Omega-12

Al mirar el largo y leve hueco que su cuerpo había dejado en la colcha, supe adonde había ido. Una vez Kittredge me asustó al confesarme que, en ocasiones, visitaba la Cripta.

—Aborrezco ese lugar —le dije.

—Yo no. Cuando estoy sola en la casa y empiezo a preguntarme si no hay manera de sentirme más sola aún, voy allí.

—Dime por qué.

—Solía tener mucho miedo a lo que hay en esta casa. Pero ya no. Cuando bajo a la Cripta siento como si accediera al centro de mi soledad; como si, después de todo, hubiese un pedacito de tierra en medio de un océano interminable. Luego, cuando subo, el resto de la casa me parece menos despoblada.

—¿No hay nada que te moleste allá abajo?

—Bien, supongo que si me lo permitiera a mí misma —dijo Kittredge— podría oír a Augustus Farr arrastrando sus cadenas, pero no, Harry, no siento que haya venganza en ese lugar.

—En realidad eres una muchacha encantadora —dije.

Ahora me vi obligado a recordar cuan cerca de llevarla a la Cripta había estado aquella noche. Eso me dio una visión repentina de mí mismo, como una de esas extrañas imágenes que el espejo nos devuelve cuando no somos leales con nosotros mismos y formulamos juicios crueles y apresurados sobre lo que acaba de aparecer en él, para darnos cuenta al instante siguiente de que en realidad estamos condenando a nuestro propio rostro. Borracho, desdichado, vacío como una calabaza, pude oír los silencios donde se reúnen jueces invisibles.

El grito de un animal atravesó la noche. No se trataba de un sonido común. Me fue imposible distinguir la distancia ni la dirección de donde provenía, pero era un aullido que llegó a mis oídos como si se tratase del quejido solitario de un lobo. Hay pocos lobos en estas regiones. El aullido se repitió. Ahora estaba tan lleno de sufrimiento y horror como el de un oso herido. No hay osos cerca. Mi conmoción debió de aumentar la intensidad del grito.

Hace veintiún años, en el bosquecillo cercano a la casa de Gilley Butler, tendido sobre el camino de tierra que lleva de la carretera a la costa, encontraron el cadáver parcialmente devorado de un vagabundo. Me dijeron que yacía allí con la expresión de miedo más terrible que se pueda imaginar en lo que le quedaba de boca. El aullido del animal que acababa de oír, ¿sería igual al silencio mutilado del vagabundo? ¿Quién podría saberlo? Hace veintiún años era el comienzo de la primavera de 1962, momento en que muchos de nosotros intentábamos procurarnos un avión para rociar de veneno las plantaciones de caña de azúcar de Cuba. ¿Habrá habido algún año de mi vida de trabajo que no me haya ofrecido un aullido sofocado?

De pie en medio de nuestro dormitorio vacío, mis pensamientos chocaron de frente con Damon Butler, el antepasado de Gilley Butler. Damon Butler, primer oficial de Augustus Farr, muerto hacía dos siglos y medio. De pronto recibí la visita de esa impía sorpresa, pero no como fantasma o voz, sino como una imagen en lo profundo de mi mente. Por un instante me sentí ocupado por otra presencia: vi lo que él había visto.

Permanecí en medio del dormitorio e hice esfuerzos prodigiosos —sí, los llamo así aunque no me haya movido—, por no ver nada en absoluto, en un intento vehemente por determinar que lo que veía en mi imaginación no era un don ni una invasión, sino el simple resultado tardío de una tarde que había pasado hacía diez años en la biblioteca de Bar Harbour leyendo el cuaderno de bitácora de Damon Butler, documento respetado entre los tesoros de la biblioteca local. Traté de convencerme de que la visión que ahora tenía ante mí había sido provocada por los papeles del primer oficial: conocimientos de embarque, cargamentos negociados, balandras en venta. La ejecución del comodoro francés que presenciaba no era más que la sangrienta esencia del cuaderno de Butler, sólo que no había permitido que viniera a mis pensamientos sino hasta ese momento. ¡Qué formidable encarcelamiento de la memoria! Todo volvió, como un golpe en la puerta antes de que la puerta se abra.

Una vez que sus hombres fueron masacrados y su barco echado a pique, el comodoro francés fue desprovisto de su uniforme. Desnudo, con los brazos atados, la víctima escupió en la cara de su captor. En respuesta, Farr levantó el alfanje. La hoja estaba muy afilada.

La cabeza del comodoro cayó igual que una col y, con el mismo sonido apagado que hubiese producido ésta, rodó sobre la cubierta: tal es la descripción de Damon. Otros miembros de la tripulación juraron que el cadáver, manando sangre por el cuello, y con los brazos atados, hizo un esfuerzo postrero por arrodillarse hasta que Farr, frenético, dio un puntapié a la cabeza. El cuerpo yacía sobre cubierta; los pies se sacudían. Pero la cabeza, de costado, seguía moviendo la boca. Todos dijeron que la boca se movía. Damon Butler agregó que él pudo oír lo que salió de aquellos labios ensangrentados. Le dijo a Farr: «Si tu non veneris ad me, ego veniam ad te».

Aquella noche, hace años ya, cuando en mi sueño seguí a lo que fuese, cosa o persona, hasta la Cripta, no pensé en las palabras que salieron de la cabeza decapitada. Ahora sí. El latín estaba claro: «Si tú no vienes a mí, yo iré a ti». ¡Una maldición personal!

Para que no me oyera Rosen, bajé por la escalera de atrás. En el sótano vi que una de las ventanas tenía un vidrio roto. El aire de la noche entraba por el agujero, trayendo un olor que no era típico de la isla. Si la nariz es un eslabón del recuerdo, entonces yo estaba oliendo las aguas contaminadas del Potomac. En el aire de Maine, los sofocantes pantanos del viejo Georgetown tenían un olor penetrante. Pensé en Polly Galen Smith y su agresor; me estremecí. Había rozado una telaraña al pasar y llevaba en el pelo parte de ella, pegajosa e íntima al tacto. Ahora estaba menos seguro del olor que llegaba hasta mí. ¿Serían los efluvios de las marismas de la bahía de Chesapeake y el canal del Ohio? Los gritos de una fiesta viajan a la perfección a través de la niebla y pueden llegar al porche de un desconocido a una legua de distancia. Me pregunté si el pantano de la bahía que fuera testigo de la muerte de un hombre que podía, o no, ser Harlot, estaría enviándome su pestilencia a cientos de kilómetros de distancia. ¡A qué lugar maloliente había sido arrastrado el cuerpo! El olor húmedo y malsano que me llegaba desde el fondo de la Custodia debe de haber sido el primer heraldo de tal espanto. Los escalones de madera de la Cripta estaban podridos y flojos. Hacía tanto tiempo que no visitaba aquel lugar, que había olvidado cómo se quejaban al pisarlos. Era lo mismo que entrar en una sala de mutilados de guerra. Cada escalón tenía su propio lamento insondable.

No había luces en la Cripta. Como he dicho, las bombillas se habían quemado hacía mucho. Sólo la puerta abierta proyectaba un haz de luz. Precedido por mi sombra, bajé trabajosamente. Sentía que mis piernas se esforzaban por abrirse paso a través de empalizadas de opresión para llegar al cubículo donde Kittredge dormía. Fue sólo al alcanzar la oscuridad casi absoluta del cuarto interior (la luz quedaba muy atenuada por el ángulo a la derecha que trazaba la escalera) cuando me atreví a reconocer que hacía años que no me aventuraba hasta allí. Las literas me parecieron podridas al tocarlas.

Sobre un colchón de espuma de goma que no se había pulverizado tanto como los otros, yacía Kittredge. Casi no había luz en la Cripta, pero por el reflejo su piel pálida estaba blanca. Pude ver que tenía los ojos abiertos. Al acercarme volvió un poco la cabeza, como si quisiera indicarme que se había dado cuenta de mi presencia. Al principio ninguno de los dos habló. Nuevamente pensé en aquel momento, años atrás, cuando vi la luna llena sobre el horizonte en el espacio entre dos colinas negras, y la superficie del oscuro estanque en que flotaba mi canoa pareció animarse con una luz pagana.

—Harry —dijo ella—, hay algo que debes saber.

—Supongo que sí —asentí suavemente.

Antes de oír sus palabras, el eco de lo que diría ya retumbaba en mi cabeza. Experimenté esa punzada que se siente tan pocas veces, aunque de manera precisa, en el matrimonio: la alarma que se anticipa al próximo paso irremediable. No quería que siguiese hablando.

—Te he sido infiel —dijo.

En cada muerte hay una celebración; en cada éxtasis, una pequeña muerte. Era como si las dos mitades de mi alma hubiesen intercambiado sus lugares. El peso de mi culpa por cada momento pasado con Chloe se alivió al instante, y como un torrente surgió el dolor por el nuevo espacio que se abría entre Kittredge y yo. Aquí estaba el huracán que había estado aguardando en el Trópico del Cerebro. El primer golpe sobre mi cabeza cayó con el largo, lóbrego estrépito de las olas contra el viejo casco de madera de un barco.

—¿Con quién? —pregunté—. ¿Con quién me fuiste infiel?

El observador real dentro de mí, intocado por huracán, terremoto, incendio o tormenta en el mar, tuvo tiempo para reparar en la corrección de mi gramática; ¡qué tipo más peculiar era yo!

—Hubo una tarde con Harlot —dijo—, pero no fue precisamente una relación sexual, aunque fue... horrible. —Se detuvo—. Harry, hay alguien más.

—¿Se trata de Dix Butler? —pregunté.

—Sí —respondió—, Dix Butler. Me temo que estoy enamorada de él. Aborrezco que sea así, Harry, que pueda estar enamorada de ese hombre.

—No —dije—, no digas eso. No debes decirlo.

—Es un sentimiento tan distinto...

—Es un hombre valiente, pero no es bueno —dije.

Mi voz surgía como un veredicto desde el centro mismo de mi ser. No, no era un hombre bueno.

—No importa —replicó — . Yo tampoco soy buena. Como tampoco tú eres un hombre bueno. No es lo que somos, sino lo que inspiramos, me parece. ¿Sabes?, me gusta creer que Dios está presente cuando hacemos el amor. Así era con Gobby, y así es contigo; como si Dios estuviera sobre nosotros con su aspecto de Jehová, juzgándonos severamente. Con Dix Butler, no puedo explicar por qué, me siento muy cerca de Cristo. Dix está absolutamente lejos de cualquier tipo de compasión, pero cuando estoy con él Cristo elige acercarse a mí. No he sentido tanta ternura desde que murió Christopher. Verás, ya no me importa nada de mí. —Me tomó la mano—. Ése fue siempre mi calabozo: Vivir enteramente dentro de mí. Ahora pienso en lo hermoso que sería si pudiese darle a Dix alguna idea de la compasión que siento. De modo que, como ves, no me afecta si tú o cualquier otro piensa que Dix es una persona digna o no.

De pie ante ella sentí que una imagen horrenda se acercaba. Era una lívida visión de mí mismo en el coche. Había chocado contra un árbol; mi cara me miraba desde la nuca del hombre que se había estrellado. ¿Sería una ilusión que hubiese salido ileso de ese interminable patinazo?

Entonces toqué fondo. Me sumergí en mi verdadero terror. ¿Habría explotado la realidad fantasmagórica de la Cripta con la fuerza de una infección que derriba las paredes de un órgano para extenderse por todo el cuerpo?

—No —dije—, no pienso perderte. —Como si estuviera en un trance en el que uno trepa más y más alto por las jarcias de su propia alma para finalmente atreverse a dar el salto, pregunté — : Dix viene hacia aquí, ¿verdad?

—Sí —respondió—, llegará muy pronto, y tú debes irte. No puedo permitir que estés aquí. —Aun en la penumbra pude percibir sus lágrimas. Lloraba en silencio—. Sería tan terrible como aquel día en que tú y yo le dijimos a Harlot que debía concederme el divorcio.

—No —repetí—. He tenido miedo de Dix Butler desde el día en que lo conocí, y por eso me siento obligado a quedarme. Quiero enfrentarme a él. Por mí mismo.

—No —dijo ella. Se sentó—. Todo ha salido mal, todo es confusión, y Hugh está muerto. Es inútil que te quedes. Pero si te vas, si no estás presente, entonces Dix se ocupará de mí. Creo que podrá hacerlo. Harry, si te quedas sería un verdadero desastre, te lo aseguro.

Ya no estaba seguro de si hablaba de amor o de peligro, pero en seguida respondió a mi pregunta.

—Harry —dijo—, será horrible. Sé lo que has estado haciendo para Hugh. Yo misma le hice algunos trabajos.

—¿Y Dix?

—Dix sabe lo suficiente para mantener en su lugar a mucha gente. Es por eso que debes marcharte. De lo contrario, me arrastrarás contigo. Ambos seremos destruidos.

La abracé, la besé con esa mezcla de amor y desesperación que es la única fuerza que puede encender la fría máquina del matrimonio cuando se ha perdido la pasión.

—Está bien —dije—. Si piensas que es preciso, me iré. Pero debes venir conmigo. Sé que no amas a Dix. No es más que una aventura.

Fue entonces cuando ella me rompió el corazón.

—No —dijo — . Quiero estar a solas con él.

Hemos llegado al último momento de aquella noche que estoy en condiciones de narrar como testigo. Tengo el recuerdo de haber recogido mi pesado manuscrito de El juego y de haber salido por la puerta de la despensa para dar un paseo silencioso por Long Doane. Pasé cerca de uno de los guardias, y recuerdo que volví a poner el bote en el canal. La marea estaba baja y crucé sin dificultad hasta la propiedad de un vecino a unos cuatrocientos metros de donde había aparcado el coche. Recuerdo haber conducido hasta Portland y a la mañana siguiente haber sacado, por sugerencia de Kittredge, todo el dinero de la cuenta bancaria, como si ahora que se desmoronaba nuestro matrimonio existiese todavía el cordón umbilical de la propiedad. «Harry —me había dicho finalmente—, saca el dinero de la cuenta de Portland. Hay más de veinte mil dólares. Los necesitarás. Yo tengo la otra cuenta.» De modo que me llevé lo que había allí, y volé a Nueva York. Llegado a este punto, me resulta difícil seguir con esta especie de resumen, sólo diré que un día y medio después supe (con la desesperación que lo embarga a uno cuando se entera por los medios de comunicación de una mala noticia que le atañe personalmente) que nuestra Custodia se había incendiado al amanecer y entre sus restos había sido encontrado el cadáver de Reed Arnold Rosen. Ni una palabra acerca de Kittredge, ni de Dix o los guardias.

La noche es ahora para mí una oscuridad igual al vacío que se cierne sobre una sala de cine cuando la película es mordida por un diente del engranaje del proyector, y se rompe, de modo que la última imagen muere con un quejido a medida que el sonido se va extinguiendo. Se eleva en mi memoria un muro tan negro como nuestra incapacidad para saber dónde nos conducirá la muerte. Veo la Custodia en llamas.

Durante los meses siguientes en Nueva York me obligué a mí mismo a hacer un relato de mi última noche en la Custodia. Como supondrán, me resultó muy difícil, y hubo días y noches en que no pude escribir ni una palabra. Creo que me aferré a la cordura mediante una excursión a la locura. Encontré que continuamente regresaba al momento en que el coche patinaba y el tiempo parecía dividirse tan nítidamente como un mazo de naipes cuando se lo corta en dos. Empecé a tener la certeza de que si regresaba a esa curva en horquilla donde el volante se me escapó de las manos, entonces no vería una carretera vacía, sino un coche hecho pedazos contra un árbol y, detrás del parabrisas, mi persona destrozada. Vi tan claramente esta presencia mutilada, que quedé convencido. Yo había pasado al otro lado. La idea de que aún vivía era una ilusión. El resto de aquella noche había tenido lugar en un teatro no mayor que la pequeña parte de la mente que sobrevive como una guía por los primeros caminos que los muertos eligen. Todo recuerdo de mí mismo conduciendo un coche, con los faros haciendo corcovetas, como si se tratara de las luminosas patas delanteras de un gran corcel, no era más que el desovillarse de mis expectativas. Estaba en la primera hora de mi muerte, sencillamente. Era parte del equilibrio y la bendición de la muerte el que todos los pensamientos incompletos existentes en nuestra mente en el momento de la extinción repentina continuaran desenrollándose. El que al regresar a Doane me hubiese sentido ligeramente irreal, podía ser la única pista de que me hallaba transitando los senderos de la muerte. Al comienzo, esos senderos podrían divergir apenas de lo que uno conocía. Si la noche había concluido con la desaparición de mi mujer, ¿habría sido realmente mi propio fin el que estaba lamentando? ¿Estaría Kittredge esperando aún que regresase yo a la Custodia esa noche de tormenta? Fue así como pude conservar la cordura a lo largo de todo aquel año en Nueva York. Un hombre muerto tiene menos razones para enloquecer.

El hecho de que no hiciera nada con respecto al peculiar estado de mi pasaporte es una muestra de la vida clandestina que me vi obligado a llevar aquel año. Cualquier intento por remplazaría estaba completamente fuera de cuestión. Con una expresión de incredulidad en el rostro, el guardia soviético en la cabina de vidrio sostenía en alto el pasaporte, que tenía todo el aspecto de una galleta. ¿Me proponía yo entrar en la URSS a través del Aeropuerto Internacional Sheremetyevo de Moscú, con un documento que había estado sumergido en el agua? Mucho peor. El aún no sabía que el nombre William Holding Libby remitía a una vida que no podría ser sostenida bajo un interrogatorio en toda la regla.

—Pasaporte —dijo el tipo en la cabina de vidrio—. ¡Este pasaporte...! ¿Por qué?

Era evidente que su inglés le iba a servir tanto como mi ruso.

—Río —intenté decir en su idioma, tratando de sugerir que me había caído en un río con el pasaporte encima.

No pensaba reconocer que había metido el documento en una máquina de secar ropa. «Río», creí que decía, pero luego, al estudiar un libro de frases para turistas, descubrí que había usado las palabras que designan brazo, costilla y pez (respectivamente ruka, rebro y ryba). Indudablemente le estaba diciendo que me había metido el pasaporte en la costilla y que un pez me había comido un brazo. Dios sabe si eso era suficiente para dejar atónito a mi soviético. Como un buen perro tozudo, seguía diciendo:

—Pasaporte, no sirve. ¿Por qué?

Después de lo cual se erguía cuan alto era y me miraba. Evidentemente, había sido adiestrado para hacer eso. Yo sudaba tan profusamente como si fuera inocente, cosa que, en cierto modo, era verdad. ¿Cómo, me preguntaba todo el tiempo, no había anticipado que aquella galleta hinchada que era mi pasaporte causaría consternación al ser examinado?

—No sirve —repitió—. Caducado.

Yo podía sentir la fila de pasajeros que esperaban detrás de mí.

—No. No ha caducado. Por favor —dije—, ¡pozhaluysta!

Y extendí la mano. Me entregó el pasaporte con evidente desconfianza y cuidadosamente volví las páginas arrugadas y pálidas. ¡Bien! Acababa de encontrar la página que correspondía. Mi pasaporte no había caducado. Le indiqué la fecha y se lo devolví.

El guardia soviético podría haber pasado por un campesino de Minnesota. Tenía ojos azules, pómulos altos y pelo rubio cortado a rape. No creo que tuviera veintiún años. Me señaló con el dedo:

—Usted, esperar —dijo, y se alejó para volver de inmediato con un oficial de unos veintiocho años, pelo oscuro, bigote, el mismo uniforme militar verde pálido de cuello cerrado y trencillas.

—¿Por qué? —dijo el nuevo, señalando mi pasaporte como si se tratara de un objeto totalmente execrable.

Encontré las palabras que significan hielo y agua. Acudieron a mi mente como un pas de deux.

—Lyod —dije—, bolshoy lyod. Mucho hielo. —Extendí las manos como si estuviera alisando un mantel. Luego al plano horizontal trazado en el aire le asesté un buen golpe de kárate. Hice un sonido para indicar que algo se quebraba, con la esperanza de que sonara como el hielo de un estanque que se resquebraja, y extendí la mano hacia abajo, en dirección de mis pies—. Voda. Bolshaya voda. Mucha agua, ¿entiende?

Agité las manos, dando brazadas desesperadas. Un nadador congelado.

—Ochen kolodno —dijo el primer guardia.

—Ochen kolodno. Bien. Hielo frío, muy frío.

Asintieron. Estudiaron el pasaporte, le dieron la vuelta, miraron mi visado, que estaba limpio y tenía los sellos necesarios. Repitieron con dificultad mi nombre en voz alta.

—¿Veelyam Haul-ding Leeboo?

Lo que en realidad quería decir William Holding Libby.

—Sí —dije—. Así es.

Estudiaron una lista de nombres. Libby no estaba en ella. Se miraron fijamente entre sí. Suspiraron. No eran estúpidos. Sentían que algo no iba bien. Por otra parte, si me llevaban para interrogarme, tendrían que rellenar papeles. Una tarde perdida, probablemente. Debían de tener planes para salir después del trabajo, porque el guardia rubio puso un sello en mis papeles. Me dedicó una gran sonrisa de muchacho.

—Pardone —dijo, tratando de darle un amigable toque franco-italiano—. Pardone.

El resto del camino a través de Llegadas me mostró Sheremetyevo, un aeropuerto de hormigón construido como un escaparate para las Olimpiadas de 1980: Bienvenido a la URSS (¡Nótese que nuestras paredes soviéticas son grises!) Mis maletas pasaron por la Aduana. El microfilme de Alfa, guardado en el compartimento secreto, no atrajo la atención; la maleta había sido diseñada para transportar papeles confidenciales a resguardo de las inspecciones de rutina. Traspuse la última puerta y encontré indicadores multilingües que me recomendaron buscar la oficina de Turismo. Se me acercó un taxista, un tipo gruñón, muy pareado a los de Nueva York, lo que me hizo recordar la sentencia de Thomas Wolfe de que la gente de la misma profesión suele ser igual en todo el mundo. Mi hombre pedía veinte dólares para llevarme al Metropole, un hotel en el que, según me había asegurado un agente de viajes de Nueva York, era tan difícil conseguir alojamiento como en el viejo National.

—Yo puedo hacerlo entrar en el nuevo National —había dicho el agente de viajes—, pero no le conviene. Está lleno de grupos de turistas.

—Sí —había contestado yo—, no quiero grupos de turistas.

¿Habría visto algo evidente en mí? Por supuesto, ya que había llegado de improviso, pagado en efectivo y pedido que mi visado fuera gestionado lo más rápidamente posible (suponiendo que tenía suficientes conexiones como para acelerar algún caso excepcional), cosa que hizo, de modo que todo el trámite estuvo listo en una semana, por lo cual le di una buena propina. Posiblemente el nombre de William Holding Libby fue puesto en una lista del KGB bajo el epígrafe de Turista Especial.

Antes de que tuviera tiempo de acomodarme en mi asiento, el conductor me anunció, en su inglés de mercado negro, que deseaba comprarme dólares estadounidenses. Su cambio, de tres rublos por dólar, era cuatro veces mejor que el oficial.

Podía tratarse de una trampa. El tipo no me gustaba. No confiaba en él. Las autoridades podían meterme en la cárcel por traficar en el mercado negro.

De hecho, el conductor demandaba tanto mi atención que casi no podía mirar por la ventanilla. No estaba recibiendo mis primeras impresiones de Rusia. Viajar en un estado de nervios es como pasar por un tubo. El ruido del taxi —era una especie de minicoche soviético— me afectaba más que el paisaje. La voz del conductor —«Muy bien, usted me dice, eeh?, cuántos dólares tiene, vamos» — hacía gárgaras en mis oídos.

Pasamos junto a extensiones de nieve limpia, nieve sucia y campos donde la nieve se había derretido, cuyo aspecto era tan vivaz como el lodo sobre los llanos de Jersey. Empezaron a aparecer partes de Moscú, pequeñas chabolas de mazapán a ambos lados del camino, con la pintura desconchada, construidas en hileras pero bostezando individualmente. Luego siguieron empalizadas de edificios altos, por lo general de un blanco sucio en la sucia nieve blanca. Parecía como si el yeso de los pisos inferiores se hubiera agrietado antes de que pasaran la llana por los superiores; cuánta pobreza había en esa tierra. El cielo de marzo era tan gris como las paredes de hormigón del aeropuerto Sheremetyevo. Llegado a este punto el comunismo empezaba a irritarme personalmente, igual que el taxista, agresivo, sucio, deprimido, ávido de dinero, pasado de moda. Por supuesto, podía ser un agente del KGB. ¿Estarían saliendo a mi encuentro?

Había una pancarta sobre la autopista. Una leyenda en ruso. Distinguí el nombre de Lenin entre las palabras. Un ramillete, indudablemente, de lenguaje de homilía. ¿Sobre cuántas carreteras de cuántos países del Tercer Mundo, escandalosamente pobres, podían verse esas pancartas? Zaire, por ejemplo. Y Nicaragua, Siria, Corea del Norte, Uganda. ¿A quién podía importarle? Yo ni siquiera era capaz de salir de mi túnel. Comenzaron a aparecer las calles de Moscú, pero las ventanillas del taxi estaban salpicadas de barro, y por el parabrisas sólo se podía ver a través del vaivén de los limpiaparabrisas, sobrecargados de trabajo, que no cesaban de trazar sobre el vidrio un par de abanicos estriados de sal. El conductor era tan hosco como el sofocante calor del verano.

Llegamos a una avenida sin demasiado tráfico. Viejos y solemnes edificios —oficinas del gobierno e institutos especializados— pasaban junto a las ventanillas. Pocos transeúntes. Era domingo. Estábamos en el centro de la ciudad.

Nos detuvimos en una plaza pública ante un viejo edificio verde de seis plantas. El cartel rezaba MИTРОПОП. Estaba en el Metropole. Mi hogar fuera de mi hogar.

Le di al conductor una propina de dos dólares. Quería diez. Tenía una peculiar fuerza psíquica. Yo debía de tener algún nervio debilitado, porque le di cinco. Sin duda mis nervios ya no eran los de antes.

El portero era un viejo corpulento, de mandíbulas cuadradas, que parecía un mafioso retirado de ínfima jerarquía. En la solapa de su abrigo gris llevaba una condecoración: héroe de la Guerra Patria. No había sido adiestrado para mostrarse cortés con un desconocido.

Tampoco demostró prisa para ayudarme con mis maletas. Su función era ahuyentar a la gente. Tuve que mostrarle el certificado de la agencia de viajes para poder trasponer la puerta. Dentro, el vestíbulo era sombrío. La paleta de tonos pasaba del marrón cigarro al verde vagón de ferrocarril. El suelo era de un parqué viejo que al pisarlo se combaba igual que linóleo barato. Me sentía como si hubiera aterrizado en uno de esos tristes hoteles de las calles laterales de Times Square, con una atmósfera de humo viejo de cigarro, que esperan ser demolidos.

¿Era éste el famoso Metropole donde (si era correcto mi recuerdo histórico) se reunían los bolcheviques antes y después de la Revolución? Una enorme escalera de mármol trazaba una espiral hacia arriba y luego un ángulo a la derecha alrededor de un hueco de ascensor de hierro forjado.

La mujer del mostrador de recepción llevaba un suéter y parecía resfriada. Era fea, usaba gafas, y fingió no notar mi presencia hasta que le llamé la atención. Su inglés tenía un acento desafortunado, con reminiscencias de las torturas infligidas al espíritu durante el aprendizaje, como lecciones de ballet dadas a muchachas sin condiciones para el baile. El ascensorista, otro héroe de guerra condecorado, era un hombre brusco, y la conserje del cuarto piso, una rubia regordeta de unos cincuenta años, con peinado nido de avispa y una cara muy rusa, grande y vigorosa, merecía ser la pareja del portero. Estaba frente al ascensor, sentada detrás de un pequeño escritorio con tapa de vidrio sobre el cual había una rosa en un jarroncito. Ceñuda, se dedicó a la tarea de buscar mi llave, que resultó ser de bronce, grande y pesada como un bolsillo cargado de monedas.

El camino hasta mi habitación discurría a lo largo de un oscuro corredor, doblaba a la derecha y desembocaba en un espacio cuyo viejo parqué mostraba un número considerable de pozos en los que habían insertado cuadrados de madera contrachapada. Sobre el primer pasillo se extendía una alfombra roja y estrecha, tan larga como medio campo de fútbol. Medio campo más allá se encontraba mi habitación. Como a cada paso el suelo se hundía, no podía evitar tener la sensación —si se me permite que vuelva a aludir al agua congelada — de ir saltando de témpano en témpano.

Mi cuarto era de tres metros y medio por cuatro y medio, y el techo estaba a una altura aproximada de cuatro metros. La ventana daba a un patio gris. Había una cómoda y una cama estrecha con un delgado colchón europeo sobre otro colchón más grande. En la cabecera, un respaldo tan pesado como un tronco empapado de agua. ¡Y un televisor!

Lo encendí. Nieve electrónica, una serie de ondas. En blanco y negro. Un programa infantil. Lo apagué. Me senté en la cama y puse la cabeza entre las manos. Me levanté. Corrí las cortinas. Volví a sentarme. Ahí estaba. Suponiendo que no hubiese llamado la atención de las autoridades, podía quedarme como mínimo una semana y clasificar algunas preguntas. Tenía tantas que ya no buscaba respuestas. Sólo disponerlas en categorías.

Como podrán imaginar, los rigores de recordar una vida que, en muchos aspectos, había terminado en la mitad de una larga noche, me obligaban a proceder con peculiar delicadeza. En una ocasión, un director de cine me di]o que, después de terminar sus películas, seguía viviendo con los operadores y los actores. Ellos se habían marchado, pero él se despertaba cada mañana con nuevas órdenes. «Bernard, hoy mismo tenemos que volver a filmar la secuencia del mercado. Di a los de producción que necesitamos por lo menos cien extras.» Se levantaba y cuando se estaba afeitando podía decirse: «La película ha terminado. Te has vuelto loco. Ya no hay más que filmar». Pero, como me explicaba, había pasado al otro lado del espejo. La película era más real que su vida.

¿Era yo igual a ese director? Durante un año, oculto en un cuarto alquilado en el Bronx, junto a un pozo de ventilación, había trabajado para erigir un muro entre mi último recuerdo de Kittredge y yo. Algunas veces transcurría un mes sin incidentes, y podía dormir de noche y trabajar todo el día poniendo una palabra al lado de otra como si estuviera hilvanando una hebra que me guiara fuera de la caverna.

Luego, sin ningún anuncio, me asaltaba el amor por ella. Me sentía como un epiléptico al borde de una crisis aguda. Un paso en falso y sobrevendría el mal. Después de muchos meses, el Bronx se me hizo insoportable. Tenía que mudarme.

Además, ellos debían de estar buscándome. Eso era seguro. Cuanto más tardara en salir a la superficie, más amplio sería su marco de referencia. Tendrían que preguntarse si me había trasladado a Moscú. Cómo me reía —con esos paroxismos de risa silenciosa con los que uno se entretiene cuando ha tocado fondo—, pues durante todo el tiempo que yo había estado en el Bronx, ellos pensaban que me encontraba en Moscú.

Sin embargo, por una lógica de pasos separados que me parecía totalmente rigurosa —aunque era incapaz de especificar los pasos—, había llegado a la conclusión de que debía hacer un viaje —por primera vez— a la URSS. No sabía por qué. Si me llegaban a encontrar en el Bronx, Nueva York, me vería en grandes dificultades. ¿Y si en Moscú me encontraba el KGB con el microfilme de mis extensas memorias? Verdaderamente sería imperdonable, incluso para mí mismo. ¿Qué ocurriría si, aunque había pasado sano y salvo la Aduana, los rusos estaban al tanto de mi llegada? Si Harlot había desertado, mi apodo actual podía estar en los archivos rusos. Esa suposición, sin embargo, pertenecía al ámbito del sentido común. Yo vivía en un dominio de lógica subterránea, la cual me había indicado que llevase conmigo el microfilme de Alfa. ¿Quién sabe cómo maniobran en las áreas de carga del sueño los furgones de la obsesión? No me parecía que estuviese loco, aún no, pero sin embargo parecía obedecer un plan de locura. Me aferraba a mis escritos como si fuesen órganos de mi propio cuerpo. Jamás podría haber dejado Alfa. Por cierto, la vieja dama judía en cuyo apartamento había alquilado una habitación, sabía muy bien que yo era un hombre que estaba escribiendo un libro.

—Ah, señor Sawyer —me dijo cuando se enteró de que me marchaba—, voy a echar de menos el ruido de su máquina de escribir.

—Bien, yo los echaré de menos a usted y al señor Lowenthal.

El era un artrítico de ochenta años; ella, una diabética de setenta y cinco. En el transcurso de más de un año no habíamos mantenido más que conversaciones casuales, pero aun así me satisfacía. Que Dios los bendiga, pero yo sabía que, en caso de conocerlos mejor, su vida me resultaría aburrida. Podía sentir cómo se despertaba el gusano de la condescendencia cuando hablábamos. Me costaba tomar en serio a personas que se habían pasado la vida como ahorrativos miembros de la clase media. Si bien yo esperaba que ellos sintieran curiosidad por mi pasado, no podía ser tan cruel como para obsequiarles la ficción de la carrera y posibles matrimonios de un tal Philip Sawyer, nombre que empleaba para no dejar rastros del nuevo William Holding Libby. Intercambiábamos algunas palabras cuando nos encontrábamos en el vestíbulo, y eso era todo. Ellos recibían un dinero suplementario con mi alquiler (que, felizmente para ambas partes, era pagado en efectivo) y yo podía conservar mi vida privada relativamente intacta. Me quedaba en mi habitación, excepto cuando me cansaba del plato de sopa y salía a comer o a ver una película. Escribía lenta y dolorosamente.

Sin embargo, la escritura de Omega había marchado tan bien como podía esperarse, considerando lo lentamente que progresaba. Había días en que no me sentía perturbado ni invadido por presencias extrañas. No obstante, sabía que era una roca al borde del abismo. Tarde o temprano, caería. Y cayó. Moscú parpadeaba en mi mente como un cartel luminoso. Fui a ver al agente de viajes, hice los preparativos, intenté estudiar ruso y me despedí de los Lowenthal. Les dije que viajaba a Seattle.

En respuesta, la señora Lowenthal me preguntó:

—¿Tendrá el libro terminado para que lo lea su familia?

—Sí —respondí.

—Espero que les guste.

—Yo también.

—Quizá consiga un editor.

—Es posible.

—En ese caso, envíeme un ejemplar, por favor. Se lo pagaré. Quiero su autógrafo.

—Ah señora de Lowenthal —dije—, estaré encantado de enviarle un ejemplar sin cargo.

Exactamente la clase de conversación que ella nunca olvidaría. Si alguna vez ellos encontraban aquella guarida del Bronx, se enterarían por ella que había escrito mucho a máquina.

Me levanté de la cama de mi habitación en el Metropole, abrí la maleta y saqué todo, excepto el sobre que contenía el Alfa. No estaba en absoluto preparado para comenzar a leer. Eran las cuatro de una tarde de domingo, hora de Moscú, lo que para mí significaba las ocho de la mañana. Estaba extenuado. Había partido a las ocho de la noche desde Kennedy, perdido ocho horas de reloj y diez en el vuelo (con un transbordo en Heathrow). Aterrizamos a las dos de la tarde en Moscú, es decir, a las seis de la mañana, hora de Nueva York. Mis nervios, que desde hacía mucho no sincronizaban, estaban vueltos del revés. Como ahora en Nueva York eran las ocho de la mañana, no era de extrañar que sintiese el falso vigor con que se empieza el día después de una noche de sueño engañoso. Tenía que salir de aquella habitación, al menos por un rato.

Resolví dar un paseo. El primero en Moscú. Cuarenta años de información recibida a través de los medios de comunicación estadounidenses bastan para convencer a cualquiera de que el comunismo es un mal, pero además yo tenía mi cuota de instrucción especial. El comunismo bien podía ser un mal. Esa es una tesis pavorosa y terrible, pero se debe a que lo simple ejerce su dominio sobre lo complejo. Quizás el mal debía ser comprendido por la grandiosa tesis de que el comunismo era un mal.

Por lo tanto, mis primeros pasos por las calles de Moscú no podían ser una rutina para mí.

Me sentía como un preso al que sueltan de la cárcel después de veinte años. Un hombre así no conoce el mundo al que accede; por ejemplo, no sabe cómo entrar en una tienda para comprar unos pantalones. Durante veinte años le han entregado la ropa. Yo no sabía qué me estaba permitido. No estaba seguro de si podía salir del hotel y caminar por la calle sin que tuvieran que sellar algún papel de autorización. Me quedé en el vestíbulo para observar las idas y venidas, pero pronto me sentí inquieto. Mi presencia podía resultar sospechosa. De modo que me animé, me dirigí a la puerta, salí y topé con la mirada ceñuda del portero. Tardaría un poco en darme cuenta de que me miraba así porque aún no me reconocía como un huésped del hotel.

De todos modos, estaba en la calle. Los taxistas, cuyos vehículos estaban aparcados delante del hotel, me llamaron como si fuese un posible cliente; los transeúntes me miraban. Yo caminaba. Como no quería mostrar conocimientos de tácticas evasivas, no hice ningún movimiento para determinar si alguien me seguía, pero, según me pareció, no estaba siendo seguido por nadie. Llevaba puesta una chaqueta vieja y una gorra negra tejida encasquetada sobre las orejas como un viejo marinero de la marina mercante. Estaba bien. Sentí ganas de dar un salto de alegría.

A una manzana del hotel, lo sabía, habría una estatua de Félix Dzerzhinsky, fundador de la Cheka, «Espada de la Revolución», bisabuela del KGB. Detrás de él estaría la infame Lubyanka. Por libros, fotos e instrucción especial conocía ese lugar mejor que cualquier cárcel estadounidense; más de cien veces, en el auditorio imaginario de mis oídos, había escuchado los gritos de los torturados en los sótanos de la Lubyanka, y no sabía si quería pasar cerca de ella. Reflexionando en ello, me encaminé directamente a la plaza Dzerzhinsky. Ante mí se elevaba un edificio de oficinas de siete plantas, una perfecta morgue de finales del siglo XIX: la Lubyanka, antes de la Revolución un palacio para las compañías de seguros de los zares. Aún lucía cortinas blancas en las ventanas y relucientes herrajes de bronce en la puerta de entrada, pero la sucia pared exterior era de un color amarillo caqui. Un deprimente edificio anticuado del que aquella tarde de domingo entraban y salían unos cuantos hombres uniformados. El aire era tan frío como el de un bosque de Nueva Inglaterra en invierno. No oí gritos. Esta Lubyanka, que bien podía ser mi próximo hogar, no hizo fluir la adrenalina.

Vagabundeé por calles laterales, grises en la luz, casi negras en la sombra, «las viejas calles de los comerciantes», según explicaba mi libro de turismo. ¿Habrían presenciado señales de entusiasmo alguna vez estos enclaves de lobreguez? Resultaba casi agradable descubrir una depresión tan palpable, y por un instante comprendí los consuelos de la tristeza. ¿Sería éste mi primer pensamiento real en una semana? Pues así como la aceptación de la pobreza puede ser la primera protección contra la corrupción del alma, igualmente la tristeza es una fortaleza en la que se podría vivir encerrado y protegido contra la locura. Sí, la protectora, aunque pesada resonancia de la lobreguez no sería difícil de hallar en Moscú, y, pensando en ello, desemboqué en la Plaza Roja, lo que resultó una sorpresa tan agradable como salir de un callejón romano y entrar en la gran plaza de San Pedro, sólo que aquí no había un Vaticano sino una extensión empedrada de casi ochocientos metros de largo y algunos cientos de ancho que conducía a las paredes del Kremlin. En el horizonte gris se veían señales prematuras de un crepúsculo lavanda, pero los rusos todavía hacían cola para ver la tumba de Lenin y su cuerpo, preservado allá abajo, en su bóveda. Dos mil personas, de dos en dos, hacían fila; por minuto entraban en el mausoleo unos veinte, lo que significaba que el último de la fila tendría que esperar cien minutos en medio del frío; una mortificación razonable tratándose de un peregrinaje.

Empecé a fijarme en los rusos. Todos parecían de edad mediana. Incluso los jóvenes tenían ese aire de abandono, de renuncia, propio de la edad mediana. Aun así, y para mi sorpresa, esa tarde de domingo la Plaza Roja estaba animada. Había un asomo de resplandor en el aire, y alegría en las caras rojas de frío. Autocares cargados de turistas —rusos nativos— llegaban y partían. Otros cientos de rusos que caminaban por la plaza tenían esa sencilla felicidad de la gente trabajadora cuando es llevada a un lugar importante. Bien podían haber sido testigos de Jehová o mormones visitando la estatua de la Libertad.

Todo se parecía enormemente a una película. El centro de la Plaza Roja era más alto que las esquinas, lo que hacía que, a la distancia, la gente fuera visible de rodillas para arriba. Sus pies habían desaparecido debajo del horizonte de adoquines. Todos parecían saltar, más que caminar, igual que las cabezas de una multitud que se acerca a una lente de telefoto. Yo desconocía la historia de la Plaza Roja, es decir, no sabía qué grandes acontecimientos históricos habían producido ese milagro de entusiasmo, pero aun así me sentía exultante, libre del férreo estruendo del Bronx y de los muros de Moscú. Por un instante irracional me sentí listo para celebrar, aunque no sabía qué. Quizá fuese la alegría de llegar al fin del viaje.

Volví al Metropole, recibí una acogida algo más cálida por parte del portero, el ascensorista y la dezhurnaya (la empleada de mi piso), volví a mi habitación, me senté en la silla junto a la cama, busqué la maleta, miré la prolijamente oculta costura que disimulaba el compartimento falso donde guardaba el microfilme, volví a guardar la maleta en el armario, y me di cuenta abruptamente de lo cansado que me encontraba. Estaba fatigado por el frío, el cambio de hora, mi ánimo vapuleado, el rigor de la caminata (todo el mundo en Moscú caminaba despacio y yo, como buen estadounidense, me había adecuado a su ritmo). Ahora estaba cansado y mi ánimo había vuelto a su verdadera desolación. No sabía si alguna vez, en un día tan tranquilo, me había sentido más solo.

Bajé a comer, pero eso no me sirvió de demasiada ayuda. Me senté entre desconocidos ante una mesa para ocho con el mantel arrugado, no precisamente sucio, pero no más inmaculado que una camisa que ha sido llevada durante varias horas. El único plato ofrecido era pollo a la Kiev, un pollo de goma digno de un banquete político de rutina con una mantequilla grasosa con sabor a aceite lubricante mezclado con alguna agria tristeza que emanaba de la cocina. La kasha estaba recocinada, el pan de centeno era de mala calidad, las «verduras frescas» eran una rodaja delgada de tomate. Luego vino una pasta y una taza de té. La camarera era una mujer gruesa, de mediana edad, sin duda con muchos problemas personales, que no dejaba de suspirar. Necesitaba toda la poca atención que podía otorgar al mundo exterior para llevar a cabo su trabajo.

Al dejar la mesa me di cuenta de que había comido en lo que equivalía a la cafetería, un salón comedor, si así podía llamársele, exclusivo para los huéspedes del hotel. Al verdadero restaurante, destinado a grupos más prósperos, se entraba desde el vestíbulo del hotel por una puerta cristalera de dos hojas. Ahí aguardaban en fila estraperlistas y burócratas, acompañados por sus mujeres. Dentro, una orquesta de baile, tan llena de energía y entusiasmo como esas bandas que solían tocar en los bailes de Yale, interpretaba su trillada música, que sonaba extraña y exuberante a través del cristal de la puerta.

Volví al ascensor. Necesitaba dormir. Deseaba poder dormirme. Cuando salí del ascensor mi dezhurnaya, la del peinado de nido de avispa, me entregó la llave con una sonrisa genuina. Comprendí. Ya estaba demostrado, al pasar por el escritorio vanas veces ese día, el ser un huésped regular. Las idas y venidas de las llaves eran sus actividades más llenas de vida. El verdadero infierno. Un homenaje a Sartre.

Cerré la puerta con llave, me desvestí, me lavé la cara, me sequé las manos. El lavabo estaba agrietado, el jabón raspaba las manos, la toalla era pequeña y ordinaria. Lo mismo que el papel higiénico. Era uno de los diez mejores hoteles de Moscú. De repente me sentí furioso, aunque no sabía por qué. ¿Cómo podía presumir esta gente de ser nuestro mayor enemigo en la tierra? Ni siquiera cumplían con los requisitos indispensables para ser malignos.

Luego me metí en la cama. No podía conciliar el sueño. Todo indicaba que los Venerables Santos estaban en camino. Decidí levantarme y ponerme a leer el Alfa. ¿Les dirá algo acerca del año que pasé en aquella habitación del apartamento de los Lowenthal el hecho de que sabía las primeras páginas de memoria? La verdad es que había memorizado gran parte del material. Me había ayudado a sobrellevar muchas de las noches en que me resultaba imposible trabajar en el Omega. Sí, incluso cuando Kittredge aparecía en estas páginas, el Alfa era soportable. Después de todo, mi relación amorosa con Kittredge no había empezado en el período que cubría el Alfa. Además, había veces en que, mientras proyectaba el microfilme, susurraba las palabras en voz alta. Eso mantenía a raya ciertos pensamientos. Del mismo modo que tanto los soviéticos como nosotros habíamos dedicado años a interceptar nuestros sistemas de comunicaciones, así recitaba yo el manuscrito Alfa cada vez que Kittredge cobraba demasiada vida. Estos ritos no siempre surtían efecto, pero cuando lo hacían yo podía salir del apuro. Los fantasmas del pasado no me visitaban, y podía vivir con Kittredge. Alfa era todo lo que me quedaba de ella. Por lo tanto, empecé a recitar mis primeras oraciones en voz alta, lenta, tranquilamente, entonando las palabras; los sonidos mismos surgían como fuerzas en la guerra invisible de todos aquellos silencios que dentro de mí cabalgaban hacia la guerra cuando dormía.

El Alfa comenzó. Leí el microfilme susurrando algunas de las palabras. Era la mitad de mi pasado, expresado en el estilo que era capaz de reunir después de años de escribir para otros y en su nombre, pero era una buena mitad de mi pasado: «Hace algunos años, haciendo caso omiso del contrato discrecional que firmé en 1955 al ingresar en la CIA...». Así comienza el prólogo del Alfa. (Por supuesto, un manuscrito de dos mil páginas siempre necesita un prólogo).

De modo que estaba de vuelta en el libro, leyendo con la blanca pared de mi hotel como pantalla, moviendo el microfilme manualmente en mi linterna especial equipada con su lente y su visor, leyendo acerca de los comienzos de la carrera en la CIA de Harry Hubbard, nombre que algunas veces me parecía tan ajeno a mí como el que uno repite al estrechar la mano de un desconocido al que acaba de conocer en un salón lleno de otros desconocidos cuyos nombres también repetirá. Me sentía tan cerca y tan lejos de mis páginas originales como si estuviese mirando fotos viejas que de manera imperfecta me ligaban al pasado.

Del manuscrito Alfa, título provisional:

El fantasma de Harlot
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