III
Germán estaba terminando de meterse en la cama cuando de nuevo su mujer se despertó.
—¿Eres tú? —preguntó, soñolienta y sobresaltada.
—¿Quién si no, mujer?
—Sí, claro... ¿En qué ha quedado todo?
—He encerrado al burro.
—¿Y Manuel?
—No he visto ni sus huellas.
—¿Crees que le ha ocurrido algo?
—No sé qué pensar. Manuel es un tipo que conoce muy bien la tierra que pisa. Jamás le ha ocurrido nada grave. Si al amanecer no anda por allí, llamaré por teléfono a Federico para explicarle el caso y pedirle su opinión.
A las nueve de la mañana el viejo Germán estaba hablando por teléfono con Federico, un joven granjero residente a cinco kilómetros de aquel lugar.
—...Y entonces miré a la carretera por si hubiese algún bulto sospechoso..., pero no.
—Escúcheme, Germán..., en media hora estaré con usted. Creo que los dos debemos salir tras las huellas que dejó el burro. Lo llevaremos con nosotros para devolvérselo a Manuel... si no le ha ocurrido nada... Vaya preparando la montura.
—De acuerdo. Le estaré esperando en el porche.
A las diez menos cuarto Federico y Germán estaban siguiendo a caballo las profundas pisadas hechas por el borrico durante su estampida de la noche. A la hora de camino, el asno, al que traían a remolque sujeto con una larga cuerda, comenzó a frenar la marcha y a manifestar una gran inquietud.
—¿Qué te ocurre, condenado? —le preguntó Germán, dando a la vez un tirón a la soga que sacudió al animal, obligándole a rebuznar lastimeramente—. ¿Qué te ocurre? —insistió.
—Supongo que no pretenderás que te responda —le dijo Federico, deteniendo su propio caballo y volviéndose.
—Sí. Pretendo que me responda. A su modo, él comprende el mundo y puede expresarse. Yo llevo muchos años entre animales de corral y no me avergüenza decir que casi soy como uno de ellos.
Federico rompió a reír.
—Bueno, si te empeñas reconozco que eres un animal.
—¡Deja de reírte! El burro sabe que a Manuel le ha ocurrido algo grave. Apéate. Vamos a atarlo a una piedra, está aterrorizado y no andará ni un metro más.
Federico se bajó del caballo y, muy despacio, acercóse al burro.
—Ven. Estáte tranquilo. Ya que te pones así te vamos a dejar.
El asno quedó bien sujeto a una gran roca, de forma que le fuera imposible escapar. Y los dos hombres prosiguieron su camino tras las marcas de los cascos del pollino. Sin dejar de observar el suelo, recorrieron tres kilómetros más, al final de los cuales la tierra apareció revuelta y con claras señales de que una lucha habíase producido en aquel punto.
—Federico, aquí parece que fue donde el burro se asustó. La carga está esparcida. La montura..., mírala allí.
—Sí, pero, ¿y Manuel?
La situación se presentaba desconcertante para los dos exploradores, que no podían imaginarse unos hechos lógicos para explicar aquel enigma. ¿Y Manuel? Merodearon y buscaron tanto entre los geranios lindantes y las grandes zarzas, que hallaron la nauseabunda masa residual... Federico y Germán se quedaron mirándola en un estado de total desconcierto. Sobre el suelo yacía lo que restaba del cuerpo de Manuel: una pálida y sanguinolenta pasta, un pellejo vacío, un fláccido muñeco de caucho contorsionado, una amontonada porquería donde las formas tenían un aspecto grotesco y repulsivo. El rostro se había transformado en una horrible carátula desfigurada y fofa. La ropa aparecía pringosa de extraña baba. La sangre, la tierra, los vestidos y desconocidos líquidos hacían apestosa amalgama. Federico metió la puntera del zapato bajo el rostro agostado de Manuel convertido en residuo. La cabeza se dobló hacia un lado como un globo sin aire. Federico volvió a palpar con el zapato en varios puntos de la masa informe y esto le hizo comprender que el cuerpo de Manuel estaba vacío de huesos. Le habían dejado sin un solo hueso. Federico y Germán sintieron que el horror les crecía dentro y cómo sus gargantas, estranguladas por el miedo, se resecaban.
—Yo... no entiendo nada —dijo Federico con un casi inaudible hilo de voz—. ¿Cómo pueden haberle sacado todos los huesos de dentro?... ¿Quién puede haber realizado una cosa tan espantosa?
—Tampoco he visto algo igual. ¿Estás seguro de que es Manuel?...
—Sí, naturalmente. ¿Qué iba a ser si no?
—...Creo que lo mejor es meterlo en un saco.
—¿Para qué?
—Para llevárselo, a la policía.
—¿No valdría más dejarlo aquí para evitarnos complicaciones?... Quizá la policía preferirá hallar el cuerpo aquí.
—Quizá. No obstante vamos a llevarlo. Si no, se lo comerán las alimañas... O quien haya cometido este asesinato intentará destruir las pruebas.
—¿Tú crees que ha sido un asesinato?
—¡Hombre! Está claro que no se trata de un suicidio. Esto es la obra de un loco.
—¿Un loco? ¿De qué sistema puede valerse un hombre, sea loco o cuerdo, para extraerle a otro sus huesos sin descuartizarlo?... No, Germán, presiento algo sobrenatural.
—...Lo que haya sido, a nosotros no nos interesa. Mientras menos hurguemos mejor. La policía se encargará de hacer indagaciones.
Manuel quedó introducido en el saco, hecho un rebujón de tela, carne, baba y sangre. Costó bastante conseguir que uno de los caballos aceptara la macabra carga. El de Germán se dejó sujetar el fardo, que había comenzado a soltar un amarillento hilillo de líquido.
Los dos hombres, casi sin poder reprimir las náuseas y el miedo, se encaminaron hacia el punto donde habían dejado al. burro. Avanzaban en silencio. De vez en cuando miraban de soslayo al saco, que continuaba goteando. Nunca el camino se les había hecho tan largo ni resultado tan caluroso, nunca habían juzgado tan agresivas a las moscas, tan polvoriento el camino... Alcanzaron la curva que precedía al lugar de amarre del asno, y esto les alivió algo... Incitaron a sus monturas para que diesen un trote ligero...
Y llegaron... Pero del burro sólo restaba un deshuesado montón de carne, una grotesca caricatura enrollada como una vieja alfombra polvorienta y fangosa, cubierta de zumbantes moscas. Federico y Germán se miraron con los ojos desorbitados y el corazón a punto de reventar. Encendidos por un mismo sentimiento de pánico rompieron a galopar salvajemente, impulsando cada vez más a sus desbocadas caballerías...