LA HISTORIA DE MARTIN VILALTA

José María Aroca

Los hombres del futuro podrán comunicarse entre sí telepáticamente. La pérdida de ese reducto individual que es la mente quedará compensada por el mejoramiento de las relaciones humanas, las cuales serán más sinceras, ya que nadie podrá ocultar sus verdaderas intenciones a los demás.

(Th. Sturgeon, CIENCIA Y FUTURO)

Para Martín Vilalta, el día empezó como otro cualquiera. Mientras se estaba afeitando experimentó una leve sensación de embotamiento, como si su sueño no hubiese sido lo bastante reparador. Desayunó en medio de su habitual silencio, rozó superficialmente con los labios la mejilla de su esposa y salió de casa, camino de la estación, tal como venía haciéndolo cada mañana desde hacía veinte años.

Martín Vilalta, bien cumplidos los cincuenta, trabajaba en la Sociedad Barcelonesa de Crédito. A él llegaban numerosas personas necesitadas de una ayuda financiera. Su tarea consistía en averiguar quiénes, entre aquellas personas, estarían en condiciones de devolver el préstamo solicitado. Desde hacía mucho tiempo había descubierto que el único modo de cumplir con su tarea consistía en dudar sistemáticamente de todos y cada uno de los solicitantes. En aquella clase de ocupación no cabían los sentimientos personales.

En la estación de Sarria, mientras esperaba el tren, su malestar se hizo más intenso. Cuando llegó a la oficina, el dolor se había concretado en la parte posterior de su cabeza, encima de la nuca. De mala gana, aceptó unas tabletas de aspirina de uno de sus compañeros de sección que había observado su aspecto de fatiga. Don Julián, el jefe de la sección, cruzó por delante de su mesa mientras Martín Vilalta tragaba las tabletas con un poco de agua.

—¿Se encuentra usted mal? —inquirió don Julián.

—No es nada: un simple dolor de cabeza —respondió Martín Vilalta.

Poco después se presentó una mujer, modestamente vestida, solicitando un préstamo para pagar la entrada de un piso. Lo brusco de la negativa de Martín Vilalta hizo que el escribiente que ocupaba la mesa contigua enarcara las cejas, sorprendido.

Era casi la hora del almuerzo cuando un hombre de rostro blanco como la cera, ojos enrojecidos y boca temblorosa, se sentó al otro lado del escritorio. Dijo que se llamaba Farrerons. Martín Vilalta paseó una mirada experta por sus ropas mientras escuchaba lo que el señor Farrerons estaba diciendo. Según él, se había jubilado hacía poco tiempo y necesitaba un préstamo con suma urgencia. Podía responder con el título de propiedad de una pequeña finca, cuya venta se proponía gestionar. Tomando unas cuantas notas en una cuartilla, Martín Vilalta continuó su interrogatorio.

El solicitante estaba viviendo con su hijo y su nuera. Y se proponían encerrarlo en un asilo, pretextando que el piso en el cual vivían era muy pequeño. Su nuera estaba a punto de dar a luz... Pero el señor Farrerons sabía que la verdadera causa estribaba en lo escaso de su pensión de jubilado, y tenía la seguridad de que si podía ofrecerles algo más de dinero cambiarían de idea. Al llegar a este punto, Martín Vilalta, que había estado escuchando con aire impaciente, estrujó la cuartilla en la cual había tomado las notas, la tiró a la papelera y despidió al solicitante con más brusquedad que de costumbre.

Cuando el señor Farrerons se hubo marchado, sonó el timbre que anunciaba la hora del almuerzo. Martín Vilalta bajó al restaurante de la esquina, como todos los días, aunque no tenía apetito. El dolor se le había corrido a las sienes. insidiosamente.

A su regreso a la oficina, don Julián le hizo entrar en su despacho. Don Julián tenía un aspecto preocupado y vacilante. Dijo:

—¿De veras se encuentra usted bien, Vilalta? Le he estado observando, y... bueno, tal vez sea una impresión mía...

Martín Vilalta replicó con cierta impaciencia que se encontraba perfectamente.

—No he podido dejar de notarlo —insistió don Julián—. Me ha parecido que trabajaba usted bajo una especie de tensión. Su..., su actitud de esta mañana... Desde luego, hay que mostrarse firme. Pero, al mismo tiempo, es necesario obrar con imparcialidad...

Se interrumpió. Bondadoso por naturaleza, le resultaba difícil administrar la reprimenda.

—Si cree usted que me he excedido en mis atribuciones... —empezó fríamente Martín Vilalta.

Don Julián se frotó nerviosamente las manos y dijo que no lo creía, ni mucho menos. Pero se había fijado en uno de los solicitantes, en particular. Un anciano, no había captado el nombre, que se había presentado poco antes de la hora del almuerzo...

—Tal vez me equivoque, pero me pareció que le trataba usted de un modo...

Don Julián se interrumpió de nuevo.

—Sí —dijo Martín Vilalta secamente—. Era un tal... —Frunció el ceño—. Un tal... —repitió.

Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no podía recordarlo, a pesar de que se enorgullecía de su capacidad para retener nombres y caras.

Don Julián acabó de convencerse de que Martín Vilalta estaba enfermo. Pero no se puede agarrar a un empleado por el hombro y ordenarle que se marche a casa. Por lo menos, no a un empleado como Martín Vilalta. Suspiró.

—No se preocupe, Vilalta. Y tómese las cosas con calma...

De nuevo en su escritorio, Martín Vilalta se quedó mirando fijamente la pared y trató de recordar el nombre. Al igual que antes, lo tenía en la punta de la lengua pero se negaba a tomar forma. La concentración aumentó la intensidad de los latidos en sus sienes. A pesar del creciente malestar que experimentaba, persiguió el evasivo nombre con la misma perversa tenacidad con que escarbamos con la lengua en una muela cariada.

Anotó todas las letras del alfabeto en una cuartilla, intentando construir unas sílabas detrás de ellas. Cuanto más se concentraba, más enmarañados y caóticos se hacían sus pensamientos. Había momentos en que llegaba a olvidar lo que estaba tratando de recordar. Y el dolor crecía y crecía, localizado ahora en un punto central de su frente, algo más arriba de los ojos.

Hasta media tarde no recordó las notas que había tomado del solicitante. Pero cuando se inclinó ávidamente sobre la papelera, descubrió que había sido vaciada durante la hora del almuerzo.

El evasivo nombre ocupaba por entero sus pensamientos. Se convirtió en la cosa más importante de su vida. Hasta entonces, nunca había olvidado un nombre. ¿Un primer síntoma de senilidad, acaso? Así empezaba la cosa. Una especie de amnesia. Un toque de aviso...

¿Cómo diablos se llamaba el viejo?

Continuaba embargándole la preocupación cuando regresaba a casa, en el tren. El dolor en la frente se había convertido en una especie de centro de sólida presión que parecía encontrarse dentro del propio cráneo. Apretó las palmas de las manos contra sus sienes hasta que se dio cuenta de las inquisitivas miradas que le dirigían sus compañeros de compartimiento. Entonces apartó las manos y se sentó muy rígido, sabiendo que no habría paz en su mente hasta que recordara aquel maldito nombre.

Cuando llegó a casa se dirigió directamente al cuarto de baño. Se lavó la cara con agua fría. Todo aquello era tan absurdo... ¿Carreras? ¿Farreras? Se encaminó al comedor con un torbellino de nombres en su cerebro.

—Pareces cansado, querido —dijo Celia en tono solícito.

—No más que de costumbre —replicó Martín Vilalta secamente.

Celia estaba sentada junto a la ventana, resolviendo el crucigrama de "La Vanguardia", como todas las tardes. Siempre se sentaba en el mismo lugar, con la cabeza inclinada sobre el periódico, el diccionario al alcance de la mano.

Martín Vilalta se dejó caer en su butaca. Su cuerpo estaba tenso con el torbellino que rugía en su cerebro. No podía continuar así. Debía dominarse, tratar de relajarse.

Relajarse...

Martín Vilalta respiró lenta y profundamente, tratando de no pensar en nada. Paulatinamente, la tensión remitió. Sus párpados se estremecieron y quedaron inmóviles. Experimentaba la sensación de que estaba asomándose a su propio cerebro, abriendo puerta tras puerta, dejando paz y tranquilidad detrás de él. El dolor acabó por desaparecer. Ahora, su mente estaba abierta y relajada... Y el nombre era...

Farrerons.

Martín Vilalta suspiró, aliviado.

- ...ocho letras -dijo Celia súbitamente—. Hospital para leprosos. Le-pro-se-ría... No, son diez...

—Lazareto —dijo Martín Vilalta sin abrir los ojos.

—¿Cómo? —inquirió Celia, desconcertada—. Estaba pensando en mi crucigrama.

—Lo sé —dijo Martín Vilalta, en tono impaciente—. Lazareto, ésa es la palabra.

A Martín le pasa algo. No me ha gustado el aspecto que tenía al llegar. Parece cansado... ¿Cómo ha sabido lo del crucigrama? Tal vez debiera prepararle una infusión bien caliente, antes de acostarse. Pero, es tan reacio a tomar nada...

Martín Vilalta frunció el ceño y abrió los ojos. Celia le estaba contemplando, ansiosamente.

Tiene un aspecto raro -continuó Celia—. Estoy segura de que no se encuentra bien. Y no entiendo lo del crucigrama. Tal vez lo ha estado resolviendo en la oficina. Pero ¿cómo sabía que estaba en aquella palabra, precisamente?

Los labios de Celia no se movían. Estaba hablando, pero su boca permanecía inmóvil y, sin embargo, sus palabras se encontraban dentro de la cabeza de Martín Vilalta. Miró fijamente a su esposo, tratando de comprender lo que sucedía.

—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó Celia en voz alta.

Tengo que comprarle un par de camisas -continuó, con la boca cerrada—. La que lleva empieza a estar rozada de los puños. Creo que hay unas rebajas en El Corte Inglés...

Martín Vilalta se puso en pie y salió del comedor. La voz en el interior de su cabeza salió con él, debilitándose a medida que se alejaba de Celia.

¿Adonde irá ahora? Tal vez en busca de un libro. Tal vez quiera leer un poco. Pero, ¿por qué ha salido así, sin decir palabra? Algo le pasa...

La voz se apagó. La mente de Martín Vilalta quedó vacía.

Miró fijamente a través de la ventana. Algo le había ocurrido; algo que le había infundido la capacidad de leer los pensamientos de su esposa. La voz que había oído dentro de su cabeza eran los pensamientos de Celia. Apoyó las manos en el cristal de la ventana. Había un nombre para esta clase de fenómeno. Percepciones extrasensoriales, o algo por el estilo. La ciencia no negaba tal posibilidad. Se trataba de un séptimo sentido latente en alguna parte del cerebro. ¿Dónde lo había leído?

De pronto, se encontraba con el don de leer los pensamientos. Un don que ofrecía perspectivas ilimitadas. Pero, ¿se trataría de un fenómeno pasajero? ¿Persistiría?

Caso de persistir, este nuevo don resultaría inapreciable para su trabajo. A partir de entonces, sería inútil que los solicitantes trataran de mentir. Más tarde, cuando conociera más a fondo aquella nueva cualidad, podría explotarla. En un escenario, tal vez.

La cosa era... ilimitada. Representaba un poder nunca soñado.

Embriagado con la gloria de su secreto regresó al comedor. Celia estaba en la cocina, preparando la cena. A Martín Vilalta le resultó un poco molesta la incesante corriente de los pensamientos de su esposa. Le entristeció descubrir que le consideraba más como a una máquina de ganar dinero que como a un compañero amado. Cuando llegó la hora de acostarse, Martín Vilalta se demoró en el cuarto de baño hasta que la voz en el interior de su cabeza se apagó, y supo que Celia se había quedado dormida.

A la mañana siguiente, Martín Vilalta fue el primero en despertar. Permaneció un rato en la cama, mirando al techo, mientras repasaba los acontecimientos del día anterior. Ahora no había ninguna voz en el interior de su cabeza. Se incorporó en el lecho, escuchando. Tal vez el nuevo sentido había sido una cosa efímera, provocada por la tensión del día y desaparecida tras una noche de apacible sueño... Miró a Celia: iba a saberlo en el momento en que su esposa despertara.

Como cada mañana, lo primero que hizo al levantarse fue abrir la ventana de par en par y aspirar profundamente la fresca brisa matinal. Era una de las ventajas de vivir en las afueras: el aire no estaba tan viciado como en otras zonas de la ciudad. La calle, con sus viejos y frondosos plátanos, se extendía silenciosa y solitaria entre dos hileras de casitas de una sola planta. Martín Vilalta se asomó a la ventara. El repartidor de la leche, calle arriba, iba dejando las botellas en los zaguanes. Martín Vilalta le oyó silbar un ritmo de moda. Y, mezclada con el silbido, resonó en su cerebro la voz del repartidor:

Dos para los Segarra... Dos para los Iglesias... Una para los Vilalta...

Martín Vilalta sonrió mientras se apartaba de la ventana: el nuevo sentido continuaba allí. Celia se removió en la cama y abrió los ojos.

...Saltando de un tren y corriendo a lo largo de la vía.

La voz de Celia se apagó. "¿Un eco de un sueño?", se preguntó su marido.

¿En qué día estamos? -continuó la voz—. Miércoles. Hoy me pondré el vestido verde. Martín se ha levantado. El desayuno...

La voz se había puesto en marcha. Y continuó. Sin interrupción. Por primera vez desde que había adquirido conciencia de su nuevo sentido, Martín Vilalta se preguntó si habría algún modo de obstruir la recepción.

Los monótonos pensamientos de Celia le acompañaron mientras se afeitaba, mientras se vestía, mientras desayunaba. Hubo una momentánea adición cuando llegó el chico de los periódicos. Por unos instantes, dos voces hablaron juntas en su cerebro. Cuando eso ocurrió, le resultó casi imposible separar una de otra. Aquello era algo en lo cual no había pensado. Su mente recogería los pensamientos de todas las personas que estuvieran cerca de él. ¿Y a qué distancia debía encontrarse una persona para que sus pensamientos pudieran ser captados? Trató de calcularlo. Había captado los pensamientos del repartidor de la leche a unos diez metros... Martín Vilalta frunció el ceño. En un círculo con un diámetro de veinte metros cabía mucha gente. Casi una multitud. Y todos transmitiendo pensamientos al mismo tiempo. Se preguntó cuál sería el efecto.

Lo descubrió al llegar a la estación. Una babel de voces resonó en el interior de su cráneo. Una barahúnda de sonidos que carecían de significado y que llenaron su cabeza con un dolor casi físico. Soportó la tortura por espacio de cinco minutos. Luego salió de la estación. Echó a andar a lo largo de la calle, invadido por un indecible horror. Los pensamientos de los transeúntes se levantaban y caían como rompientes sobre una playa pedregosa. Martín Vilalta entró en una calle más tranquila. El tumulto amainó. Ahora eran sólo fragmentos: una mujer limpiando una ventana; un niño jugando en un jardín; el dependiente de una tienda de comestibles cuya mente estaba llena del recuerdo de la muchacha con la cual había salido el domingo anterior.

Martín Vilalta desembocó en otra calle más ancha. El tumulto arreció, más fuerte que nunca, más fuerte que el rugir del tránsito. Ahora, el único deseo de Martín Vilalta era encontrar un lugar solitario.

Se refugió en un pequeño parque. Un sendero enarenado conducía a una plazoleta rodeada de bancos de madera con un diminuto surtidor en el centro. Se dejó caer en uno de los bancos. Sosteniéndose el rostro con las manos, cerró los ojos. Por primera vez desde que había salido de casa podía pensar con claridad. La situación era insoportable. Pero, ¿qué podía hacer para cerrar la espita de los pensamientos ajenos?

...a veinticuatro pesetas. Es un asco. A este paso, no sé adonde iremos a parar...

La voz era la de una mujer cargada con la cesta de la compra. Martín Vilalta tuvo que esperar a que se hubiera marchado, llevándose sus pensamientos, para poder meditar de nuevo con claridad.

Podía acudir a un médico. Tal vez existía alguna droga capaz de embotar el cerebro. Martín Vilalta se irguió, con un brillo de esperanza en los ojos. ¿Y una operación? Quizás aquella parte del cerebro que había estado dormida y que ahora había despertado pudiera ser extirpada...

La consulta de un médico. Allí habría una recepcionista; probablemente una enfermera. Y pacientes esperando... Se sentaría enfrente del médico y ni siquiera sería capaz de explicarle lo que le sucedía, debido a la babel de sonidos que resonaría en su cerebro...

"¡Dios mío!", exclamó Martín Vilalta.

Los apagados murmullos parecían aumentar en intensidad. ¿Significaba esto que su mente estaba haciéndose más sensible? Se puso en pie, tambaleándose un poco, y echó a andar a lo largo del sendero, sin saber adonde iba, ni por qué.

Al otro extremo del pequeño parque las voces ensordecedoras estaban esperándole, insidiosas, para llenar su cerebro de clamores.

Su cráneo era como una cáscara de huevo llena de resonancias.

Y llegaría un momento en que la cáscara se rompería...

Encima del hueso, la piel de su frente estaba tensa como un pergamino. El sudor empapaba su rostro. Las voces gritaban, y gritaban, y gritaban. No había ningún sonido en el mundo excepto el que resonaba en el interior de su cráneo.

Silencio... Necesitaba silencio. En alguna parte tenía que haber un lugar solitario donde pudiera encontrar silencio y paz.

No supo cómo había llegado allí. Anduvo y anduvo, y de repente se encontró en una zona despoblada, tendido sobre la hierba, a la sombra de un árbol. Y en el interior de su cráneo había silencio y paz, turbados solamente por un apagado murmullo, no demasiado molesto.

Silencio y paz... Pero, no podía quedarse allí indefinidamente. Más pronto o más tarde tendría que regresar a los lugares poblados de gente. El día se extendía delante de él. Cuando se hiciera de noche pensaría en el futuro. A no ser que el hambre le acosara antes...

Una voz hurgó en su mente.

Comida..., comida..., comida...

Martín Vilalta se incorporó bruscamente. La voz cambió.

Miedo -dijo ahora—. Miedo..., miedo..., miedo...

No había nadie a la vista.

Otra voz, distinta.

Comida..., comida..., comida...

Por encima de su cabeza, un pájaro se remontó hacia el claro azul del cielo.

Contemplándolo, sin comprender todavía, temiendo comprender, Martín Vilalta levantó una mano.

Peligro..., peligro..., peligro... -chilló la voz.

El pájaro posado en el árbol emprendió el vuelo. Se convirtió en un punto diminuto y desapareció. La voz se apagó.

"¡No! —imploró Martín Vilalta desesperadamente—. ¡No!"

El apagado murmullo iba haciéndose más intenso. Martín Vilalta supo que lo que estaba oyendo eran los pensamientos mezclados de una ciudad de seres pensantes. La sensibilidad iba en aumento. Enfrente de la cortina había voces más pequeñas. Voces que hablaban con el instinto más que con la razón, sus mensajes traducidos en palabras y arrojados al torbellino de su mente.

Martín Vilalta escuchó las voces multitudinarias de los pequeños seres que poblaban los campos y el cielo.

Se puso en pie, tambaleándose. No había escape posible.

El mundo era todo ruido. Apretó las palmas de las manos contra sus oídos mientras echaba a andar. La cacofonía de ruidos fue haciéndose más y más insoportable.

Y luego el mundo estalló en una explosión de sonido y un relámpago de luz. Martín Vilalta cayó de rodillas y después hacia adelante, boca abajo, junto a la vía del ferrocarril.

Martín Vilalta recobró el conocimiento. El grisáceo cielo se convirtió en un techo. Percibió un leve olor a formol. Movió las manos, descubriendo que estaba cubierto con algo. Volvió la cabeza. Estaba tendido en una cama. A su izquierda había otras camas; tres, todas vacías. En otra cama, a su derecha, había alguien. Se encontraba en un hospital.

Martín Vilalta se incorporó, apoyando el codo contra la almohada. Una pequeña sala de hospital. Cinco camas, dos de ellas ocupadas. Miró el otro lecho ocupado. El hombre —era un hombre, desde luego, a juzgar por los cortos cabellos blancos que asomaban por encima de la sábana— estaba dormido.

Reinaba un gran silencio.

Luego, Martín Vilalta recordó. Escuchó, conteniendo la respiración...

Silencio. Ningún sonido.

La pesadilla había terminado. Aquel don que él no había pedido y que le había proporcionado indecibles torturas, era ya solamente un mal recuerdo. Martín Vilalta suspiró, aliviado. Cerró los ojos, saboreando el silencio, bañándose en él.

El hombre de la cama contigua se removió.

...No puedo seguir así... No lo comprenden. El agua está muy fría... Pronto habrá terminado todo...

Martín Vilalta se estremeció. La sensación de alivio se convirtió en frío horror. Así había empezado la cosa. Y ahora empezaba de nuevo. Y el ciclo se repetiría, una y otra vez: el comienzo, la tortura aumentando paulatinamente, el clímax final... y vuelta a empezar.

Martín Vilalta deslizó las piernas fuera de la cama. La voz runruneaba implacablemente en el interior de su cráneo. Tambaleándose, cruzó la sala y abrió una puerta que se encontraba al fondo de la habitación. La puerta daba a un cuarto que olía a comida y a jabón.

Un fregadero en un rincón; estantes; platos, tazas y vasos. Bandejas de metal. Una alacena. En uno de los compartimientos, cuchillos, cucharas y tenedores. Martín Vilalta alargó la mano. Sus dedos se cerraron alrededor del mango de uno de los cuchillos.

La monja llevaba una toca almidonada y crujiente. El médico una bata inmaculadamente blanca.

—Los dos han ingresado esta tarde —explicó la monja mientras entraban en la sala—. Un tal Martín Vilalta, al que recogieron junto a la vía del tren, sin sentido...

Vio la cama vacía, las ropas desarregladas. Frunció el ceño y llamó:

—¡Enfermera!

La enfermera se presentó con un montón de toallas, justificando así el haber abandonado la sala.

—He ido a buscar toallas, hermana —se disculpó.

—Ya sabe que no quiero que abandonen la sala —la reprendió la monja—. El señor Vilalta ha recobrado el conocimiento. Estará en el cuarto de baño. Será mejor que vaya allí, por si necesita ayuda...

—Veamos al otro enfermo —dijo el médico.

—Le han sacado del río —explicó la monja—. Posiblemente intentó suicidarse. Desde que ingresó ha estado delirando.

Como para confirmar sus palabras, el enfermo empezó a murmurar.

—No quería que me llevaran allí... Pero nadie me ayudaba... Nadie me ayudaba...

—Siempre repite lo mismo —dijo la monja—. Al parecer, vivía con unos parientes que querían internarlo en un asilo de ancianos. Habla de un préstamo que pidió, y que no le concedieron.

—Lamentable —murmuró el médico. Cogió la hoja de cabecera—: Manuel Farrerons...

En el pequeño cuarto que había al otro extremo de la sala, la enfermera gritó, gritó...