Los peligros de la tiza y de la pizarra
Comienzo de curso… Alumnos, maestros y profesores van a encontrarse de nuevo con la tiza y la pizarra. Pero, pero, pero… ¡no tan deprisa! ¿No se tratará de un peligroso instrumento de trabajo? ¿Qué están haciendo los investigadores de la ciencia improbable? Podrían estudiar el impacto a largo plazo sobre el sistema nervioso de los estridentes chirridos que suelta a veces la tiza, unos chirridos sádicos que erizan el sistema piloso… Pero el artículo que escribió un equipo indio y se publicó en el número de agosto de 2012 de la revista Indoor and Built Environment no se consagró a este agudísimo tema. Sus autores, cuatro especialistas en la contaminación del aire, abordaron un problema más insidioso, silencioso y casi invisible: el polvo de tiza.
El principio de la tiza es ser frágil, espachurrarse contra la pizarra por la docta presión de la mano enseñante. No solo parte del material no se adhiere al soporte y cae en los dedos del profesor, en su ropa, en su calzado o en el suelo, sino que, además, la tiza acaba siendo borrada, siempre, por un trapo, una bayeta o una esponja más o menos humedecida. ¿Y qué sucede con todas esas partículas? Conviene plantear la pregunta, ya que se trata de un polvo irritante, susceptible de provocar, en grandes dosis, ataques de asma u otros problemas pulmonares, hospitalizaciones, bajas por enfermedad, la movilización de los sindicatos de enseñanza, huelgas de estudiantes, un nuevo Mayo del 68…, ¡yo qué sé!
Para saber cuál es la parte de polvo de tiza en las partículas suspendidas en el aire escolar, los investigadores elaboraron un experimento sobre el terreno, es decir, en un aula. Para evitar cualquier contaminación, cualquier puesta en suspensión del polvo caído en el suelo, la clase se limpió varias veces. Con las puertas y las ventanas cerradas, y los ventiladores apagados, probaron tres tipos distintos de tiza (dos de base calcárea, una de yeso). Un investigador, siempre el mismo para evitar la menor diferencia, escribía en la pizarra el mismo párrafo (y ni una palabra más), lo que le ocupaba un cuarto de hora. Luego se borraba el texto, y siempre se encargaba de ello la misma persona. Unos aparatos medían la cantidad y el diámetro de las partículas presentes en el aire ambiental antes, durante y después de la prueba. Cada tiza se pesaba antes y después de utilizarla. El polvo caído de la pizarra durante la escritura era recuperado en la bandeja apoyatizas y en las grandes hojas de papel que cubrían el suelo.
Las conclusiones del estudio son bastante tranquilizadoras. Aunque la utilización de tizas de caliza produce unas partículas muy finas (algunas inferiores al micrómetro), especialmente cuando se borra la pizarra, la cantidad resulta escasa. Dicho esto, los autores señalan que es difícil evaluar el riesgo a largo plazo, tanto para los profesores que están en primera fila y hablan mucho en clase, como para los niños, de pulmones más frágiles.
Para minimizar el riesgo, los investigadores abogan por la elaboración de tizas que generen poco polvo o, mejor aún, proponen cambiarlas por rotuladores que puedan borrarse (siempre que la tinta no sea tóxica…).
Algunos, desde hace ya mucho tiempo, han encontrado otra solución. Se instalan deliberadamente al fondo de la clase y nunca abren la boca cuando se les pregunta. ¡Los vagos han comprendido el principio de precaución!