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29 de octubre. Domingo por la noche

Querida Kittredge:

Anoche Lansdale dedicó una pequeña pero importante parte de la comida aleccionándome acerca de lo circunspecto que debo ser.

«Manejarás material proveniente del Consejo Nacional de Seguridad», dijo, enfatizando la importancia de la fuente. Hugh me dedicó entonces una de esas miradas que te hacen sentir culpable. Por supuesto, asentí.

Tienes razón. Nuestra relación me llena de felicidad. Y cumpliré con mi parte del trato (excepto por alguna traición ocasional de índole profiláctica.)

Vayamos a lo que verdaderamente importa. Fue una velada extraña. Me di cuenta de que ya se había decidido que yo era la persona indicada para el trabajo. No era lógico que Lansdale, dado el afecto que siente por mi padre, acudiese a la reunión para declarar, al final de la comida: «Lo siento, joven, usted no nos servirá». Debo confesar que me lo pasé en grande.

Parte del interés tenía que ver con la manera en que Hugh y Ed Lansdale se estudiaban mutuamente. Supongo que el grado de Hugh en el Estado Mayor debe de ser de brigadier general, el mismo de Lansdale, de modo que se trataban como iguales. Si bien Lansdale ha estado en el OSS, y supongo que en Vietnam trabajó para la CI A, no es del todo un hombre de la Agencia. Por lo menos, no en su manera de ser. De hecho, tal como me advertiste, es sui generis.

En todo caso, tu marido y Lansdale intentaban medirse comparando historias de guerra. Hugh sólo contó una, lo cual me hizo pensar, hasta que me di cuenta de que estaba desempeñando el papel de juez. Dejaba que fuese Lansdale quien mostrara su mercadería. De hecho, sólo cuando éste hubo contado cuatro o cinco buenas historias, Hugh decidió que era hora de que él relatase una, y entonces nos deleitó con un episodio muy cómico, aunque menor, referido al gobierno de Nasser. Al parecer, Hugh estaba en El Cairo con la misión de convencer a Nasser de que aceptara un programa de la Agencia, pero ni siquiera podía conseguir que el gran hombre lo recibiera. Entonces Hugh redactó un memorándum en el que describía su proyecto, escribió en el sobre ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL y lo dejó sobre su mesilla de noche. Sabía que apenas abandonase el hotel, aquel informe sería fotografiado por los agentes de seguridad. Al día siguiente, Nasser lo llamó para discutir el asunto.

¿Sabes, Kittredge? Recuerdo que en una comida en el Establo, uno de los invitados, un caballero muy astuto llamado Miles Copeland, contó la misma anécdota. Esto me reveló algo acerca de Hugh.

Estoy seguro de que diría que como las historias de guerra son una forma inferior de discurso, hay que valerse de cualquiera que pueda resultar útil, sin mirar atrás. Uno puede hasta inventarlas. Creo que no quiso impresionar a Lansdale con ninguna de sus historias verdaderas.

El general es muy distinto. Parece tan sincero como un vendedor inspirado. Es un hombre peculiar, alto, y si no fuera porque lleva el pelo cortado al rape, nadie diría que es un general. Tiene cincuenta y tantos años, es apacible, agradable, de voz suave y bastante bien parecido: nariz larga y recta, hoyuelo en el mentón, bigote. Pero sus ojos son apagados. No sé qué quiero decir exactamente con esto. No son ojos débiles, pero carecen de luz. Es como si te invitara a entrar en cierto hueco privado. Supongo que lo que quiero decir es que se trata de una especie de hipnotizador capaz de absorber toda tu atención. Sin embargo, está lleno de contradicciones. Debe de ser refinado, pero no lo demuestra. Incluso parece algo ingenuo. Cuando llegó mi turno de relatar una historia de guerra, hablé acerca de Libertad La Lengua. Lansdale no podía parar de reír, como si todo lo sexual le resultase extraño. Se presenta como un hombre afable, idealista, poseedor de un travieso sentido del humor. En 1946, en el transcurso de una gira militar por las islas Ryu-kyu, fue rodeado por niños del lugar y les dijo que al próximo militar estadounidense que los visitara debían gritarle: «Mi papá es el mayor Lansdale. ¡El mayor Lansdale!».

Esa historia fue el primer disparo. Luego nos mostró una faceta curiosa de su personalidad.

—Una vez —dijo— tuve que vérmelas con un oficial de Luzón que era un tipo totalmente corrupto. Cuando llegó el momento de la confrontación decisiva, se encerró en su habitación y asomado a la ventana me amenazó con su pistola. Entonces le grité: «Dispare, así tendré una excusa para matarlo». ¿Saben? Se entregó. Después, uno de mis hombres me preguntó si yo era bueno con el revólver. Le confesé que no conocía a nadie que tardase tanto en desenfundar el arma.

—¿No le parecía arriesgado confesar algo así? —preguntó Hugh.

—No, señor. Mi estrategia no depende del manejo de las armas, sino de la guerra psicológica. En nuestras batallas con los Hukbalahap, situábamos a nuestro helicóptero en posición sobre ellos y les destrozábamos los oídos con el megáfono. Abajo, uno de mis mejores filipinos arengaba a las pobres almas. Los guerrilleros sabían que sólo era un helicóptero, pero también se trataba de una voz que les llegaba desde arriba. Como contábamos con buena Inteligencia, sabíamos los nombres de algunos de los Hukbalahap. Todos provenían de los barrios, y nuestra gente conocía a su gente. Mi hombre les decía cosas como éstas: «Eh, vosotros, los del tercer pelotón, sabemos dónde os escondéis. Podemos verlo, comandante Miguel, y a usted también, José Campos. Y a ti también Norzagaray, y a ti, Chichi, y a Pedro y a Emilio. No trates de ocultarte, Carabao Kid, porque te vemos, y a ti también, Cuño, y a Baby. Sabemos todo acerca de vosotros. Creednos, esta noche volveremos para mataros. Nuestros soldados se acercan. Por eso os decimos: "Corred", y a nuestro amigo, el que nos ha dado vuestros nombres, le decimos: "Muchas gracias, amigo". Ahora, huid, desertad, abandonad la lucha».

»Pues bien, una vez que nos marchábamos, la mitad de los hombres querían huir. Por supuesto, el núcleo duro empezaba a preguntarse quiénes serían nuestros amigos, y en seguida se constituía un tribunal. A la mañana siguiente se ejecutaba a unos cuantos integrantes del pelotón. Ese megáfono mató más guerrilleros que un mortero. Al mismo tiempo, adiestrábamos a nuestros mejores soldados del ejército filipino para que trabajaran de noche. Los comunistas se jactaban de que mientras los estadounidenses sólo combatían de día, ellos eran los dueños de la noche. Para ganar la guerra, debíamos apropiarnos de los poderes de la oscuridad. Decidí aprovecharme de los demonios locales. La antropología vale tanto como el poder de las armas. En una de las regiones que intentábamos arrebatarle a los huks existía una creencia muy arraigada en un vampiro horroroso denominado asuang. Decidí emplearlo.

—Fascinante —dijo Hugh.

—Así me lo pareció. Saturamos la región con historias acerca del regreso del asuang. Después, una noche determinada, una de nuestras patrullas se apostó cerca de un sendero por el que solían pasar los huks. No actuamos hasta que pasó el último hombre. Afortunadamente era un rezagado, y mi gente lo atrapó y lo sacó del sendero. Antes de que se diese cuenta de nada, uno de mis muchachos le hizo dos agujeros en la garganta. Luego colgamos a la pobre víctima de los talones hasta que se desangró por completo. Después de eso, lo volvimos a poner en el sendero. Sabíamos que cuando los huks regresaran en busca de su amigo perdido, encontrarían un cadáver desangrado, con dos agujeros en la garganta. Pueden estar seguros de que por todos los campamentos de los huks corrió el rumor de que el asuang andaba al acecho. Como era de esperar, hubo numerosas deserciones. Los filipinos creen que el asuang ataca sólo a quienes se han alistado en el bando equivocado.

—¿Cómo piensa aplicar esos principios en Cuba? —preguntó Hugh.

—La verdadera necesidad es salir al campo y aprender a conocer a la gente con quien uno trata. La bahía de los Cochinos fue un ejemplo clásico de falta de conocimiento. De oficiales sentados en sus escritorios leyendo informes que se decía que eran objetivos, escritos por especialistas igualmente apartados de la realidad. No se puede tener del terreno un conocimiento de segunda mano. La Inteligencia indolente siempre exige mayor potencia de fuego.

—Totalmente de acuerdo —dijo Hugh.

—La clave está en tomar los preceptos comunistas y aprovecharnos de ellos. Cuanto más ataquen los comunistas algún punto débil en la composición social de un país, más debemos reforzar ese punto débil. Eso es lo que he tratado de que comprendan Diem y Nhu en Vietnam. Hay que trabajar con el pueblo. Que sea él quien dirija el espectáculo. Los que establecen la política militar aman demasiado la fuerza bruta. La única defensa verdadera contra el comunismo debe ser «del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo».

Hugh ya había encendido su primer cigarro.

—Sí —dijo—. Algo me resulta muy claro, Ed Lansdale. Su corazón está en el Lejano Oriente, no en el Caribe.

—Así es.

—¿Puedo preguntarle por qué aceptó este trabajo?

—No se discute con el presidente de los Estados Unidos. Fue él quien me lo pidió.

—En casos como ése es imposible negarse —convino Hugh—. No obstante, preveo un problema.

—Lo escucho —dijo Lansdale.

—El problema, tal como lo veo yo, es que usted está situado entre Bobby Kennedy y William Harvey. Como descubrirá tarde o temprano, ambos están ansiosos por obtener resultados.

—No más que yo —dijo Lansdale.

—Sí. Pero su método, según entiendo, es desarrollar una comunicación con el pueblo. El pueblo cubano, en este caso. Lamentablemente, no será tan accesible como el filipino o el vietnamita. Usted no podrá mezclarse con los habitantes de Sancti Spiritu, o de Matanzas, Santiago de Cuba, Cienfuegos o La Habana. Se verá restringido a un grupo de exiliados en Miami que ya han fracasado debido a sus defectos específicos.

—¿Cuáles son esos defectos?

—Libertad desenfrenada. Para un cubano, un secreto valioso es una bandera para deslumbrar a sus amigos, o para hacer flamear ante el enemigo.

—Encontramos algo parecido en las Filipinas.

—Allí usted estaba en el terreno. El primer movimiento le pertenecía. Sus tropas podían viajar más rápido que la revelación de sus secretos. Ahora necesitará tiempo para crear un movimiento clandestino.

—Sí. Quiero que esté compuesto por cubanos que luchan por sus ideales y no por los nuestros. Pienso reclutar a todos los exiliados que al principio estaban contra Batista y a favor de Castro. Trabajaremos con ellos dentro de Cuba, y seleccionaremos nuestros puntos de ataque con mucho cuidado, para no causar represalias injustas contra la gente del lugar.

—¿Cree usted que podrá darse ese lujo? Hace dos meses, nuestro joven y formidable fiscal general, Robert F. Kennedy, fustigó abiertamente a Richard Bissell, quien es un hombre de gran dignidad, y dos veces más grande que Bobby. Pero Bobby le dijo: «Usted no mueve el culo».

—El señor Bissell se encuentra al final de su mandato —dijo Lansdale.

—Precisamente. Y está por comenzar el de Dick Helms. Más pequeño, más malo, y más directo.

—No comprendo del todo lo que me quiere decir —se disculpó Lansdale.

—Usted dice que la antropología es más útil que la potencia de fuego. Admiro esa metáfora, pero le advierto que en Cuba no queda demasiada antropología. Los nativos originarios fueron barridos hace tres siglos. Luego llegaron los barcos repletos de esclavos. Descubrirá que la cultura de Cuba es equivalente a su economía: españoles desarraigados y ex esclavos, azúcar, ron, café, tabaco, rumbas, mambos, turistas, espectáculos eróticos y santería.

—Sin olvidar el pecado y el catolicismo —dijo Lansdale—. Ambos tienen una alta capacidad de motivación. Cuando falta antropología, hay que averiguar por qué.

—Sé que piensa en algo más que una campaña publicitaria para librar a Cuba de Castro.

—En efecto, pretendo profundizar más. Los vietnamitas tienen un hermoso axioma: «Ningún hombre puede gobernar a una nación sin el mandato del cielo». En el caso de Cuba, trataremos de suprimir el mandato.

—¿Qué es?

—En mi opinión, uno de los principales soportes de Castro es la identificación que ha establecido entre él y Jesucristo. Castro intenta sacar ventaja de la paronimia. Castro y Cristo. Las consonantes son las mismas. Sólo difieren la A y la I, dos vocales. Es un principio publicitario que las consonantes repetidas en dos palabras producen una relación subliminal.

En ese momento, Kittredge, aproveché para intervenir.

—Además — dije—, tenemos a Hernán Cortés y Castro. C, S, T, R, aparecen otra vez.

—Sí —dijo Lansdale—, muy interesante. Castro/Cristo y también Castro/Cortés, un gran general.

—La idea es muy interesante, pero presenta dificultades adicionales — observó Hugh —. En el proceso de investigación, ¿cómo podrá obviar estos lazos místicos?

—Ya encontraremos el modo —dijo Lansdale—. Nunca nada es lo que parece. Por ejemplo ¿se ha discutido el uso posible del polvo depilatorio en la barba de Castro?

—Por supuesto —dijo Hugh.

—Supongo que los más altos funcionarios de la Agencia todavía deben de estar riéndose.

—Ha provocado un par de sonrisas.

—Lamento no haber estado presente. Podría haber convencido a algunos. Parece tonto, pero me inclino por considerar ese depilatorio como una opción viable.

—Si se me permite —intervine— no entiendo el motivo. Aunque el intento resultase y se pudiera ver el mentón huidizo de Castro, ¿no podría ponerse una barba postiza hasta que el pelo le creciera de nuevo?

—No estoy de acuerdo —dijo Lansdale — . Si una mujer hermosa pierde sus rizos y debe usar una peluca, pueden estar seguros de que todos se enterarán. Todo se sabe. El conocimiento secreto transmitido en susurros de persona a persona tiene mayor poder de convencimiento que las denuncias más activas. Además, una barba postiza siempre puede desprenderse por accidente. La mera posibilidad de que eso sucediera enfermaría a Castro.

—¿Sabe, general?, comer con usted ha sido una experiencia fascinante —dijo Hugh—. Estoy seguro de que su colaboración con Bill Harvey dará los frutos que todos deseamos.

—Así lo espero —dijo Lansdale.

—Si él se vuelve demasiado protesten, acuda a mí. No le prometo la luna, pero ocasionalmente soy capaz de doblegarlo un milímetro o dos.

Todos nos reímos con cierta cautela, o al menos eso me pareció. No sabía si temer al general Lansdale, o sentir lástima por él.

Su siguiente observación, sin embargo, me sorprendió. Dirigiéndose a mí, dijo:

—Como enlace, tendrá que ser traductor y diplomático. Explíqueme, por favor, qué intenta decirme su amigo Hugh Montague.

Me encontraba en un aprieto, Kittredge. Sabía que a Hugh no le gustaría que lo tradujesen. No obstante, la respuesta era ineludible.

—A riesgo de hablar por mí mismo, yo diría que Bill Harvey estará dispuesto a tratar con aquellos cubanos a quienes pueda controlar por completo.

Hugh asintió con aprobación, como si la inteligencia de su ahijado presentara ciertos signos de esperanza.

—Eso está por verse —dijo Lansdale.

Fue entonces cuando me di cuenta de que el general no estaba preparado para explicar sus planes con respecto a Cuba porque sospechaba que allí sus principios no podrían ser aplicados. Creo que la única razón por la que aceptó este trabajo es porque es el más importante que le han ofrecido. Según me he enterado, hace quince años que espera algo realmente importante. Puede que tenga fama de rebelde, pero ahora lo que busca es el respeto de sus pares y superiores. De modo que se ocupará de algo que desprecia: dirigir una operación desde un escritorio. Pero eso, como él dijo, está por verse. Siento curiosidad.

Para dar por terminada la velada, Lansdale contó un cuento muy bueno. Al parecer, cuando se conocieron el presidente Kennedy le dijo: «Según me cuentan, general, usted es la respuesta estadounidense a James Bond».

Lansdale negó con la cabeza.

—Les aseguro que me alejé de esa posibilidad tan rápidamente como pude. Eso es lo último que querría ser. ¡James Bond! Le di a entender al presidente que podría encontrar un candidato mejor en William Harvey, a quien la CIA puso a cargo de Mangosta para las operaciones de campo. «Ha despertado mi curiosidad. ¿Podría traer al tal Harvey a la Casa Blanca? Me gustaría conocerlo», dijo el presidente. Bien, dos días después llevé a Bill Harvey desde Langley hasta la Casa Blanca. Mientras esperábamos en la antesala del Salón Oval a que nos llamara el presidente, tuve una intuición. ¡Agradezco a mis estrellas! Me volví a Harvey y le dije: «No irá usted armado, ¿verdad?» «Sí», respondió, y acto seguido sacó de una pistolera una enorme Magnum. Por Jesucristo y Castro, casi me desmayo. ¿Cómo iba a reaccionar el Servicio Secreto ante un desconocido que mete un obús en la Casa Blanca? «Por favor, mantenga eso oculto», le dije.

»Muy sigilosamente me dirigí al escritorio del Servicio Secreto e informé al joven allí sentado que mi compañero quería saber si debía dejar su arma en custodia mientras hablábamos con el presidente. Luego, como si nada estuviese arreglado de antemano, justo cuando estábamos a punto de entrar en el Salón Oval, Harvey decidió que era conveniente divulgar la existencia de su otra arma. Buscó entre la ropa, sacó una pistola calibre 38, y se la dio a un par de desconcertados agentes del Servicio Secreto. Una vez hecho eso, nos dirigimos al Salón Oval. Tuve tiempo de preguntarle a qué se debía tanta precaución. "Si usted supiera tantos secretos como yo, también iría armado", respondió.

»Bien, la reunión fue realmente extraña. De inmediato, el presidente empezó a bromear con Bill sobre las hazañas sexuales del agente 007, y Harvey dijo algo así como que él estaba excedido de peso. "Como ve —le dijo al presidente—, ya no me ajusto a la descripción. Supongo que me parecía más a James Bond en mis días de juventud. Una muchacha distinta cada noche." "Pues el general Lansdale lo encuentra parecido", dijo el presidente. "Sí, señor", respondió Harvey. Cuando concluyó la audiencia, Bill me dijo: "Me comporté como un imbécil, pero, qué diablos, se trataba del presidente".

En un par de días, Kittredge, debo presentarme a mi nuevo empleo. Cerraré los cajones de mi escritorio, bajaré por el ascensor, y meteré a Bill Harvey en su refugio. Probablemente, me dará un nuevo escritorio.

Camino a casa, de regreso del restaurante, Hugh me contó que últimamente Harvey está muy deprimido. La Agencia descubrió que se conocía la existencia del túnel incluso antes de que empezaran a construirlo. Mientras Harvey creía que estaba enterado de todo, había un oficial británico trabajando para los rusos. «El daño puede alcanzar una magnitud superior a la de la bahía de Cochinos —dijo Hugh—. De hecho, es tan malo, que nos veremos obligados a olvidarlo por completo.»

Bien, no sé si esta carta te permitirá dirigir la Agencia y el país, pero me agrada volver a escribirte. Para mi espíritu no hay nada mejor que una larga carta dirigida a ti.

Devotamente,

HARRY

El fantasma de Harlot
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