nada consigo, tampoco se ha perdido nada. Si le convenzo, entonces se enterará usted de todo. ¿Cómo? No, señor, no quiero dejar a usted en mal lugar. Si lo prefiere, puedo anunciarme como Miembro del Congreso, y entonces ya no tendrá usted ninguna responsabilidad. ¿Eh? No, señor, no quise indicar que usted eludiese responsabilidades. Deseaba ayudarle y ya sabe que siempre me tiene a sus órdenes. ¡Magnífico! Gracias, señor Secretario.

La Casa Blanca llamó más tarde y fijó la hora.

Fuimos en auto hacia el Distrito Federal al día siguiente, atravesando una cortina de lluvia fría que amenazaba convertirse en granizo. La congestión habitual en Washington se hallaba empeorada por el mal tiempo; casi llegamos tarde. El coronel Manning echaba pestes a media voz a lo largo de toda la Avenida de Rhode Island. Nos apeamos a la entrada del ala occidental de la Casa Blanca con dos minutos de margen. Manning fue conducido al despacho oval casi inmediatamente y yo me quedé esperándole, fumando un cigarrillo y tratando de sentirme cómodo con mis ropas de paisano. Después de tantos meses de uniforme militar estaba encantado de no tener que saludar ni contestar a los saludos reglamentarios del Ejército. Pasaron treinta minutos. El Secretario particular del Presidente entró y salió varias veces. Pasó a la sala de recibo exterior y le oí decir algo que comenzaba: "Lo siento, Senador, pero..." Volvió, anotó algo con lápiz y se lo entregó a un ujier.

Pasaron dos horas más.

Finalmente, el coronel Manning apareció en la puerta y el secretario hizo un gesto de alivio. Pero aquél no salió, sino que dijo:

—Entre, Anson. El Presidente desea ver qué cara tiene usted.

Me levanté tan precipitadamente que casi me caí, tal fue mi sorpresa.

Manning habló presentándome:

—Señor Presidente, aquí está el capitán Mac Donald.

El Presidente de los Estados Unidos saludó con la cabeza y yo me incliné, incapaz de decir nada. Se hallaba sobre la alfombra al pie de la chimenea, con la cabeza vuelta hacia nosotros, muy semejante a las fotografías suyas que ya conocemos.

Jamás le había visto antes, aunque, por supuesto, conocía algo de su historial durante los dos años que estuvo en el Senado.

El Presidente dijo:

—Siéntese, capitán, ¿quiere fumar?

Y a Manning:

—¿Cree usted que podrá hacerlo?

—Tendrá que hacerlo. No hay opción.

—¿Y está usted seguro de él?

—Fue el que dirigió mi campaña electoral y es amigo mío.

—Ya lo sé.

Durante un corto espacio, nada más dijo el Presidente, y no había sido correcto interrumpir su silencio, aunque reventaba por saber de qué se trataba.

Prosiguió de nuevo:

—Coronel Manning, me propongo seguir el procedimiento que usted ha sugerido, con los cambios que hemos discutido. Iré allí mañana para comprobar por mí mismo que ese polvo es capaz de producir los efectos que usted dice. ¿Puede usted preparar una demostración?

—Sí, señor Presidente.

—Muy bien. Echaremos mano del capitán Mac Donald a menos que se me ocurra algún procedimiento mejor.

¡Temí por un momento que planeasen utilizarme como conejillo de Indias! Pero, se volvió hacia mí y prosiguió:

—Capitán, voy a enviarle a usted a Inglaterra como representante mío.

Me atraganté:

—Sí, señor Presidente —fue todo lo que pude decir al primer Mandatario de los Estados Unidos, que nos despidió amablemente.

Después de la entrevista el coronel Manning tuvo que decirme gran número de cosas. Voy a tratar de exponerlas lo más cuidadosamente posible, aun a riesgo de ser aburrido y obvio y de repetir cosas que son de conocimiento común entre ustedes.

Poseíamos un arma formidable que no era posible detener. Cualquier tipo de polvo K.O. dispersado sobre cierta comarca hacía esta zona inhabitable durante un período de tiempo que dependía de la "media vida" de la radioactividad.

Una vez que se "empolvaba" o fumigaba un área determinada, nada podía hacerse hasta que la radioactividad hubiese disminuido al punto de no ser ya nociva. El polvo corrosivo no podía eliminarse; actuaba en todas partes. No había manera de contrarrestarlo..., de quemarlo, o de combinarlo químicamente. El isótopo radioactivo estaba allí, radioactivo aún, mortífero siempre. Una vez empleado sobre cierta faja de terreno, durante un período de tiempo predeterminado, ese trozo de tierra no toleraba la vida.

Su empleo era extremadamente sencillo. No requería complicadas mirillas de tiro, ni había que preocuparse de tocar "objetivos militares". Se cargaba en un avión cualquiera y al llegar a una posición más o menos perpendicular al área que se deseaba esterilizar, dejábase caer el polvillo letal. Todos los seres que se hallaran sobre el suelo en el área contaminada, morirían irremisiblemente en una hora, en una semana o en un mes, según el grado de la infección. Pero, todos, todos, sin la más remota posibilidad de salvación.

El coronel Manning me confesó que había pensado seriamente más de una vez, en el insomnio nocturno, recomendar a las autoridades de los Estados Unidos que toda persona, incluyéndose él mismo, que conociese la técnica Karts-Obre, fuese ejecutada inexorablemente, en interés de la civilización. Mas al día siguiente vio claro que tal idea no era más que una simpleza, pues no faltaría quien descubriese esa técnica en Norteamérica o en cualquier país extranjero. El sacrificio sería inútil.

Además, de nada servía abstenerse de usarlo hasta que alguien lo perfeccionase y utilizase. La única posibilidad de impedir que el mundo se convirtiese en una vasta "Morgue" o depósito de cadáveres, era que nosotros fuésemos los primeros en utilizar esta fuerza, y que la utilizásemos drásticamente... Obtener la superioridad y conservarla.

Nosotros no estábamos en guerra legal; empero, habíamos participado plenamente en ella, con todo nuestro peso técnico y económico en favor de las democracias, desde el año 1940. El coronel Manning había propuesto al Presidente de los Estados Unidos que nosotros entregásemos a Gran Bretaña cierta cantidad de polvo, bajo condiciones que especificaríamos, capacitándola para imponer la paz. Pero, los términos de esta paz habrían de ser dictados por Norteamérica, porque nosotros no dábamos a conocer nuestro secreto.

Después de esto, la Pax Americana Velis Nolis, el poder máximo quedaba en manos de los Estados Unidos. Teníamos que aceptarlo y mantener la paz mundial, implacable y enérgicamente, o este poderío sería arrebatado por otras naciones. No podía haber coigualdad en la posesión de tal arma. El factor tiempo predominaba.

Fui designado para ocuparme de los detalles en Inglaterra, porque el coronel Manning insistió y el Presidente estuvo conforme, en que toda persona que conociese técnicamente el invento Karts-Obre debía quedarse en el cercado del laboratorio, lo que equivalía a una custodia protectora e inevitable prisión. Esto incluía al propio Manning. Yo podía marchar, puesto que ignoraba el secreto científicamente, y no podía adquirirlo sin varios años de preparación técnica. Y lo que yo ignoraba, por tanto, no habría de poder decirlo ni aun martirizado y narcotizado. Estábamos resueltos a guardar el secreto hasta tanto no pudiésemos consolidar la PAX U.S.A.; podíamos desconfiar de nuestros primos ingleses, porque ellos son británicos y su lealtad es, ante todo, para el Imperio inglés. No había necesidad de tentarlos.

Fui elegido porque conocía el fondo del asunto, aunque no la técnica, y porque el coronel Manning tenía absoluta confianza en mí. No sé por qué el Presidente de los Estados Unidos la tuvo también, quizá porque mi tarea no era muy complicada y alguno habría de hacerla.

Despegué del vecino aeródromo de Baltimore una tarde fría y cruda que armonizaba bien con mi estado de ánimo. Sentía el estómago trastornado y la cabeza mareada, llevando muy abrochados en mi ropa interior los documentos por los que se me nombraba Agente Especial del Presidente de Norteamérica. Eran documentos raros, documentos sin precedente: no sólo me concedían la usual inmunidad diplomática, sino que hacían mi persona casi tan sagrada como la del propio mandatario.

En Nueva Escocia tocamos tierra para reponer el combustible. Los hombres del F.B.I. nos dejaron. Arrancamos de nuevo y los cazas de transporte canadienses se situaron en derredor nuestro. Todo el polvo que enviábamos a Inglaterra estaba en mi avión. Si derribaban los del Eje el aparato del representante norteamericano, el polvo destructor se iría al fondo con él.

No hay necesidad de relatar la travesía. Me sentí mareado y como insensible a pesar de la estabilidad de los flamantes aparatos de seis motores. Creíame algo así como el verdugo que va a proceder a una ejecución y hubiese deseado ser otra vez un mozalbete sin nada más trascendente que vivir su vida sin inquietudes.

Hubo algún combate aéreo próximo cuando nos aproximábamos a Escocia. Lo sé, pero no pude presenciarlo, porque la cabina estaba completamente cerrada. Nuestro capitán piloto no prestó atención a la lucha y aterrizó con su aparato en un campo totalmente a oscuras, utilizando sus haces luminosos, supongo, aunque ni lo sabía yo ni me interesaba. Llegué a desear un accidente fatal. Después, se encendieron las luces exteriores y vi que nos hallábamos en un hangar subterráneo.

Permanecí en el avión. El comandante vino a verme y me invitó a que fuese a su departamento como su huésped. Agradecí la atención, pero le dije que no podía aceptar:

—Me quedo aquí. Son las órdenes que tengo. Deben ustedes considerar este avión como territorio de los Estados Unidos; ya lo saben.

Pareció algo molesto por mis palabras, pero inglés flemático, transigió ordenando que nos sirviesen la comida para los dos en mi propia cabina.

Al día siguiente se produjo una situación verdaderamente embarazosa. Recibí órdenes de presentarme para una audiencia regia. Como tenía instrucciones concretas, a ellas me atuve. Me disculpé lo mejor que pude. Había de permanecer sentado sobre mi carga de polvo mortífero hasta que el Presidente de los Estados Unidos me dijese por radio y clave lo que debía hacer. Por la tarde del mismo día recibí la visita de un Miembro del Parlamento (la Prensa dijo que era el Primer Ministro) y un tal Mr. Windsor. El parlamentario inglés llevó el peso de la conversación y yo contesté parcamente sus preguntas. El otro visitante dijo muy poco; hablaba lentamente con cierta dificultad. Pero me causó buena impresión. Parecía un hombre que aportaba una carga superior a la fortaleza humana, y que la soportaba heroicamente.

Siguió después el período más largo de mi vida. Estas canas que tengo me salieron entonces. Apenas excedió de una semana, pero cada minuto entonces poseía esa intensidad dramática de esa fracción de segundo que precede a los grandes desastres. El Presidente aprovechó esos días para tratar de evitar la necesidad de recurrir al uso del polvo diabólico. Tuvo dos conferencias cara a cara, por televisión, con el nuevo Führer. El Presidente de los Estados Unidos hablaba perfectamente el alemán, lo que hubiese debido ayudar para una concordia con Hitler. Habló por tres veces, pero dudo pudiesen ser muchos los que le escuchasen en el Continente, dados los severos reglamentos de policía entonces vigentes.

Al Embajador del Reich en Norteamérica, se le hizo una demostración especial de los efectos del polvo K.O. Se le llevó en aeroplano a una desierta faja de la pradera occidental y se le permitió ver lo que una sencilla "fumigación" hacía con un rebaño de toros. Debió admirarle y creo que le impresionó. Nadie podía tomar a la ligera una demostración visual; pero qué informes dio a su país, eso no lo supimos jamás.

Las Islas Británicas fueron visitadas repetidamente durante la espera por escuadrillas de bombarderos, desencadenando los ataques aéreos más fuertes de toda la guerra. Yo estaba bastante seguro, pero los oía por encima de mi cabeza y sentía su efecto en la moral de los oficiales con quienes estaba en contacto. No es que les atemorizasen, pero les producía fría rabia. Tales incursiones no iban dirigidas contra los muelles o las fábricas, sino contra la destrucción de un objetivo inconcreto.

—No sé qué es lo que aguardáis —se me quejó un comandante-aviador—. Lo que los "Jemes" necesitan es una dosis de su propia Schrecklichkeit, una lección de su propia cultura aérea.

Meneé la cabeza:

—Tenemos que hacerlo a nuestra manera.

No habló más del asunto; pero conocí sus sentimientos y los de sus fraternales colegas. Habían adoptado una fórmula para beber, tan sagrada como el brindis por el Rey.

—¡Recordad a Coventry!

Nuestro Presidente había estipulado que la R.A.F. no bombardearía durante el período de negociaciones, mas, sin embargo, sus bombarderos andaban muy ocupados. El viejo Continente fue inundado, noche tras noche, con balas de octavillas preparadas por nuestros agentes de propaganda.

La primera de éstas hacía un llamamiento al pueblo para que pusiese término a una guerra inútil y prometía que las condiciones de paz no serían vengativas. La segunda lluvia de folletos mostraba fotografías del rebaño de toros calcinado. La tercera, fue un aviso lacónico y directo para que se evacuasen las ciudades y no se volviese a ellas.

Como expresaba el coronel Manning, nosotros gritábamos: ¡Alto! por tres veces, antes de hacer fuego. No creo que él ni el Presidente tuviesen fe en la eficacia del aviso; pero estábamos moralmente obligados a darlo.

Los británicos habían instalado para mí un aparato televisor, del tipo interceptible Simons-Yarley, o sea de los que el "llamado" debe apretar el gatillo del transmisor para que la transmisión pueda tener lugar. Ello daba seguridades de rápida comunicación diplomática por primera vez en la historia y fue de gran utilidad en esa crisis. Yo había traído conmigo mi propio técnico, uno que pertenecía al F.B.I., para que manejase los controles del aparato.

Me llamó una tarde:

—Washington hace señales.

Me arrastré fatigadamente fuera de la cabina y bajé hasta le celdilla del hangar, preguntándome si sería otra falsa alarma.

Era el Presidente. Sus labios estaban blancos:

—Cumpla usted con las instrucciones, capitán Mac Donald.

—A la orden, señor Presidente.

Los detalles habían sido preparados de antemano. Una vez acepté un recibo y un pago simbólico del comandante inglés de sector por el polvo diabólico que entregaba, mis deberes habían terminado. Pero, a ruego nuestro, Gran Bretaña había invitado a observadores y agregados militares de toda nación independiente y de los diversos Gobiernos provisionales de los países ocupados. Los Estados Unidos me designaron a mí como uno de ellos, a petición del coronel Manning.

La escuadrilla especial la componían trece aviones de bombardeo. Llegó el día de la terrible prueba. Uno solo de ellos hubiese podido llevar todo el polvo; pero se dividió éste para garantizar que una gran parte, al menos, en caso de que nos atacaran, pudiese llegar a su destino. Había llevado yo un cuarenta por ciento más de polvo del que Ridparth calculó ser necesario para tal misión y mi tarea final era comprobar que hasta el último receptáculo que lo contenía se hallaba a bordo de los aviones de aquella siniestra "escuadrilla de la muerte". Se hizo notar especialmente a cada uno de los observadores militares extranjeros el poco peso del polvo que se empleaba.

Hecho esto despegamos al oscurecer, elevándonos hasta los veinticinco mil pies de altura. Renovamos combustible en el aire y ascendimos nuevamente. La escolta de "cazas" y "bombarderos" nos aguardaba ya, habiéndose aprovisionado treinta minutos antes que nosotros. El conjunto volante se dividió en trece pequeños grupos que cortaron el aire proa a la Europa Central. Los bombarderos que utilizábamos habían sido acondicionados para lograr el máximo de velocidad y de altura.

De diversos lugares de Inglaterra partieron al mismo tiempo otras escuadrillas actuando para distraer al enemigo. Su destino era cualquier punto de Alemania, su objetivo, originar una confusión táctica a las fuerzas aéreas del Reich para que nuestros propios aviones, los que llevaban aquella misión terriblemente importante, pudieran escapar a la atención del enemigo, cosa fácil de lograr volando tan altos.

Los trece aparatos de la "Escuadrilla de la muerte" se aproximaban a Berlín desde distintas direcciones e intentaban atacar la capital de Alemania en forma de estrella, a modo de los radios de una rueda. La noche era hermosamente clara y teníamos a nuestro favor una buena visibilidad lunar. Berlín no es una ciudad difícil de localizar, ya que posee la mayor área, en millas cuadradas, de las ciudades modernas. Está situada sobre una lisa planicie de aluvión. Pude distinguir desde mi carlinga los ríos Spree y Havel cuando nos acercamos.

La hermosa población estaba en tinieblas, naturalmente; pero una ciudad así ofrece distinta clase de oscuridad a la del campo abierto. Bengalas montadas en paracaídas flotaban aún sobre Berlín en diferentes lugares, mostrando que la R.A.F. había pasado por allí antes que nosotros y las baterías antiaéreas de tierra nos ayudaron a precisar el emplazamiento de la capital del Reich.

Se combatía en el aire muy por debajo de nosotros, a unos tres mil metros por lo menos de la altitud a que volábamos.

El piloto informó al capitán:

—Estamos en línea sobre el objetivo.

El técnico encargado del altímetro continuó registrando sus guarismos en las espoletas de los receptáculos metálicos. Estos iban provistos de una ligera carga de pólvora negra, la suficiente para hacerlos explotar y esparcir el polvo después de cierto tiempo predeterminado por el ajuste de la espoleta. El método empleado no era más que un vehículo práctico. El polvo K.O. hubiese sido casi igualmente eficaz si se hubiese dejado caer en bolsas de papel; aunque, claro está, no quedaría tan bien distribuido.

El capitán se inclinó sobre el tablero del navegante, con una leve contracción sobre su rostro:

—¡Uno, listo! —informó al bombardero.

—¡Suelte!

—¡Dos, listo!

El capitán miró a su reloj de pulsera:

—¡Suelte!

—¡Tres, listo!

—¡Suelte!

Cuando el último de nuestros diez paquetes del terrible polvo atómico salió del avión, dimos media vuelta y regresamos a la base.

Anson Mac Donald, un poco pálido por la emoción, apuró el contenido de su vaso antes de continuar.

—No se habían tomado disposiciones para mi regreso a Norteamérica; nadie había pensado en ello. Sin embargo era lo que yo deseaba más. No me sentía mal; un poco mareado quizá. Me encontraba como recién salido de una grave operación, hallándome todavía aturdido por múltiples impresiones aunque aliviado al ver que todo pasó ya. No obstante, ansiaba regresar a los Estados Unidos.

El Comandante británico se portó bastante bien conmigo. Mandó poner a mi disposición un aparato inmediatamente y agregar los tripulantes necesarios, además de una escolta de "cazas" que me acompañó más allá de la costa. Debió pensar el militar inglés que era una forma muy costosa de viajar un individuo aislado; pero, ¿qué importaba? El cumplía órdenes y nada más. Además, los aliados habían perdido millones de vidas en una tentativa desesperada para acabar con la guerra. Al lado de esto, ¿qué significaba el gasto de dinero? Dio las órdenes necesarias, pensando en otra cosa, y se despidió de mí.

Tomé una doble dosis de "Nembutal" y me desperté en Canadá. Traté de obtener noticias mientras se daba un repaso al aeroplano; pero no había ninguna. El Gobierno del Reich a través del Ministerio de Propaganda, había publicado un comunicado oficial después de la incursión, burlándose de la tan cacareada arma nueva de los británicos y manifestado que todo se había reducido a un ataque de importancia contra Berlín y otras grandes ciudades alemanas, pero que los atacantes habían sido rechazados, sin lograr otra cosa que daños pequeños y aislados. El "Lord Haw-Haw" de turno comenzó, después de leído el parte, una de sus charlas sarcásticas; pero no pudo continuarla. Otro locutor dijo que había sufrido un ataque al corazón y le sustituyeron con música patriótica. La radio del Reich cortó su emisión a mitad de la canción "Horst Wessel". Después, sobrevino un silencio, silencio impresionante. Era todo lo que se sabía en Montreal.

Volé de nuevo hasta los Estados Unidos y ya en territorio patrio tomé un coche militar, haciendo rápidamente el recorrido por la pista de Anápolis. Casi no me di cuenta de que habíamos llegado a la vuelta que conducía al Laboratorio Militar Karts-Obre.

El coronel Manning estaba en su despacho. Levantó la vista cuando entré y dijo con voz apagada contestando a mi saludo castrense:

—Hola, Anson, y dejó caer la mirada sobre el papel secante de su pupitre. Volvió a dibujar muñecos en silencio, como si estuviese inconsciente.

Le miré con asombro y pude comprobar que mi Jefe en unos días había envejecido terriblemente. Tenía la cara terrosa y fláccida; profundos surcos enmarcaban su boca en forma triangular. El uniforme se le había quedado grande y tenía el cabello encanecido. Su abatimiento moral era palpable. Apenado, me aproximé a él y le puse la mano en el hombro:

—No lo tome usted así mi Coronel. No fue suya la culpa. Son cosas de la guerra. Se les advirtió a tiempo y no hicieron ningún caso...

Levantó los ojos nuevamente y dijo por todo comentario:

—Estelle Karts se ha suicidado esta mañana. No sé por qué, pero la muerte de la doctora célebre me apenó más que la de todos los seres desconocidos de Berlín.

—¿Cómo fue? —pregunté.

—Intoxicada con ese polvo atómico de Satanás, después de conocer lo que suponía su invento. Entró en la cámara de experimentos y se quitó la coraza protectora.

Me la imaginé con la cabeza erguida, los ojos fijos y la boca comprimida que solía poner cuando alguien hacía algo que la desagradaba. Así caminaría voluntariamente a la muerte, al saber que su invención química se había empleado contra su país de origen.

—Quisiera haber podido explicarle —dijo el coronel Manning—, por qué tuvimos que hacerlo.

Luego añadió, con los ojos velados por el recuerdo:

—La enterraremos en un féretro forrado de plomo. Después, el coronel y yo nos fuimos a Washington.

Anson apuró un vaso entero de whisky antes de seguir:

—Allí vimos las cintas cinematográficas especiales que se habían tomado de la muerte y destrucción de Berlín. Ustedes no las conocerán; jamás se hicieron públicas. Eran de gran utilidad para convencer a las demás naciones del mundo de que la paz es una idea excelente. Yo las vi al mismo tiempo que Manning; se me permitió presenciarlas por ser ayudante del coronel, aun sin saber que yo había sido el emisario terrible.

Fueron tomadas esas vistas por un par de pilotos de la R.A.F. que habían eludido a la Luftwaffe para sacarlas. Los primeros metros mostraban algunas de las principales calle de Berlín en la mañana después del raid. No había mucho que ver en las telefotos; nada más que calles activas y concurridas, si se observaban con detenimiento, era fácil comprobar que se producía un número excesivo de accidentes automovilísticos.

El segundo día mostraba la tentativa de evacuar la población aterrada. Las plazas interiores de la ciudad estaban desiertas, a no ser por los cadáveres y los coches destrozados; pero las calles que conducían a las afueras de la urbe hervían de gente a pie en su mayoría, pues los tranvías no funcionaban. Aquellos infortunados seres huían, sin saber que la muerte la llevaban dentro. El aeroplano había descendido en algún momento y el cameraman enfocó directamente su lente telefotográfica sobre el rostro de una mujer joven durante varios segundos. Ella, a su vez miraba el lejano aparato con una mirada de angustia inolvidable; en seguida tropezó y cayó. Acaso fuese pisoteada por el tráfico. Uno de los seis caballos del ensayo había puesto los ojos así cuando el letal polvo comenzó a roer sus entrañas.

La última serie mostraba Berlín y las carreteras de su alrededor una semana después de la bestial incursión química. La ciudad estaba muerta, no había en ella una sola persona, hombre, mujer o niño. No había tampoco perros ni gatos; ni ratas siquiera que royeran los cadáveres. Dispersos aquí y allá, sobre las elevaciones y las hondonadas de la periferia, y en menor escala sobre el pavimento de las calles, como trozos de carbón caídos de una locomotora en marcha, se veían los quietos montoncitos humanos de los momificados seres que fueron antes ciudadanos de la capital del Reich... Aquello era todo lo que quedaba. ¡Para qué hablar más de la terrible hecatombe!

Por lo que a mí atañe, todo lo que me quedaba de espíritu se me quedó en aquella sala de proyección horrible, y no he vuelto a preocuparme.

Los dos pilotos que tomaron esas vistas murieron lentamente. Una infección sintética, acumulativa debido al polvo flotante en el aire sobre Berlín, los mató. Con precaución esto no hubiera ocurrido; pero los ingleses no creían entonces que nuestras extremadas precauciones fueran indispensables.

El Reich necesitó una semana aproximadamente para acusar el golpe. Probablemente se hubiese necesitado más tiempo, mas el nuevo Führer fue a Berlín al día siguiente del "raid" para probar que las jactancias británicas no tenían fundamento. No hay necesidad de relatar ahora los distintos Gobiernos provisionales que Alemania tuvo durante los meses siguientes; el único que nos interesa es el llamado de restauración monárquica, que utilizaba como símbolo, a un primo del antiguo Kaiser. Fue el que solicitó la paz. Entonces surgieron las perturbaciones. Cuando el Primer Ministro anunció los términos del Convenio privado que había firmado con el Presidente de los Estados Unidos, fue escuchado con un silencio que sólo interrumpían los gritos de: ¡Eso es vergonzoso! ¡Vergonzoso! ¡Pedimos su dimisión!

Supongo era inevitable que la Cámara de los Comunes reflejase el espíritu de un pueblo que había sido castigado despiadadamente durante cuatro años. Se hallaba en un estado de ánimo apto para exigir una paz semejante al Tratado de Versalles o aún de más duras condiciones.

El voto desfavorable de la mayoría no permitió al Primer Ministro otro camino. Cuarenta y ocho horas más tarde, el Rey pronunció desde el trono un discurso que violaba todos los precedentes constitucionales, por cuanto no había sido suscrito por el Premier. En esta gran crisis de su remado, la voz real era clara y sincera; inculcó sus ideas al pueblo y se formó un Gobierno de coalición nacional.

No sé si habríamos "fumigado" con el polvo del Diablo a Londres o no para imponer nuestra paz. El coronel Manning creía que sí. Supongo que hubiese dependido del carácter del Presidente de los Estados Unidos; pero no tuvimos que hacerlo.

Los Estados Unidos y, en particular su Presidente, se hallaban enfrentados con dos tremendos problemas. Primero, teníamos que consolidar nuestra posición; en seguida, utilizar la ventaja temporal de un arma abrumadoramente poderosa para asegurarnos de que esa arma no se volvería contra nosotros. Segundo, habría que estudiar los medios para estabilizar la política extranjera de América, con el fin deque ésta pudiese manejar debidamente el tremendo poderío que, súbitamente, cayó en nuestras manos.

Como se ve, el segundo considerando era con mucho, el más difícil y serio. Si habíamos de establecer una paz razonablemente duradera —un siglo o cosa así— por medio del monopolio sobre un arma tan potentísima que nadie se atrevería a combatir, era imperativo que la política con arreglo a la cual actuásemos fuese más durable que las efímeras administraciones políticas. Pero, ya hablaremos de esto más tarde.

El primer problema requería atención inmediata. La cuestión era muy trascendental. La premura la exigía la misma simplicidad del arma. No necesitaba más que aviación para dispersarlo, y el propio polvo diabólico que podía fabricarse rápida y fácilmente por cualquiera que poseyese el secreto del procedimiento Karts-Obre, era sencillísimo y podía ser hallado por otros sabios en cualquier momento. El coronel informó al Presidente que el doctor Ridpart opinaba, y Manning estaba conforme con él, que el personal de cualquier moderno laboratorio de radiación atómica podía ser capaz de inventar una técnica química equivalente en seis semanas, sólo por las indicaciones dadas de los sucesos de Berlín, y pudiera ser capaz de producir polvo suficiente para causar la destrucción de importantes sectores humanos.

Se calculó el plazo máximo en noventa días... Noventa días a condición de que el enemigo no estuviera ya a medio camino de su meta investigadora. Pero... acaso no quedase ya tiempo alguno...

A esas fechas, el coronel Manning era ya miembro no oficial del Gabinete. "Secretario del Polvo del Diablo", le llamó el Presidente en uno de sus raros momentos joviales. En cuanto a mí, también tenía que asistir a las reuniones del Gabinete. Siendo yo el único técnico que había presenciado el horrendo espectáculo, íntegro, desde el principio hasta el fin, el Mandatario reclamó mi presencia.

Soy un hombre corriente como ustedes saben; debido a una serie de circunstancias curiosas me hallé de lleno en estos Consejos de los elementos dirigentes. Pero descubrí en seguida que esos dirigentes eran hombres corrientes también, y con frecuencia estaban tan confusos como yo ante los acontecimientos.

El coronel Manning, en cambio, no era un hombre cualquiera. Su talento no corriente se había elevado en él al nivel del genio. Ya sé que unos le echaron la culpa de todo y otros le llamaron traidor y loco; pero yo sigo creyendo que era tan bueno como sagaz y prudente. Nada me importa que otros historiadores de segunda mano estén disconformes. Apuró Mac Donald un nuevo vaso y siguió:

—Propongo —dijo el coronel Manning—, que comencemos por inmovilizar todos los aparatos de aviación que haya en el mundo entero.

El Secretario de Comercio arqueó las cejas:

—¡No sea usted tan fantástico, coronel Manning! —dijo incrédulo.

—No exagero —contestó el militar, secamente—. Soy realista y veraz. La clave de este problema es la aviación. Sin aviación, el polvo K.O. es un arma inoperante. El único modo que yo veo de ganar el tiempo preciso para resolver el problema en conjunto, es sujetar en tierra a todos los aparatos aéreos y dejarlos sin funcionar. Con la única excepción de los que están actualmente al servicio del Ejército de los Estados Unidos. Una vez hecho esto, podemos tratar del desarme mundial completo y buscar medios permanentes de control.

—Vamos a ver —replicó el secretario. ¿No propondría usted que se inutilicen las líneas aéreas comerciales? Tenga presente que son una parte esencial en la economía del mundo. Sería una catástrofe inadmisible.

—También es inadmisible que le maten a uno y sin embargo sucede —contestó Manning con firmeza.

—Sí, propongo eso. Todos los aparatos de aviación. TODOS quedarán en sus bases inmóviles.

El Presidente escuchaba la discusión sin hacer comentario alguno. Al llegar aquí intervino:

—¿Y qué haríamos con los aviones de los cuales dependen ciertas agrupaciones humanas para mantenerse vivas, coronel; como las líneas de Alaska, por ejemplo?

—Si existen líneas aéreas tan imprescindibles, deben ser dirigidas únicamente por pilotos y tripulaciones del Ejército americano. Sin excepción alguna.

El Secretario de Comercio los miró alarmado:

—Una última pregunta: ¿Es preciso que tal prohibición rija lo mismo para los Estados Unidos que para las demás naciones?

—¡Naturalmente!

—Pero, esto es imposible. Además anticonstitucional, infringe los derechos civiles y supone la ruina de grandes sectores comerciales.

—También matar a un hombre es una infracción de sus derechos civiles —contestó Manning inflexible.

—No puede hacerse. Cualquier Tribunal Federal del país lo impediría en cinco minutos.

Miró pausadamente en torno a la mesa el coronel de Estado Mayor, viendo a rostros que pasaban de la indecisión al antagonismo.

—El problema es agudo, señores —dijo lentamente—, y creo deberíamos ventilarlo con serenidad y de frente. Pueden matarnos, habiendo pasado todo muy ordenada y constitucionalmente. O podemos hacer lo que deba hacerse, conservar la vida y arreglar después los aspectos legales del asunto. Escojan. —Se calló y aguardó con calma. El Secretario de Trabajo recogió el reto—: No creo que el coronel tenga ningún monopolio realista. Yo también me hago cargo del problema y admito que éste es muy serio. Ese polvo del diablo no debe ser empleado nunca más. Si me hubiese enterado a tiempo, jamás se hubiese utilizado contra Berlín ni contra nadie. Fue una masacre insensata. Y estoy de acuerdo en que es indispensable alguna especie de control mundial. Pero en lo que difiero del coronel es en el método. Lo que él propone es una dictadura militar impuesta por la fuerza al mundo entero. Admítalo, coronel. ¿No es esto lo que usted propone?

Manning no eludió la respuesta:

—Sí, exactamente eso es lo que yo propongo.

—Gracias. Ahora sabemos en dónde nos hallamos. Yo, personalmente, no considero las cortapisas democráticas y los procedimientos constitucionales de tan poca importancia como para que esté dispuesto a prescindir de ellos en cualquier momento que convenga. Para mí la democracia es algo más que una entelequia, es un artículo de fe. O surte efecto o me hundo con ella.

—¿Qué propone usted entonces? —preguntó el Presidente.

—¡Propongo que veamos en esto una oportunidad para crear la mancomunidad democrática mundial! Utilicemos nuestra dominante posición actual para dirigir un llamamiento a todas las naciones, pidiéndolas que envíen representantes a una Conferencia cuyo objeto será formular una constitución mundial.

—Una Liga de las Naciones —oí murmurar a alguien.

—¡No! —contestó él a esta indirecta observación. Una Sociedad de Naciones especial. La de antes estaba inerme, desacreditada, porque no tenía existencia real ni poder ni poseía medios para poner en vigor sus decisiones; no era más que una Asamblea de debates verbales, una cosa falsa. Esta sería muy distinta, ¡porque pondríamos el polvo letal en su poder!

Nadie habló durante unos minutos. Se podía ver cómo los presentes daban vueltas a la idea en su cerebro, dudosamente, aprobándola parcialmente, intrigados por la sugerencia, pero inseguros sobre la conveniencia de aceptarla.

—Quisiera contestar a esto —dijo Manning.

—Hable usted, coronel —le alentó el Presidente.

—Hablaré. Voy a emplear palabras muy claras y espero que el Secretario Lamer me hará el honor de creer que hablo con entera sinceridad y con profunda convicción, dejando el amor propio a un lado. Veamos. Estimo que una Democracia Mundial sería cosa magnífica y confío en que se me crea si digo que sacrificaría gustosamente mi vida por lograrlo. Estimo también que sería muy hermoso ver al león acostado al lado del corderillo; pero al mismo tiempo tengo plena seguridad de que el rey de la selva sería el único que se levantase. Si tratásemos de formar actualmente una democracia mundial, haríamos de corderillo en la combinación. Manning miró a todos y continuó:

—Hay muchísimas personas honradas y de buena fe, que hoy son internacionalistas. Nueve de cada diez tienen el cerebro reblandecido y la décima es tonta de remate. Si montamos una democracia mundial, ¿quiénes formarían el cuerpo electoral? Examinemos los hechos; cuatrocientos millones de chinos con menos concepto del voto y de la democracia que una pulga. Trescientos millones de indostánicos, que no poseen tampoco mejor visión electiva. Los millones de la Unión Soviética que creen..., sabe Dios en qué. África entera, semicivilizada solamente. Ochenta millones de japoneses, que creen estar destinados por el Cielo para gobernar al mundo. Nuestros amigos hispanoamericanos que querrían ir o no a remolque nuestro; pero que no entienden nuestra Carta de los Derechos del Hombre por lo menos de igual modo que nosotros. Doscientos cincuenta millones de habitantes en las naciones de Europa, todos ellos con espíritu de desquite y odio en sus corazones... Por todo esto no sería posible llevar a cabo esa idea. Es absurdo hablar de una Democracia Mundial en mucho tiempo. Si se pone el secreto del polvo K.O. en manos de tal organización, es lo mismo que armar a la Humanidad para que se suicide.

Larner contestó inmediatamente.

—Podría sentirme ofendido por algunas observaciones de usted; pero prefiero no hacerlo. Para expresar lo que pienso sin ambages le diré que lo que le pasa a usted, coronel Manning, es sencillamente que piensa como un militar profesional y no tiene fe alguna en el pueblo. Desconozco que los militares son necesarios; pero todo lo ven con miras a la disciplina y a la estrategia.

El sabio coronel Manning aguantó la acometida, hasta que le llegó el turno otra vez:

—Acaso sea yo todas esas cosas, Larner, pero usted no ha contestado a mi argumento. Admito sus dotes de orador, pero soy un hombre práctico. ¿Qué van ustedes a hacer con esos centenares de gente que ni tienen experiencia democrática ni sienten el menor amor por lo que significa? Ahora bien; acaso no tenga yo la misma concepción de la democracia que usted; pero sé una cosa: allá en el Oeste, hay unos centenares de miles de electores que me enviaron al Congreso. No voy a estarme quieto y a permitir se siga un plan que, a mi modo de ver, tendrá como resultado su muerte y su ruina.

Seguro de sí, el coronel Manning continuó:

—He aquí el futuro probable, tal y como yo lo veo. Potencial en la fragmentación del átomo y en el desarrollo de letales radioactivos artificiales. Imaginemos que cualquier potencia fabrica provisión de ese polvo diabólico. Nos darían con él el primer golpe, procurando ponernos fuera de combate y dejarles las manos libres. De la noche a la mañana fulminarían Nueva York y Washington, y después todas las zonas industriales, dejándonos desorganizados política y económicamente. Pero nuestro ejército, no estaría en esas ciudades; los Estados Unidos tendrían aviones y gran cantidad de polvo K.O. en algún lugar estratégico, donde no les alcanzase los primeros ataques del enemigo. Nuestros soldados procederían heroicamente a contaminar las grandes ciudades adversarias. Y así seguiría la contienda hasta que la organización de uno y otros países se perturbara por entero; tanto que ya no pudiesen mantener ninguno un nivel de industrialización suficientemente elevado para tener sus escuadras aéreas en buen estado y producir más polvo diabólico. Esto presupone hambre y peste en el proceso de su desarrollo. Pueden ustedes añadir los detalles.

Respiró, fatigado, para añadir:

—Las demás naciones entrarían en el juego. Sería idiota y suicida por supuesto; pero no hace falta cerebro para comprender qué sucedería. Se necesita únicamente para ello un pequeño grupo hambriento de poder, unos cuantos aviones y una provisión de polvo químico. Es un círculo vicioso que no puede ser cortado hasta que el planeta entero quedara reducido a un nivel de economía tan bajo que no pudiera sostener la técnica necesaria para mantenerlo. Calculo que esto sucedería cuando aproximadamente tres cuartas partes de la población mundial hubiesen perdido la vida a causa del polvo del Diablo, las enfermedades y el hambre. En el resto la cultura quedaría reducida al tipo de los bosquimanos.

"¿Dónde quedará vuestra Constitución y vuestra Carta de Derechos, si permitís que esto ocurra?

Mac Donald se impío el sudor que perlaba su frente y añadió:

—He abreviado, pero éstas fueron en concreto sus manifestaciones. No puedo recordar al pie de la letra todas las palabras de un debate que duró varios días.

El Secretario de la Marina también la emprendió contra Manning.

—¿No es usted un poco pesimista, coronel? Después de todo, el mundo ha visto no pocas armas secretas que iban a hacer de la guerra algo horrible de contemplar. Los gases venenosos, los tanques, los aeroplanos..., las mismas armas de fuego, si no he olvidado la Historia.

Manning sonrió con menosprecio:

—Ha puesto usted el dedo en la llaga, señor Secretario. Cuando el lobo vino de verdad, el muchachito gritó en vano. Me imagino que la Cámara de Comercio de Pompeya presentaría el mismo razonable argumento a cualquier geólogo en la época, cuya lucidez le hacía tener miedo al Vesubio. Trataré de justificar mis temores. El polvo K.O. difiere de todas las armas precedentes en su mortífera eficacia y en la facilidad de usarlo; pero lo más trascendental de todo es que nosotros no hemos podido hallar ninguna defensa contra él. Por un número de razones científicas, no creo que podamos hallarlas, por lo menos en este siglo.

—¿Por qué no?

—Sencillamente, porque no hay medio de contrarrestar la radioactividad, a menos de colocar una coraza de plomo entre el hombre y el polvo químico: una coraza de plomo hermética. La gente podría sobrevivir así en ciudades subterráneas aisladas del exterior, pero nuestra característica cultura americana perecería y el hambre acabaría con los modernos trogloditas.

—Coronel Manning —advirtió el Secretario de Estado—, me parece que ha omitido usted la otra alternativa.

—¿Cuál?

—La de conservar ese polvo letal como secreto exclusivamente nuestro, seguir nuestro camino y dejar que el resto del mundo se cuide de sí mismo. Éste es el único programa que armoniza con nuestras tradiciones.

El Ministro de Estado era un excelente caballero; pero algo lento en asimilar nuevas ideas.

—Señor Secretario —le dijo respetuosamente—. Cuánto me agradaría no tener que ocuparnos más que de nuestros asuntos exclusivamente. Ojalá pudiésemos hacerlo. Pero la opinión de todos los sabios y peritos en cuestiones atómicas es que no podemos conservar el control de tal secreto, a no ser mediante una política de rígida vigilancia. Los alemanes iban a la cabeza de la investigación nuclear y fue sólo un afortunado azar el que hizo que nos adelantáramos a ellos. Le ruego se imagine a Alemania dentro de un año o dos provista de ese polvo infernal y con el recuerdo de la hecatombe...

El Secretario de Estado no respondió; pero observé cómo sus labios formaban la palabra ¡Berlín!, y al mismo tiempo palidecía.

Cedieron al fin. El Presidente de los Estados Unidos había dejado deliberadamente que el coronel Manning llevase todo el peso de la discusión, conservando él entera su influencia personal para persuadir a los más recalcitrantes. Opinó en contra de someter el asunto a decisión del Congreso; los "fumigadores" enemigos, a su entender, volarían sobre Norteamérica antes de que cada Senador hubiese terminado su discurso. Lo que se proponía hacer, acaso fuese inconstitucional; pero si no obraba rápido quizá no quedase ni rastro de Constitución. Había precedentes... La Proclama de la Emancipación de los Negros, la Doctrina de Monroe, la Compra de la Luisiana, la suspensión del Rabeas Corpus en la Guerra de Secesión, la Cesión de Destructores...

A 22 de febrero, el Presidente declaró el estado de alarma y envió su Proclama de Paz a todos los Jefes de naciones libres y soberanas. El documento en síntesis, despojado de sus adornos diplomáticos, venía a decir: "Los Estados Unidos están preparados para derrotar a cualquier potencia o combinación de Estados en brevísimo tiempo. En consecuencia, ponemos fuera de la Ley a toda clase de guerra y pedimos a todas las naciones que se desarmen inmediatamente." En otras palabras: "Soltad vuestras pistolas, muchachos, que os estamos apuntando."

Una nota adicional estableció el procedimiento a seguir: "Todo aeroplano capaz de atravesar en vuelo el Atlántico debía ser entregado, en el plazo de una semana, en un aeródromo, constituido por una gran faja de pradera, al Oeste de Fort Riley, cerca del río Kansas. Para los aviones menores designaron un lugar próximo a Shanghai y otro en Gales. Se publicaron más tarde memorándums con respecto a otros equipos de guerra. El uranio y sus piritas no se mencionaban por el momento.

No se admitían excusas. El incumplimiento de esta orden sería considerado como un acto de guerra contra los Estados Unidos.

No se produjeron casos de apoplejía en el democrático Senado. Por qué, no lo sé. Motivo desde luego había.

Sonrió Anson ante sus últimas palabras, encendió un rubio "Carriel" y siguió su relato:

—Sólo había tres potencias que pudieran preocuparnos seriamente; Inglaterra, el Japón y la Unión Soviética. Inglaterra, había sido advertida; la sacamos de una guerra que estaba perdiendo, y sabían bien sus gobernantes lo que nosotros podíamos y estábamos dispuestos a hacer en favor de la paz mundial.

El Japón era cosa distinta. Estos amarillos fanáticos no habían visto lo de Berlín ni lo creían realmente. Además, se habían estado diciendo durante tantos años que eran invencibles, que lo creían así. No conviene desafiar a un japonés sin tener presente que morirá antes que perder su honor. Las negociaciones se llevaron a cabo con serenidad, pero la escuadra norteamericana se hallaba a mitad de camino entre Pearl Harbour y Kobe, cargada con polvo K.O. suficiente para fumigar seis de sus ciudades mayores, antes de terminar los acuerdos, si no accedían a lo que queríamos.

¿Saben ustedes cómo se logró? Esto nunca fue publicado en los periódicos; pero era la única forma viable de redactar las octavillas que lanzamos antes de dejar caer el polvo atómico. No fue preciso.

El Emperador del Sol Naciente tuvo a bien declarar un Nuevo Orden de Paz. La versión oficial, preparada para los japoneses, hizo aparecer el asunto como una útil colaboración entre dos grandes potencias amigas y que la iniciativa había partido del Japón.

La Unión Soviética constituía un enigma. Después de la inesperada muerte de Vladimir Ilich, más conocido por Lenin, ninguna nación occidental sabía mucho de lo que sucedía en Rusia. Nuestras propias relaciones diplomáticas se habían hecho ineficaces y caído en punto muerto.

Todo el mundo conocía, por supuesto, que el nuevo grupo encaramado al poder se llamaba a sí mismo la Quinta Internacional; pero lo que esto significaba, aparte de no exhibir con tanta frecuencia los retratos de Lenin y de Stalin lo ignorábamos.

Cautamente se avinieron a nuestras condiciones, ofreciendo cooperar al plan pacifista. Hicieron notar que la U.R.S.S. jamás había sido belicista, que se había mantenido aislada de la reciente lucha mundial hasta que la atacaron. Era natural, pensaban, que las dos únicas grandes potencias que quedaban en el mundo utilizasen su poder para garantizar una paz duradera.

Los Estados Unidos quedaron satisfechos, ya que la U.R.S.S. era la nación que más les había preocupado en este asunto.

Para dar fe de su buena disposición, los eurásicos comenzaron en seguida a entregar aviones pequeños en el campo de aerostación cercano a Shanghai.

El coronel Manning fue al Oeste para supervisar ciertos detalles en relación con la entrega de las grandes aeronaves, los aeroplanos transoceánicos que habían de congregarse en Fort Riley. Teníamos el proyecto de regalarnos con petróleo y después "fumigarlos" con K.O. en débil dosis desde baja altura, igual que se hace con los sembrados para quitarles los insectos dañinos. Así quedarían inútiles y olvidados, mientras atendíamos a otros asuntos.

Esto tenía sus riesgos. Evitaríamos que el polvo K.O. llegase a Kansas City, a Lincoln, Wichita o cualquiera de las ciudades próximas ni aun en particular. Las villas más pequeñas de alrededor fueron evacuadas temporalmente. Hubo necesidad de montar puestos de prueba y defensa en todas direcciones, a fin de poder mantener estricta vigilancia sobre la acción del polvo del diablo en aquellos lugares. El coronel Manning tomaba toda clase de precauciones para que ningún asistente a las pruebas fuera contaminado. Yo le acompañaba.

Volamos en círculos concéntricos sobre la estación receptora, antes de aterrizar en Fort Riley. Divisamos los tres campos de aterrizaje que se habían hecho precipitadamente. Las pistas brillaban al sol; el cemento, echado veinticuatro horas antes, ni se había secado aún. En derredor de cada una de las pistas se agrupaban los sectores de estacionamiento, ligeramente preparados. En algunos de ellos trabajaban todavía tractores y excavadoras. En los prados del Este, muchos aparatos alemanes e ingleses se hallaban aparcados con las alas y las carlingas tan plegadas como han de estarlo en la cubierta de despegue de un portaaviones. A excepción de unos cuantos que iban siendo remolcados a la posición deseada. Los pequeños tractores asemejaban, desde el aire, hormigas que arrastraran trozos de hoja varias veces más voluminosas que ellos.

Solamente tres fortalezas volantes habían llegado de la Unión Soviética. Sus representantes solicitaron una corta demora a fin de que se les pudiese entregar una provisión de la mejor gasolina de aviación. Aducían que andaban escasos del combustible necesario para efectuar sin peligro el largo vuelo sobre el Ártico. No había medio de comprobar la veracidad de este extremo y se concedió la prórroga mientras se les enviaba una expedición de combustible desde Inglaterra.

—Estábamos ya a punto de marcharnos, una vez que el Coronel Manning comprobó que se habían tomado las precauciones indispensables cuando llegó un despacho especial anunciando que una expedición de bombarderos de la U.R.S.S. llegaría probablemente antes de terminar el día. El sabio militad deseaba verlos. Aguardamos cuatro horas. Informaron que nuestra escolta de cazas los había divisado, al fin, sobre la frontera canadiense. Manning estaba impaciente y prefirió contemplarlos desde el aire. Despegamos, ganamos altura y aguardamos.

Nueve gigantes del aire constituían una avanzada de la escuadrilla rusa. Volaban en columnas escalonadas y parecían tan enormes que nuestros pequeños cazas apenas se distinguían a su lado.

Comenzaron a volar por último encima del aeródromo y estaban admirando su impresionante evolución cuando el piloto del Coronel, el Teniente Rafferty, exclamó:

—¡Qué demonios hacen! Se preparan a aterrizar con el viento de espaldas!

Yo no caía en lo que esto significaba; pero el Coronel Manning gritó al co-piloto:

—¡Póngame en seguida con el campo de aviación!

Manipuló en sus aparatos y anunció:

—Ya está, mi Coronel!

—¡Alarma general! ¡Pónganse las corazas defensivas! —gritó pálido el jefe.

No podíamos oír las sirenas, naturalmente; pero veíamos cómo los chorros de vapor blanco salían de la gran sirena sobre el tejado del edificio de la Administración; tres largos pitidos, después otros tres cortos. La señal de alarma fue casi simultánea con la primera nube que brotó de los aeroplanos de la U.R.S.S.

En vez de aterrizar, pasaron a poca altura sobre la estación receptora, congestionada ahora con aparatos de todos los países del mundo. Cada escalón táctico eligió como objetivo uno de los grupos concentrados en derredor de los tres campos de aterrizaje; chorros de un humo parduzco y pesado salieron de las tripas de todos los aviones rojos.

Vi desde mi avión, una minúscula figurilla negra saltar de un tractor y correr hacia el edificio más próximo. Entonces, la cortina de humo oscureció el campo.

—¿Comunica usted todavía con el aeropuerto?

—Sí, mi coronel, respondió el oficial.

—Conécteme con el jefe técnico de Seguridad. ¡Rápido!

El co-piloto conectó el amplificador, a fin de que Manning pudiera hablar directamente:

—¿Sanders? Aquí el coronel Manning. ¿Qué ocurre?

—Radioactivos, mi coronel, intensidad siete punto cuatro.

Esto suponía que los rusos habían duplicado la investigación atómica Kar-Obre.

El jefe militar cortó y pidió en seguida que la central telefónica del aeródromo le pusiese al habla con el Jefe del Alto Estado Mayor. Hubo un retraso irritante, ya que la llamada tenía que hacerse por hilo terrestre a Kansas City, y hasta hubo que convencer a un jefe-operador para que requisara cierta línea principal que se utilizaba comercialmente.

Conectamos por fin y el coronel Manning dio un informe. Le oí decir:

—Es lógico pensar que en estos mismos momentos otras escuadrillas rojas se aproximan a la frontera de Nueva York y a Washington; probablemente a Detroit y a Chicago también. No hay medio de comprobarlo. Que estén alerta para la defensa.

El jefe del Estado Mayor cortó, sin hacer inútiles comentarios. Las flotas aéreas de los Estados Unidos que habían permanecido alerta durante las últimas semanas, recibirían inmediatamente las órdenes pertinentes a los pocos segundos y estarían ya en movimiento para dar caza y batalla a los atacantes; si era posible, antes de que pudiesen aproximarse a las citadas ciudades.

Eché una mirada al campo de aviación. Las formaciones habían quedado rotas. Uno de los bombarderos de la U.R.S.S. había sido derribado y quedó aplastado como a media milla de la estación receptora. Mientras miraba, uno de nuestros aviones enanos de bombardeo se dejó caer sobre un colosal aeroplano soviético y descargó sus explosivos. Fue un blanco perfecto, en el centro del avión; pero el piloto americano se detuvo demasiado y cayó antes que su víctima.

De nada serviría repetir los relatos periodísticos de la llamada guerra de Cuatro Días. El hecho es que lógicamente debiéramos haberla perdido, pero la ganamos por una rara combinación de suerte, precisión y buena táctica. Parece ser que los físicos atómicos de la Unión Euroasiática estaban casi tan adelantados como Ridpath y sus auxiliares cuando la destrucción de Berlín les facilitó la indicación final que necesitaban. De cierta manera nosotros los habíamos forzado precipitándolos a obrar antes de que estuviesen totalmente preparados a causa del plazo máximo fijado para el desarme mundial en nuestra Proclamación de Paz.

Si el Presidente norteamericano hubiese aguardado a que el Congreso debatiera y aprobara el proyecto antes de lanzar su proclama, no existirían ya los Estados Unidos. Segurísimo.

Es evidente, para sí al menos, que el coronel Manning previo algo así como la guerra de Cuatro Días y preparó tácticamente para ello una docena de defensas indirectas. No me refiero, claro es, a los preparativos militares; el Ejército y la Marina de Guerra se ocuparon de ellos. Pero obra de Manning fue que el Congreso de los Estados Unidos estuviera entonces de vacaciones; me consta de una manera especial, pues anduve en ello.

El coronel logró alejar al Congreso de la capital en los momentos en que temía que Washington fuese atacado. Claro que fue el propio Presidente quien concedió una licencia de diez días a la mayor parte del personal burocrático que trabajaba en Washington, y él mismo hizo una excursión por el sur de los Estados Unidos en aquellos días; pero debió ser Manning quien le inculcara la idea.

El famoso militar utilizó también el miedo a la peste. Hizo correr el rumor, completamente infundado, de que una terrible epidemia diezmaba Nueva York; por eso estaba casi desierta la enorme ciudad cuando fue atacada por los bombarderos de la U.R.S.S. Aun así, perdimos más de ochocientas mil personas sólo en el barrio de Manhattan.

Como siempre ocurre, se echó la culpa al Gobierno federal de las vidas perdidas, y los periódicos se mostraron implacables en sus críticas, por no haberse anticipado y ordenado la evacuación de todas las ciudades de importancia, según decían varios editoriales con grandes titulares.

Dirán ustedes: si Manning preveía algo de esto, ¿por qué no solicitó la evacuación?

Quizá por la razón siguiente. Una gran urbe jamás se ha evacuado, ni se evacuará, más que ante argumentos concretos y razonables. Londres nunca fue evacuado en gran escala y nosotros fracasamos totalmente en la tentativa de forzar la evacuación de Berlín. Las gentes de Nueva York venían considerando el riesgo de los ataques aéreos desde 1940 y se habían hecho ya a la idea de tal posibilidad. En cambio les cogió desprevenidas el rumor de una gran epidemia, y el miedo a esta inexistente plaga en Nueva York produjo la mayor desbandada conocida en una gran ciudad.

Y no hay que olvidar lo que nosotros hicimos en Vladivostok, en Irkutsk, en Moscú y en Leningrado; también aquéllas eran víctimas inocentes. La guerra es la guerra.

Dije antes que la suerte desempeñó también su papel. La mala visibilidad hizo que uno de nuestros aeroplanos bombardease Riazan en lugar de Moscú; ese error providencial dio al traste con el laboratorio y talleres atómicos, los únicos que producían radioactivos militares en la Unión Euro-Asiática. Causa espanto pensar que el error hubiese sido al revés; es decir, que uno de los aviones de la U.R.S.S., al querer atacar Washington, se hubiese equivocado y hubiera bombardeado las fábricas nucleares de Ridpath, en Maryland, cuarenta y cinco millas más allá...

El Congreso de los Estados Unidos reanudó sus sesiones en la capital provisional de San Luis, y la llamada Expedición Americana de Pacificación comenzó la tarea de arrancarle los colmillos a la Unión Soviética. No se trataba de una ocupación militar en el sentido usual; ésta tenía dos simples objetivos: primero, buscar, destruir con el polvo del diablo todos los aviones, talleres y campos de aviación. Segundo: localizar y "fumigar" los laboratorios de radiactivos, depósitos de uranio y las vetas de carnotita y plechblenda. No se hizo tentativa alguna para cambiar la orientación política del régimen bolchevique.

Nosotros empleamos el polvo K.O. de dos años de producción, lo que nos daba ventajas, respiro para producir e investigar en torno a la energía atómica, consolidar nuestra posición. Se ofrecieron grandes recompensas y premios a los sabios experimentados en producir energía nuclear, y alguien ideó una técnica que surtió excelentes resultados no sólo en la U.R.S.S., sino en casi todo el mundo. Consistía en un aparato denominado "alimaña", un instrumento que servía para olfatear la radiación, basado en el principio científico de la descarga electroscópica y perfeccionado ad hoc por el personal del Dr. Ridpath. Facilitó grandemente la labor de localizar el uranio y las piritas.

Una rejilla de "alimañas", debidamente espaciada sobre una zona sospechosa, podía localizar cualquier masa de uranio importante, casi tan fácilmente como un indicador de dirección puede encontrar una estación de radio.

Mas, a pesar de la excelente labor del General Bulfinch y de la Expedición de Pacificación Mundial, fue el error original de pulverizar Riazan en lugar de Moscú, lo que hizo posible la victoria total.

Cualquiera que se interese por los detalles históricos de la labor de pacificación realizada debe consultar los "Procedimientos de la Fundación Americana para Investigaciones Especiales", obra en la que figura un documento titulado "Estudio para la Ejecución de la Política Americana de Paz". La solución de jacto del problema de vigilar al mundo para protegerle de la guerra, dejó a los Estados Unidos el problema, mucho mayor, de inventar un programa político que garantizase la seguridad plena de que el polvo mortífero no cayese en manos criminales.

El problema es tan arduo como el de la cuadratura del círculo y casi de tan imposible solución. Tanto el Coronel Manning como el Presidente creían que los Estados Unidos debían necesariamente conservar ese poder diabólico de momento, al menos hasta que se pudiera organizar alguna institución permanente a la cual pudiera confiarse tan delicado secreto científico. Tenía un riesgo: el de que la política extranjera reside conjuntamente en manos del Presidente y del Congreso. Por fortuna, en aquellas fechas teníamos un buen Presidente y un Congreso idóneo; pero no bastaba como garantía del futuro. Recuérdese que los norteamericanos hemos tenido presidentes ineptos y Congresos hambrientos de poder. Léase si no, la Historia de la Guerra con Méjico.

Estábamos a punto de entregar a futuros gobiernos de los Estados Unidos poder suficiente para convertir el globo entero en un imperio nuestro. Y opinaba el mandatario de entonces que nuestra característica y encomiada cultura democrática no resistiría tan suculenta tentación. El imperialismo degrada tanto al opresor como al oprimido, y no queríamos caer en tal precipicio.

El Presidente estaba resuelto a que nuestra flamante supremacía se usara únicamente para el mínimo absoluto de mantener la paz en el mundo; para el sencillo propósito de hacer imposible la guerra, ¡y nada más! No debía emplearse para proteger las inversiones americanas en el extranjero, ni para conseguir tratados comerciales... En suma: para ningún otro propósito que no fuese la simple abolición de las matanzas en masa.

No existe una ciencia sociológica completa e inútil. Acaso exista algún día, cuando una Física rigurosa nos dé una ciencia plena de Química coloidal, y ésta conduzca a su vez a un conocimiento entero de la Biología, pasando a una Psicología definitiva. Después de logrado esto podremos empezar a saber algo de Sociología y de Política. ¿Cuándo sucederá esto? Alrededor del año 5000, acaso, si la raza humana no se suicida antes.

Hasta entonces sólo contamos con el sentido común, y el conocimiento experimental de algunas probabilidades. El Coronel Manning y el Presidente "tocaban de oído".

Los convenios con la Gran Bretaña, Alemania y la Unión Soviética, en virtud de los cuales nosotros asumimos la responsabilidad de la Paz mundial y, al mismo tiempo, garantizábamos a las naciones contratantes la seguridad de que no haríamos mal uso de nuestro poder, se aprobaron en el período de alivio y buena voluntad que siguió inmediatamente a la terminación de la Guerra de los Cuatro Días. Seguíamos, al obrar así, los precedentes establecidos por los Tratados del Canal de Panamá y del Canal de Suez, la política de Independencia filipina, etc. Debiéramos haber acordado que los grandes Estados devolvieran a los demás los territorios que les hubieran usurpado; por ejemplo, el Peñón cíe Gibraltar a España, por parte de Inglaterra. Sin embargo, no lo hicimos.

El verdadero propósito de esos convenios fue el de comprometer a los futuros Gobiernos de los Estados Unidos a una política irrevocable de benevolencia y de paz, sostenida a cualquier precio.

Después se dictó una ley para completar los Tratados diplomáticos y el Coronel Manning se convirtió en el Comisario Manning. Estos Comisarios federales tenían su cargo vitaliciamente, jurando crear un cuerpo íntegro, permanente y libre de toda presión exterior, semejante al Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Como quiera que los Tratados internacionales citados admitían un Comisariado conjunto, no precisaba que los comisarios fueran ciudadanos norteamericanos... El juramento que prestaban era el de mantener la paz del mundo.

Hubo dificultades para que esta cláusula fuese aprobada por el Congreso. Todo juramento similar había sido hecho siempre a la Constitución de los Estados Unidos.

No obstante, la Comisión se formó. Tomó a su cargo la aviación mundial y asumió jurisdicción sobre los radiactivos, tanto naturales como artificiales: comenzó entonces la lenta tarea de organizar la flamante Patrulla de la Paz.

Manning ideaba un Cuerpo de Policía Mundial, una aristocracia por medio de la selección y la doctrina forense digna de los casi ilimitados poderes que habían de ejercer sobre la vida de todo hombre, mujer o niño, en cualquier lugar del planeta. Porque su poder, prácticamente, sería ilimitado. Las precauciones necesarias para asegurar que el arma invencible mundial fuera en servicio de la paz, hacían axiomático que sus custodios dispusieran de un poder que sólo estaría por debajo de la Providencia. No habría nadie que vigilase a esos mismos agentes. Sus propios méritos y el celo que mantuviesen, uno sobre otro, sería todo lo que se interpusiera entre el bienestar de la raza humana y su desastre.

Por primera vez en la Historia de la Humanidad, el supremo poder político iba a ejercerse sin posibilidad de comprobación interior ni cortapisas del extranjero. Manning tomó a su cargo la magna tarea de perfeccionar ese Cuerpo pro Paz Mundial, aunque con la subconsciente convicción de que era excesivo para la naturaleza humana.

El resto de los comisarios fue nombrado con lentitud; el nombre de los propuestos se enviaba al Senado, después de largas consideraciones conjuntas del Presidente y Manning. El Director de la Cruz Roja Internacional, un oscuro profesor suizo de Historia, y el Dr. Igor Riniski, que había desarrollado por su cuenta la técnica Karts-Obre, al que el F.B.I. descubrió en la cárcel después de la "fumigación" de Moscú, fueron los únicos extranjeros. El resto de la lista es bien conocido.

Ridpath y su personal científico eran necesariamente el grupo técnico básico de la Comisión; los mejores pilotos del Ejército y de la Marina de los Estados Unidos constituyeron las primeras patrullas. No se precisaban todos los pilotos en activo. Se hizo la selección examinando sus expedientes personales, sus historias respectivas; investigando sus hábitos y sus procesos psíquicos, sus reacciones emocionales, a través de los métodos más eficaces en boga por expertos psicólogos.

Su aceptación definitiva para la Patrulla pro Paz Mundial dependía de dos entrevistas personales: una con Manning, otra con el Presidente.

El Coronel me dijo que confiaba más en el olfato intuitivo del Presidente que en todas las pruebas de asociación y reacción que pudiesen discurrir los científicos.

—Tiene el olfato de un sabueso —dijo—. En sus cuarenta años de política práctica ha visto cientos de impostores y todos trataban de interesarle en algo. Los percibe hasta en la oscuridad.

El plan de largo alcance incluía a los jóvenes de todas las razas, color y nacionalidad, especialmente educados y entrenados para guardar la paz del mundo.

A su país de origen no podría regresar ningún hombre durante el servicio. Constituirían voluntariamente una expatriada Organización, sin más deberes que para la Comisión Pro Paz, formados con un espíritu de Cuerpo cuidadosamente cultivado.

Existía la posibilidad de que el proyecto fuera factible. Si se le hubiesen concedido a Manning veinte años para trabajar sin interrupción en este sentido, el Plan Universal habría funcionado en beneficio de todos.

El compañero propuesto para la reelección de Presidente de los Estados Unidos era resultado de un compromiso político.

El candidato a la Vicepresidencia era un conocido aislacionista que se había opuesto a la Comisión de Paz Mundial desde el principio del proyecto; pero tenía que ser él, a menos de provocar la división del partido en una época en que la oposición era fuerte. El Presidente pudo ser reelegido, pero con un Congreso notablemente débil. Sólo la facultad del voto impidió por dos veces el rechazo del Acto de Paz. El Vicepresidente no hizo nada por ayudarle, aunque no encabezó ni secundó a los rebeldes. Manning revisaba sus planes febrilmente para completar un programa esencial que habría de entrar en vigor antes de finalizar el año 1952, ya que no se podía predecir el matiz de la nueva Constitución norteamericana.

Tanto él como yo, trabajamos con exceso y empezaba a darme cuenta de mi falta de salud. La causa no era difícil de diagnosticar. Padecía de un acumulado envenenamiento radiactivo. No era un cáncer bien definido que pudiera ser operado, sino un deterioro sistemático de funciones y tejidos. No había remedio ni alivio para ello, sino trabajo por hacer. Siempre he atribuido mi mal principalmente a la semana que pasé sentado sobre aquellos receptáculos de polvo diabólico antes del raid contra Berlín.

17 de febrero de 1951. — Perdí la rápida vista que se dio por televisión del accidente aéreo que mató al Presidente, porque yo estaba descansando en mi departamento. Manning me exigía reposo todas las tardes después del almuerzo, pues todavía seguía yo prestando servicio. Me enteré de ello por mi secretario, cuando volví a la oficina, e inmediatamente fui a ver al Coronel.

Hubo en esta entrevista el mismo dolor e igual desconsuelo que el día en que murió Estelle Karts. Manning levantó la vista:

—¡Hola, Anson! —me dijo lacónicamente.

Le puse la mano sobre el hombro, con familiaridad, pues yo quería mucho a mi Jefe.

—No lo tome usted así, mi Coronel...

Cuarenta y ocho horas más tarde llegó un mensaje del nuevo Presidente para que Manning se presentase a informarle. Fui a entregárselo. Era un parte oficial que yo mismo descifré. Lo leyó con fisonomía impasible, sin alterársele un solo músculo.

—¿Va usted a ir? —pregunté.

—¿Eh? Claro, cómo no iba a hacerlo.

Volví a la oficina a coger mi abrigo, sombrero, guantes y la cartera de mano.

El Coronel levantó los ojos cuando volví.

—¡No vale la pena, MacDonald! —me dijo.

Debí poner gesto de insistir, porque añadió:

—Usted no va, porque hay aquí trabajo que hacer. Aguarde un instante.

Se acercó a su caja fuerte, hizo girar los discos, la abrió y sacó un sobre cerrado que puso sobre el pupitre que nos separaba:

—Aquí tiene usted las instrucciones precisas. Ocúpese de ello.

Salió, mientras yo abría el sobre. Leí atentamente las órdenes y me dispuse a cumplimentarlas. El tiempo urgía.

El nuevo Presidente recibió al Comisario Manning de pie, en compañía de varios íntimos suyos y guardaespaldas. Manning reconoció entre ellos al Senador que había intentado que se utilizara la Patrulla para recobrar las propiedades americanas expropiadas en Sudamérica y en Rodesia, así como al Jefe de un Comité de Aviación con quien había tenido conferencias desagradables al intentar éste buscar un modus operandi para restablecer las líneas aéreas comerciales:

—Es usted rápido en cumplir las órdenes que recibe. ¿Cómo está, Coronel?

Manning se inclinó.

—Vale más que no andemos con rodeos —continuó el Presidente de los Estados Unidos—. He dispuesto algunos cambios de política interior. Le pido su dimisión.

—Siento tener que negársela, señor.

—¿Cómo? ¡Eso ya lo veremos! Por el momento, Coronel Manning, queda usted relevado del servicio activo en el Ejército.

—Señor Comisario Manning es mi título ahora y el cargo que ejerzo.

El flamante mandatario se encogió de hombros:

—Sea uno u otro, queda usted relevado de todos modos.

—Lamento no estar de acuerdo otra vez. Mi nombramiento es vitalicio.

—¡Basta ya! —fue la respuesta—. Estamos en los Estados Unidos de América. No puede haber autoridad más alta que la mía. Queda usted detenido.

Recuerdo a Manning mirándole fijamente por unos momentos y contestando después lentamente:

—Puede usted detenerme físicamente, lo admito; pero le aconsejo aguarde unos minutos.

Se acercó a la ventana e indicó al Presidente:

—Mire allá arriba...

Seis bombarderos de la Comisión de Paz patrullaban por encima del Capitolio:

—Ninguno de esos pilotos nació en América —añadió el Coronel pausadamente—. Si me arresta, ninguno de nosotros sobrevivirá al día en que estamos.

Enmudecieron y Manning salió con gesto altivo.

Fue el sabio y valeroso Coronel el indiscutible dictador del mundo, pero siempre en defensa de la paz.

Le odiaron poderosos enemigos en otro tiempo, pero él continuó su ruta impasible. Trató de perfeccionar por todos los medios a su alcance la Patrulla de la Paz Mundial, hacerla fiel a su destino y automáticamente perpetua. ¿Lo conseguiría?

La enfermedad cardíaca que padece Manning hace todavía más difícil la respuesta, ya que lo mismo puede vivir veinte años que morir mañana y no hay nadie capaz de ocupar su puesto, dado su saber del misterioso "Polvo del diablo" y sus vastos conocimientos de iniciado en los secretos de la investigación atómica, aunque algunos de éstos, por el camino de la ciencia, ya van siendo del dominio universal.

—Yo voy a morir pronto —dijo opacamente MacDonald—, pero no me gusta que nadie en el mundo posea un poder semejante, la facultad de vida o muerte sobre todos los seres creados por Dios y que alienten sobre la tierra, el mar y el aire. Y estoy seguro de que a Manning tampoco.

Al terminar Anson su relato, la luz del amanecer neoyorquino se filtraba ya por las amplias ventanas del Club de Inventores.