La medicina y sus bebedores de vómito negro
Si hay un campo en el que el nombre de Jean Louis Geneviéve Guyon debe pasar a la posteridad, es el de la «improbablología», en la sección de los aventureros de la ciencia que practican horrendos experimentos con su propio cuerpo. Nacido en 1794, este francés ocupó en 1822 el puesto de cirujano mayor en el batallón de infantería de línea de la Martinica. A comienzos del siglo XIX, las Antillas sufrían frecuentes epidemias de fiebre amarilla, uno de cuyos síntomas es la materia negra que vomitan los pacientes, sangre coagulada procedente de hemorragias digestivas. Los médicos se preguntaban cómo se contraía la enfermedad, a menudo mortal, y si era contagiosa entre humanos; los «anticontagionistas» no vacilaban en arriesgar la propia vida para apuntalar sus tesis.
Guyon era uno de ellos. Antes que él, otros habían corrido ciertos riesgos, especialmente degustando ese extraño vómito negro, pero en el verano de 1822, el francés los dejó a todos atónitos. Como resumió al año siguiente su colega Pierre Lefort —primer médico en jefe de la Marina en la Martinica— en su Memoria sobre el no contagio de la fiebre amarilla, Guyon llegó «al último extremo de la audacia y la abnegación», probando consigo mismo y ante testigos todas las formas imaginables de inoculación. ¡Agárrense el estómago!
Todo empezó el 28 de junio. El cirujano mayor se puso la camisa de Yvon —un soldado enfermo de fiebre amarilla— empapada todavía en su sudor y no se la quitó durante veinticuatro horas. Al mismo tiempo, le inyectaron en los brazos «la materia amarillenta de las vesicatorias supurantes», según la descripción de Lefort. No ocurrió nada. Solo eran los entremeses. El 30 de junio, «el señor Guyon bebe un vasito de unas dos onzas de la materia negra vomitada por el señor Framery d’Ambrucq, ayudante de cocina en la Marina; y tras haberse frotado ambos brazos con la misma materia, se la inoculan». Media hora después de haber absorbido el brebaje, que le pareció «excesivamente amargo», el temerario cirujano sintió «algunos cólicos que no le impiden almorzar después».
El I de julio, habiéndose largado al otro mundo el señor Framery, Guyon aprovechó para ponerse su camisa, caliente aún y cubierta de vómito negro, y luego se tendió en su cama, llena también de esa materia inmunda y de excrementos. «Permaneció en la cama seis horas y media, sudó y durmió en presencia de la mayoría de los testigos», escribió Lefort. Finalmente, como guinda para tan apetitoso pastel, puesto que el soldado Yvon también había estirado la pata, le abrieron el vientre y descubrieron que las paredes de su estómago, llenas del famoso líquido sanguinolento, estaban rojas e inflamadas. Inyectaron de nuevo un poco de ese líquido a Guyon y le cubrieron los pinchazos con pedazos de estómago. Y él no sufrió más que una leve infección.
«Para someterse a tales pruebas, por muy convencido que uno esté de su opinión, se necesita una fuerza de carácter y de resolución que, ciertamente, solo se concede a un muy reducido número de hombres […]. En tal materia, solo una completa abnegación de sí mismo puede hacer que el hombre sea superior a todas las repugnancias y a los ascos más naturales», escribió Pierre Lefort, que vio en esos experimentos el triunfo de la tesis anticontagionista. Hubo que esperar varios decenios antes de descubrir que el vector de la fiebre amarilla era un mosquito.