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No volví a tener noticias de Kittredge hasta que el clima se volvió templado y se aproximaba mi segunda Navidad en Uruguay.

12 de diciembre de 1957

Harry, querido Harry:

Quiero tener noticias tuyas, y escribirte contándote todo lo que me ha ocurrido. Han cambiado muchas cosas.

Por supuesto, estoy quebrantando una promesa. (Me niego a decir que se trata de un juramento, pues es algo que Hugh me impuso. Prometer algo cuando se está en una posición de debilidad no es prometer con el corazón.) Dada la dudosa lógica de lo anterior, decidí no decirle a Hugh que volveremos a escribirnos. No estaría de acuerdo y, en consecuencia, nuestra vida se volvería intolerable. No me someteré a su fuerza; nunca aceptará mi rebelión. Nuestro matrimonio, que ha procedido tranquilamente, con toda honestidad, felizmente, sobre la base de su prodigioso cuidado de mí cuando más lo necesitaba, volvería a sumergirse en la depresión.

Es obvio que he aprendido mucho. Se vive con lo que funciona, pero el espíritu busca lo que necesita agregarse. Según esta lógica, necesito tus cartas. En consecuencia, el deseo vehemente de engañar a Hugh vuelve a asaltarme y esta vez te hablaré considerablemente más acerca de mí de lo que puedes esperar; de hecho, pronto te abrumaré con una larga carta.

Adivina quién

P. D. Es recomendable volver a intentar el truco de la valija diplomática. Con una nueva dirección. Siempre dirigir la correspondencia a Polly Galen Smith, pero nueva ruta: AT-658-NF.

Yo le contesté con un par de renglones: «Sólo para decirte que tu regalo de Navidad llegó entero. Espero la letra y la música.»

5 de enero de 1958

Querido Harry:

Christopher te encantaría ahora. Tu ahijado se ha convertido en un muchachito espléndido. Por supuesto, está atravesando esa terrible etapa acerca de la cual me han prevenido las madres: camina, ¡pero no habla! No puedo decirte las terribles situaciones que esto ocasiona, y que sin duda se repetirán a lo largo de varios histéricos meses. La única manera de proteger los muebles es dejar a Christopher en la calle, en su cochecito, o arriba, en su parque. Cuando entra en la sala, se porta como un bribón borracho: camina a tumbos, con los brazos extendidos, intentando voltear nuestras cuidadosamente adquiridas y valiosas pertenencias. Por Dios, cuánto lo quiero. Cada vez que grito «¡No!» cuando lo veo a punto de tirar al suelo mi Elfo hecho a mano o el bellísimo Pimm, me dedica una resuelta sonrisita varonil con un atisbo del brillo de la perversa mirada de Hugh. Soy espantosa cuando debo vérmelas con mi impecable cariño para defender mis posesiones. El valor de lo antiguo toma precedencia sobre la propia carne.

A medida que escribo, veo que te estoy preparando para una confesión considerable. No sé si has tomado conciencia del verdadero significado de mi renuncia mental de hace varios meses. Sí, se debió al LSD, y al broche, y a Hugh, y a ti, a todo lo que ya he reconocido. Pero hubo también ciertas fantasías difíciles de manejar, y no pocas dificultades más concretas. Aún no te he hablado de la verdadera causa. Mi trabajo en Servicios Técnicos.

Te aclaro que cuando pienso en el cuerpo de oficinas y pasillos que componen el Personal de Servicios Técnicos en nuestra ala del Callejón de las Cucarachas, lo primero que acude a mi mente es Allen Dulles arrugando la nariz mientras recorre los malolientes pasillos. En mis sueños, dormida y despierta, lo veo con una cola y pezuñas. Tan simple como eso. ¿Sabes que nació con un pie deforme? La familia Dulles lo hizo operar de inmediato, de modo que sólo le ha quedado una leve cojera, excepto cuando sufre esos ataques de gota que despiertan sus satánicos apetitos. Harry, perdóname por todas estas críticas, pero hay momentos en que los odio, tanto a Hugh como a Allen; siento que me habitan, aunque supongo que se debe a que son buenos jefes.

Bien, no te aflijas. Ahora estoy en la etapa meditativa de estas emociones ingobernables, y si te lo cuento es sólo para que comprendas cuan intensos eran mis sentimientos anteriores. Hay veces en que dudo, hasta sentirme literalmente dividida, de que el trabajo que llevamos a cabo en ST sea justificable. Tanto tiene que ver con control mental. Eso equivale a manipular el alma de los demás. Sin embargo, mi Harlot es partidario del control mental siempre y cuando la gente que lo practica cuente con su aprobación. Sí, la gran guerra por el futuro de la Humanidad: ¡cristianos versus rojos! ¿No estuvieron brillantes estos materialistas rusos cuando eligieron toda la sangre y el fuego del rojo para su color emblemático? Brillantes, digo, porque el rojo imprimió un sentido necesario de lo elemental, que llenó el vacío materialista. ¿Estoy divagando? El único concepto con el que vivo desde que conocí a Hugh es que los comunistas se esfuerzan las veinticuatro horas del día para encontrar modos de coaccionar el alma de la Humanidad, y es por ello que, a fin de confundirlos, nos vemos obligados a trabajar nuestras propias veinticuatro horas. ST es el templo donde no sólo buscamos gérmenes secretos sino también maneras de hipnotizar, drogas milagrosas y métodos psicológicos para poder dominar al enemigo antes de que éste nos controle a nosotros. De hecho, antes de casarnos Hugh me dio una sesuda conferencia. El tema central (su tesis favorita sobre la fuente y origen de la energía humana vital) era que sólo cuando lo mejor y peor de cada uno se orientan en pos del mismo objetivo, puede uno operar con todas sus fuerzas. En un momento excepcional de sinceridad, me dijo: «Soy aficionado al montañismo porque debo superar mi temor por las grandes alturas —éste es el buen motivo—, pero también me fascina porque puedo dominar y humillar a otros, y sucede que ésta es una faceta fuertemente arraigada en mí». Te aseguro, Harry, que tanto candor me conmovió. Yo sabía que muy por debajo de mi exterior de entusiasta adolescente de escuela secundaria, había depósitos shakesperianos de sangre, violencia y otras facetas íntimas que no debían mencionarse. Sabía, también, que Hugh era un hombre capaz de penetrar en ese mundo subterráneo de mi ser, y dirigirlo.

Bien, tal era la tesis de mi futuro marido. Decía que nuestro trabajo en la Agencia era una bendición porque lo mejor y lo peor de cada uno podía trabajar en armonía al servicio de una empresa noble. Debíamos obstruir, dominar y conquistar por completo al KGB, mientras ellos, que por su cuenta expresaban lo mejor y lo peor de cada uno, estaban implicados —«seres trágicos», en palabras del propio Hugh— en una empresa innoble.

De modo que ingresé en ST con la bendición de Allen y el brazo fuerte de Hugh rodeando mi cintura. Estaba preparada para zambullirme en las oscuras profundidades, pero, por supuesto, apenas terminé el adiestramiento, me envolvieron en algodones. Como supondrás, el Personal de Servicios Técnicos está tan rígidamente compartimentalizado como cualquier otra sección de la Agencia.

Incluso ahora, después de cinco años en los pliegues recesivos de ST, aún no sé si nos dedicamos a misiones equivocadas o, dejando de lado los asesinatos, no nos ocupamos de acciones peores, como experimentos de exterminio en masa. De dar crédito a los peores rumores, la segunda opción es la verdadera. Por supuesto, tales rumores me llegan por intermedio de Arnie Rosen, y no estoy segura de que sea digno de confianza. (¡Le gustan demasiado los infundios!)

Bien, ha llegado el momento de hacerte una confesión. Hace un año y medio Arnold empezó a trabajar para mí, y pronto llegó a ser mi principal asistente. Es brillante, y es malo. Debes interpretar malo según lo usábamos en Radcliffe, como una debilidad. Cuando lo aplicábamos a un amigo varón, significaba que era homosexual. Arnold (y no debes jamás repetir esto) oculta cuidadosamente sus predilecciones. Dice que desde que ingresó en la Compañía decidió renunciar al sexo, pero yo no le creo. Aun así, él lo jura. Supongo que debe hacerlo. Al parecer, en la escuela secundaria era bastante marica. Difícil de imaginar. En ese tiempo habrá usado gafas, habrá sido el estudiante elegido para pronunciar el discurso de despedida de su promoción, cargado de honores y distinciones. Pero, según él, una parte de su ser se inclinaba hacia la degradación, el envilecimiento. Cuando se lo conoce (y deja de lado esa admiración de perro faldero que solía demostrar hacia Hugh) es un curioso perverso y muy gracioso. Cuando le pregunté cómo logró pasar el detector de mentiras durante el ingreso, me dijo:

—Querida mía, nosotros sabemos hacerlo. Es parte de nuestra ciencia.

—Pero, ¿cómo? —insistí.

—No puedo decírtelo. Podría ofender tu sentido del decoro.

—No tengo ningún sentido del decoro —le dije. —Kittredge, eres la persona más inocente que conozco.

—Dímelo —volví a insistir.

—Querida mía, comemos muchas alubias.

—¿Alubias?

No entendía qué quería decir. En absoluto.

—Una vez que sabes cuándo te harán la prueba, el resto es sólo una pequeña incomodidad. Comes un buen plato de alubias.

Le di un golpe en la mano.

—Arnie, eres un mentiroso psicopático.

—No lo soy. Mientras te hacen las preguntas, no piensas más que en los intestinos. A tu mente le da igual que digas o no la verdad cuando su principal preocupación es controlar el esfínter. Te diré que el examinador se enfadó muchísimo conmigo. «No hay caso. Usted es uno de ésos que viven bajo una tensión general.» «Lo siento, señor —le dije—, debe de ser algo que comí.»

Harry, es un verdadero demonio. Si no hubiera pensado antes en Alfa y Omega, Arnie Rosen me lo habría sugerido. Tiene dos personalidades distintas: la que supongo tú conoces, y esta otra, totalmente diferente para mí. Creo que Hugh lo hizo ingresar en mi grupo para que tuviera por lo menos a un tipo inteligente. Por cierto, despierta mi desmedida curiosidad por algunas de las extrañas personas con las que me cruzo en los pasillos. Rosen está lleno de rumores acerca de lo que pasa a nuestro alrededor. «Kittredge, percibe el aura que emana de esa puerta cerrada. ¡Es la guarida de Drácula!»

Lo acepto. Creo en eso. Pero después me pregunto si no seré hipersensible al ocultismo. (Como recordarás, el verano pasado topé con el fantasma de Augustus Farr en la Custodia, y, según mi febril recuerdo, cojeaba como Allen en un mal día. Ja, ja, ja.)

Bien, quiero que retrocedas unos años en el tiempo. A la época en que vivía envuelta en algodones. Allen Dulles se había enamorado a tal punto de mi tesis sobre Alfa y Omega que me proveyó de fondos desde el primer momento. Al completar mi período de instrucción en la Granja —¿recuerdas que ése fue el verano en que nos conocimos?— me instaló, junto con otros cinco graduados en psicología, en la universidad de Cornell. Los otros ni siquiera sabían que el dinero de sus becas provenía de la Agencia. Otra delicada tapadera. Cada dos semanas yo viajaba en avión para asistir a mi seminario en Ithaca, para ver cómo progresaban las investigaciones.

Según todas las apariencias, lo que hacía no era para nada indecente. Sólo desarrollaba mi trabajo. En esos dos primeros años es posible que estuviera un poco enamorada de Allen. De no ser por Hugh, podría haber terminado acostándome con él. Era adorable, y lo quería lo suficiente para desear hacer algo que fuese de uso excepcional para él. De modo que me lancé en la dirección equivocada. En lugar de perseguir a Alfa y Omega dentro del laberinto de mi ser, y utilizarme como laboratorio propio, lo que (salvando las distancias) fue lo que hizo el Maestro Fontanero Freud, quien pasó muchos años analizándose antes de darnos el yo y el ello, rehuí mis propias cañerías y, demasiado pronto, me ocupé de métodos que Pudiera utilizar la Agencia para descubrir agentes potenciales.

Durante los últimos cinco años traté de elaborar un test que pudiera usarse para detectar una potencial defección. La forma final, obtenida hace dieciocho meses, se presenta como un test de veinte hojas con veinticinco apartados para verificar en cada página. En ciertos niveles fuimos tan buenos para predecir desórdenes mentales como un test Szondi o Rorschach.

No obstante, obtener un perfil Alfa-Omega confiable es un trabajo agobiante. Horrorizados, descubrimos que hay que comprobar los quinientos apartados (a los que familiarmente llamamos Tom El Largo), un mínimo de cinco veces para conseguir el estilo de transición de un Alfa a un Omega. Si bien hay una clase de burócratas que durante años mantienen los dos papeles totalmente separados, los actores y los psicópatas son capaces de pasar alternativamente de uno al otro veinte veces al día. En consecuencia, con estas personas es necesario repetir la prueba a distintas horas del día. Al alba y a medianoche, por así decirlo. Borrachos y sobrios. Finalmente, obtenemos una serie de vectores, prácticamente infalibles, capaces de detectar un supuesto agente o, mejor aún, un supuesto agente doble. Pero administrar a Tom El Largo resultaba más difícil que cultivar orquídeas.

Harry, durante los últimos cinco años he sobrellevado esta carga de infortunio, dudas, miseria y creciente frustración. Y en el transcurso de todo ese tiempo, prácticamente puerta por medio (aunque en realidad trabaja fuera de la ciudad), otro psicólogo apellidado Gittinger, que llegó proveniente del hospital estatal de Norman, Oklahoma, ha estado trazando anillos alrededor de mis tests, simplemente adaptando el viejo y eficaz test Wechsler de inteligencia y llamándolo Wechsler-Bellevue G. Funciona. Gittinger, un hombre corpulento con pinta de Santa Claus y una perilla entrecana, puede usar su serie de pruebas (que sólo requieren una sesión) para detectar desertores y supuestos agentes, y mucho me temo que con mejores resultados que yo.

Cuando llegamos a una etapa de confianza mutua, Rosen empezó a prevenirme de la situación: la prueba Weschler-Gittinger funcionaba en ST, y yo no.

—¿Qué dicen, en realidad? —le pregunté por fin.

—Bien, hay quien sostiene que tu trabajo puede terminar siendo mera palabrería.

Eso me dolió. Luego tuve que enfrentarme a la noticia de que a Gittinger le habían adjudicado una suma cuantiosa, proveniente de una de nuestras elegantes fundaciones encubiertas. Ahora cuenta con los fondos de la Fundación para la Ecología Humana. Mientras que mi seminario de Cornell no ha sido renovado.

Lo anterior no es nada más que la introducción a mi caída. Harry, la vida siempre me ha tratado como a una querida, y durante demasiado tiempo. Si bien mi madre me adoraba siempre y cuando se percatara de mi existencia, mi padre compensaba esto con creces. ¿Has sido festejado alguna vez por un apasionado shakesperiano? Si bien mi padre y yo nunca llegamos al incesto formal, a los tres años supe lo que era el amor de un hombre poderoso. Jamás vacilaba. Sólo crecía y se hacía cada vez más posesivo. ¡De qué manera odiaba papá a Hugh! Creo que ésa fue la primera tempestad de pasión con la que topé, fuera de los libros. Hasta entonces, esta princesa sólo caminaba sobre alfombras. Radcliffe fue una coronación. Allí yo era adorada, nuevamente, o envidiada, o ambas cosas a la vez, y ni siquiera me percataba de ello. Mi cerebro era tan fértil que, de haber ido a una isla desierta, habría sido delirantemente feliz conmigo misma. Los únicos dolores que conocí fueron las feroces congestiones que acompañan a las ideas nuevas. Por Dios, cómo fluían en mi mente. Y después, convertirme en esposa de Hugh. Figure-toi! Yo tenía veintitrés años, y ya hombres de pelo gris, veteranos de las guerras de Inteligencia, hacían fila para festejarme. Querido, ¿hubo alguna vez una tonta tan brillante y tan echada a perder?

De pronto, después de cinco años en ST, me encontraba al borde de la caída, y Gittinger crecía más y más, semana a semana, mes a mes. Sin embargo, era imposible no simpatizar con ese hombre. Es un provinciano inteligente, sutil y jovial que, como dice Arnie, saca provecho de su voz gangosa. Gittinger tiene el poder de administrar la risa. A veces alardea ante nosotros. Basta darle un perfil Weschler-Bellevue G. de un hombre o una mujer que nunca ha visto, para que él pueda hacer una interpretación tan completa como si se tratara de un personaje de Proust. Verdaderamente extraordinario. Gittinger es el único profesional capaz de hacer una lectura tan espléndida de un simple Weschler-Bellevue G., pero trabaja veinticuatro horas al día, y tiene la habilidad de correlacionar todo lo que llega a sus manos: agentes, mensajes telefónicos interceptados, grabaciones, entrevistas, fotos (para el idioma corporal) y análisis grafológico. Nos hechiza a todos, porque es, o simula ser, un hombre modesto. Siempre resta importancia a su propio trabajo. «Cualquiera podría hacerlo mejor con el Tarot.» De modo que hechiza a los competidores a los que sobrepasa. (Aunque me dolió cuando Rosen me dijo que todos se refieren a Gittinger «nuestro genio residente».) Harry, hubo un tiempo en que decían eso de mí. Así conocí el dolor de un monarca destronado. Sin embargo, G. siempre me adula. «Tu Alfa y Omega nos llevará a las verdaderas cavernas. Yo sólo hago esquemas superficiales.»

Todo eso está muy bien, pero he perdido. Gittinger ya está trabajando en el campo con oficiales y agentes (siempre que un jefe de estación lo permite), y yo me he convertido en uno de sus adjuntos. «El anexo Gardiner de Gittinger», podría llamarme.

Harry, entérate de lo peor. Poco antes del episodio del LSD, me habían dejado con un solo asistente, Rosen, y me habían pedido que colaborara con nuestro departamento de grafología. En lugar de enseñarle a nuestros expertos grafólogos cómo dar con Alfa y Omega, ahora eran ellos quienes evaluaban mi trabajo.

En esta época, Arnold tuvo una larga charla conmigo. Como me imaginaba, no era más que un prefacio antes de decirme que solicitaría ser transferido al equipo de Gittinger.

—La lealtad es una virtud —me dijo finalmente—, pero quiero salir del sótano.

De repente, había dejado de ser gracioso. Lo vi en su mirada. Ser judío en la Agencia no provoca una bienvenida automática; menos aún cuando se lleva una doble vida. Sin embargo, su propia ambición me pareció lamentable. También me advirtió que había llegado el momento de que Hugh interviniera.

—Kittredge, tienes auténticos enemigos en ST.

—Será mejor que me des algunos nombres, o no prestaré atención a lo que dices.

—Podrían ser enemigos de Hugh.

—«Quieres decir que no puedo tener mis propios antagonistas?

Estábamos tomando café en la cafetería del cobertizo K, a las tres de la tarde, y Rosen estaba sentado frente a mí, con lágrimas en los o]os. Sentía ganas de gritar.

—Creo que me he ganado mis propios enemigos —dije.

—Quizá lo hayas hecho.

—Cuando comencé fui demasiado petulante.

—Sí —dijo él—. Probablemente.

—Y manifesté demasiado desdén hacia algunos de mis colegas.

—Sabes que es verdad.

Parecía canturrear.

—No cooperé con mis supervisores. Especialmente cuando querían cambiar mi terminología.

—Sí.

—Pero todo eso fue al comienzo. Últimamente, mi peor crimen fue obtener algunos beneficios adicionales para mis mejores asistentes de investigación.

Con esto pretendía herirlo, pero sólo conseguí que su rabia aflorase. Me pareció que era precisamente lo que estaba buscando.

—Volvamos a tu despacho, Kittredge. Tengo ganas de gritar.

Después de una larga, interminable caminata de regreso al Callejón de las Cucarachas, él se descargó un poco.

—Lo que ocurre, Kittredge, es que hay una falla fundamental en el test. Los supuestos agentes son excelentes mentirosos. No van a delatarse sólo porque la señora Gardiner Montague haya inventado unos cuantos juegos de palabras.

—¡Cómo te atreves! —exclamé—. Hemos llenado la prueba de trampas.

—Kittredge, sabes que te aprecio —dijo—, pero, dime, ¿a quién has atrapado? La cosa no funciona. Y no perderé la vida apoyando una empresa que no puede tenerse en pie.

—Aparte de todos estos tests, ¿tú no crees en Alfa y Omega?

—Creo en ellos, querida. Como metáfora.

Bien, habíamos terminado, y lo sabíamos.

—Arnold, antes de irte, dime lo peor. ¿Qué están diciendo? Metáfora no es la palabra que emplean.

—No querrás oírlo.

—Creo que me debes la verdad.

—Muy bien.

De pronto me di cuenta de que no era tonto, ni débil, ni siquiera un bribón ingenioso. Debajo de todo, había una persona que lograría aunar su A y su O; el futuro caballero estaba ahí, delante de mí, el tío más firme y resuelto. Llegará el día en que oiremos hablar de Arnold Rosen.

—Kittredge —dijo—, la idea general, aquí en ST, es que Alfa y Omega en realidad no existen. Alfa es sólo una nueva manera de describir el plano consciente, y Omega, el inconsciente.

—Todavía no lo entienden. Cuántas veces debo decir que tanto Alfa como Omega poseen cada uno su propio inconsciente. Y su yo, y su superyo.

—Todo el mundo sabe eso, Kittredge. Pero cuando intentamos aplicarlo, siempre volvemos al consciente y al inconsciente, y Alfa es lo primero, y Omega lo segundo. Permíteme decirte que esas personas no son tus peores detractores.

—Dime, como ya te lo he pedido más de una vez, lo que dicen los peores.

—No quiero hacerlo.

—Como una especie de contribución final.

—Muy bien. —Se miró las puntas de los dedos—. Kittredge, los expertos han llegado a la conclusión de que tu concepto de Alfa y Omega es una proyección de tu esquizofrenia latente. Lo siento.

Se puso de pie, extendió la mano y, ¿sabes?, se la cogí. Nos dimos un apretón fláccido. Creo que los dos lamentábamos el dejar de trabajar juntos. A pesar de todo. Desde entonces, sólo lo he visto en la cafetería o en el pasillo. Y confieso que echo de menos su ingenio.

Harry, no podía guardarme este último golpe. Se lo conté a Hugh, y él organizó una reunión con Dulles y Helms. Hugh probablemente creía que yo sería capaz de sacar mis propias castañas del fuego. Pero me negué a ir con él. Si se me acusaba de esquizofrenia no podía hacer nada. Bien, Dulles le dijo a Hugh que ni por un instante creía que mi teoría fuese una proyección de mi esquizofrenia. Qué noción más absurda. No, para ellos, la teoría de Kittredge seguía siendo, como siempre, profunda. «Yo incluso la llamaría sacrosanta», dijo Dulles.

Luego habló Helms. En su opinión, Kittredge debía ser considerada una inventora muy innovadora. La gente tan originalmente creativa, a menudo sufría de manera injusta.

—El problema —dijo—, es que tenemos que enfrentarnos a una realidad psicológica. En ST, todo el mundo ve a Alfa y Omega como una especie de espectáculo de luz y sonido.

—¿Un espectáculo paranoico de luz y sonido? —le preguntó Hugh.

—Mira —le respondió Helms—, podemos jugar con estos términos hasta que la cancha esté demasiado oscura para seguir jugando. La dificultad crucial reside en que una cosa es mantener un circo subterráneo como ST, y otra, absolutamente verboten, dejar que se diga que es una colección de monstruos y anormales. Kittredge ha tenido cinco años y una falta evidente de resultados positivos. Debemos encontrar otro boulot para ella.

Boulot. Que en argot antiguo quiere decir trabajo, Harry. Nunca he visto a Hugh tan fastidiado como cuando me relató esta conversación. ¿Sabes?, fue el día que llegó tu broche. Eso puede explicar unas cuantas cosas. De inmediato, me sumergí en el LSD. Lo que fuese, con tal de llegar a una nueva manera de comprender el proceso de pruebas. Tuve viajes terribles. Mi visión me condujo por un largo camino de charcos de luna fosforescentes, en los que chapoteaban cerdos, y cosas peores. Fui un hombre joven retozando en un burdel.

Estos días tengo cuatro sesiones de grafología por semana, lo cual, al fin y al cabo, no deja de ser fascinante. Y todavía medito acerca de Alfa y Omega. Pero volveré. Prometo que volveré.

Ahora te darás cuenta de por qué quiero saber acerca de tu vida. Y en detalle. Lamento, una vez más, no conocer suficientemente bien los detalles de mi propia vida. Ciertamente, nunca supe cuántos de mis colegas, muchos de ellos desconocidos, estaban determinando mi destino. En ese sentido, tus cartas arrojan luz.

Harry, vuelve a escribir. Me fascina la manera en que pasas tus días. Parece que hace tanto desde que tuve una de tus cartas en la mano... ¿Qué le ha pasado a AV/ISPA y a su alma atormentada? ¿Y tus recepciones rusas al aire libre, y al querido Hyman BOSQUEVERDE y a su mujer que te susurra cosas agradables acerca de Gordy Morewood? Sí, cuéntame el resto, cuéntame acerca de Gatsby con su pelo rubio y el bigote castaño que Howard Hunt le hizo afeitar. Como ves, recuerdo, y quiero saber más.

Incluso puedes escribirme acerca de tu trepador jefe de estación. Ahora me doy cuenta de por qué el señor Hunt me resultó antipático. Tiene ese principio mundano al cual estoy secretamente incapacitada para enfrentarme. Pero ya no me permitiré el lujo de esos prejuicios. Para tener ideas nuevas, hay que encontrar una manera de renovarse. De modo que cuéntame también acerca de él. Mi curiosidad crece por momentos, mis críticas se vuelven más benévolas. Mi amor por ti siempre crecerá en proporción, querido, desde hace tanto tiempo ausente.

KITTREDGE

El fantasma de Harlot
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