3

Yo tenía mis propios problemas. El primero era decidir cuál era el siguiente paso en mi carrera. Cada vez que consideraba la posibilidad de prescindir de mi padre y de mi padrino, regresaban los recuerdos de los primeros días en el Nido de Serpientes. Había momentos en que no me sentía preparado para ir solo a ninguna parte.

De todos modos, me seguía preguntando qué haría a continuación. Antes de partir rumbo a Japón, mi padre me había dado a entender que una cierta operación contra Castro continuaría, pero ¿quería yo volver a Miami si Modene ya no estaba allí?

Podía solicitar un destino en París, Roma, Viena o Londres. Claro que tal vez esos destinos eran demasiado prestigiosos, y yo podía fracasar. Por otra parte, no tenían por qué respetar mis preferencias. Quizá podía acabar en Islandia o Palma de Mallorca.

Por supuesto, la cuestión fundamental era saber si gozaba de buen nombre en la Agencia, y para ello no había una respuesta automática. A pesar de sus buenas cualidades, Porringer debía de haber fastidiado demasiado a Howard, porque, según había oído, decidió hacer una solicitud pasando por encima de los departamentos, las divisiones e incluso el directorio de Planes, y ahora estaba enterrado en el directorio de Inteligencia. Eso era lo que sucedía cuando se solicitaba un destino a Personal.

En consecuencia, decidí dirigirme a Howard. Después de todo, mi padre estaba bajo una nube, y Harlot no se había mostrado muy comunicativo conmigo. Ignoraba qué clase de trabajo podía ofrecerme Howard, pero ¿a. quién dirigirme? No quería acudir a David Phillips, y Richard Bissell no sólo había caído en desgracia, sino que estaba demasiado alto para llegar a él. De haber tenido más tino, me habría dirigido a Richard Helms. Se decía (cosa que podría haber constatado llamando a Arnie Rosen) que Helms sería el subdirector cuando Bissell se fuera. Al fin y al cabo, Helms se había mantenido alejado de la bahía de Cochinos.

No me di cuenta de que Richard Helms podría estar eligiendo sus cuadros de oficiales jóvenes para un futuro lleno de poder. Rosen lo habría sabido, habría podido hacer algo con Helms si corría el riesgo de ofender a Harlot para siempre. Sin embargo, existían ciertas sutilezas más allá de mis modestos deseos de progreso. Tuve que conformarme con invitar a Howard Hunt a tomar una copa después del trabajo.

Ahora que había terminado sus tareas para Dulles, Howard estaba en la división de Operaciones Interiores en la avenida Pennsylvania, ocupado en formular «iniciativas interesantes» para Tracy Barnes. Cuando comenté que eso no me parecía claro, él dijo:

—Debo decirte que la división de Operaciones Interiores fue establecida después de una larga lucha interna.

—¿No puede decir nada más?

Podía. La DOI se encargaba de proyectos que ninguna otra división de la CIA quería.

—Yo soy el jefe de Acción Encubierta en la DOI.

—No consigo imaginarme un día de trabajo típico.

—Tareas menores. Apoyo a editores y libros a los que creemos que vale la pena echarles una mano.

Guardé silencio.

La nueva clase, de Milovan Djilas, por ejemplo, editado por Praeger.

—Suena sencillo —dije.

—Lo es. Ahora tengo tiempo para dedicárselo a la familia, los amigos, y para hacer algo más. Verás, me he reunido con Victor Weybderecha. En caso de que no lo sepas, es el jefe de la Nueva Biblioteca de los Estados Unidos. Quiere que escriba el equivalente estadounidense de las novelas de James Bond, que su editorial ya ha comenzado a publicar. Discutí la idea con Helms y está de acuerdo en que puede ser ventajoso para nuestras relaciones públicas. He comenzado lo que llamo la serie de Peter Ward. Bajo un seudónimo, por supuesto: David St. John.

—Buen nombre.

—Lo tomé de David y St. John Hunt, los nombres de mis hijos.

—Por supuesto. —Terminé mi copa—. ¿Eso es todo lo que hace en DOI?

—De momento, sí.

¿Pedíamos una segunda ronda? Pagaría yo, y quería obtener algo a cambio de mi dinero.

—Me siento tentado de preguntarle qué está esperando.

—Sólo puedo repetir —dijo Howard— que nos encargamos de los proyectos que la CIA no quiere aceptar.

Lo dejamos allí. Sólo cuando desperté en mitad de la noche me di cuenta de que Hunt me había hablado de su historia de cobertura. Supuse entonces que la división de Operaciones Interiores debía de estar encargada de actividades especiales referidas a Cuba.

Dos días más tarde, llegó un telegrama a mi apartamento. Decía: NO SUBA A BORDO DE BARCOS DESCONOCIDOS. FIRMADO: VICIOSO.

Se me ocurrió que Howard había hablado con Tracy Barnes, quien, a su vez, debía de haber discutido mis antecedentes con Montague. No sabía si estar contento o cauteloso ante la posibilidad de que no se hubiera perdido todo interés en Herrick Hubbard.

Si he presentado una imagen de la clase de meditaciones que pasan por mi mente cuando me siento desdichado, debo decir también que mi abatimiento experimentó un alivio ocasionado por un golpe —podría decir un coup— que recibí por medio de una llamada telefónica o, en realidad, dos.

La mañana siguiente a que recibiese el telegrama de VICIOSO, sonó el teléfono justo en el momento en que me disponía a salir para Langley. Oí una voz de mujer, ahogada por varias capas de pañuelo. No podía estar seguro de si la conocía (no inmediatamente), pues la voz sonaba igual que un disco que gira demasiado despacio. Además, dejó de hablar antes de que mi oído estuviera preparado.

—Llámame en doce minutos al número 623-9257. Repite.

—623-9257. —No podía creerlo, pero vi una pared anaranjada frente a la cual había una mesa verde con una lámpara azul. Un hombre de chaqueta negra, pantalones verdes y zapatos rojos estaba sentado en una silla marrón—. 623-9257 —repetí.

—Ahora son las ocho menos diez. Me llamarás a las ocho y dos. Teléfono público.

—Mensaje recibido —dije—. A las ocho y dos. Teléfono público.

Ciao.

Colgó. No podía creerlo. En la Granja, el sueño de uno era estar preparado para un momento como ése.

Me eché a reír. La mujer no podía ser otra que Kittredge. No me había sentido tan alegre desde que llegó a mi escritorio el boletín acerca de los arbustos de Langley.

Había una serie de teléfonos públicos a dos manzanas de mi apartamento, y a las ocho horas, un minuto y cincuenta segundos, eché mi moneda por la ranura. La voz que respondió ya no me llegaba ahogada por un pañuelo.

—¿Harry?

—Sí.

—Soy Kittredge.

—Sí —fue todo lo que pude responder.

—Harry, ¿has oído hablar de una muchacha llamada Modene Murphy?

—¿Por qué lo preguntas?

Mi laringe me traicionaba de nuevo.

—Oh, Harry, tú eres FIELD, ¿verdad?

—Prefiero no responder a eso.

—Lo supe desde el primer momento. Harry, te guste o no, Hugh me ha designado como tu sustituto. He leído tus informes.

—¿Todos?

—Todos, y más. No puedes imaginarte las consecuencias.

Era una extraña manera de comenzar, si se consideraba que habíamos pasado algo así como un año y medio sin intercambiar ninguna clase de comunicación.

—Kittredge, ¿puedo verte? —pregunté.

—Todavía no.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero verte a espaldas de Hugh, y no quiero verme obligada a miraros a los dos juntos, en famille, comiendo. —¿Cómo está Christopher?

—Hermoso. Daría la vida por ese niño.

—Me gustaría verlo. Después de todo, soy su padrino. Ella suspiró.

—¿Tienes un apartado de Correos?

—Sí.

—Dame el número —dijo, y apenas se lo hube dado, ella agregó — : Según parece, hemos reabierto la tienda. Te enviaré una larga carta.

—¿Cuándo?

—Mañana, tal vez. Mentalmente ya la he escrito.

—¿Cómo me pondré en contacto contigo?

Kittredge también tenía un apartado de Correos.

—Es maravilloso oírte —dije.

—Paciencia —dijo ella, y colgó.

El fantasma de Harlot
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