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Permítanme ofrecer el hecho principal. Soy un Hubbard. Bradford y Fidelity Hubbard llegaron a Plymouth siete años después del Mayflower y hoy pueden encontrarse ramas de la familia en Connecticut, Maine, New Hampshire, Rhode Island y Vermont. Sin embargo, que yo sepa, soy el primer Hubbard en admitir públicamente que el apellido de la familia no es tan impresionante como parecen demostrarlo nuestra cantidad de abogados y banqueros, médicos y legisladores, un general de la Guerra Civil, varios profesores y mi abuelo, Smallidge Kimble Hubbard, director de St. Matthew's. Incluso hoy mi abuelo sigue siendo una leyenda. A la edad de noventa años, en las cálidas mañanas de verano, aún podía subirse a su bote y remar hasta la bahía de Blue Hill. Por supuesto, de errar en una sola bogada habría caído a las frías aguas del Maine, una perspectiva casi fatal. Sin embargo, murió en la cama. Mi padre, el consejero Kimble Hubbard, conocido por sus amigos como Cal (por Cari Cal Hubbell, el lanzador de béisbol del equipo de los Giants de Nueva York, a quien él reverenciaba), fue igualmente excepcional, pero un hombre tan dividido que mi mujer, Kittredge, lo usó como modelo de referencia privada para su obra El alma dual. Era bravucón, pero al mismo tiempo un diácono; un hombre osado y poderoso que cada mañana se daba una ducha de agua fría con la misma convicción con que otros comían huevos con bacon. Iba a la iglesia todos los domingos; era un Don Juan prodigioso. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, mientras J. Edgar Hoover hacía todo lo posible por convencer a Harry Truman de que la propuesta CIA no era necesaria y que el FBI podía ocuparse de esas tareas, mi padre se embarcó en una misión para salvar el proyecto. Sedujo a unos cuantos secretarios influyentes del Departamento de Estado, enterándose de paso de una gran cantidad de secretos de oficina que luego pasó a Allen Dulles, quien de inmediato los transmitió a la Casa Blanca con un informe introductorio destinado a proteger a los secretarios. Eso, por cierto, contribuyó a convencer al gobierno de que podríamos necesitar un cuerpo de Inteligencia independiente. Después de eso, Allen Dulles le cogió mucho afecto a Cal Hubbard, y una vez me dijo: «Tu padre no lo reconocerá, pero ese mes que pasó con los secretarios fue la mejor época de su vida».

Yo amaba a mi padre de una manera escandalosa, razón por la cual tuve una niñez llena de temores y preocupaciones. Quería ser la sal de su sal, pero mi esencia era húmeda. La mayor parte del tiempo lo odiaba porque estaba decepcionado de mí y no se comunicaba conmigo tan a menudo como me hubiese gustado.

Mi madre era otra cosa. Soy el producto del casamiento de dos personas tan quintaesencialmente incompatibles que bien podrían haber provenido de planetas distintos. De hecho, mis padres se separaron pronto, y yo pasé la niñez tratando de mantener juntas dos personalidades desunidas.

Mi madre era de huesos pequeños, atractiva, rubia, y excepto durante los veranos, que pasaba en Southampton, vivía en ese núcleo social de Nueva York que está delimitado por la Quinta Avenida al oeste, Park Avenue al este, las calles Ochenta y tantos al norte y Sesenta y tantos al sur. Era una princesa judía, pero el énfasis debe recaer sobre el primero de esos dos términos. Habría sido incapaz de reconocer la diferencia entre la Tora y el Talmud. Me crió totalmente ignorante de todo cuanto tuviese que ver con el judaísmo, a excepción de una cosa: los nombres de los banqueros prominentes de Nueva York cuyos apellidos fuesen de origen semítico. Supongo que mi madre pensaba que, en caso de tormenta, los hermanos Salomón y los hermanos Lehman eran puertos seguros donde refugiarse.

Era suficiente con que el bisabuelo de mi madre fuese un hombre notable llamado Chaim Silberzweig (nombre que fue simplificado por los funcionarios de inmigración y convertido en Hyman Silverstein). Llegó como inmigrante en 1840 y de vendedor callejero ascendió hasta la categoría, claramente definida, de propietario de unos grandes almacenes. Sus hijos fueron príncipes del comercio, y sus nietos estuvieron entre los primeros judíos tolerados en Newport. (Para entonces, el nombre ya era Silverfield.) Si bien cada nueva generación de la familia materna era más derrochadora que la anterior, nunca lo fue en una proporción catastrófica: mi madre tenía tanto dinero como el que el primer Silverstein había legado a sus herederos inmediatos, a pesar de que poseía un cuarto de su sangre judía.

Los hombres Silverfield se casaron con doradas mujeres gentiles.

Ésa es la familia de mi madre. Si bien cuando joven veía a mi madre más que a mi padre, era a mi abuelo paterno a quien consideraba mi verdadera familia. A la rama materna trataba de ignorarla. Una vez, un hombre condenado a muerte dijo: «No debemos nada a nuestros padres; sólo pasamos a través de ellos». Así me sentía yo con respecto a mi madre. Desde muy temprana edad ya no la tomaba en serio. Podía ser encantadora y rica en interesantes extravagancias; por cierto, su talento para ofrecer cenas divertidas superaba la media general. Desgraciadamente, tenía una reputación terrible. La Guía Social dejó de incluir su nombre pocos años después de que Jessica Silverfield Hubbard se convirtiera en una ex Hubbard, y sus mejores amigos tardaron unos diez años más en dejar de frecuentarla. Sospecho que la razón no fue la sucesión de aventuras amorosas, sino su propensión a la mentira. Era una mentirosa psicopática, y finalmente su memoria se convirtió en su única amiga duradera. Siempre le decía lo que ella quería oír acerca del presente y del pasado. En consecuencia, si esperaba enterarse por ella, uno nunca sabía lo que hacían los demás. Insisto en esto porque creo que mi madre me equipó para el contraespionaje, campo en el que, después de todo, intentamos implantar errores en el conocimiento de nuestro adversario.

De cualquier modo, difícilmente puedo asegurar que hubiese algo de judío en mí. Mi única relación con el «barón del arenque», como llamaba mi madre al tatarabuelo Chaim Silberzweig, es que los comentarios antisemitas me ponían tenso. Si se consideraba la furia que me producían, cualquiera podría haber dicho que había nacido en un gueto. Porque entonces me sentía judío. Por supuesto, mi idea de sentirse judío se relacionaba con el recuerdo de la tensión y el agotamiento en los rostros de la gente durante las horas punta en el Metro de Nueva York, víctimas de ruidos ásperos y rechinantes.

Sin embargo, tuve una infancia privilegiada. Asistí al colegio Buckley y fui un Knickerbocker Gray hasta que, debido a mi total incompetencia en los ejercicios de formación cerrada, se me pidió que renunciase. Mientras marchaba, sufría unos dolores de cabeza tan intensos que no podía oír las órdenes.

Por supuesto, la mala reputación de mi madre puede haber sido otro factor, y la manera en que mi padre logró que me readmitiesen no hace sino confirmar esta sospecha. Como guerrero acostumbrado a duchas de agua fría, no era demasiado propenso a pedir favores para su progenie. Sin embargo, esa vez acudió al tipo de personas que uno conserva para casos de emergencia. Los Hubbard tenían en Nueva York amistades influyentes, y mi padre me llevó a conocer a varios ex miembros de los Grey. «Es injusto. Culpan al muchacho por ella» fue parte de lo que oí, y debe de haber sido suficiente. Volví a ser un Grey, y a partir de ese día me las ingenié para marchar con menos dolores de cabeza, aunque en mis tiempos de cadete jamás supe lo que era respirar con alivio.

Supongo que las personas que de jóvenes fueron felices pueden recordar bien su niñez. Yo recuerdo bastante poco. Resumo los años y conservo recuerdos según los temas. Siempre puedo contestar las preguntas más absurdas. Si me preguntaran, por ejemplo: «¿Cuál fue el día más importante que pasó con su padre o su madre?», yo respondería: «Cuando mi padre me llevó a comer al Veintiuno el día que cumplí quince años».

El Veintiuno era el lugar perfecto para llevarme. Aunque, según él mismo aseguraba, mi padre no sabía demasiado acerca de muchachos, sí sabía que al pedir una bebida para mí en el bar me daba una enorme satisfacción.

Ignoro si el comedor de abajo ha sido modificado desde 1948, pero apostaría a que no. Supongo que aún deben de estar suspendidos del techo bajo y oscuro los mismos modelos a escala: barcos de vapor, biplanos Spad de 1915, locomotoras y tranvías. El pequeño cupé con su asiento trasero exterior y su neumático de repuesto sigue estando sobre la barra. Encima de las botellas, los mismos cuernos de caza, alfanjes, colmillos de elefante y un par de guantes de boxeo tan pequeños que le irían bien a un niño. Mi padre me contó que estos últimos eran un regalo de Jack Dempsey a Jack Kriendler, el dueño del Veintiuno, y si bien espero y deseo que la historia sea verdadera, sé que a mi padre no le importaba pulir las leyendas a su antojo. Creo que había llegado a la conclusión de que estar bien y a gusto era una sensación que solía durar poco; por lo tanto, le gustaba dorar las historias que contaba. Guardaba, por cierto, cierto parecido con Ernest Hemingway —la misma personalidad intensa— y su bigote era igualmente tupido y oscuro. También tenía la complexión física de Hemingway. De piernas relativamente delgadas para un hombre de su tamaño, solía decir: «Podría haber sido un fullback en la selección nacional de no ser por mis piernas». Su tórax y su vientre eran enormes, lo que le daba un claro parecido con la antigua caja registradora de bronce del Veintiuno. El corazón de mi padre latía con orgullo.

Naturalmente, el orgullo era por él mismo. Si digo que mi padre era presumido y egocéntrico, no es porque desee degradarlo. Si bien tenía el aspecto complaciente de un atleta universitario triunfador, su relación fundamental con los demás era un reflejo de sus interminables negociaciones consigo mismo: las dos mitades de su alma estaban separadas. Cada noche, antes de dormir, el diácono y el bravucón tenían un largo sendero por recorrer; creo que su fuerza radicaba en haber hallado el modo en que esas dos mitades tan dispares cooperaran entre sí. Cuando el hijo del Director, impresionado por una rectitud digna de Cromwell, era capaz de embarcarse en una empresa que el mismo conquistador hubiese aplaudido, bien, entonces la energía fluía en abundancia. Aunque no era demasiado reflexivo, mi padre dijo una vez: «Cuando tu mejor y tu peor motivo coinciden en la misma acción, entonces observa cómo circulan los fluidos».

Ese día de diciembre de 1948 mi padre llevaba lo que yo había dado en llamar «su traje de batalla». Alguna vez había sido un traje de tweed escocés marrón claro, ligero de color pero tan abrigado y áspero al tacto como una manta de caballo. Compraba sus trajes en Jones, Chalk & Dawson, de Savile Row, sastres que sabían muy bien cómo vestir a un caballero. Le había visto usar el mismo traje durante los últimos diez años. Al cabo de tanto tiempo, con parches de cuero en los codos y puños, se habría podido mantener derecho solo. No obstante, le sentaba; le otorgaba un confortable aspecto de dignidad y sugería que los dos materiales —su carne de hombre y la tela de hierro— habían vivido juntos el tiempo suficiente como para compartir unas cuantas virtudes. De hecho, ya no poseía un traje de negocios, por lo que no tenía nada formal que usar, a menos que se tratase de su esmoquin de terciopelo negro. Resulta innecesario decir que en las ocasiones en que lo lucía era una visión celestial para las damas. «Ah, Cal —decían—, Cal es divino. Si sólo bebiera un poco menos.»

Creo que mi padre habría roto relaciones con cualquier amigo que se hubiese atrevido a sugerirle que Alcohólicos Anónimos estaba aguardando por él, y habría estado en lo cierto. Su disenso se basaba en el hecho de que él no bebía más que Winston Churchill. Además, nunca se emborrachaba. Es decir, nunca hablaba con dificultad ni se tambaleaba al caminar, aunque atravesaba por estados de ánimo tan poderosos que a su paso se alteraban los campos electromagnéticos. Ésta es una manera de hacer notar que tenía carisma. Le bastaba con decir «¡Barman!» en un tono bajo, y el hombre, si se hallaba de espaldas y nunca antes había oído la voz de papá, se volvía de un salto. La temperatura emocional de mi padre parecía elevarse y descender a medida que bebía; con el paso del tiempo sus ojos ardían con vehemencia o enviaban a su interlocutor a la morgue. Su voz hacía que uno vibrase hasta los pies. Indudablemente exagero, pero era mi padre, y lo veía muy poco.

Aquel día, cuando entré, vi que él y su traje de batalla estaban enfurecidos. En cuestiones prácticas, yo era como una de esas mujercitas casadas con corpulentos capitanes de mar: podía leer sus pensamientos. Bebía su primer martini. Había estado ocupado con un asunto serio antes del almuerzo, y cuando estaba a punto de resolverlo debió interrumpir su concentración. Podía imaginármelo diciendo contrariado a algún ayudante: «Maldición, tengo que ir a almorzar con mi hijo».

Para empeorar las cosas, llegué tarde. Cinco minutos tarde. Cuando de puntualidad se trataba, él siempre llegaba en el momento exacto, como buen hijo de un director de colegio. Mientras me esperaba, había tenido tiempo para terminar su primera copa y repasar mentalmente una nada prometedora lista de tópicos sobre los que hablaríamos. La triste verdad es que, en las raras ocasiones en que ambos estábamos juntos, invariablemente transmitía desaliento. No sabía de qué hablar conmigo y yo, por mi parte, cargado con los ruegos, mandatos y furia malintencionada de mi madre porque iba a ver al hombre capaz de vivir tan cómodamente lejos de ella, me sentía bloqueado. «Haz que hable de tu educación —decía cuando yo estaba a punto de salir—. Es él quien debe pagar, o de lo contrario lo demandaremos. Díselo.» Sí, claro que se lo diría. «Y cuídate de su encanto. Es igual al de una serpiente. Y —agregaba cuando ya estaba a punto de marcharme— dile hola de mi parte. No, mejor no le digas nada.»

Lo saludé con una inclinación de cabeza y me senté en un taburete a su lado. Naturalmente, me apreté el testículo más grande por apoyar demasiado bruscamente el culo en el asiento. Permanecí sentado, soportando la pequeña oleada de incomodidad causada por el incidente e intenté estudiar los letreros sobre la barra.

YO, HO, HO, Y UNA BOTELLA DE RON, rezaba un viejo cartel de madera.

21 WEST ZWEI UND FÜNFZIGSTE STRASSE, anunciaba un rótulo indicador de calles.

—Oh —exclamé—. ¿Está en alemán, papá?

—Calle cincuenta y dos —dijo.

Nos quedamos en silencio.

—¿Te gusta St. Matthew's? —preguntó.

—Sí.

—¿Más que Buckley?

—Es más severo.

—¿No te echarán?

—No. Tengo B en todas las asignaturas.

—Trata de sacar A. Los Hubbard deben sacar A en St. Matt's.

Volvimos a quedarnos en silencio.

Me puse a mirar otro letrero que colgaba sobre la barra. CERRADO SÁBADOS Y DOMINGOS, decía.

—Últimamente he tenido un trabajo infernal —dijo.

—Lo imagino —dije.

Nuevo silencio.

Su abatimiento era como los sentimientos ahogados de un ovejero alemán que debe soportar una traílla. Creo que yo era una versión delgaducha de él, pero también creo que durante los primeros cinco minutos de nuestra reunión sólo se fijaba en lo parecido que yo era a mi madre. Con los años, llegué a entender que ella podría haberle causado un verdadero daño. Probablemente su ex mujer era la persona que él más deseaba matar con sus propias manos; por supuesto, no podía dar rienda suelta a ese placer. Los deseos reprimidos hacían que mi padre estuviese cada vez más cerca de un ataque.

—¿Cómo está tu pierna? —preguntó.

—Recuperada. Hace años que está bien.

—Apuesto a que todavía está rígida.

—No, está bien.

Meneó la cabeza.

—Me parece que has tenido problemas con los Greys debido a esa pierna.

—Papá, no era bueno para la formación cerrada. —Silencio — . Pero he mejorado.

El silencio hacía que me sintiese como si estuviéramos tratando de empujar al agua un bote demasiado pesado.

—Papá —dije—. No sé si puedo obtener A en St. Matthew's. Piensan que soy disléxico.

Asintió lentamente, como si tal noticia no le sorprendiera.

—¿Es muy serio?

—Leo bien, pero nunca sé si altero del orden de los números.

—Yo tenía la misma dificultad —asintió—. En Wall Street, antes de la guerra. Vivía con el temor de que una mañana mi dislexia causara un error terrible para la compañía. Pero nunca ocurrió. —Guiñó un ojo—. Necesitas una buena secretaria que se encargue de tus cosas. —Me dio una palmada en la espalda—. ¿Otra limonada?

—No.

—Yo beberé otro martini —le dijo al barman.

Luego se volvió nuevamente hacia mí. Aún recuerdo cómo el barman dudaba entre ofrecerle una sonrisa amplia o una agria. (Amplia cuando servía a un caballero; agria para los turistas.)

—Mira —me dijo al cabo de un instante—, la dislexia puede ser tanto positiva como negativa. Muchas personas son disléxicas.

—¿Sí?

En el semestre anterior algunos muchachos me habían empezado a llamar Retardado.

—Sin duda. —Me miró fijamente—. En Kenya, hace unos diez años, salimos a cazar leopardos. Encontramos uno, y nos hizo frente. Yo he matado elefantes que se me echaban encima, y también leones y búfalos. Uno se queda en su lugar, sin ceder terreno, apunta bien, elige una zona vulnerable, y dispara. Si eres capaz de dominar los nervios, resulta tan fácil como te lo cuento. Si te sobrepones al pánico, obtienes tu león. O elefante. No se trata de ninguna proeza, sólo es cuestión de disciplina interior. Pero con un leopardo es diferente. Yo no podía creer lo que veía. Mientras venía hacia mí, no hacía más que saltar a izquierda y derecha, retrocedía y avanzaba, pero con tanta rapidez que pensé que estaba viendo una película a la que le faltaban trozos. Era imposible enfocar la mira telescópica sobre ninguna parte del animal. De modo que disparé desde la cadera. A veinte metros. Primer tiro. Hasta nuestro guía quedó impresionado. Se trataba de uno de esos escoceses que desprecian todo lo que venga de Estados Unidos, pero dijo que yo era un cazador nato. Más tarde me puse a examinar la cuestión: yo disparaba bien debido a mi dislexia. Verás, si me muestras 1-2-3-4, tiendo a leerlo como 1-4-2-3 o 1-3-4-2. Supongo que mi vista es como la de un animal. No leo como un esclavo: sí, jefe, lo obedezco, 1-2-3-4. No, miro lo que está cerca de mí y lo que está lejos y sólo entonces busco el punto medio. Detrás, delante, fuera, dentro. Así es como mira un cazador. Si tienes un poco de dislexia, eso puede significar que eres un cazador nato.

Me dio un golpecito con el codo en el diafragma. Bastó para que me diese cuenta de lo que podía llegar a ocurrir si me golpeaba de verdad.

—¿Cómo está tu pierna? —volvió a preguntar.

—Bien —respondí.

—¿Has probado hacer ejercicios de elevación con una sola pierna?

La última vez que habíamos almorzado juntos, hacía unos dieciocho meses, me había recetado ese tipo de ejercicio.

—Sí, he probado.

—¿Cuántos puedes hacer?

—Uno o dos —mentí.

—Si realmente te esforzases, adelantarías más.

—Sí, señor.

Podía sentir que él empezaba a acumular furia. Se iniciaba despacio, como el agua en una olla antes de entrar en ebullición. Esa vez, no obstante, también sentí el esfuerzo que hacía para refrenar su enojo, lo que me intrigó. No recordaba cuándo me había tratado con tanta cortesía.

—Esta mañana pensaba en tu accidente de esquí —dijo—. Estuviste muy bien ese día.

—Me alegro —dije.

Volvimos a quedarnos en silencio, pero esta vez fue una pausa muy larga. Le gustaba recordar mi accidente. Creo que fue la única ocasión en que se formó una buena opinión de mí.

Un viernes de enero, tenía yo siete años, el chófer de mi madre fue a buscarme al colegio y me llevó a Grand Central Station. Ese día, mi padre y yo íbamos a tomar el tren especial del fin de semana con destino a Pittsfield, Massachusetts, para esquiar en un lugar llamado Bousquet. ¡Cómo hacían juego con la reverberación de mi corazón los ecos de Grand Central! Nunca antes había esquiado y estaba convencido de que moriría en el primer salto.

Naturalmente, no hubo necesidad de que fuese un salto imponente. Me equiparon con un par de esquíes de madera alquilados, y después de una serie de contratiempos con el remonte, intenté seguir a mi padre en su descenso. Mi padre sabía dar una correcta vuelta inclinada, que era todo lo que se necesitaba para provocar vítores y tener ciertos privilegios en el Noreste allá por 1940. (Las personas capaces de hacer una christie paralela eran tan excepcionales como los funámbulos.) Yo, como principiante que era, no sabía dar la vuelta inclinada, y sólo atinaba a moverme a uno y otro lado cuando el descenso se tornaba demasiado vertiginoso. Algunos tumbos eran fáciles, otros te dejaban fuera de combate. Empecé a buscar la caída antes de lo necesario. Pronto oí que mi padre me gritaba algo. En aquellos días, cuando cabalgábamos, nadábamos, navegábamos o, como ese día, esquiábamos, mi padre perdía la paciencia apenas se daba cuenta de que yo carecía de habilidad natural. La habilidad natural significaba estar más cerca de Dios. Quería decir que uno era un bien nacido. En África, los bantúes, como me enteré años después en la CIA, creían que un jefe debía enriquecerse y tener mujeres hermosas. Era la mejor manera de saber si Dios estaba bien dispuesto hacia uno. Mi padre compartía esta creencia. La habilidad natural era concedida a los que la merecían. La falta de habilidad natural evidenciaba algo maloliente en las raíces. Los torpes, los estúpidos y los flojos eran forraje para el diablo. Esta forma de ver las cosas ya no está de moda, pero, yo he meditado acerca de ella toda la vida. A veces me despierto en mitad de la noche preguntándome qué ocurriría si mi padre hubiese estado en lo cierto.

Pronto se cansó de esperar a que me pusiera de pie.

—Trata de seguirme —dijo, y partió, deteniéndose un momento sólo para agregar—: Gira cuando yo lo haga.

Lo perdí de inmediato. íbamos por una pista lateral que bajaba y subía entre los bosques. Como no conocía el paso cruzado, cada vez me quedaba más rezagado. Cuando llegué a una cima y observé que el siguiente descenso era una caída abrupta seguida por una subida igualmente abrupta, y que mi padre no se encontraba a la vista, decidí deslizarme velozmente en línea recta con la esperanza de que la inercia del descenso me llevase luego hacia arriba. De este modo, él no tendría que esperar tanto mientras yo trepaba. Inicié el descenso, esforzándome por mantener los esquíes paralelos, y casi en seguida comencé a bajar más rápido de lo que nunca lo había hecho en mi vida. Me asusté y traté de frenar con los dos esquíes, que se cruzaron, se hundieron en la nieve blanda, y me hicieron dar una vuelta en el aire. En aquellos tiempos los pies iban atados a los esquíes. Me quebré la tibia derecha.

Uno no lo sabe en seguida. Sólo se siente el dolor más terrible que se haya experimentado jamás. En la distancia se oía la voz de mi padre:

—¿Dónde estás?

Era tarde ya y su voz hacía eco entre las colinas. No bajaban otros esquiadores. Empezó a nevar. Me sentí en medio del último rollo de una película sobre Alaska: pronto la nieve cubriría todo rastro de mi persona. En el silencio, los rugidos de mi padre resultaban un consuelo.

Llegó subiendo la cuesta, enojado como sólo puede enojarse un hombre de cuello poderoso, arrugado por el sol.

—¿Quieres ponerte de pie, cobarde desertor? —gritó—. Levántate y esquía.

Le tenía más miedo que a los cinco océanos de dolor que estaba atravesando. Intenté incorporarme. Pero algo no iba bien. En un momento dado, me derrumbé por completo. Era como si me hubiesen amputado la pierna.

—No puedo, señor —dije, y volví a caer.

Entonces se dio cuenta de que podía haber otra causa aparte del carácter. Se quitó la chaqueta, me envolvió en ella, y bajó la colina hasta el puesto de la Cruz Roja.

Más tarde, en el atardecer invernal, después de que la patrulla de esquí me hubiese entablillado de manera provisional y transportado a la base en un trineo, me pusieron en la parte trasera de una furgoneta, me dieron una pequeña dosis de morfina y me llevaron por la carretera cubierta de hielo hasta el hospital de Pittsfield. Fue un viaje infernal. Incluso bajo el efecto de la morfina el dolor era insoportable; sentía como una sierra en el hueso roto cada vez que la furgoneta daba una sacudida (lo que ocurría cada cincuenta metros). Sin embargo, la droga me permitió practicar una especie de juego. Como cada sacudida me hacía estremecer hasta los dientes, el juego consistía en no hacer ningún ruido. Yacía sobre el suelo de la furgoneta con una chaqueta de esquí bajo mi cabeza y otra debajo de los pies. Debía de parecer un epiléptico, ya que mi padre me secaba la espuma de la boca continuamente.

Pero yo no hacía ningún ruido. Después de un tiempo, la magnitud de mi valentía comenzó a hacer mella en él, porque me cogió la mano y concentró toda su atención en ella. Yo sentía como trataba de absorber todo el dolor de mi cuerpo, y su preocupación me ennobleció. Podían cortarme la pierna que no diría nada. Entonces dijo:

—Tu padre, Cal Hubbard, es un imbécil.

Ésa fue la única vez que usó esa palabra con referencia a sí mismo. En nuestra familia, imbécil era el peor de los insultos posibles.

—No, señor —dije.

Tenía miedo de hablar por temor a que empezaran los quejidos, pero sabía que mis siguientes palabras serían las más importantes que pronunciaría jamás. Por unos instantes una sensación de náuseas me impidió hablar —debo de haber estado a punto de desmayarme— pero el camino se mantuvo llano por un rato, y logré recuperar la voz.

—No, señor —dije—. Mi padre, Cal Hubbard, no es un imbécil.

Fue la única vez que vi lágrimas en sus ojos.

—Bien, muchachito tonto —dijo él—; tú no eres el peor chico, ¿sabes?

Si en ese momento la furgoneta se hubiese estrellado, yo habría muerto feliz. Pero dos días después, ya escayolado y de vuelta en Nueva York (mi madre envió al chófer a buscarme con la limusina), empezó un segundo infierno. El chico que ante mi padre estaba dispuesto a pasar por cualquier tormento, difícilmente habría podido ser ese otro de siete años sentado en su apartamento de la Quinta Avenida con una pierna fracturada y envuelta en una funda de escayola que picaba como todos los demonios. El segundo sujeto hervía de lamentaciones.

No me podía mover. Tenían que llevarme alzado. Sentí pánico ante la idea de tener que usar muletas. Estaba seguro de que volvería a caerme y a quebrarme otra vez la pierna. La escayola empezó a despedir mal olor. La segunda semana el médico tuvo que cortar la funda, limpiar la infección y volver a escayolarme. Menciono todo esto porque también interrumpió la relación afectiva con mi padre casi tan pronto como había empezado. Cuando me vino a visitar, después de hacer los arreglos pertinentes para que mi madre no estuviera en casa, tuvo que leer las notas que ella le dejó: «Tú le quebraste la pierna, ahora enséñale a moverse».

Su falta de paciencia exigía de uno ciertas concesiones, pero al cabo de un tiempo logró enseñarme a andar con muletas. Aunque tardó demasiado tiempo y quedó un poco torcida, la pierna finalmente sanó. Estábamos de regreso en la tierra de la desilusión paterna. Además, él tenía otras cosas en que pensar. Estaba felizmente casado con una mujer alta, majestuosamente bella, exactamente de su mismo tamaño, y que le había dado mellizos. Tenían tres años cuando yo tenía siete, y uno podía hacerlos rebotar en el suelo. Sus apodos eran Rudo y Duro. Rudo Hubbard y Duro Hubbard. En realidad se llamaban Roque Baird Hubbard y Toby Bolland Hubbard. La segunda mujer de mi padre se llamaba Mary Bolland Baird. Los muchachos prometían ser rudos y duros, y mi padre los adoraba.

De vez en cuando yo iba a visitar a su nueva esposa. (Se habían casado hacía cuatro años, pero yo seguía pensando en ella como la nueva esposa.) Era un viajecito de unas pocas manzanas hacia el norte a lo largo del esplendor invernal de la Quinta Avenida, es decir, toda una educación en la elegancia del gris. Las casas de apartamentos eran gris liláceo, y en invierno Central Park lucía prados grises y árboles gris topo.

Desde que andaba con muletas ya no me aventuraba fuera de mi casa. Sin embargo, en una de las últimas semanas de convalecencia tuve un buen día: la pierna escayolada no me dolía. Cuando llegó la tarde me sentía inquieto y listo para una aventura. No sólo bajé al vestíbulo del edificio y charlé con el portero sino que, obedeciendo un impulso, salí a dar una vuelta a la manzana. Fue entonces cuando me asaltó la idea de visitar a mi madrastra. No sólo era grande, sino robusta, y a veces lograba hacerme creer que me quería. Le contaría a mi padre que yo había ido a visitarla, y él se pondría contento al saber que manejaba bien las muletas. De modo que decidí hacer la prueba y cubrir la distancia que separaba la calle Setenta y tres de la Setenta y ocho. Apenas puse un pie en la calle y vi que las muletas se hallaban a quince centímetros del bordillo, quedé paralizado. Pero una vez superé este momento empecé a avanzar, balanceándome, y para cuando llegué a su edificio de apartamentos me sentía feliz; hablé por los codos con el ascensorista. Estaba muy satisfecho de cuánto valor demostraba, para ser un niño de siete años.

Una nueva criada acudió a la puerta. Era escandinava y casi no hablaba inglés, pero entendí que la niñera había salido con los mellizos y que «Madame» estaba en su habitación. No sin mostrar cierta confusión, la muchacha me hizo entrar y me senté en un diván. Me aburría el mortecino sol de la tarde que se reflejaba en los pálidos colores de la seda de la sala.

Nunca pensé que mi padre pudiera estar en casa. Mucho más tarde se me ocurrió que para entonces ya había dejado su cargo como agente comercial de Merrill Lynch para presentarse como voluntario en las Reales Fuerzas Aéreas del Canadá. Para celebrarlo se había tomado la tarde libre. Yo creía que Mary Bolland Baird Hubbard estaba sola, leyendo, quizá tan aburrida como yo. De modo que, apoyándome en las muletas, crucé la sala, recorrí el pasillo hasta el dormitorio, haciendo muy poco ruido sobre la alfombra y luego, sin detenerme para escuchar (todo lo que sabía es que no deseaba volver a casa sin haber hablado con alguien, y por cierto me amilanaría si aguardaba ante la puerta) giré el picaporte y, esforzándome por mantener el equilibrio, avancé a saltitos con las muletas. Lo primero que vi fue la espalda desnuda de mi padre, luego la de ella. Ambos eran bastante voluminosos. Rodaban por el piso, los cuerpos pegados en direcciones opuestas, la boca de uno en la cosa del otro, y si digo cosa es porque no recuerdo qué nombre les daba entonces. De alguna manera me formé una idea de lo que estaban haciendo. Emitían sonidos apremiantes, llenos de placer, ese grito inolvidable que está a medio camino entre el alarido y el gimoteo.

Quedé paralizado durante el instante que me llevó comprenderlo todo; luego, traté de huir. Estaban tan absortos que ni siquiera me vieron al primer instante, ni al segundo, ni cuando retrocedí hacia la puerta. En ese momento levantaron la vista. Yo estaba clavado en el vano de la puerta. Me miraron fijamente, los miré fijamente, y me di cuenta de que no sabían cuánto tiempo los había estado observando. Por Dios, ¿cuánto tiempo? «¡Vete de aquí, idiota!», rugió mi padre, y lo peor es que huí tan deprisa que las muletas iban haciendo un ruido pesado sobre la alfombra a medida que saltaba por el pasillo. Creo que fue ese ruido propio de un lisiado el que debe de haber perdurado en los oídos de mi padre. Mary era una mujer agradable, pero demasiado correcta para ser fotografiada por la memoria de nadie en semejante posición, y no digamos si se trataba de la memoria de un hijastro ligeramente extraño. Ninguno de los tres volvió a mencionar el asunto; ninguno de los tres pudo olvidarlo jamás. Recuerdo que en el tiempo que tardé en llegar al apartamento de mi madre generé un dolor de cabeza insoportable, el primero de una serie crónica de migrañas. Las he tenido, de manera irregular, hasta hoy. Justo ahora, aquí, durante el almuerzo, sentí un síntoma en el borde de las sienes, listo para atacar.

No podría decir si estas jaquecas fueron responsables de una fantasía constante de mi niñez, pero sí es verdad que empecé a pasar muchas tardes solo en mi cuarto, después del colegio, haciendo dibujos de una ciudad subterránea. Veo, cuando lo recuerdo, que era un lugar sórdido. Debajo del suelo, en una serie de excavaciones, dibujaba clubes, túneles, salas de juego, todos conectados por pasajes secretos. Había una cafetería, un gimnasio y una piscina. Me reía cuando pensaba que la piscina se llenaría de orines, e instalaba salas de tortura cuyos guardias tenían facciones orientales (sabía dibujar ojos oblicuos). Era una madriguera monstruosa, pero proporcionaba paz a mi mente infantil.

—¿Cómo van tus jaquecas? —me preguntó mi padre en el bar del Veintiuno.

—No peor —contesté.

—¿No han mejorado nada?

—Creo que no.

—Me gustaría saber qué es lo que te preocupa —dijo.

No era una observación sentimental, sino más bien el impulso de un cirujano.

Para cambiar de tema le pregunté por Rudo y Duro. Ambos eran ahora Knickerbocker Grays, y les iba bien, me dijo. Yo era alto para mi edad, casi tan alto como mi padre, pero ellos prometían sobrepasarme. A medida que él hablaba, me di cuenta de que tenía algo más en mente.

Era su inclinación a pasarme indicaciones acerca de su trabajo. Esto representaba un curioso débito para su tarea. En su ocupación se suponía que había de separar la vida laboral de la familiar. Por otra parte, durante el tiempo que había pasado en Europa trabajando para la OSS, había adiestrado sus reflejos para la seguridad. Nadie que él conociera entonces había sido tan cauto. El secreto de hoy eran los titulares de la próxima semana, y no era algo desusado dar una pista de lo que uno estaba haciendo mientras se trataba de seducir a una dama. Después de todo, al día siguiente uno caería en paracaídas en algún lugar desconocido. Si la dama era consciente de esto, bien, podría mostrarse menos fiel a su marido (también en la guerra).

Además, él quería que yo me enterase. Puede que no fuera un padre atento, pero al menos era un padre romántico. Sobre todo, era un hombre de equipo. Estaba en la Compañía, y sus hijos también debían estar preparados; si bien no existían dudas con respecto a Rudo y Duro, de mí no podía estar seguro.

—Hoy estoy furioso —dijo — . Han disparado estúpidamente sobre uno de nuestros agentes en Siria.

—¿Era amigo tuyo?

—Más o menos —respondió.

—Lo siento.

—No, estoy verdaderamente furioso. A ese tipo le ordenaron obtener un pedazo de papel que ni siquiera era necesario.

—Ah.

—Al diablo con todo. Tú de esto no hables con nadie.

—Sí, papá.

—Uno de esos imbéciles del Departamento de Estado decidió ser ambicioso. Está haciendo su tesis de doctorado sobre Siria en Georgetown. De modo que quiso presentar un par de detalles difíciles de conseguir, algo que nadie tiene. Nos hizo el pedido a nosotros. Oficialmente. Del Departamento de Estado. ¿Podíamos conseguir esa información? Bien, no lo sabíamos. Somos totalmente ignorantes. Intentamos satisfacerlo. De modo que se lo encargamos a un agente sirio de primera clase, y ahí tienes: perdimos un agente porque se le ordenó conseguir algo en el momento equivocado.

—¿Qué le pasará al tipo del Departamento de Estado?

—No mucho. Quizá podamos demorar el ascenso de ese idiota si conseguimos hablar con alguien del Departamento, pero es terrible, ¿no crees? Nuestro hombre pierde la vida porque alguien necesita una nota al pie de la página para su tesis de doctorado.

—Ya me parecía que estabas disgustado.

—No —replicó—, no es eso.

Luego cogió su martini, se bajó del taburete, levantó la mano como para llamar un taxi, y en seguida apareció el jefe de camareros para conducirnos hasta nuestra mesa que, como yo sabía, estaba en su lugar preferido, contra la pared posterior. Allí me sentó mi padre, de espaldas al salón. A mi izquierda había dos hombres de pelo blanco y cara rubicunda con aspecto de enfermos de gota, y a la derecha una mujer rubia con un sombrerito negro con una larga pluma negra. Llevaba un vestido negro, perlas y guantes blancos largos. Sentado frente a ella había un hombre de traje a rayas. Menciono estos detalles para mostrar una faceta de mi padre: en el acto de sentarse, saludó a los dos caballeros gotosos con una inclinación de cabeza como si, socialmente hablando, no hubiera razón para no dirigirse la palabra, e ignoró al hombre del traje a rayas, seguramente por el ancho de éstas, mientras le hacía un gesto a la dama rubia para hacerle saber que era la reina de las damas de negro. En esos momentos, había un brillo en los ojos de mi padre que me hacían pensar en la Casbah. Yo suponía que en la Casbah un levantino se aproximaría a uno para enseñarle por un instante lo que tenía en la mano. ¡Un diamante! Eso me recordó a Cal Hubbard revolcándose con Mary Baird sobre la alfombra, lo que me obligó a clavar la mirada en el plato.

—Herrick, no te he visto demasiado últimamente, ¿verdad? —preguntó, abriendo la servilleta y midiendo el salón.

No me agradaba dar la espalda a todo el mundo, pero mi padre me guiñó el ojo, como sugiriendo que tenía sus razones. Según me explicó una vez, poder examinar un sitio estaba relacionado con su ocupación. Creo que debe de haber aprendido la expresión de Dashiell Hammett, con quien solía tomar una copa antes de que empezara a decirse que Hammett era comunista. Consideraba a Hammett muy inteligente, razón por la cual lamentó perder su amistad. Según mi padre, él y Dashiell Hammett se tomaban tres whiskies dobles en una hora.

—Bien, hay una razón por la cual no te he visto últimamente, Rick. —Era el único que me llamaba Rick, y no Harry, los dos diminutivos de Herrick—. He estado viajando muchísimo. —Lo dijo tanto para la rubia como para mí—. Aún no se sabe si seré necesario en Europa o en el Lejano Oriente.

El hombre del traje a rayas empezó su contraofensiva. Debió de haber hecho un comentario acerca de las palabras de mi padre, porque la mujer se echó a reír. Una risa baja, íntima. En respuesta, mi padre se inclinó hacia mí y murmuró:

—Han dado al OPC las operaciones encubiertas.

—¿Qué es encubierto? —pregunté en un susurro.

—El asunto verdadero. Nada de ese contraespionaje en el que tú bebes de mi taza de té y yo de la tuya. Es la guerra. Aunque sin declaración formal.

Levantó la voz lo suficiente para que la mujer oyera las dos últimas frases, luego volvió al susurro, como si la mejor manera de dividir la atención de la mujer fuera insinuarse en ciertos momentos.

—Nuestros estatutos establecen la guerra económica —continuó, ahora en un susurro—, además de grupos de resistencia clandestina. —Y en voz alta—: Ya has visto lo que hicimos en las elecciones italianas.

—Sí, señor.

Le gustaba que dijera «Sí, señor». Lo dije en voz bien alta para que la dama rubia me oyese.

—De no ser por nuestra pequeña operación, los comunistas se habrían apoderado de Italia —declaró—. Le atribuyen todo el mérito al plan Marshall, pero es un error. A pesar del dinero que invirtieron, fuimos nosotros quienes ganamos en Italia.

—¿Ganamos nosotros?

—Puedes estar seguro de ello. Hay que tomar en consideración el ego italiano. Son gente extraña. Medio inteligentes, medio tontos.

Por la manera de reaccionar del hombre del traje a rayas, sospeché que era italiano. Si mi padre lo notó, no dio señales de ello.

—Verás —continuó—, los romanos son civilizados. Mentes rápidas como estiletes. Pero los campesinos siguen siendo tan retrasados como filipinos. En consecuencia, no hay que motivar su autoestima de una manera demasiado grosera. La autoestima significa más para ellos que llenarse la panza. Siempre son pobres, de modo que saben vivir con el hambre, pero no quieren perder su honor. Esos italianos realmente querían hacernos frente. Habrían sentido mayor placer escupiéndonos a la cara que complaciéndonos con su gratitud fingida. Los italianos son así. Si alguna vez el comunismo se apodera de Italia, los italianos rojos enloquecerán a los soviéticos igual que ahora nos enloquecen a nosotros.

Yo podía sentir la ira del italiano sentado a mi lado.

—Papá, si piensas eso —exclamé, intentando preservar la paz— ¿por qué no dejar que los italianos elijan su camino? Son un pueblo antiguo y civilizado.

Mi padre meditó acerca de esto unos instantes. Allen Dulles podría haber dicho que la semana más feliz de la vida de Cal Hubbard fue la que pasó seduciendo a secretarias, pero yo creo que nada puede haberse igualado al año que pasó con los partisanos. Si en 1948 Italia se hubiera vuelto comunista, mi padre probablemente se habría dedicado a formar un movimiento clandestino anticomunista. En escondrijos tan recónditos de su cerebro a los que ni siquiera accedía en sueños, creo que le habría complacido un triunfo comunista en Estados Unidos. Entonces, ¡qué servicio clandestino estadounidense habría ayudado a formar! La idea de estadounidenses dinámicos librando una guerra subterránea en el país contra un enemigo opresor habría sido un tónico para conservarlo joven para siempre.

De modo que mi padre pudo haber estado a punto de decir: «Seguro», pero no lo hizo. En cambio, contestó, debidamente:

—Por supuesto que no podemos permitir que ganen los rusos. ¿Quién sabe? Esos gallináceos podrían llevarse bien con los rusos.

Aquí tuvimos una interrupción. De repente, el hombre del traje a rayas pidió la cuenta, y mi padre interrumpió nuestra conversación para poder apreciar mejor los encantos de la rubia.

—¿No fuimos presentados en Forest Hills este otoño? —le preguntó.

—No lo creo —respondió ella con voz contenida.

—Dígame su nombre, por favor —le pidió mi padre—, y seguramente recordaré dónde fue.

—Piense en ninguna parte —dijo el hombre del traje a rayas.

—¿Está intentando pasarse de listo? —le preguntó mi padre.

—He oído que ciertas personas —dijo el hombre— pierden la nariz por fisgonear.

—¡Al! —exclamó la dama rubia.

Al se había puesto de pie, y estaba dejando el dinero sobre la mesa. Depositaba cada billete como quien reparte las cartas, sinceramente disgustado porque uno de los jugadores ha pedido un nuevo mazo.

—He oído que ciertas personas —repitió Al, y ahora miró de reojo a mi padre— al intentar cruzar la calle se quiebran una pierna.

En los ojos de mi padre apareció el diamante de la Casbah. Él también se puso de pie. Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos.

—No te hagas el duro conmigo, tío —dijo mi padre con una voz ronca pero alegre.

Fue este tono de alegría el que triunfó. Al pensó en responder, pero cambió de opinión. Su mandíbula no se movió. Dobló la servilleta como si levantara el campamento, buscó la oportunidad para decir algo ingenioso y cortante, y ofreció su brazo a la dama rubia. Se fueron. Mi padre sonrió. No podría tenerla, pero algo había ganado.

Y comenzó a hablar sin parar. Cualquier victoria sobre un desconocido equivalía a un triunfo sobre hordas rivales. Todo se reducía a la enemistad con los rusos.

—Hay seis millones de soldados del Ejército Rojo —dijo—, y sólo un millón de los nuestros. Incluyendo la OTAN. En un par de meses los rusos podrían apoderarse de toda Europa. Eso es así desde hace tres años.

—¿Por qué no lo han hecho, entonces? —pregunté — . Papá, he leído que veinte millones de rusos murieron en la guerra. ¿Por qué querrían empezar otra ahora?

Terminó su copa.

—Maldito sea si lo sé. —Cuando el camarero le sirvió otra copa, mi padre se inclinó hacia mí—. Te diré por qué. El comunismo es una picazón. ¿Qué significa tener una picazón? Que estás fuera de forma. Las pequeñas cosas adquieren grandes proporciones. Eso es el comunismo. Hace un siglo todo el mundo tenía su lugar. Si uno era pobre, Dios lo consideraba así, como un hombre pobre. Tenía compasión. Un rico debía pasar pruebas más severas. Como resultado, había paz entre las clases. Pero el materialismo se abalanzó sobre nosotros. El materialismo propagó la idea de que el mundo es sólo una maquinaria. Si eso es verdad, entonces cada individuo tiene derecho a mejorar la posición que ocupa en esa maquinaria. Ésa es la lógica del ateísmo. De modo que se dice cualquier cosa, y nada es verdad. Todo el mundo está demasiado tenso, y Dios es una abstracción. Nadie puede disfrutar de su propio país, de manera que se empieza a codiciar el ajeno.

Tomó un trago largo y pensativo. Mi padre siempre podía hacer que un clisé cobrara vida. Muchas veces he oído acerca de personas que cuando beben mucho alcohol se vuelven pensativas, pero mi padre bebía como un irlandés. Daba por sentado que con el fuego de la bebida entraban en él verdaderos espíritus. Inhalaba la animación que lo rodeaba, y sabía exhalar su propio entusiasmo. Nunca hay que malgastar la emoción.

—Rick, hay algo que debes tener muy claro. Se está librando una guerra. Estos comunistas son insaciables. Durante la guerra los tratamos como amigos, y nunca se repondrán de eso. Cuando seas mayor, puedes tener la mala suerte de entablar una relación con una mujer fea que disfrutará de lo que le ofrezcas pero que nunca ha compartido nada con otro hombre. Es demasiado fea. Amigo mío, te verás en dificultades. Verás que es insaciable. Le has hecho probar el fruto prohibido. Así son los rusos. Han conocido Europa oriental, y ahora la quieren toda.

Hizo una pausa y continuó:

—No, no es una buena analogía. Es mucho peor que eso. Estamos en una lucha final y definitiva con los rusos, y eso significa que debemos usarlo todo. No sólo el fregadero, sino también los bichos que salen del fregadero.

Se interrumpió a causa de los dos caballeros de pelo blanco sentados a su derecha. Se estaban levantando para marcharse.

—No pude evitar oír lo que le estaba diciendo a su hijo —dijo uno—, y debo decirle que estoy totalmente de acuerdo con usted. Esos rusos quieren cascarnos la nuez y comerse lo de dentro. No debemos permitírselo.

—No, señor —contestó mi padre—; no se comerán nada, se lo aseguro.

Y con estas palabras se puso de pie. Nos unía el ánimo espléndido que caracteriza un acuerdo en común. En el ambiente del Veintiuno reinaban el honor, la aventura y la opulencia que otorgan unos ingresos suficientes. Hasta yo podía prosperar allí. Volvimos a sentarnos.

—Guárdate esto estrictamente para ti —dijo mi padre—. Voy a confiarte un gran secreto. Hitler solía decir: «El bolchevismo es un veneno». No hay que rechazar de plano esa idea sólo porque la haya expresado Adolfo. Hitler era tan espantoso que arruinó para todos nosotros el ataque contra el bolchevismo. Pero la idea fundamental es correcta. El bolchevismo es veneno. Hemos llegado al punto —bajó la voz hasta el murmullo más bajo usado durante el almuerzo— de tener que emplear a unos cuantos de esos viejos nazis para luchar contra los rojos.

—Oh, no —dije yo.

—Oh, sí —dijo él—. Ni siquiera tenemos opción. El OSO no es muy competente. Se suponía que debíamos poner agentes en todos los países tras el Telón de Acero, y ni siquiera pusimos migajas para los pájaros. Cada vez que construíamos una red, descubríamos que los rusos ya tenían una. El gran Oso Ruso mueve sus ejércitos por cualquier parte detrás del Telón de Acero, y nosotros ni siquiera tenemos un sistema efectivo de alarma. Si hace dos años los rusos hubieran querido marchar sobre Europa, habrían podido hacerlo. Nos habríamos levantado por la mañana para oír sus tanques en las calles. Por espantoso que te parezca, la Inteligencia no es fiable. ¿Te gustaría vivir con una venda en los ojos?

—Supongo que no.

—Llegamos al extremo de tener que utilizar a un general nazi. Lo llamo General Microfilme. No puedo revelar su nombre. Era uno de los principales de la Inteligencia alemana en el frente ruso. Se ocupaba de recuperar a los rusos más prominentes capturados por los alemanes y volverlos a infiltrar detrás de las líneas rusas. Por un tiempo lograron carcomer el Ejército Rojo; incluso hicieron entrar a algunos de sus muchachos en el Kremlin. Justo cuando estaba por terminar la guerra, este general, antes de destruir sus archivos, enterró cinco cajas de metal en algún lugar de Baviera. Contenían las copias microfilmadas de sus archivos. Un producto voluminoso. Lo necesitábamos. Ahora tenemos tratos con él. Ha construido nuevas redes a través de toda Alemania Oriental, y no hay mucho de los planes que tienen los rusos para Europa del Este que los comunistas alemanes no informen a los agentes de Alemania Occidental. Este general puede ser un ex nazi, pero, nos guste o no, es valioso. De eso me ocupo yo. Se trabaja con lo casi peor para vencer lo peor. ¿Te das cuenta?

—Quizá.

—Quizá tú seas demasiado liberal, Herrick. Los liberales se niegan a mirar al animal en su totalidad. Dennos las partes más sabrosas, dicen. Creo que Dios necesita unos cuantos soldados.

—Bien, pues creo que yo podría ser un buen soldado.

—Así lo espero. Cuando te rompiste la pierna fuiste un excelente soldado.

—¿Lo crees así?

Este solo momento hizo que el almuerzo fuera maravilloso para mí. De modo que quería que lo repitiese.

—No hay duda de ello. Un gran soldado. —Hizo una pausa. Jugó con su copa. Con la mano libre hizo un movimiento de vaivén sobre la mesa, del pulgar al meñique—. Rick —anunció—, tendrás que ser valiente de nuevo.

Era como aterrizar después de un largo vuelo. A cada instante mi foco se movía más cerca del de mi padre.

—¿Se trata de algo médico? —pregunté. Luego me respondí a mí mismo—: Es por las pruebas que me han hecho.

—Déjame hablarte primero de lo positivo. —Asintió—. Es operable. Hay un ochenta por ciento de probabilidades de que sea benigno. De modo que cuando lo extirpen, sacarán todo.

—¿Un tumor benigno?

—Como has oído, están seguros en un ochenta por ciento. Una estimación conservadora. Yo diría un noventa y cinco por ciento.

—¿Por qué lo crees?

—Puedes tener fuertes dolores de cabeza, pero los poderes existentes no están listos para sacarte de escena. No tiene sentido.

—Quizá nada de esto tenga sentido —dije yo.

—No lo creas. Preferiría que te desplomaras aquí, en público, en mi restaurante favorito, que verte descender a ese nihilismo inmaduro. No, considéralo de esta manera. Supón que el Diablo cometió un error y descargó su envidia sobre ti —otra vez mi padre empezó a susurrar como si el nombrar a Satanás en voz alta pudiese convocarlo—, en ese caso, vamos a echarlo de inmediato. A extirparlo. Rick, tus jaquecas desaparecerán.

—Eso está bien —dije.

Estaba a punto de llorar. No debido a la operación. No me había percatado de que hubiera una operación tan próxima, aunque formaba parte de mi horizonte de expectativas. Hacía tres meses que me estaban sometiendo a pruebas. No, estaba listo para llorar porque ahora sabía por qué mi padre me había invitado a almorzar y me había confesado sus secretos profesionales.

—Convencí a tu madre —dijo—. Es una mujer muy difícil, pero tuvo que reconocer que he conseguido uno de los mejores neurocirujanos del país. Debo decirte, confidencialmente, que también trabaja para nosotros. Lo hemos convencido para que nos ayude con unas técnicas de lavado de cerebro que estamos experimentando. Necesitamos mantenernos a la par de los rusos.

—Supongo que conmigo aprenderá un poco más acerca del lavado del cerebro.

Mi padre esbozó una sonrisa.

—Él te dará todas las oportunidades para que llegues a ser el hombre que deseas ser.

—Sí —asentí. Tenía una sensación horrenda, que no podía explicar. Sabía que el tumor era lo peor de mí. Todo lo podrido estaba concentrado en él. Sin embargo, siempre había supuesto que tarde o temprano desaparecería solo—. ¿Qué ocurre si no se opera? Puedo seguir viviendo con mis jaquecas.

—Existe la posibilidad de que sea maligno.

—¿Quieres decir que cuando me abran la cabeza pueden descubrir un cáncer?

—Una posibilidad entre cinco.

—Tú dijiste noventa y cinco por ciento. ¿No es eso una posibilidad entre veinte?

—Muy bien. Una entre veinte.

—Papá, eso es veinte a uno. Diecinueve a uno, en realidad.

—Me refiero a otra clase de probabilidades. Si las jaquecas te debilitan durante tus años de desarrollo, terminarás siendo un hombre a medias.

Ya me imaginaba el resto. «Debes ponerte en forma», me diría después.

—¿Qué piensan los médicos? —pregunté por fin.

Era evidente que me acababa de dar por vencido.

—Dicen que hay que operar.

Años después, un cirujano me dijo que la operación debía de haber sido electiva, no obligatoria. Mi padre mintió. Su lógica era simple. Él no me manipularía a mí ni a ningún otro miembro de la familia que sostuviera algo contrario a sus propios sentimientos a menos que estuviese implicada otra persona; si se consultaba a una tercera parte, entonces se había recurrido a una autoridad. Como yo había preguntado qué opinaban los médicos, mi padre se había erigido en autoridad final.

Sacó la cartera para pagar la cuenta. A diferencia de Al, mi padre no hacía chasquear el dinero. Lo depositaba sobre el platillo como si fuese un emplasto.

—Cuando esto haya terminado —dijo—, te presentaré a un querido amigo a quien le he pedido que sea tu padrino. No es una costumbre tener un nuevo padrino a los quince años, pero el que te dimos al nacer era un amigo de tu madre, y ha desaparecido. El tipo que traeré es muy superior. Te gustará. Se llama Hugh Montague, y es uno de los nuestros. Hugh Tremont Montague. Hizo proezas para la OSS cuando trabajábamos juntos con los británicos. Durante la guerra trabajó con J. C. Masterman, un nombre que puedo decirte. Profesor de Oxford. Uno de sus grandes espías. Hugh te informará acerca de todo eso. Los ingleses son verdaderos ases en este tipo de trabajo. En 1940 capturaron a varios de los primeros espías alemanes enviados a Inglaterra y lograron darles la vuelta. Como resultado, la mayoría de los espías alemanes posteriores fueron detenidos al llegar. Durante el resto de la guerra, el ABWEHR recibió la peor contrainformación por boca de sus propios agentes en Inglaterra. ¡No te imaginas lo mucho que los británicos querían a sus agentes alemanes! Tan leales con ellos como con sus propios perros de caza. —Mi padre se echó a reír con ganas — . Debes convencer a Hugh para que te diga los nombres en código que nuestros amigos británicos le pusieron a los alemanes. Nombres perfectos para perros, como APIO, NIEVE, GARBO, ZANAHORIA, TELARAÑA, SALMONETE, LÁPIZ LABIAL, NEPTUNO, PEPPERMINT, PIOJOSO, VAGABUNDO, TÍTERE, CANASTA, BIZCOCHO, BRUTUS. ¿No retrata eso a los ingleses?

Durante años me quedaba dormido rodeado por hombres y mujeres que sostenían placas de bronce con nombres en mayúsculas: BRUTUS, TELARAÑA, TESORO, ARCO IRIS. A medida que me preparaba, al final de mi almuerzo en el Veintiuno, a perder para siempre una parte del cerebro, los nombres de viejos espías, nombres en código de perros de caza, empezaban a ocupar, uno por uno, la cavidad que los aguardaba.

El fantasma de Harlot
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