IV
Siglos atrás, cuando aún la Tierra soñaba con los viajes interplanetarios de largo alcance, y la Luna, Marte y Venus eran los únicos astros pisados por el hombre, una extraña nave con apariencia de gigantesco arácnido metálico se posó en zona próxima a una escuela. Un muchacho que estaba haciendo novillos descubrió al artefacto y dio parte a las autoridades, que rápidamente desplegaron sus fuerzas en torno a la máquina extraterrestre; se paseaba sobre el terreno como un extraño y monumental insecto inteligente especializado en tomar muestras...
Por medio de una serie de incidentes, promovidos por la conciencia de violencia que entonces imperaba sobre el globo, el aparato fue capturado. Nunca se supo si de intento o por casualidad, pero el hecho que ocurrió a continuación ocasionó una fabulosa catástrofe mundial: quienes estuvieron cerca de la máquina murieron contagiados por algo cuyo aspecto recordaba al moho y que resultó ser una masa compacta de bacterias litófagas de exorbitado índice reproductivo y gran ansiedad por el cemento. Las construcciones tomaban un aspecto leproso progresivo al ser súbitamente atacadas por la plaga. La enfermedad avanzaba hasta que el inmueble —pongamos por caso— quedaba reducido a escombros. La era del cemento estuvo a punto de desaparecer.
Marx, aunque nunca supo por qué, recordó esta historia cuando sintió el incomprensible sonido sobre el casco de la nave. Siguió ordenando marcha atrás hasta que llegó el silencio.
—Tranquilice a la tripulación e indíqueles que el peligro ha pasado..., o al menos lo parece...
—¿Qué... ha... sido... eso?... —balbució el copiloto tercero, mirando interrogante y alterado.
—No se preocupe. Usted es nuevo y se alarma demasiado... Envíe una sonda mecánica hasta eso. Y un ojo androide para que examine el casco...
—Sí..., señor...
Alguien puso en marcha varios mecanismos. Otros se pusieron a funcionar. En una pantalla televisora comenzó a verse, tramo a tramo, el exterior de la nave, que parecía haber sufrido los momentáneos efectos de un ácido, pero sin que los daños merecieran mayor atención. El ojo abandonó su misión primera cuando sus circuitos le indicaron que debía hacerlo y permaneció enfocado al vacío, mostrando a los astronautas el espacio que se extendía ante ellos como la insondable garganta de un monstruo infinito. En el campo de acción del ojo entró la sonda mecánica. Todos la podían ver, con su estrambótico aspecto de sombrilla anaranjada. Se dirigía en línea recta hacia el punto de existencia del desconocido fenómeno. El ojo androide corrió tras la sonda. Al poco ambos entraron en la bruma. Se pudo ver como algo esponjoso se acumulaba sobre el metal y lo disolvía —si es que esta palabra vale para explicar lo visto—. Todo quedó a oscuras. El ojo siguió la misma suerte.
Los hombres se miraron boquiabiertos.
"Esto no es lógico", pensaban todos, menos Kasabubu que, como si leyera en la mente de sus hombres, respondió, corrigiendo:
—Esto, no es "humanamente" lógico. Demos un rodeo. Nos esperan en Vidrio Blanco. Pero antes revisad si no arrastramos algo de ese enigma. No es conveniente meterlo en el planeta. Al llegar daremos un informe para que prevengan a la próxima astronave y sea abierta una investigación...
Cuando Kasabubu y sus quince hombres pusieron los pies en el suelo la multitud se manifestó con alegría. El señor Mao Mac Iván se adelantó del compacto grupo de autoridades para ofrecer su mano en un afable saludo. Mao dio la impresión que se perdía entre los hombres de Marx como un pigmeo entre gigantes. La gente se volvió a tomar a risa su estatura. Kasabubu preguntó cordialmente:
—¿Cómo están las cosas aquí?
—Dentro de lo que permiten las circunstancias, muy bien. Hace horas hemos sufrido un accidente. Pero nada grave. Mucho ruido, dos vacas menos y nada más. Reventó un vientre artificial. Parece mentira que esto no ocurra con las madres que tienen sus hijos por la vía normal.
—...Bueno, nosotros también hemos tenido una rara sorpresa —respondió Marx, tratando de suavizar los posibles hechos desagradables ocurridos en Vidrio Blanco. Pero Mao se alarmó...
—¿Y los mil H? —preguntó nervioso.
—Los mil embriones están en perfecto estado.
Mao respiró hondamente aliviado.
—Quiero verlos —dijo.
Los hombres de la nave se apartaron para dejar paso a Mao. Y Kasabubu le indicó gentilmente el camino hasta la sala donde, en conservadores especiales, mil tubos de ensayo guardaban otros tantos embriones de seres humanos. Mao se consideró una especie de padre-dios al sentirse responsable de la vida de tantos hijos; sí, él sería como un gran padre. Comprendiendo Kasabubu que allí nada tenía que hacer, dio media vuelta. Mientras recorría el pasillo hacia la salida un montón de ideas se arremolinaron en su mente, de manera inconexa, sin saber explicarse por qué le asaltaban: Los embriones se desarrollarían hasta hacerse adultos en un tercio del tiempo lógico. Luego vivirían tanto como cualquier hijo de matrimonio tradicional y hasta con más salud. ¿Qué porvenir tendrían esos hombres?, se preguntó a sí mismo, pues sabía los problemas que por la producción In Vitro habían brotado en la Tierra. Muchos científicos se consideraban en el derecho de tenerlos como seres experimentales. Y la sociedad no acababa de aceptar a aquellos individuos prefabricados como normales, les costaba trabajo admitirlos de igual a igual. Su origen científico los colocaba, ante la mentalidad popular, en un puesto entre el hombre y los androides más perfeccionados...
Cuando alcanzó la portilla de salida se olvidó de todo. Afuera la gente bailaba. Alzó su brazo para mirar la hora en el reloj de pulsera y sufrió un sobresalto al comprobar que de él sólo quedaba la correa y un trozo de metal carcomido.
—¡Atiza!, aquello está aquí —exclamó.
Desde el otero que era la nave buscó entre la multitud danzante la cabellera rizada, abundante y blanca, de su copiloto de primera Smith, su compañero de más confianza y serenidad. Al distinguirlo le hizo una seña nerviosa para que se aproximara.
—Mira —le dijo sin preámbulos cuando lo tuvo cerca, mostrándole lo que restaba del reloj.
—¡Aquello!...
—¡Calla! No me lo explico. No quiero que cunda el pánico. Sonríe para que no nos vean con estas caras. Entra tranquilamente en la nave y pon en rutinaria marcha los androides de examen y los controladores electrónicos. Creo que en un par de horas sabremos a qué atenernos. —Volvió a observar el reloj—. El aspecto que tiene me da la impresión de que algo detuvo el trabajo de las bacterias.
—Sí, quizás el medio ambiente.
—Quizá. Pero compruébalo... Yo estaré ahí, entre la gente.
Todos bailaban al son de la música esparcida por el aire acompañada de aromas sutiles y luces de colores.
Hora y media más tarde Kasabubu soltó la mano de la chica de pelo teñido en verde a la usanza del planeta Acranio, y el collar de llamativos zapatos violeta de los diminutos habitantes del asteroide Minimut; miró a la nave desde la cual Smith reía feliz.
Kasabubu volvió su pensamiento hacia la joven de lunares dorados e inició la danza. Ella sonrió.
La gente bailaba.
Mao estaba besando sus tubos de ensayo.
En la Procreadora una máquina daba a luz.
La tarde era radiante. Los dos soles arrojaban sobre la llanura de la Esperanza sus cálidos rayos. Los vítreos líquenes vibraban como arañas de un salón antiquísimo bajo la música. Kasabubu se quitó el reloj y lo tiró a una esquina. Ella le miró sorprendida.
—No sirve —le dijo con naturalidad y se acercó más a la muchacha de pelo verde. Aquellos lunares dorados le volvían loco.
Todo iba bien...