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En Montevideo, después de que Kittredge suspendiera nuestra correspondencia, solía ver a Hunt más a menudo, y ahora, distanciado de Modene, volví a comer con él un par de noches por semana. La historia se repetía. El estado de ánimo de Howard no era muy distinto al mío. Dorothy estaba en Washington, y cada noche lo llamaba para hablarle de su madre, que estaba en el hospital a causa de un cáncer inoperable. Además, su vida social, tan importante para él, prácticamente no existía. Por los periódicos, estaba al tanto de lo que sucedía en la sociedad de Palm Beach, pero no asistía a sus fiestas. Lejos estaban las palmeras reales y las poincianas en las grandes fincas, y también las fuentes de azulejos, las urnas de piedra y las balaustradas de los palacios de Palm Beach. No caminaba entre las gardenias y las buganvillas, ni bailaba luciendo su impecable esmoquin sobre suelos de mármol. Tampoco pasaba la tarde en Hialeah contemplando los rosados flamencos que cruzaban el verde césped. No, Howard estaba en Miami para trabajar, y el perfume de las adelfas y las azaleas no llegaba hasta los cubículos de Zenith. Se hallaba en ese momento de su carrera en que el éxito podía encumbrarlo al cargo de oficial mayor o el fracaso poner un obstáculo prácticamente insalvable a sus ambiciones.
Ciertamente, se esforzaba. Si, como aseguraba, políticamente estaba «a la derecha de Richard Nixon», se tragaba la afrenta de tener que vérselas con cubanos cuyas opiniones quedaban a su izquierda. Cuando Bárbaro o Aranjo le preguntaban por su posición ideológica, respondía: «Estoy aquí para engrasar las palancas».
Trabajaba. A pesar de que Manuel Anime era el único miembro del Frente con quien Hunt podía compartir cierto parentesco filosófico, eso no impedía que se esforzase por mantener el Frente unido. Viendo cómo se empleaba, llegué a comprender que la política no es ideología, sino territorio. El Frente estaba en su cartera, y eso, como pronto descubrí, era de especial significación. Descubrí también que Howard no sólo había aprendido a soportar a Toto Bárbaro, sino que estaba dispuesto a protegerlo. Debo decir que yo no necesitaba el aguijón de mi padre para hacer que Chevi Fuertes se ocupase de las cuentas bancarias de Bárbaro. Estaba produciendo resultados. Chevi había logrado rastrear grandes movimientos de dinero en las distintas cuentas de Toto, lo cual confirmaba la sospecha de Cal: la huella de depósitos y retiros de fondos empezaba a apuntar a la lotería de Miami, cuyos números ganadores estaban vinculados con las cifras de circulación del peso cubano. Según un rumor que corría entre los miembros de la comunidad de exiliados, estas cifras eran arregladas por La Habana para que Trafficante supiese por adelantado los números ganadores, y una parte de sus ganancias se destinaban a financiar las actividades del DGI en Florida. En caso de que eso fuese verdad, entonces Trafficante no era sólo el hombre más importante para la Agencia en relación con el asesinato de Fidel Castro, sino que podía ser el agente más importante de Castro en los Estados Unidos, y Toto, a su vez, podía estar actuando para Trafficante como el pagador del DGI en Miami. Cuanto más dinero pedía para liberar Cuba, más estaba trabajando para Castro.
Provisto de lo que apenas parecía la mitad de un caso, llamé a Cal por el teléfono seguro. Me remitió a Hunt: «Podría actuar desde arriba —dijo—, pero no lo haré. No esta vez. Howard ha estado sosteniendo una situación imposible, y yo no intervendré para contrarrestar su esfuerzo. Comunícale a él lo que sabes».
Para mi sorpresa, Hunt no reaccionó. Se encargaría de ver los resúmenes de las cuentas bancarias de Bárbaro, dijo. Como durante días no pareció hacer nada, insistí, pero se mostró evasivo.
—No creo que tengamos suficientes pruebas para colgarlo —dijo por fin.
—¿Está Bernie Barker de acuerdo con usted? Según él, Toto es una mierda.
—Hay una diferencia entre una mierda y un doble agente.
A Fuertes no le sorprendió la actitud de Hunt.
—El próximo acto está comenzando —fue su conclusión—. Para que nadie pueda acusar a los exiliados que derroquen a Castro de estar relacionados con Batista, tu nuevo presidente Kennedy insistirá en que los nuevos grupos de izquierdistas sean absorbidos. Por supuesto, se trata de una comedia. Bárbaro, un político totalmente corrupto, alguna vez representó para tu Frente cierta especie de camuflaje de izquierdas. Pero ahora que Kennedy incorpora figuras serias, como Manuel Ray, que está mucho más a la izquierda que Bárbaro, Toto se ha convertido en el nuevo centro, y nadie se desprende del centro de una coalición. ¿Crees que sin Bárbaro Manuel Anime podría hablar con Manuel Ray? No, Toto es imprescindible. Puede darle la mano al Manuel de la izquierda y llevarle mensajes al Manuel de la derecha.
—Pero ¿y si Bárbaro trabaja para Castro? —pregunté.
—Toto —dijo Fuertes— no sabría cómo funcionar si no tuviese un dedo en cada agujero. Por supuesto, sus dedos están sucios, pero Toto sólo ve visiones. —Fuertes me miró con una expresión que revelaba algo así como una profunda antipatía—. Es un sentimiento común en nuestro trabajo.
Pensé en escribirle una carta anónima a Mario García Kohly denunciando a Bárbaro como agente castrista. Pronto supe, nuevamente por Fuertes, que Trafficante, maestro de ceremonias de todas las intrigas, también estaba en estrecho contacto con Kohly.
Entonces, ¿cómo podían decidir Kohly y Masferrer si convenía eliminar a Toto o hacer negocios con él? Estraperlistas, asesinos, patriotas, renegados, informantes, traficantes de drogas y agentes dobles bogaban todos en la misma sopa. Una vez más, no pude por menos que deprimirme ante mi incapacidad para tratar con esa gente.
De pronto recibimos desde TRAX la noticia de que en la Brigada se había declarado un conflicto abierto entre facciones. Pepe San Román, el comandante, se había graduado en la academia militar de Cuba cuando el país estaba bajo el régimen de Batista, y más tarde se había distinguido en el Ejército de los Estados Unidos. Probablemente ésa era la razón por la cual el Cuartel del Ojo lo había elegido. Sin embargo, los hombres que habían actuado a las órdenes de Batista no eran vistos con buenos ojos por aquellos que habían peleado con Castro en Sierra Maestra; a su vez, ninguno de los dos grupos era del agrado de los reclutas más jóvenes. Dada la existencia de estas facciones, en la Brigada se produjo una huelga; el adiestramiento había cesado; Pepe San Román había renunciado. Aseguraba que no podía conducir a la batalla a hombres que no confiaban en él. A pesar de ello, el oficial estadounidense que servía de enlace con la Brigada lo restituyó en el cargo. Las tropas en huelga amenazaron con amotinarse. Antes de que recomenzase el adiestramiento, sesenta hombres fueron dados de baja. Los demás descontentos sólo estarían de acuerdo en reintegrarse a sus tareas si se permitía a Faustino Bárbaro a que visitase el campamento. Empezaba a darme cuenta de por qué mi padre no tenía ninguna prisa en librarse de Toto.
Finalmente, el Cuartel del Ojo aceptó la petición del Frente, de visitar TRAX. Artime volaría hasta allí con Bárbaro; Hunt los acompañaría, y también yo, «por orden de Halifax», según explicó Hunt.
«Bien —le dije a Howard—, un poco de habilidad y un montón de nepotismo sirven de mucho.» Creo que el comentario le gustó. Yo estaba excitadísimo. Al diablo con el nepotismo. Ésa era la primera excursión seria en que intervenía para la Agencia, y llegaba en buen momento, pues contribuía a destacar las ventajas de vivir sin una mujer. Modene seguramente no habría creído mis falsas explicaciones. No tenía que sufrir por estar en un lugar desde donde no podría telefonearle. Debía preparar mi equipaje, comprar repelente de mosquitos, buscar un par de botas, y partir.