San Tiger Woods, ¡portea por nosotros!
¡Maldita sea! Acaba de fallar usted: i) la volea más fácil de su vida; 2) un penalti ante un portero ciego y manco; 3) un putt de 9,5 centímetros. Y resulta que ahora está inspeccionando, furibundo(a), su raqueta de tenis, la punta de sus botas de fútbol o ese maléfico palo de golf que, sin embargo, le costó el salario medio de un chino. Tiene usted razón, no es que sea nulo(a), la culpa es del material. No porque usted no lo haya pagado suficientemente caro, sino porque no ha sido bendecido por los dioses del estadio… En efecto, el mejor modo de mejorar rápidamente sus marcas consistiría en utilizar material que haya pertenecido a un campeón. Ésa es, al menos, la conclusión a la que se llega tras la lectura de un estudio estadounidense publicado el 20 de octubre de 2011 por PLoS ONE. Sus autores quisieron saber si era posible trasladar al deporte el concepto de «contagio positivo», esa creencia según la cual algunas propiedades benéficas se pueden transmitir de un objeto a una persona. ¿Tienen un efecto placebo las reliquias deportivas? ¿Calzarse los tacos de Zinedine Zidane le convertirá a usted en el rey del regateo, del túnel al contrario y del cabezazo?
Para responder a ello, los investigadores reclutaron a cuarenta estudiantes de la Universidad de Virginia, todos golfistas aficionados, que respondieron a un cuestionario sobre su práctica deportiva y con los que se formaron dos grupos de veinte personas. La prueba consistía en colocarlos sobre una alfombra de entrenamiento, a algo más de dos metros del agujero, hacerles evaluar el diámetro de dicho agujero dibujándolo en un ordenador, decirles que calentaran con tres intentos y, luego, hacerles puttear diez veces a cada uno. Los veinte primeros jugadores servían de grupo testigo mientras que los otros veinte eran, sin saberlo, los «cobayas».
El investigador explicaba a estos últimos, antes de empezar la prueba, que iban a utilizar un palo que había pertenecido a Ben Curtis, golfista profesional estadounidense, vencedor en 2003 del British Open, uno de los torneos del grand chelem. Evidentemente, el palo nunca había pertenecido al jugador, pero ¿cómo iban a imaginar los participantes en el experimento que un científico les contaría bobadas? Durante unos treinta segundos, éste verificaba que el nombre de Ben Curtis no fuera desconocido para los participantes, relataba sus últimas hazañas en el circuito, alababa su talento y les decía hasta qué punto iba a ser «guay» jugar con su palo.
El grupo de los elegidos como «profesionales» dio una paliza al grupo testigo que, no obstante, utilizaba el mismo palo. Los «cobayas» empezaron dibujando un agujero más grande que los otros. Es bien sabido que en los deportes de puntería, desde el tiro al plato hasta los dardos, quienes logran mejores marcas perciben el blanco mayor de lo que les parece a los menos dotados. Antes de haber tenido en sus manos el pseudopalo del campeón, los jugadores ya tenían una confianza multiplicada de forma inconsciente. Con razón. De las diez pelotas lanzadas, una media de 5,3 acabó en el fondo del agujero al ser golpeadas por los «cobayas», frente a solo 3,85 cuando fueron golpeadas por los miembros del grupo testigo. Incluso los putts fallados quedaban más cerca del agujero en los primeros que en los segundos. Acabamos lamentando que los investigadores no hubieran afirmado que el palo había pertenecido a Tiger Woods. Tal vez no desearan que los hombres, que representaban el 93% de la muestra, se metamorfosearan, por medio de este contagio positivo, en maridos veleidosos…