¿Es contagioso el bostezo de tortuga?

«Un buen bostezador hace que bostecen dos», afirma el refrán francés. En el ser humano, varios estudios han demostrado que, para al menos una persona de cada dos, ver bostezar a alguien o imaginar un bostezo basta para provocar el fenómeno (póngase la mano delante de la boca, le estoy viendo). De momento, se han formulado tres hipótesis para explicar este contagio. La primera afirma que se trata de un automatismo, una especie de reflejo mecánico provocado por la observación de un bostezo. La segunda, más sutil, alude a un efecto camaleón, un mimetismo inconsciente; por lo que a la tercera se refiere, pone en juego la empatía, esa aptitud que tienen algunos para ponerse en el lugar de los demás y sentir lo mismo que ellos.

Puesto que el papel del bostezo no es más comprensible que su comunicación, nadamos en un mar de incertidumbre, algo del todo intolerable para cualquier científico normalmente constituido. Un equipo europeo no pudo soportarlo, así que realizó un estudio que, el 29 de septiembre de 2011, recibió un Ig Nobel, paródico premio destinado a laurear las más improbables investigaciones. El artículo en cuestión acababa de ser publicado en el número de agosto de la revista Current Zoology pero, atendiendo a los niveles de improbablología que alcanza, hubiera sido injusto no recompensarlo ipso facto. Sus autores partieron del principio de que si el bostezo era contagioso en una especie cuya restringida capacidad cerebral no permite ni el mimetismo ni la empatía, la primera hipótesis se vería verificada.

Solo faltaba encontrar la especie adecuada. El bostezo comunicativo se ha observado en los chimpancés y también en algunos macacos y babuinos. Por lo tanto, era preciso fijarse en un cerebro más rudimentario que el de estos monos, asegurándose, al mismo tiempo, de que el animal seleccionado fuera capaz de observar atentamente a sus congéneres. Así se eligió a la tortuga carbonaria de patas rojas. Este reptil recurre mucho a su sistema visual y cuando bosteza adopta una postura que no se puede confundir con ninguna otra: la boca abierta de par en par, la cabeza echada hacia atrás, el cuello estirado.

El experimento consistía en hacer bostezar a una tortuga frente a otra y comprobar si la congénere comenzaba a bostezar también en los siguientes minutos. El quid de la cuestión estriba en que estos animales no bostezan porque alguien se lo pida. Como las empresas de trabajo temporal no tenían especialistas a mano, los investigadores tuvieron que formar a Alexandra, una señorita tortuga, por medio de un sistema de recompensas. La cosa requirió seis meses. Imaginamos el diálogo en el patio del recreo: «¿Y qué hace tu papá?», «Mi papá es científico, enseña a bostezar a una tortuga».

Cuando Alexandra se hubo convertido en una profesional del bostezo provocado, el equipo llevó a cabo varias pruebas poniéndola delante de otras tortugas. Entonces sí, algunas acabaron bostezando como respuesta, pero no más de lo habitual. Tal vez era un modo de decir: «Me aburro. ¿Cuándo acabará este experimento?, porque pronto van a poner en la tele un episodio de las Tortugas Ninja». El estudio sugiere, pues, que los mecanismos que actúan tras el contagio del bostezo son más complejos que un simple reflejo en el espejo. Quedan las hipótesis del efecto camaleón y la empatia. Dado que los asesinos en serie están, por lo general, desprovistos de ésta, permítasenos sugerir otro improbable estudio consagrado a la comunicación del bostezo en los serial killers.