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La mañana que Allen Dulles regresó de Puerto Rico con un ataque de gota, al día siguiente del desastre de la bahía de Cochinos, mi padre me dijo que tenía todo el aspecto de un cadáver.

Ignoro si esa observación condicionó mi visión posterior, pero a partir de ese momento consideré que el señor Dulles estaba interiormente muerto, aunque pasarían siete años antes de que en realidad falleciera, hecho que iba a significar una semana de Navidad notablemente desgraciada para los que aún frecuentaban su compañía. Recuerdo que la noche en que enfermó yo estaba en Saigón. Era la víspera de la Navidad de 1968, y me encontraba escribiendo una carta a Kittredge, quien a vuelta de correo me relataría los pormenores de su muerte. Tiempo después, a finales de la primavera de 1969, en un bar de carretera en las tierras bajas de Virginia, me contaría más detalles. Para entonces, nuestra relación —esa relación que desgarraría nuestras vidas sumiéndolas en la tragedia— ya había comenzado.

No obstante, eso pertenecía al futuro. En la primavera de 1969, Christopher todavía vivía y Harlot aún podía mover sus piernas. Puede que fuese un cornudo, pero como lo ignoraba, seguía siendo un prodigio priápico, más potente que el amante que, hasta cierto punto, lo había desplazado, aquel amante joven cuyas habilidades para cortejar a su esposa se originaban en los deleites de su boca y de sus labios, que ofrecían «gozos tan extraños que hacen que se conozca el trance de una pluma al caer», según Kittredge dijo una vez. Nunca me atreví a preguntarle si la frase pertenecía a un poema que supuestamente yo conocía. Pero eso no importaba, ya que las palabras eran apropiadas. Nos adorábamos. No podía haber habido amigos que se quisieran tanto. Hacíamos el amor con la misma intimidad con que nuestra conversación recorría sus ocultos recovecos, según el estado de ánimo, como si siguiera los delgados y artísticos surcos de una oreja bien formada.

Aquella tarde en el bar junto a la carretera, me contó acerca de la muy demorada muerte de Allen Dulles. «Ocurrió de forma tan extraña como su nacimiento», dijo. Yo había olvidado que había nacido con un pie deforme, como Lord Byron, pero ella me recordó que su padre, el reverendo Allen Macy Dulles, presbiteriano liberal, tan avanzado a comienzos de la década de 1830 que en una ceremonia religiosa presidió el segundo casamiento de una divorciada, no soportaba contemplar la deformidad de su hijo. ¿Hablaba acaso de cavernas de perdición? Hizo operar al pequeño antes de bautizarlo, de modo que no lo vieran sus parientes Foster y Dulles. «Una vez que Hugh me contó acerca del pie de Allen, no pude dejar de mirárselo —observó Kittredge—. Ningún otro hombre se apoyaba con tanta seguridad sobre un pie, bajo gloria excelsa del sol, mientras que el otro se hundía en la más abyecta oscuridad.»

Dulles inició la etapa de su definitiva muerte corpórea durante la gran fiesta que él y su mujer, Clover, ofrecieron la Nochebuena de 1968. La presencia de lo más selecto del séptimo piso de Langley —los Montague, los Helms, los Angleton, Tracy Barnes y esposa, Lawrence Houston y esposa, Jim Hunt y esposa, además de dignatarios extranjeros y antiguos amigos del Departamento de Estado—, era un tributo a la vieja reputación de Dulles. El que siete años después de que se hubiese retirado sus invitados asistieran a la última de una larga serie de fiestas prenavideñas, no hacía sino confirmar que, si bien Allen Dulles ya no estaba a bordo, su lugar nunca había sido ocupado por nadie, y que aquélla era una nueva conmemoración, por más que estuviese viejo, encorvado, y calzara una pantufla en su gotoso pie. Sí, observó Kittredge, todos acudieron a saludarlo, pero él no apareció. Sólo estuvo presente Clover, su esposa, para recibir a los huéspedes y agasajarlos; la vibrante Clover, en otro tiempo tan hermosa, delgada e inepta para el combate como una violeta. «La alocada Clover, siempre flotando en su mundo», diría Kittredge, para observar luego que Clover era tan difusa como el deseo de venganza cuando éste no es verdaderamente real, sino un viejo rencor matrimonial. Allen se había acostado con la mitad de las mujeres que conoció en Washington, y Clover incluso se había esforzado por ser amiga de algunas de las amantes más formales de su esposo. Sin embargo, entre tantos combates, Clover sólo se había vengado de una manera insignificante y sistemática, aunque sin duda debe de haber sido como una lanza clavada en el pie gotoso de Allen: gastando el dinero con la liberalidad total de una analfabeta financiera. Los Dulles estaban siempre endeudados, o gastando el capital. Cada relación extramatrimonial de su marido costaba un nuevo vestido de fiesta; demasiadas relaciones, significaban muebles nuevos para la sala. Su matrimonio duró cerca de cincuenta años, y ella lo quería, pero también lo detestaba. «Los matrimonios prolongados desarrollan estratos divinamente opuestos de Alfa y Omega», agregaba Kittredge.

Durante la fiesta, los invitados empezaron a notar que Allen no bajaba. Kittredge fue, quizá, la primera en detectar su ausencia. Después de todo, desde que se conocían —hacía ya dieciocho años—, no había pasado reunión sin que Allen la asediara como un demonio que ha descubierto a su verdadero ángel. A Kittredge, por su parte, le encantaba la generosa promesa de todo aquello que él jamás se había atrevido a consumar. Sin embargo, de una forma instantánea y segura, sabían que cuando se encontraban se ponían de mejor humor.

De modo que fue Kittredge quien primero notó su ausencia. Allen no aparecería en su propia fiesta, eso estaba claro, e insistentemente le dijo a Hugh que ya que Clover respondía con evasivas cuando le preguntaban por Allen, subiera al primer piso a hacer un reconocimiento. Allen estaba en cama, inconsciente, pálido como una efigie de cera, sudando copiosamente.

Hugh bajó para convencer a Clover de que su marido estaba muy enfermo. «No —contestó ella—, sólo tiene la gripe. Ya se le pasará.»

Hugh insistió en que debía ser hospitalizado de inmediato, y llamó una ambulancia mientras Kittredge invitaba a los invitados a que terminasen sus copas y se marcharan. Llegó la ambulancia, pero Clover estuvo a punto de no acompañarlo; luego salió con tanta prisa que se olvidó el abrigo. Resultó que Allen estaba muy enfermo y Clover se vio obligada a dejarlo en el hospital. Regresó a su casa a medianoche. La calefacción del taxi no funcionaba, de modo que casi se congela. Al llegar a su casa abrió el grifo de agua caliente para darse un baño, pero sentía tanto frío que se metió en la cama mientras esperaba que se llenara la bañera. Se quedó dormida, y al despertar el día de Navidad descubrió que la inundación había despegado todas las molduras de los techos de la planta baja, y que los muebles estaban enterrados bajo un aluvión de yeso mojado. Hasta el día siguiente no se enteró de que, dadas las circunstancias, la compañía de seguros Hartford no se consideraba responsable por los daños. «No da igual cuánto cueste arreglar todo —dijo Clover—. Lo único que me importa es que mi marido no se entere.»

No se enteró. Había muerto en el hospital.

Puede que ése hubiese sido su fin, pero para mí había estado agonizando durante varios años. Medité acerca de su lenta extinción. ¿Habría muerto su alma años antes que su corazón, su hígado y sus pulmones? Deseaba que no hubiera sido así. Realmente, había disfrutado de la vida. El espionaje había sido todo para él, y también la infidelidad; amaba a ambos por igual. ¿Por qué no? Tanto el espía como el marido infiel deben tener el don de la ubicuidad. Así como un papel no ofrece su realidad al actor hasta que éste lo representa, de la misma manera una mentira se transforma en verdad cuando se la vive.

Si éste es un pobre epitafio para Allen, permítaseme decir que durante mi almuerzo con Kittredge en la primavera de 1969, lamenté su muerte tanto como me alegró. Pero debo detenerme aquí, pues me he adelantado ocho años.

El fantasma de Harlot
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