9

Durante el permiso de fin de semana anterior al comienzo de la instrucción en el campamento Peary, fui a Nueva York el viernes por la noche para ver a una muchacha de Mount Holyoke que se encontraba allí pasando sus vacaciones de Pascua. Resultó ser una cita de rutina que no dejaría recuerdos memorables en ninguno de los dos. El sábado llevé a mi madre a almorzar al Salón Eduardiano del Plaza.

No sé si era un reflejo de lo complejo, o de lo superficial, de nuestra relación, pero lo cierto es que entre mi madre y yo no había intimidad. No confiaba en ella. Sin embargo, ella tenía ese delicado poder que suelen ejercer las mujeres rubias inmaculadamente arregladas. Yo siempre estaba pendiente de si la complacía o no, y ese día estas emanaciones críticas comenzaron con la primera ojeada que echó sobre mí. Ella no soportaba a las personas poco atractivas, pero era generosa con las que le agradaban.

Ese mediodía tuvimos un mal comienzo. Estaba furiosa: no había sabido nada de mí en los dos últimos meses. Yo no le había contado que estaba en la Agencia. Su animosidad hacia mi padre, una reacción lógica en un mundo disoluto y pendenciero, me indicaba que no debía anunciarle cuan fielmente seguía yo su ejemplo. No la puse al tanto de nada. En teoría, a la mujer, a los hijos y a los padres había que decirles que uno «trabajaba para el gobierno».

Como detrás de esa frase ella seguramente adivinaría la verdad, le hablé vagamente de un trabajo de importaciones en América del Sur. De hecho, yo esperaba valerme de los medios más exóticos con que contaba la Compañía para enviar correspondencia; de ese modo, de vez en cuando le mandaría una tarjeta postal desde Valparaíso o Lima.

—Bien, ¿y cuánto tiempo piensas estar allí? —preguntó.

—Verás —respondí—, este asunto de las importaciones puede tenerme terriblemente ocupado durante meses.

—¿Dónde?

—En todas partes.

Acababa de cometer la primera equivocación. Cuando estaba con mi madre, siempre cometía errores. ¿Me gustaba creerme una persona perspicaz? Sus poderes de detección cortaban mi inteligencia en obleas microscópicas.

—Querido —dijo—, sé un poco más concreto. Dime los países. Las capitales. Tengo amigos en América del Sur.

—No quiero visitar a tus amigos —musité, adoptando por fuerza de la costumbre el modo hosco con que solía recibir de adolescente a sus amigos del sexo masculino.

—¿Por qué no? Algunos de ellos son personas maravillosamente divertidas. Los hombres latinos están tan concentrados en sus sentimientos, y una mujer latina de buena familia puede ser lo que necesitas como esposa; alguien lo bastante profundo para sacar a luz tus profundidades —murmuró cariñosamente, aunque sin perder su tono crítico—. Dime, Harry, ¿de qué clase de importaciones se trata?

Sí, ¿qué clase de oficial podía ser si ni siquiera había preparado mi historia?

—Bien, si quieres saber la verdad, se trata de instrumentos de precisión para armamentos.

Movió la cabeza a un lado y apoyó la mejilla sobre su guante blanco. Hasta su pelo rubio parecía estar alerta.

—¡Dios mío! De modo que ahora viajamos a América del Sur para comprar instrumentos de precisión para armamentos. Herrick, debes de pensar que soy totalmente estúpida. Has ingresado en la CIA, por supuesto. Es evidente. Bien, te felicito. Estoy orgullosa de ti. Y quiero que confíes en mí. Dime que lo harás.

Estuve tentado de hacerlo. Al menos durante el almuerzo habría facilitado las cosas. Pero no podía. Estaría transgrediendo el primer precepto que nos habían dado. Peor aún, pues ella revelaría el secreto a todos sus amigos de Nueva York. («Se trata de algo confidencial.») Mejor sería poner un anuncio en el Yale Alumni Magazine. De modo que me ceñí a mi historia. Bien, le dije, ella podía tener amigos estupendos en América del Sur, pero resultaba que yo era mucho menos despreciativo que ella respecto de las potenciales posibilidades económicas de los pueblos latinoamericanos. Cuando se trataba de pólvora y de ciertas partes de armamentos, había muchas naciones del hemisferio sur en condiciones de competir con nuestros fabricantes de municiones. Se podía hacer dinero con eso. Y yo quería hacer dinero, le dije. Por mí mismo y mi propio orgullo, si no por otra razón. Parecía lo bastante indignado como para convencer a mis propios oídos, pero a ella se le llenaron los ojos de lágrimas, y, olvidándose por completo de sus artísticamente maquilladas pestañas, dejó que una se deslizase por su mejilla arrastrando con ella un rastro de rímel. Todo el dolor de su vida quedó retratado en su mejilla manchada.

—Pienso en todas las personas que he amado. ¿Quieres saber una cosa, Herrick? Ninguno de vosotros ha confiado en mí, jamás.

El almuerzo prosiguió, pero ése fue el verdadero fin. Partí de Nueva York en el primer tren que pude coger, regresé a Washington y al día siguiente, domingo, me dirigí a la Granja.

Debí tomar un autocar hasta Williamsburg, Virginia, y desde allí un taxi que me depositó, junto con mis maletas, frente a la puerta de un cobertizo recién pintado, rodeado por una cerca interminable. Un letrero rezaba: CAMPAMENTO PEARY-ADIESTRAMIENTO EXPERIMENTAL DE LAS FUERZAS ARMADAS. En respuesta a una llamada telefónica hecha por un centinela, acudió un jeep conducido por un infante de Marina borracho cuyo cráneo rapado se balanceaba como si fuese un barco. Evidentemente, el domingo era el día para emborracharse.

Anochecía. Avanzamos por un camino estrecho bordeado de pinos y pasamos junto a campos de matorrales llenos de arbustos espinosos que sugerían la presencia de garrapatas y hiedra venenosa. Después de recorrer tres kilómetros y medio llegamos finalmente a destino, un campo para desfiles rodeado de barracones de madera, unos edificios que parecían pabellones de caza, una capilla y una estructura baja de hormigón. Mi conductor abrió por primera vez la boca para informarme que se trataba del Casino.

Me dirigí a la barraca que me indicaron y dejé caer mis maletas sobre un catre. Como no había nadie, excepto un tipo durmiendo en el dormitorio de arriba, me dirigí al Casino. Mis clases empezarían la mañana siguiente. Los de mi grupo habían ido llegando a lo largo del día. Vestidos con ropa adecuada para Washington en un domingo, parecíamos lo que éramos: reclutas bisoños. Aún no nos habían entregado los uniformes de camuflaje de faena, las botas de combate y las cartucheras que lucían todos los veteranos alrededor de nosotros (la primera regla militar que aprendí fue que veterano es todo aquel que ha llegado una semana antes que uno), de modo que nos pusimos a beber jarra tras jarra de cerveza para demostrar cuánto valíamos. Sobre el extremo más apartado de la barra del bar, los hombres que estaban junto a las mesas de billar y ping-pong practicaban paracaidismo. Los reclutas veteranos, vestidos con sus uniformes de camuflaje, se subían al mostrador de caoba, gritaban «Gerónimo» y saltaban desde una altura de algo más de un metro, con los pies juntos, las rodillas dobladas, y al llegar al suelo rodaban sobre sus espaldas.

Otros hablaban de explosivos. Al poco tiempo, muchos de nosotros, los recién llegados, participábamos en las discusiones técnicas referidas al empleo de explosivos plásticos. Yo asentía todo el tiempo y engullía cerveza como un lobo suelto entre animales heridos. El ponche verde de la cantina de Morey no habría bajado más rápido.

Más tarde fui a dormir al dormitorio ubicado en el piso superior de mi nuevo cuartel. Mi catre se convirtió en góndola y me llevó por misteriosos canales. Tuve una epifanía. Recordé a mis parientes lejanos, los judíos, que creían en aquello de los doce hombres justos. Una vez, en Yale, un profesor de historia medieval se había referido a una antigua creencia de los habitantes de los guetos según la cual si Dios no destruía el universo, cada vez que se enojaba con la Humanidad, era debido a sus doce hombres justos. Ninguno de ellos sospechaba que era único, pero a Dios le agradaba tanto la bondad natural e inconsciente de estos hombres excepcionales, que por eso toleraba al resto de nosotros.

En mi estado de duermevela me pregunté si un fenómeno divino semejante no estaría teniendo lugar en Estados Unidos desde que desembarcaron los Padres Peregrinos. ¿No había cuarenta y ocho hombres justos en los cuarenta y ocho estados que existían mientras crecí? (¿Y no cambiaría la cantidad cuando aumentamos a cincuenta?) De todos modos, Estados Unidos contaba con la aprobación de Dios. En el campamento Peary, durante mi primera noche en la Granja, me pregunté si no sería yo uno de los cuarenta y ocho hombres justos. Mi patriotismo, mi dedicación, mi reconocimiento de que nadie podía amar más a su país, me colocaba (¿sería posible?) entre esos inocentes ungidos. Sí, yo, que carecía de talentos y virtudes conspicuos, podía ser un verdadero amante. Adoraba los Estados Unidos. Era un país divino. Bañado por beatíficas rapsodias, me quedé dormido en seguida, gracias a los dos litros de cerveza que había bebido.

Por la mañana me sentía mal del estómago y la cabeza me daba vueltas. El instructor de adiestramiento nos llevó al depósito de suministros para entregarnos los uniformes de faena y pronto los bautizamos corriendo tres kilómetros hasta la caseta de entrada, y otros tres kilómetros de regreso. En aquellos días, el jogging era considerado como algo extraño, y lo practicaban tantas personas como hoy pueden hacer aladeltismo. Claro que ese primer día todo nos parecía extraño. Lo mismo que el resto de la semana. La mayor parte de los cursos duraban dos horas, y nuestro curriculum me parecía exótico. Era como ir a un restaurante y descubrir que uno no ha probado nada de lo que hay en el menú: pécari asado, estofado de casuario, filetes de oso hormiguero, pechuga de pavo real, ensalada de camelina, pastel de pasionaria, sopa de algas marinas.

Debido al triunfo obtenido en 1954 por la Agencia en Guatemala, las prioridades en la Granja eran otra vez las acciones encubiertas. Si bien aún teníamos instrucción en fotografía clandestina, vigilancia, cruce de fronteras, técnicas de interrogatorio, comunicación por radio clandestina, uso avanzado de técnica de escondrijos, el verdadero énfasis durante las siguientes dieciséis semanas recayó en la ayuda a grupos de resistencia para derrocar a gobiernos marxistas. Teníamos cursos de paracaidismo, lectura de mapas, supervivencia en zonas desérticas, combate especial sin armas (pelea sucia), golpes silenciosos (cómo asesinar sin hacer ruido), preparación física, carreras con obstáculos y el armado y desarmado de pistolas, fusiles, metralletas, morteros, bazukas, granadas, lanzagranadas, TNT, explosivos plásticos C-3 y C-4, dinamita, explosivos especiales y una variedad de disparadores de presión, circuitos de contrafase, mecanismos de acción retardada, fusibles lentos y otras variedades de detonadores para la demolición de puentes, generadores y fábricas pequeñas.

Según se nos aseguró, esas dieciséis semanas eran, comparadas con las verdaderas dificultades, apenas una visión general. Después de todo, era imposible convertirse en un buen abogado en tan sólo dieciséis semanas. Aun así, tenían un propósito. Los ex alumnos que volvían a St. Matthew's a pronunciar la exhortación vespertina en la capilla, siempre nos hablaban, mientras tomaban el té, de lo duro que era todo en los viejos tiempos. Invariablemente nos confiaban un secreto: «Mis días en St. Matt's fueron los peores de mi vida, pero los más valiosos». Lo mismo podía decirse de la Granja. Entré como un joven que había terminado sus estudios universitarios antes de tiempo, que desconocía su propia naturaleza, que, exceptuando su experiencia escalando rocas, no tenía nada de qué jactarse, y salí con el mejor estado físico de mi vida, listo para la lucha callejera, listo para la gloria. Además, era un patriota hecho y derecho. Si me ponía a pensar en los comunistas, no podía conciliar el sueño: una furia asesina se despertaba en mí, y me sentía preparado para matar al primer rojo que entrase por la ventana. No era que me hubiesen lavado el cerebro, sino que me lo habían enfebrecido.

También hice una cantidad de amigos. ¿Habría treinta reclutas jóvenes en mi grupo? Podría dedicarle un capítulo a cada uno de ellos, es decir, si tuviéramos capítulos para quienes se acercan lo bastante a nuestras vidas como para despertar alguna emoción en nosotros. Pero lo verdaderamente irónico es que formábamos las mismas alianzas profundas de los actores que están juntos en una obra dieciséis semanas durante las cuales se aman, se detestan, son inseparables, y después no se relacionan en absoluto hasta que un nuevo trabajo vuelve a reunirlos. Si hablo de Arnie Rosen o Dix Butler, es porque más tarde hube de verlos muchas veces.

Sin embargo, el campamento Peary pudo haber sido una mala experiencia. Desconozco si por azar del sorteo, o debido a una intervención de mi padre, me pusieron en el pelotón de adiestramiento con ex jugadores de fútbol y ex infantes de Marina. Tanto a Rosen como a mí nos iba bien en el trabajo de clase, más sedentario, pero ambos encontrábamos las pruebas físicas muy severas. Yo era adecuado para el manejo de las armas, encontraba muy fácil la lectura de mapas, lo mismo que las cuarenta y ocho horas de supervivencia en el bosque alrededor del campamento Peary que, después de los bosques de Maine, no ofrecía problema, pero era pésimo para los golpes silenciosos. No lograba el estado mental requerido para caminar de puntillas detrás de un recluta y pasarle una cinta (en vez de un alambre) alrededor del cuello. Cuando me tocaba a mí hacer de centinela daba un respingo antes de que la tela de la cinta me rozase la piel. Mi nuez de Adán, característica de la cual todos los Hubbard estaban orgullosos, sentía pánico ante la posibilidad de ser aplastada.

La lucha sucia era mejor. No me resultaba difícil simular que le quebraba los dedos a un hombre, le pisaba los pies con todas mis fuerzas, le rompía la espinilla de una patada, le metía tres dedos en la laringe, un dedo en un ojo o le mordía lo primero que encontraba. Después de todo, eran los movimientos de un maniquí.

Durante las horas libres practicábamos boxeo en el gimnasio, pero todos sentíamos el imperativo tácito de no dejar de hacerlo. Yo odiaba que me pegasen en la nariz. Bastaba un golpe para que saliera a relucir la faceta más salvaje de mi carácter. Además, tenía miedo. Cada vez que le asestaba a mi oponente un golpe que pasara de ligero, le pedía disculpas. ¿A quién engañaba? El propósito de mi disculpa era que el rival no se enfadase. No podía aprender el gancho de izquierda, y mi jab carecía de fuerza, o me hacía perder el equilibrio. Mi golpe de derecha era flojo. Después de un tiempo, acepté lo inevitable: me dediqué a zurrar a hombres de mi propia estatura y aprendí a aceptar golpes en todas partes excepto la nariz, que protegía tanto que siempre estaba recibiendo golpes en la mandíbula. El boxeo me producía jaquecas similares a las que había sufrido en el colegio, y quien más humillado hacía que me sintiese al pelear era Arnie Rosen, un tío tan pendenciero como un frenético gato arrinconado. Ningún golpe que me propinase hacía mella en la dura coraza de mi adrenalina, pero era enfurecedor darse cuenta de que incluso así era capaz de ganar el round.

Una noche en el Casino terminé bebiendo con el instructor de boxeo, que tenía un nombre ciertamente extraño: Reggie Minnie. Era el único de nuestros instructores al que hallábamos digno de admiración. Nuestro grupo pronto llegó a una conclusión: los hombres buenos de la Agencia eran demasiado valiosos para ser destinados a la enseñanza. Nosotros recibíamos los desechos. Pero Minnie era especial. Luchaba con la clásica postura erguida, y durante la guerra había sido campeón de boxeo de la Armada. Se había casado con una muchacha inglesa que murió en un accidente de coche, y si menciono este hecho es porque era él quien conducía. Su dolor fue completo, como si lo hubiesen sumergido en una tristeza trágica. La pérdida de su esposa impregnaba cada poro y célula de su ser; lo había transformado en un hombre completo, de una pieza, una totalidad de dolor. Hablaba con voz suave y escuchaba cada palabra que decían los demás como si las palabras fuesen una forma de consuelo, un ropaje abrigado.

Aunque había anochecido, aún podían oírse las explosiones provenientes del bosque. Los hombres que cumplían con un ejercicio de veinticuatro horas entraban corriendo, se tomaban una copa y salían del mismo modo que habían entrado. Mientras él bebía su vaso de cerveza —yo ya iba por el tercero—, me quejé de mi falta de aptitud para la defensa como si se tratase de un fenómeno peculiar, algo sin remedio relacionado con mi cuerpo.

Él hizo un comentario que jamás pude olvidar: «Debes aprender a pegar. Eso te enseñará a darte cuenta de cuándo vendrá el puñetazo de tu rival».

Durante los días siguientes pensé mucho en el primo que me había derribado de un puñetazo cuando él tenía once años y yo nueve. En vez de ponerme de pie para devolverle el golpe, me quedé mirando cómo me chorreaba la sangre de la nariz y salpicaba el suelo. Con cada gota, deseaba que fuese su sangre y no la mía. Ahora, en el gimnasio, cuando practicaba con la bolsa de arena, algo de esa furia enorme y casi perdida volvía a mí, e intentaba encarnarla en cada golpe que asestaba a la bolsa.

No sé si funcionó, pero con el tiempo mejoré, aunque todos lo hicieron. Quizá di un par de pasos más que los otros. Al menos empecé a sentirme cómodo cuando peleaba con Rosen. Lo que hizo más por mí fue el paracaidismo. El primer día que nos llevaron a la torre de trece metros, ya me sentía preparado para ello. Desde una altura equivalente a un cuarto piso, me arrojaba por un espacio que simulaba ser la escotilla de un C-47. Nuestro instructor la llamaba «política puertas abiertas». Yo saltaba con mi arnés de paracaídas (sin paracaídas) atado a un cable de espiral. Me sentía otra vez en el balcón de Maine, desde donde nos arrojábamos al mar. Algunos de entre los más fuertes del grupo vomitaban antes de saltar.

A los mejores se nos permitió que practicáramos saltos de precisión en un aeropuerto cercano. Descubrí que casi no tenía miedo, ni siquiera el temor de haber doblado mal el paracaídas. Se me ocurrió que no era muy diferente a navegar: algunos lo entendían, otros, jamás. En Maine mi familia solía decir que yo tenía un instinto especial para la desviación del viento a babor o estribor, pero al caer por el aire los signos eran más sutiles. Aun así, el movimiento de los árboles daba una pista de la dirección del viento, y durante las prácticas nocturnas me convertí en un experto a la hora de dirigir el paracaídas hacia el blanco previsto. El cielo podía estar negro y el círculo blanco allá abajo no ser más fosforescente que la presencia minúscula de un percebe sobre una roca en la profundidad del mar, pero yo llegaba al círculo tan bien como cualquier otro.

Oficiales veteranos de acción encubierta volvían continuamente al campamento Peary para estas prácticas especiales de paracaidismo, de modo que no puedo decir que yo fuese el mejor de todos, pero sí que estaba entre los mejores. Sentía un gran placer en superar a Dix Butler. Nadie corría más rápido que él en la carrera de obstáculos, era imbatible en la pelea sucia, sorprendentemente silencioso como un verdadero asesino, y en boxeo era una bestia. Nadie, excepto Minme, podía practicar con él. También era, extraoficialmente, el campeón de lucha del campamento, y en una oportunidad, en el Casino, no tardó mucho en vencer a veintiocho hombres, uno por uno. Entre ellos había instructores y hombres pesados y corpulentos.

Pero cuando se trataba de conducir el paracaídas al blanco, yo le ganaba siempre. Eso hería su autoestima de un modo increíble, y se enfurecía.

Lo verdaderamente irónico, es que debería haber estado orgulloso de lo bien que lo hacía. Al principio, tenía horror a los aviones. Tiempo después, una noche que estábamos en el Casino, nos explicó la razón. Por lo general él solía beber si estaba acompañado por otros; le gustaba ser el centro de atención cuando contaba sus historias. Rosen y yo éramos sus preferidos, y muchas veces bebía sólo con nosotros dos. Supongo que su motivo era claro. Rosen y yo éramos, invariablemente, primero y segundo en todo cuanto tuviese que ver con libros. Butler, que era muy bueno en clase, reconocía nuestra superioridad en ese aspecto. Creo que nos veía como miembros del establishment de la Costa Este, que, desde su punto de vista, lo dominaba todo en la Compañía. Por lo tanto, su audiencia preferida éramos Rosen y yo. Pero no por eso dejaba de manifestar el desprecio que sentía por nosotros. Le encantaba decirnos cómo había que vivir.

—Vosotros no lo entenderíais. Un hombre grande y fuerte, ¿eh? ¿Por qué tiene tanto miedo de volar? Mierda. Tengo lo que yo llamo el temor del atleta superior. —Nos miró fijamente y después sonrió—. Vosotros no sois capaces de comprender lo que sucede en la cabeza de un atleta. Pensáis como periodistas deportivos. Ellos observan, pero no comprenden. El atleta superior es telepático. —Butler asintió—. Algunos también tenemos el poder de hipnotizar los objetos que se mueven, no, hipnotizar no, la palabra correcta es telequinesearlos. Cuando estoy en vena, no sólo puedo leer qué movimiento hará a continuación mi oponente, sino que soy capaz de telequinesear una pelota de fútbol.

—¿Desviar su trayectoria? —preguntó Rosen.

—En un pase largo, no menos de treinta y cinco centímetros. Y cuando alguien patea la pelota, soy capaz de afectar el rebote.

—Estás loco —le dijo Rosen tranquilamente.

Butler se inclinó hacia delante, tomó el labio superior de Rosen entre su pulgar y su índice, y lo apretó.

—No vuelvas a decir eso.

Rosen dio un grito y, ante mi sorpresa, Butler lo soltó. Rosen ejercía una extraña autoridad, similar a la de un muchacho malcriado pero muy seguro de sí sobre un feroz perro policía. Hasta cierto punto.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Rosen, quejándose — . Sólo estamos conversando.

—Aquí no lo enseñan —dijo Butler—, pero es la mejor técnica para tranquilizar a una mujer histérica. Tomarla del labio superior y apretar. La uso en los cuartos de hotel desde los dieciséis años. —Otro trago de cerveza—. Maldito seas, Rosen, ¿vosotros los de Nueva York no sabéis lo que son modales? Una mujer histérica me puede llamar loco, pero no un hombre.

—No me creo una sola palabra de lo que dices —insistió Rosen—. Es una alucinación. La telequinesis no puede medirse.

—Por supuesto que no. Está regida por el principio de incertidumbre de Heisenberg.

Nos echamos a reír, aunque no dejó de impresionarme que Butler citara el principio de incertidumbre de Heisenberg.

—Mi miedo a los aviones —dijo Butler— se origina en el hecho de que siempre busco poner condiciones más duras. El primer avión al que subí era uno de diez asientos sin separación entre el piloto y los pasajeros. De pronto, el viejo Dix sintió la necesidad de ponerse a jugar. Me concentré en los dedos del piloto, y el avión empezó a sacudirse. Bien, el piloto logró dominarlo con la fuerza de su voluntad. Es posible mover las cosas de los otros con la mente, aunque es un modo interpersonal altamente ineficaz.

Nos miró con sus ojos verdeamarillentos tan solemnes como los de un león en un momento de ternura, llenos de la dulce admiración de un poeta por las maravillosas ecuaciones del movimiento.

—Bien —prosiguió—, ¿qué puedo hacer ahora que la mano del piloto está en guardia? Pues me pongo a escuchar el avión. Es viejo, y sus dos motores echan los pulmones con cada sacudida. Mis oídos penetran en las partes vitales de la nave. Sé que sería muy fácil encender fuego en los motores o quebrar un ala de raíz. Nada sostiene esa máquina voladora excepto el poder mental de cada uno de los pasajeros y el piloto, que rezan para aferrarse a sus miserables vidas. Y yo, un maniático, en medio de todos ellos. Mi existencia es superior a mí. He estado en accidentes automovilísticos, han disparado contra mí. Existe una tierra de nadie entre lo determinado y la inmensidad, y tiene sus propias reglas, que pocos pueden seguir. Todo lo que sé es que no temo lo bastante a la muerte. Es una experiencia trascendental que me llama a través de la espuma de ese degustador de orines. Vosotros dos, cabrones racionales, ¿sois capaces de entenderlo? Os digo que el científico loco que hay en mí estaba listo para hacer un experimento. Quería hacer una travesura en la maquinaria de ese avión. Debéis entender que se trataba de un deseo poderoso. Los pálidos idiotas que me rodeaban estaban tan temerosos de perder lo que nunca habían tenido, una vida honesta, que debí contenerme para no ejercer mis poderes. Podía visualizar cómo se incendiaban los motores. Aún hoy creo que, con mi poder mental, podría haber provocado un incendio. En otro momento lo habría hecho. Salvé a ese avión de mí mismo. Caballeros, me sentí enfermo por el esfuerzo. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor del tamaño de piedras de granizo, y sentía el hígado como si le hubiese pasado por encima todo un pelotón de infantes de Marina. Cuando aterrizamos, tuve que arrastrarme para bajar de ese aeroplano de mierda. Desde entonces, tengo miedo a los aviones. Miedo a mi incapacidad para resistirme a impulsos malignos.

Cerveza. Una pausa. Otro trago. Uno podía imaginarse el solemne fluir de la cerveza por su gaznate, tan majestuoso como el seguro movimiento de la batuta de un director de orquesta.

Yo ignoraba si había hablado en serio o simplemente nos había contado otra de sus historias, siempre exageradas, pero creo que decía la verdad, o al menos lo que para él era la verdad, pues sospecho que la contaba para deshacerse de ella, de la misma manera que yo me había confesado ante Reggie Minnie.

Al día siguiente empezó a hacer progresos en su técnica de paracaidismo, así como yo mejoré en boxeo hasta atreverme, incluso, a subir al ring con Dix y reunir valor para musitarle:

—Tranquilo, ¿eh, Butler?

Fueron tres minutos interesantes. Usábamos protectores en la cabeza y guantes de catorce onzas, pero su jab tenía más potencia que un derechazo de cualquier otro recluta. El primer gancho de izquierda que me asestó me mandó al otro lado del ring.

Yo sentía pánico. Sólo la presencia de Reggie Minnie en mi rincón hizo que siguiera boxeando con Butler y aceptase su bombardeo contra mis costillas; podía sentir cómo las células de mi cerebro centelleaban cada vez que me daba un golpe en la frente. Cuando, en un par de oportunidades, eligió darme un derechazo, aprendí todo lo necesario sobre la electricidad. El voltaje que descargó sobre mi cerebro jamás volvería a ser descargado. Hacia la mitad del asalto comencé a entender lo que debe de experimentar un atleta serio, pues llegó un punto en que me sentía preparado para vivir en un remolino. Ya no quería dejar de pelear. Había encontrado la paz en el combate. ¡Bendita sensación! ¡Al demonio con las heridas! Fueran cuales fueren los pequeños futuros que se estaban arruinando para mí en ese momento, no se interpondrían en la fortificación de mi ego.

Por supuesto, sabía que sonaría la campana y terminarían los tres minutos. La enorme determinación con que me disponía a soportar cualquier ataque que los dioses decretaran, estaba sujeta a un contrato de tres minutos. Afortunadamente. Otros tres minutos y habría terminado en la enfermería. Más tarde, al ver cómo Butler vapuleaba al recluta que más se le acercaba en peso, no pude por menos que asombrarme ante la potencia de sus golpes. ¿Me había golpeado igual de fuerte? Cometí el error de preguntárselo a Rosen.

—¿Lo dices en serio? —respondió—. Contigo simuló pegar.

Menciono este hecho para explicar, en parte, el porqué de mi antipatía hacia Rosen.

El fantasma de Harlot
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