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Dix Butler llegó en un jeep a recogerme al aeropuerto Tempelhof. Otra vez compartiría el alojamiento con cuatro oficiales jóvenes, y Dix era uno de ellos. Nuestro apartamento estaba ubicado a unas manzanas del Kurfürstendamm, en el cuarto piso de un edificio de seis plantas en lo que antes de la guerra debió de haber sido un populoso vecindario. Era la única casa que quedaba en pie en nuestro lado de la calle. En la caja de la escalera, elaboradas molduras resquebrajadas daban lugar a paredes de cartón de yeso y fieltro en los rellanos superiores. Los suelos de parqué exhibían verdaderos muestrarios de linóleo. Todo coincidía con mi primera impresión de Berlín: polvoriento, pesado, remendado, gris, deprimido, aunque sorprendentemente libidinoso. Sentía la depravación en cada esquina, tan real para mí como las ratas o las luces de neón.
No sé si puedo permitirme una referencia más a mi vida sexual (aún un libro en blanco), pero en aquel tiempo yo reaccionaba ante la presencia del sexo como un diablillo en un cilindro sellado. Cuando bajé del Viejo Tembloroso por la rampa, tuve una experiencia singular. La visión de las atestadas calles de obreros alrededor de Tempelhof me produjo una erección. El aire, o la arquitectura, tuvieron el efecto de un afrodisíaco. El panorama de Berlín Oeste empezó a pasar por la ventanilla como noticiarios de ciudades bombardeadas en tiempos de la guerra. Vi edificios en todas las etapas de restauración o demolición, a medio destruir, o elevándose en solares libres de escombros que revelaban la parte posterior desnuda de los edificios de la manzana siguiente. En todas partes había vallas, motoniveladoras, grúas, camiones, vehículos militares. Como si hubiera transcurrido un año desde la guerra, no diez.
Mientras viajábamos, Dix se mostró de un ánimo discursivo.
—Me gusta —dijo—. Los berlineses del Oeste tienen la mente más rápida que he conocido. Los neoyorquinos no pueden compararse con esta gente. Hace unos días estaba yo sentado en el banco de un parque, tratando de leer un diario alemán. Frente a mí está sentado un hombrecillo prolijamente vestido con un traje a rayas, de tipo profesional. Se dirige a mí en un inglés perfecto. «¿Ve ese policía?», me dice. Yo levanto la mirada. Es un policía, un alemán corpulento más. «Lo veo —le respondo — . ¿Qué hay con él?» «Apuesto —dice el desconocido— que ese policía caga como un elefante.» Luego sigue leyendo. Berlín, Hubbard. Pueden decirte cómo caga un policía. Comparados con ellos, nosotros somos como gorriones que comen semillas en el estiércol del caballo, y hay estiércol por todas partes. Todos son ex nazis. El general Gehlen, que dirige el BND para los alemanes del Oeste, es un ejemplo. Nosotros solíamos financiarlo.
—Sí —dije — . Ya lo sé. —¿Haría diez años, durante el almuerzo en el Veintiuno, que mi padre se había referido a un general alemán que había logrado llegar a un acuerdo con la Inteligencia del Ejército estadounidense después de la guerra?—. Sí, he oído hablar de él.
—Consiguió informes de todos sus camaradas ex nazis que trabajaron con él en el frente ruso —prosiguió diciendo Butler—. Muchos de esos tipos se fueron de la lengua ante la posibilidad de obtener un empleo bien remunerado en la Alemania de posguerra. Después de todo, ahora el trabajo es fácil. Cualquiera de tu familia que se encuentre en la Zona Este puede brindarte información. Pero eso está bien. Si analizas el SSD, verás que hay comunistas alemanes del Este en la cúspide, y debajo de ellos la mitad de la Gestapo. Todo es una mierda, amigo mío, y yo me divierto como nunca.
Butler no dijo ni una sola palabra acerca del tipo de trabajo que me asignarían. Yo debía descubrir los detalles poco a poco. Los primeros días en Berlín estuve ocupado obteniendo acreditación para el trabajo que haría como tapadera, y un criptónimo: VQ/ INICIADOR. Pasé un tiempo considerable en el cavernoso apartamento que había conocido tiempos mejores. El mobiliario me deprimía. Mi cama tenía un colchón monumentalmente pesado, tan húmedo como un viejo sótano, y el soporte de la almohada podría haber sido fácilmente confundido con un tronco. Ahora me daba cuenta de por qué los prusianos padecían de tortícolis. En el cuarto de baño, el imponente trono, que perdía agua, tenía dos niveles: dentro de la taza ofrecía una repisa plana. Desde la infancia no me había sentido obligado a prestar tanta atención a lo que acababa de hacer; llegué a la conclusión de que se trataba de un testamento del amor que sentían los alemanes civilizados por los estudios escatológicos.
Mi empleo tapadera resultó ser tan oficinesco que vacilo en describirlo: tenía un escritorio en una unidad de aprovisionamiento del Departamento de Defensa, y debía presentarme una vez al día para asegurarme de que por error no se me había enviado ningún papel que requiriese verdadera atención administrativa. Los despachos eran estrechos, no tanto como el Nido de Serpientes, pero lo suficiente como para que mi escritorio, relativamente vacío, resultase atractivo para los empleados legítimos. Al poco tiempo empezaron a arrogarse derechos de ocupación. Para la segunda semana se habían apropiado, no sólo de mis cajones, sino también de la mesa. Aunque se me había advertido que el personal de la CIA que trabajaba en el Departamento de Estado o en las oficinas del Departamento de Defensa inspiraba resentimiento, no estaba preparado para la intimidad de la molestia. Al terminar la segunda semana, me dediqué a barrer de mi escritorio todos los papeles no autorizados, que ponía en una caja grande que dejaba en el pasillo cuando salía a almorzar. Cuando regresaba, se producía un silencio en el despacho.
Esa tarde se acercó a mí una comisión de tres miembros. Después de una exposición de veinte minutos referida a los méritos de mi situación, mi escritorio fue dividido, de común acuerdo, en zonas tan delimitadas como Berlín bajo las cuatro fuerzas de ocupación.
Probablemente nuestro tratado funcionó mejor que la mayor parte, pero en ese despacho nadie jamás volvió a sentirse cómodo en mi presencia. Casi no importaba. Yo no necesitaba más que un lugar donde las personas a quienes no les podía informar acerca de mi verdadero trabajo pudieran ponerse en contacto conmigo por teléfono o correo.
Mis tareas más legítimas se realizaban en el «Centro de la Ciudad». Ése era el nombre de una de las numerosas oficinas de la Compañía, un cobertizo rodeado por una cerca con alambre de espino. El resto de las oficinas, según una lógica particular que no pude descifrar, estaba diseminado por toda la ciudad, incluso el hogar del jefe Harvey, una gran casa de estuco blanco que no sólo hacía también las veces de oficina sino que estaba custodiada por fornidos centinelas, rodeada por una cerca y protegida con sacos de arena. Sus emplazamientos de ametralladoras apuntaban hacia las calles vecinas. El lugar era, por cierto, un reducto capaz de mantener durante unas cuantas horas la bandera en alto si los rusos avanzaban desde Berlín Este.
Pasé la primera semana en el Centro, ante el teléfono, practicando mi alemán aprendido en el curso intensivo con la esperanza de obtener informes del portero, el barman, el jefe de camareros y el portier de cada hotel de primera categoría. Al principio no me resultaba rutinario hacer una llamada sobre la base de una rápida orientación dada por un colega (¡por fin tenía colegas!) y comenzar mi verdadero trabajo como espía. De modo que, por un tiempo, fue divertido. Sí, me decía el portero del Bristol, o del Kempinski, o del Am Zoo (por lo general en un inglés considerablemente mejor que mi alemán), sí, de las cuatro personas cuyas actividades debía observar, una de ellas, Karl Zweig, había llegado en su Mercedes y subido a visitar la habitación 232. El portero me proporcionaría el nombre del ocupante de la habitación 232 cuando yo volviese a llamar esa tarde. Un asunto arriesgado. Y yo me sentía como si, por fin, hubiera entrado en la Guerra Fría.
Al cabo de una semana de constatar dos veces por día la información proveniente de los bármanes y jefes de camareros, la tarea redujo mi temprano entusiasmo a la sobria reacción que destinamos a un trabajo rutinario y aburrido. No siempre podía adivinar si Karl o Gottfried o Gunther o Joanna era un alemán del Este o del Oeste, uno de los nuestros, o uno de los de ellos. Si el barman había escuchado una conversación de interés, yo debía enviar un memorándum a la sección correspondiente. Un oficial de situación con mayor experiencia que yo sería enviado a interrogar al barman. De hecho, yo no sabía entonces si esto se hacía mientras el oficial tomaba una copa, o si ambos se trasladaban a un piso franco. Digamos que Dix Butler hacía este tipo de trabajo. Mi nueva ambición era escapar del teléfono (me empezaba a sentir como un hombre que vendía espacios para anuncios clasificados) y salir, ser un hombre de la calle.
Sin embargo, permanecí pegado al teléfono durante diez días, hasta que llegó una llamada pidiéndome que me presentara a FLORENCIA en VQ/GIBRAL. Como yo ya sabía, VQ/GIBRAL era la casa de William el Rey Harvey, el jefe de base, la de estuco blanco de la que tanto había oído hablar. Como me informó mi colega sentado ante el teléfono contiguo, Harvey pensaba que su bien protegida casa era una pequeña Gibraltar, o Gibral, y FLORENCIA era C. G., Clara Grace Follich, la nueva esposa de William el Rey Harvey.
—¿De qué puede tratarse? —pregunté.
—Oh, estás en el trolebús del jabón —dijo mi colega—. Tarde o temprano, C. G. entrevista a la gente nueva de la base. Los inspecciona.
Pronto entendí a qué se refería con lo del trolebús. C. G. había sido mayor en el Cuerpo Femenino del Ejército y asistente administrativa del general Lucien Truscott. Ahora, casada y retirada a medias, se encargaba del mantenimiento de los pisos francos. Ese día ella y yo hicimos una gira por Berlín en un modesta furgoneta, sin insignia de identificación ni marca alguna. Transportando toallas, sábanas, papel higiénico, sosa cáustica y demás artículos de limpieza además de cerveza, vino, queso, salchichas, cartones de cigarrillos y cajas de cigarros subí por escaleras o ruidosos ascensores, y volví a bajar cargado de toallas y sábanas sucias (dejando los restos de comida, la basura y las botellas vacías a la sirvienta). En total, hice el servicio de siete pisos francos ubicados en siete vecindarios distintos. Tres de ellos, en edificios nuevos de apartamentos, eran limpios y flamantes, con ventanas amplias y muebles suecos de madera clara, pero los otros cuatro se parecían al sórdido escondite de alfombra manchada al que me había llevado mi padre en Washington. C. G. no era una mujer conversadora, pero uno raramente dudaba en qué estaba pensando. Tenía mucha práctica para hacer el inventario de lo que quedaba en cada piso franco, y noté que golpeaba de manera diferente en cada puerta antes de insertar la llave en la cerradura, presumiblemente para alertar a un posible oficial de situación que estuviera recibiendo información de un agente. Sin embargo, ese día no hubo respuesta en ninguno de los pisos. Procesamos siete pisos francos vacíos de ocupantes.
—Sé en qué está pensando —me dijo cuando terminamos — . Son muchos pisos para que no pase nada.
—Supongo que estaba pensando en algo así.
—Cuando los necesitamos, los necesitamos.
—Sí, mayor.
—¿No ha visto a ninguna sirvienta hoy, Hubbard?
—No, señora.
—De haberlas visto, habría notado que no son unas polluelas. ¿Podría decirme por qué?
—Bien, si uno de nuestros hombres tuviera que esconderse unos días, y la sirvienta fuera joven, podría establecerse una relación.
—Por favor, continúe.
—Bien, suponga que uno de los agentes del KGB adiestrado como amante —habíamos recibido informes en la sesión de orientación acerca de estos agentes— llegara a establecer una relación afectiva con una sirvienta, entonces el KGB estaría en condiciones de obtener acceso al piso franco.
—Créalo o no —dijo ella—, usted es uno de los primeros oficiales jóvenes que entiende eso desde el principio.
—Bien, creo que, en cierto sentido, tengo una ventaja sobre los demás —dije — . Mi padre es un antiguo oficial de la OSS.
—¿Hubbard? No será Cal Hubbard, ¿verdad?
—Sí, mayor.
—Mi esposo conoce a su padre.
—Mi padre tiene una excelente opinión de su esposo.
Me pregunté si mi padre habría enviado la carta. Por la manera en que dijo: «No será Cal Hubbard, ¿verdad?», llegué a la conclusión de que lo había hecho.
—Le hablaré a mi marido acerca de usted —agregó C. G.
Durante la semana siguiente no recibí ninguna convocatoria para visitar al jefe. Como compensación, mi trabajo se tornó más interesante. Otro oficial joven llegó de los Estados Unidos. Como yo era más antiguo, aunque sólo fuera por dos semanas, pronto me remplazó en el teléfono, y yo fui trasladado al tráfico de agentes, donde llevaba un registro de los oficiales comunistas que viajaban desde Polonia, Checoslovaquia y Alemania Oriental a Berlín Este. Esto hacía necesario utilizar los informes de los agentes y ofrecía una buena imagen de nuestra red de observadores en Berlín Este: taxistas, encargados de puestos de diarios y revistas en Unter den Linden, Friedrichstrasse y Stalin Allee, nuestra policía de Berlín Este (¡cuantos Vopos recibían nuestra paga!), y hasta un muchacho a cargo de las toallas en el burdel más importante de Berlín Este. Esta variedad de entrada de información era reforzada por los informes diarios de prácticamente todas las amas de burdeles reconocidas de Berlín Oeste. En 1956 aún no existía el muro de Berlín, de modo que los oficiales del bloque oriental cruzaban continuamente para pasar una noche de aventura en Occidente.
Estas redes eran pasivas. Cualquier reclutamiento de nuevos agentes estaba más allá del alcance y autoridad de mi nuevo cargo.
Yo ni siquiera sabía si la información que recogíamos iba a Washington y al Departamento de Documentos, o si nuestra gente en Berlín Oeste se encargaba de implementar nuevas acciones basándose en lo que nos habíamos enterado ese día.
Por fin llegó una llamada. VQ/BOZO quería verme. VQ/ BOZO era William Harvey, lo mismo que VQ/GIBRAL-I. Y que VQ/COLT. El criptónimo variaba según el lugar donde se encontraba el señor Harvey. VQ/GIBRAL-I era el despacho privado de su casa; VQ/BOZO era su despacho principal junto a Kurfürstendamm; y VQ/COLT era el espacio donde los vehículos daban la vuelta en la parte posterior de su casa. Había hecho asfaltar la pista de tenis para que los vehículos y limusinas pudieran dar una vuelta rápida. Si el mensaje venía firmado VQ/COLT, uno debía estar listo para acudir en el jeep, saltar del vehículo y meterse en el Cadillac blindado de Harvey, que lo estaba aguardando con el motor encendido. Por supuesto, eso no siempre pasaba. Me había enterado de que oficiales inferiores como yo habían acudido corriendo ante la convocatoria de COLT, habían saltado del vehículo al llegar y subido a su Cadillac, para esperar luego cuarenta y cinco minutos hasta que el jefe salió caminando lentamente de GIBRAL (residencia que, agrego, tenía incluso un parecido físico con él cuando llevaba puesto, cosa que era frecuente, su chaleco antibalas). Aun así, existía la posibilidad de que alguna vez uno llegara volando veinte segundos tarde.
Pero aquel día, en el despacho principal de BOZO, sería más fácil. Había muchos para verlo. Cuántos, era otra cuestión. Instalado en un cubículo privado del tamaño de un armario, uno tenía que aguardar, solo y aislado, hasta que le llegase el turno. Entonces era conducido por un secretario a lo largo de un pasillo vacío hasta la puerta del jefe. La idea, presumiblemente, era que ninguno de nosotros, los recién llegados, los oficiales de situación, los militares estadounidenses y/o alemanes del Oeste debía conocer a los demás.
Mientras esperaba en ese cubículo, traté de prepararme. Se me había advertido que probablemente el señor Harvey estaría sentado detrás de su gran escritorio sin la chaqueta, con las culatas de sus dos revólveres asomando por las pistoleras de las axilas. La leyenda también decía que jamás aparecía en público sin la chaqueta puesta, por mucho calor que hiciese. Podía tener las mejillas empapadas de sudor como la panza de un caballo, pero el adiestramiento en el FBI imprimía para siempre un sentido del decoro: no era posible exhibir esas pistoleras en público.
También se me había advertido que poco después de conocerlo, podría sacar uno de los revólveres, hacer girar el tambor, quitar las balas, amartillar, apuntar en dirección a uno y apretar el gatillo. Mi padre había comentado que sólo un ex agente del FBI era capaz de representar esa escena.
Por otra parte, según órdenes estrictas del señor Harvey, todos debíamos portar armas cuando estuviésemos participando en una operación, por insignificante que fuese. Se estimaba que el año anterior los rusos habían secuestrado a veinte hombres en Berlín Oeste. Desde luego, las víctimas eran alemanes. El KGB no había secuestrado a ningún estadounidense, ni nosotros habíamos negociado con ellos, pero si los soviéticos decidían transgredir esta regla, Harvey sería el hombre que elegirían. Al menos esto es lo que pensaba él.
Yo no tenía suficientes años para darme cuenta de cuan agudo podía ser ese temor. Todo lo que sentí, al entrar en su despacho, fue su poder para intimidar. Había tantas armas en las paredes que podían llenar la galería de un museo. Harvey estaba sentado ante su escritorio, con el auricular al oído, el chaleco desabotonado. Las culatas de sus dos revólveres sobresalían como cuernos de sus axilas. Ancho en el medio, parecía lo suficientemente pesado como para contonearse igual que un ganso al caminar. Su aliento olía a ginebra y a pastillas de sen-sen.
Aun así, daba una impresión de fuerza. Emanaba furia. Colgó el teléfono y me miró con ojos cargados de sospecha. Tuve el instinto de adivinar que miraba de la misma manera a cada hombre nuevo. Sabíamos más de lo que se suponía debíamos saber, y él quería averiguar qué era eso que sabíamos.
Por supuesto, estaba en lo cierto. Un momento después, supe exactamente cuándo saber demasiado era demasiado. Estaba enterado del túnel de Berlín y del dibujo que le había hecho Guy Burgess a su ex mujer, Libby. Yo había sido KU/GUARDARROPA. Tenía mis razones para sentirme incómodo.
Harvey asintió. Un policía tiene sus preferencias, y una de ellas es conocer a las personas que son conscientes de su fuerza. Debido a mi aspecto de incomodidad, acababa de pasar la primera prueba. De esos labios pequeños y bien formados, que Kittredge había descrito tan bien, surgió su voz, un farfullar bajo y resonante. Tuve que inclinarme hacia delante en mi silla para oír las palabras del jefe de base Harvey.
—Mi mujer me dio un informe positivo de ti.
—Ah, es una dama encantadora —respondí rápidamente.
Demasiado rápidamente. Sus sospechas hacia mí eran justificadas: mi reflejo instintivo era mentirle a William Harvey. Yo había llegado a la conclusión de que C. G. era del Medio Oeste, y existe un prejuicio de los Hubbard, profundamente arraigado, hacia personas de esa procedencia. Podrán tener sus virtudes, pero las damas encantadoras no existen al oeste del Estado de Nueva York.
De todos modos, C. G. me había aprobado. Yo era un sensiblero tan egoísta que eso me bastaba para verla bien. Luego eché una segunda ojeada a los ojos saltones, inyectados en sangre, de Harvey. No estaba tratando con un marido común y corriente. Los celos eran tan normales para él como el pan con mantequilla.
Claro que yo no tenía fundamentos para creer nada. A pesar de su amabilidad, C. G. emitía un mensaje claro: ella era una mujer casada. Por supuesto, eso era algo que yo no le iba a decir a él. Acababa de notar que encima de cada una de las tres grandes cajas fuertes había tres enormes bombas para volar nidos de termitas. Junto a su mano derecha había un panel con muchos botones. Dentro del cajón deberían de haber otros botones. Sobre el escritorio había un teléfono rojo y otro a rayas blancas y negras que no difería demasiado de una nave recién llegada desde Marte. Yo no sabía cuál de esos botones e instrumentos pondría en funcionamiento el dispositivo de las bombas, pero era evidente que la habitación podía estallar en dos quintos de segundo.
—Sí, muchacho —dijo—, le gustaste. —Respiraba algo pesadamente, clavándome los ojos con la intensidad de un hombre que quiere beber una copa pero se resiste—. Muchos no le gustan.
—Sí, señor.
—No me digas «sí, señor» a menos que te sientas insubordinado. «Sí, señor» es lo que dice la gente cuando piensa que eres un mentiroso de mierda y se dispone a darte una patada en el culo.
—Muy bien —logré decir.
—Te he hecho llamar para que charlemos. Necesito un par de oficiales jóvenes para que hagan un par de trabajos para mí. Pero me gustaría encontrar uno solo, capaz, en lugar de dos.
Asentí. Jamás en mi vida había querido tanto decir «sí, señor».
—C. G. cree que tú puedes hacerlo, de modo que me estuve estudiando tu 201, Las calificaciones durante el período de adiestramiento son aceptables. Para mí hay un solo punto oscuro en tu ficha. Pasaste de la instrucción a Servicios Técnicos, pero en tu 201 no figura ninguna alforja. —Ésa era la temida palabra que yo esperaba. Alforja significaba criptónimo—. ¿Qué diablos hiciste en Servicios Técnicos?
—Bien, señor Harvey, no me asignaron ninguna tarea específica, de modo que al poco tiempo me transfirieron al curso intensivo de alemán. Allí no hubo necesidad de adoptar un criptónimo.
—No es lógico ser asignado al curso intensivo de alemán antes de conocer el destino. Aborrecería verme sumergido en un curso de alemán para terminar en las Filipinas. —Eructó—. De hecho, el idioma no es la necesidad fundamental en esta base. Déjame recordarte que fuimos nosotros, y no los cabeza cuadrada, quienes ganamos la guerra. Puedes apañártelas con un poco de alemán. Yo lo hago.
Efectivamente, lo hacía. Yo acababa de conocerlo, pero durante las dos últimas semanas había recibido toda clase de información: el alemán de Harvey era una de las mejores bromas en la base. Levantó el revólver por primera vez, y apuntó a la izquierda de mi oreja.
—A mí me parece que tú sabías que vendrías aquí.
—Bien, señor Harvey —respondí—. Tenía razones para pensarlo.
—¿Qué hacía que tú supieras más que Personal acerca de tu futuro?
Vacilé, pero sólo para dar énfasis a mis palabras.
—Fue mi padre quien me dio la idea.
—¿El viejo enchufe familiar?
—Sí, señor.
—¿«Sí, señor»? Te sientes insubordinado, ¿eh? —cloqueó. Un sonido áspero y lleno de flema, como el motor de un coche al arrancar—. Debo reconocerle méritos a tu padre —declaró—. Los Sociales ya no dirigen tanto la Compañía como antes, pero tu padre mantiene su lugar. Supongo que aún puede hacer que destinen a su hijo donde él quiere.
—Cree que Berlín es el lugar donde debo estar.
—¿Por qué?
Mis mejillas estaban rojas. No sabía qué dirección tomar.
—Dice que es donde hay acción.
—Hubbard, ¿te dijo algo tu padre acerca de VQ/CATÉTER?
—No sé qué o quién es eso.
Afortunadamente, no lo sabía. Bill Harvey recibía las palabras de su interlocutor como un polígrafo listo para medir y valorar.
—No, no creo que lo sepas —dijo — . Muy bien.
Al momento siguiente, sin embargo, adiviné que VQ/CATÉTER podía ser un criptónimo para el túnel de Berlín. No se consideraba un buen procedimiento establecer conexiones analógicas o poéticas entre la operación y el criptónimo, pero me di cuenta de que VQ/CATÉTER sería del agrado de Harvey.
Me contempló de arriba abajo una vez más y preguntó:
—¿Es tu lengua capaz de mantenerse dentro de parámetros aceptables?
—Siempre tengo la boca cerrada. Mis primos dicen que soy una ostra.
Sacó el revólver de debajo de su brazo izquierdo, abrió la recámara, extrajo las balas, hizo rotar el tambor, volvió a colocar las balas, cerró la recámara y metió el arma de nuevo en la pistolera. La culata volvió a mirarme desde su axila. Había hecho todo esto con suma delicadeza, como si se tratara del equivalente de la ceremonia del té.
—Te utilizaré —me dijo—. Todavía no eres lo bastante listo para trabajar en la calle, pero he leído acerca de lo que has hecho con nuestros agentes en los hoteles. Tienes sentido de lo que significa una red. No todo el mundo lo tiene.
—Vale.
—Puedes decir «sí, señor», si quieres.
—Sí, señor.
—Cuando me crispe los nervios, te lo haré saber.
—Muy bien.
—¿Qué te han dicho en el Centro de la Ciudad acerca de lo que necesito?
Nadie me había dicho nada. Sin embargo, tenía la sensación de que sería preferible responder.
—Me dijeron que usted necesitaba un asistente. Un buen asistente.
—Necesito uno perfecto, pero aceptaré un buen sujeto.
—Si está pensando en mí, haré lo mejor que pueda.
—Oye primero la descripción del trabajo. Mi asistente no sale a tomar café. Me acompaña.
—¿Señor?
—Se sienta a mi lado en mi Cadillac ultrablindado que, cuando se trata de resistir los XRF-70 soviéticos es tan ultrablindado como un diario húmedo.
—Sí, señor.
—Pueden matarte por estar sentado a mi lado. Los cohetes soviéticos cumplen bien su función. Y sus bazucas no se parecen a las nuestras. Sus bazucas se pueden meter en una caja cilíndrica del tamaño de un teleobjetivo de 300 mm. ¿Entiendes?
—Creo que sí.
—Expláyate.
—Un terrorista podría hacerse pasar por fotógrafo. En un cruce, podría abrir el estuche de su máquina, extender el bazuca y disparar contra el coche.
—Contigo a mi lado.
—Sí, señor.
Comenzó a cloquear. Otra vez la flema dio vueltas por su garganta. A pesar de mí mismo, pensé en el caramelo líquido que venden en esas máquinas de los parques de atracciones. Cuando tuvo la consistencia necesaria, la guardó prolijamente en un pañuelo y encendió un cigarrillo. Sus manos eran proporcionadas a su delicada boca, y tomaron el cigarrillo con finura. Con la punta de dos dedos se llevó el extremo húmedo hasta sus arqueados labios que se extendieron hacia delante para inhalar una buena cantidad de humo.
—Cuando se abra la portezuela del coche —dijo Harvey—, no siempre bajarás primero. Algunas veces lo haré yo. ¿Por qué?
—No tengo respuesta.
—El lacayo desciende primero. Si hay un francotirador, estará esperando al segundo hombre. ¿Qué me dices, Hubbard? ¿Tienes miedo de recibir una bala explosiva en un área vulnerable de tu cuerpo?
—No, señor.
—Mírame bien. ¿Soy la clase de hombre por el cual morirías sólo por estar sentado, o de pie, a su lado? —preguntó en voz tan baja que tuve que inclinarme más hacia delante para oírlo.
—Usted no me creería si yo le dijese que sería un honor.
—¿Por qué? —insistió.
—Dados sus logros, señor Harvey, el sacrificio personal no carecería de significación.
Asintió.
—¿Tienes veintitrés años?
—Sí, señor.
—Te centras en lo esencial de un modo muy bueno para tu edad. Sí quieres saber la verdad, le pedí a mi mujer que te echara un vistazo porque me gustó la manera en que escribías los informes. No has conseguido este empleo porque le gustases a mi esposa, sino porque yo creo que puedes ayudarme. Puedes terminar con lo que estás haciendo en el Centro de la Ciudad, luego ocúpate de que el oficial que llegó después de ti siga haciendo tu tarea. Prepárate para empezar conmigo el lunes que viene, en este despacho, a las nueve de la mañana. —Puso un dedo a cada lado de la nariz como para concentrarse—. Deja tu curso de alemán. Estos próximos días ocupa tu tiempo en prácticas de tiro. Tenemos un arreglo con el Ejército para usar su campo de tiro en el club de suboficiales. Practica algunas horas antes del lunes. —Se puso de pie para estrecharme la mano, luego levantó la pierna y se echó un pedo—. Los franceses tienen una expresión para esto —dijo.