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Cubela, que vestía una cazadora beige y pantalones marrones, entró en el Bistró de la Mairie acompañado por un hombre de chaqueta naval azul, pantalones grises de franela y gafas con montura de concha (LIMA), que nos saludó con una inclinación de cabeza y se fue. Excepto por tres obreros de pie ante la barra, cerca de la entrada, teníamos todo el local para nosotros solos: suelo oscuro, paredes oscuras, mesas redondas y un camarero desinteresado.
Cubela caminó hacia nosotros como un peso pesado que entra en el ring. Mi padre lo había descrito como alto, pero era más corpulento de lo que había imaginado, con un bigote tupido, poderoso y pesimista. Habría sido apuesto si no hubiera tenido la cara abotagada por la bebida.
—Señor Scott —dijo Cubela dirigiéndose a mi padre.
—Señor general —replicó de inmediato Cal—, le presento al señor Edgar.
Yo saludé con la cabeza. Cubela se sentó con gracia solemne. Se decidió por un Armagnac. No dijimos nada hasta que el camarero lo trajo; entonces, Cubela tomó un sorbo y con fuerte acento español, preguntó:
—Il n'y a ríen de mieux?
El camarero respondió que era la marca de Armagnac que se servía allí. Cubela asintió con desagrado, y le indicó que se retirara.
—¿Ha traído la carta? —preguntó. Cal asintió—. Me gustaría verla, señor Scott.
Su inglés era superior a su francés.
La carta era breve, pero la habíamos compuesto con extremo cuidado. Uno de los expertos de VAMPIRO había falsificado la letra en un papel de carta que llevaba el sello del Fiscal General estampado en relieve.
20 de noviembre de 1963
El propósito de la presente es dar seguridad al portador de la misma de que, en reconocimiento a sus esfuerzos exitosos por producir un cambio notable e irreversible en el actual gobierno de Cuba, el poder del presente cargo y todas las lealtades colaterales concurrentes pondrán a su disposición su apoyo pleno para sostener sus altos intereses políticos.
ROBERT F. KENNEDY
Cubela leyó la nota, sacó un diccionario inglés de bolsillo, consultó el significado de varias palabras, y frunció el entrecejo.
—Esta carta no responde al entendimiento al que llegamos en nuestra última reunión, señor Scott.
—Yo diría que responde a sus peticiones específicas, señor general. Fíjese tan sólo en el significado de «cambio irreversible».
—Sí —dijo Cubela—, eso se refiere a la mitad del entendimiento fundamental, pero ¿dónde dice que el hermano mayor del signatario se sienta bien dispuesto hacia mí?
Cal cogió la carta y leyó en voz alta:
—«El poder del presente cargo y todas las lealtades colaterales concurrentes...» Creo que encontrará que es una clara referencia al hermano.
—Es muy abstracto. En efecto, usted me está pidiendo que acepte sus palabras como sinceras.
—Del mismo modo que nosotros aceptamos sus promesas —replicó Cal.
Cubela mostró su desagrado ante esta respuesta.
—Confíe en mí, o no, usted volverá a su hogar en Washington. Sin embargo, si yo confío en usted, deberé arriesgar la vida.
Sacó del bolsillo una lupa, y el recorte de una revista. Vi que era una muestra de la letra de Robert Kennedy.
Durante varios minutos, Cubela comparó la letra de la carta con la muestra impresa en la revista.
—Bien —dijo por fin, y clavó la mirada en nosotros—. Le haré una pregunta, señor Scott. Como bien sabe, en cierta ocasión disparé contra un hombre en un club nocturno. De hecho, lo asesiné.
—Creía que detestaba esa palabra.
—Así es. Y ahora —dijo en español— le explicaré por qué. No se debe a alguna debilidad de mi sistema nervioso o a que podrían hacerme recordar la expresión del rostro del moribundo por lo que soy incapaz de soportar la enunciación de tales sílabas. No. Eso es lo que afirmarían mis detractores, pero le aseguro a usted que si lo hicieran faltarían a la verdad. Soy un hombre tranquilo, que posee pundonor. Tengo una honda capacidad resolutiva. Me veo como el futuro comandante de esa trágica isla que es mi nación. Es por ese motivo que detesto esa palabra. El asesino no sólo destruye a su víctima, sino a esa parte de sí que contiene sus mayores ambiciones. ¿Pueden pedirme que crea que el presidente de los Estados Unidos y su hermano están dispuestos a apoyar la carrera política de un hombre a quien, en la intimidad de sus reuniones, consideran un matón mercenario medio loco?
—En tiempos de tumultos —dijo Cal—, su pasado importará menos que su heroísmo. Son las acciones heroicas de los próximos meses las que resaltarán a los ojos del público.
—¿Está diciendo que en tales circunstancias sus patrocinadores estarían dispuestos a aceptarme?
—Eso es precisamente lo que estoy diciendo.
—No —dijo suspirando—. Usted está diciendo que en la cima de la montaña no hay garantías.
Cal guardó silencio. Después de un rato, volvió a hablar.
—Como hombre inteligente que es, sabrá que es imposible ejercer un control absoluto sobre el clima político.
—Sí —dijo Cubela—, debo estar preparado para correr riesgos. Necesariamente. Sí, estoy preparado —dijo, y exhaló con tanta fuerza que me di cuenta de que estaba preparado para asesinar en ese mismo instante—. Ahora, ocupémonos del equipo.
—El telescopio está listo —afirmó mi padre.
—Supongo que se refiere usted al rifle que he descrito, con un alcance y precisión de quinientos metros, equipado con una mira telescópica Baush & Lomb con un aumento de dos veces y media.
Ante estas palabras, la reacción de mi padre fue tamborilear con los dedos sobre la mesa. Luego extendió el brazo, cogió la mano de Cubela, y asintió sin decir una palabra.
—Aceptaré su recomendación acerca de las precauciones —dijo Cubela—. ¿Puedo preguntarle ahora acerca de la entrega?
—El señor Lima hará la entrega en su lugar.
—Me gusta el señor Lima —dijo Cubela.
—Me agrada saberlo —dijo Cal.
—El telescopio, ¿entrará en un maletín?
—No —respondió Cal—, pero ¿juega usted al billar?
—Sí.
—En ese caso, se lo entregaremos en un estuche para transportar tacos de billar. Por supuesto, el tipo de tacos que se dividen en dos piezas.
—Excelente —dijo Cubela—. ¿Y el otro detalle?
—Sí —dijo Cal—. La pieza de equipo sofisticado. La sorpresa. La tengo aquí conmigo.
—¿Puedo verla?
Cal sacó un bolígrafo de su chaqueta de tweed y apretó el botón. Apareció una aguja hipodérmica. Volvió a apretar el botón y un hilo de líquido brotó de la aguja, como la lengua de una lagartija.
—Es sólo agua —dijo Cal—, pero este bolígrafo ha sido diseñado para ser usado con el reactivo común...
Sacó una tarjeta de su bolsillo y la extendió sobre la mesa. Decía: Blackleaf 40.
—¿Dónde puedo conseguirlo? —preguntó Cubela.
—En cualquier droguería. Es un reactivo común que se usa para insectos.
—¿De todo tamaño? Cal volvió a asentir. —Muy eficaz.
Cubela cogió el bolígrafo y apretó el botón varias veces hasta que se acabó el agua.
—Es un juguete —dijo con cierta petulancia.
—No —respondió Cal—. Es un instrumento sofisticado. La aguja es tan fina que no se siente cuando penetra en la piel.
—¿Me está pidiendo que me acerque al sujeto y lo inyecte? —La aguja es tan fina que no causa dolor. No llama la atención, en absoluto.
Cubela nos miró con desprecio.
—Su regalo es un adminículo para una mujer. Ella mete la lengua en la boca del hombre y le clava la aguja en la espalda. Yo no usaré esas tácticas. Es vergonzoso eliminar al enemigo de esa manera. No se ataca a un cubano serio con un alfiler de sombrero. Sería el hazmerreír de todos. Y con razón. —Se puso de pie — . Aceptaré llevar el estuche que me entregue el señor Lima. Pero esto lo rechazo. —Estaba a punto de marcharse, pero se detuvo—. No. Lo aceptaré, después de todo.
Y se lo metió en el bolsillo superior de la cazadora.
Mi padre me sorprendió con su siguiente observación.
—¿Para usarla contra usted mismo? —preguntó.
Asintió.
—Si el gran esfuerzo fracasa, no deseo vivir para soportar las consecuencias inmediatas.
—Por supuesto —dijo Cal.
Cubela nos estrechó la mano, primero a Cal, luego a mí. Tenía la mano fría.
—¡Salud! —dijo y se marchó.
—Le entregaremos el estuche de billar en Varadero —dijo Cal—. Tiene una casa de verano sobre la playa, a trescientos metros de la casa que el sujeto, como lo llama él, ocupa durante las vacaciones. No me gusta admitirlo, pero tengo la esperanza puesta en este tipo. Podría traernos un regalo antes de Navidad. —Cal exhaló — . ¿Te importaría pagar la cuenta? Necesito caminar un poco. —Hizo una pausa—. De todos modos, debemos salir por separado.
—Muy bien —dije—. Te seguiré de regreso al hotel.
A través de la ventana del café, se veían las luces de la calle. La tarde de noviembre había caído hacía rato, y a las siete ya era noche cerrada.
No sabía exactamente cómo me sentía, claro que no se trataba de una situación en que resultara automático comprender las propias reacciones. Yo quería que Rolando Cubela matase a Fidel Castro; esperaba que Helms, Harlot y Cal no estuvieran simplemente tratando de provocar al DGI. No, quería que al final del camino aguardara una ejecución. No sentía hacia Castro el odio profundo que podían sentir Hunt o Harlot o Harvey o Helms o Allen Dulles, o Richard Bissell, o Richard Nixon, o incluso mi padre o Bobby Kennedy. No, había una parte en mí que pensaba en Castro como Fidel. Sin embargo, ansiaba la muerte de Fidel. Lamentaría esa muerte si teníamos éxito, la lamentaría como un cazador que se entristece por la esfumada inmanencia de la bestia muerta. Sí, uno disparaba contra los hermosos animales para sentirse más cerca de Dios; en tanto que criminales, podíamos aproximarnos al cosmos robando un pedazo de la Creación. Sí, yo entendía todo esto y quería que Cubela resultara un asesino eficaz y no un truco del DGI al que nosotros también usaríamos como truco superior. Un asesino exitoso equivalía a cien provocaciones.
Permanecí sentado, solo, hasta terminar el coñac, que no había tocado durante la conversación. De pronto vi que los obreros que estaban de pie ante la barra se reunían alrededor de la radio del café. Durante la última media hora había estado sonando música popular, pero ahora se oía la voz de un comentarista. No podía entender lo que decía. Sin embargo, había urgencia en el tono de su voz.
Al minuto siguiente, se me acercó el camarero.
—Monsieur —me dijo—, vous-êtes américain?
—Mais oui.
Era un camarero cansado, de rostro grisáceo, tendría más de cincuenta años y su aspecto era totalmente común, pero en sus ojos había una honda compasión.
—Monsieur, il y a des mauvaises nouvelles. Des nouvelles étonnants. —Puso su mano suavemente sobre la mía—. Votre president Kennedy a été frappé par un assassin à Dallas, Texas.
—¿Está vivo? —pregunté—. Est-il vivant?
El camarero respondió:
—On ne sait rien de plus, monsieur, sauf qu'il y avait une grande bouleversement.