Omega-10

Rosen y yo estábamos sentados en el aura del fuego. Así como el silencio se compone de pequeños sonidos —el rumor, por así decirlo, de hechos invisibles—, igualmente el hogar parecía un bosque en llamas. Yo prestaba atención a las transformaciones mágicas de los leños ardientes. Los universos se curvaban el uno hacia el otro, explotaban; la ceniza se espesaba, transformándose de membrana en sudario. Podía oír cada fibra que escupía su maldición a las llamas.

Rosen estaba repantigado en mi sillón favorito. Me acordé de un chiste que se hizo popular en la CIA poco antes de la esperada reunión cumbre de 1960 entre Eisenhower y Kruschov, la que nunca tuvo lugar debido a que el avión de Gary Powers fue derribado en Rusia. Kruschov le decía a Eisenhower: «Te amo». «¿Por qué me amas?», preguntaba Eisenhower. «Porque eres mi igual. Eres el único que tengo en todo el mundo.»

Rosen era mi igual. Harlot era una manifestación del Señor, y ambos lo habíamos conocido juntos.

—¿Cómo pudo haberlo hecho? —exclamó Rosen.

—Lo sé —murmuré, lo que quería decir que no lo sabía.

—Literalmente me convirtió al cristianismo —dijo Rosen—. Me convertí debido a Hugh Montague. ¿Sabes lo que significa para un judío? Hace que te sientas un Judas con tu propia gente.

Traté de examinar mi almidonada alma —almidonada, tenía que reconocerlo, en sus cariños y en sus odios— para determinar si no había sido demasiado duro con Rosen. Siempre pensé que se había convertido para conseguir ciertas ventajas profesionales. ¿Había sido injusto con él? ¿Lo había censurado todos esos años sólo porque una vez lo sentí inferior a mí? En los viejos días de esclavizante adiestramiento en la Granja, nuestro grupo de novatos solía considerar a Rosen un bebé judío de clase media de los suburbios del Bronx. Pero yo agradecía que estuviera conmigo. Por los azares del sorteo, Rosen y yo habíamos sido asignados a un pelotón de adiestramiento con una proporción demasiado alta de novatos muy rudos. La mitad era capaz de trepar un muro de cuarenta metros más rápido de lo que yo tardaba en mirarlo. Estando Rosen presente, se reían de él en vez de reírse de mí. Es conveniente tener cerca a un tipo así. Por supuesto, quizá se reían porque era su judío simbólico que hacía el trabajo de un gentil, y creo que a Rosen eso le enfermaba el alma. Sé que yo sufría con él, porque por parte de mi madre tengo un octavo de sangre judía, la proporción necesaria para saber qué hacer. En este momento, no obstante, Rosen era mi único igual en todo el mundo. ¿Habría desertado Harlot? ¿Cómo abarcar en toda su magnitud lo que eso significaba? Mucho más fácil sería meter la mano en el agua y atrapar un pececillo.

Sentado junto al fuego rememoraba la figura de Harlot tal cual había sido antes de los cincuenta años, en la plenitud de su estado físico, con su cuerpo tan en orden como su bigote. ¿Cuántas veces me había sentado junto a él en Langley mientras sobre una pantalla proyectaban los rostros de agentes del KGB? El oponente luce astral cuando se lo aumenta tanto. He visto caras de un metro y medio de altura, la luz de cuyos ojos parecía abismarnos en su interior, como si iluminásemos con antorchas los oscuros rincones de sus actos. Así se me aparecía ahora el rostro de Harlot en el hogar, de metro y medio de altura y lleno de fuerza. Rompiendo el silencio, Rosen preguntó:

—¿Crees que sería posible hablar con Kittredge?

—¿Ahora?

—Sí.

—¿No puedes esperar? —pregunté.

Se tomó su tiempo para considerarlo.

—Supongo que sí.

—Ned, ella no sabe nada acerca de los Grandes Santones.

—¿No?

Pareció sorprendido.

Era la clase de sorpresa que me molestaba. Parecía perdido.

—¿Te parece extraño? —pregunté.

—Bien, últimamente ha estado en Washington el tiempo suficiente para haber visto a Harlot.

—Como viejos amigos —dije.

Nos deslizábamos el uno alrededor del otro, igual que un par de luchadores cuyos cuerpos se han vuelto tan resbaladizos por el esfuerzo que ya no pueden asirse.

—¿Realmente crees que él le pudo contar algo? —pregunté. Yo no sabía que ella estaba viéndose con Harlot. Cada dos o tres semanas me dejaba para visitar a su padre, Rodman Knowles Gardiner, quien estaba próximo a la mágica edad de noventa años, y si digo mágica es porque los actos comunes de todos los días, como dormir, evacuar y alimentarse, sólo podían lograrse mediante conjuros, hechizos, y los rituales, interminablemente repetitivos, de los viejos. «¿Cómo has dicho que te llamas, muchacha... ah, sí, Kittredge... qué nombre más bonito... así se llama mi hija. ¿Cómo te llamas tú, muchacha?»

Una vez visité Oneonta, Nueva York, donde había nacido el doctor Gardiner y ahora era su lugar de residencia en una clínica geriátrica. Con una vez tuve bastante. Ya es suficientemente alto el precio que hay que pagar en el matrimonio para que además tengamos que ver a nuestro suegro, con quien nunca ha existido la menor simpatía mutua, caminando hacia la muerte. Creo que la última reserva de vieja astucia animal que le quedaba al doctor Gardiner estaba tratando de decidir cuál de las siete puertas de la muerte traspondría. Los números pueden ser tan ambivalentes como una belleza perturbada, y ninguno más que el siete, las siete puertas de la Custodia para la buena suerte, y las siete puertas de la muerte, o al menos así lo veía yo: el fin por causas naturales como cáncer, ataque al corazón, parálisis, infección, hemorragia, asfixia y desesperación. Hablo como un medievalista, lo sé, pero no totalmente en broma: en el curso de una muerte lenta me parecía natural poder elegir la salida. Morir, por ejemplo, a causa del hígado o los pulmones, el cerebro o los intestinos. Así que no, no quería presenciar cómo el doctor Gardiner seguía deliberando ante las extremadamente pacientes puertas de la muerte, mientras su hija se veía obligada a cruzar aquellas grandes extensiones de apatía entre un eructo cotidiano y el siguiente de un hombre muy viejo con cinco sentidos casi perdidos y el sexto más débil que nunca.

Cada fin de semana, cuando mi esposa iba a visitarlo, me conmiseraba en secreto de ella y agradecía que no me pidiera que la acompañase, o que ni siquiera me insinuase que realmente necesitaba mi compañía para un viaje tan desolador (la distancia que separa Mount Desert, Maine, de Oneonta, Nueva York, parece interminable, no importa el medio de transporte que se use). Yo, por mi parte, la amaba mientras estaba ausente, la echaba de menos, y el par de ocasiones que aproveché estos viajes para hacer una visita a Chloe, me sentí tan culpable que tuve que admitir que Kittredge había ganado. Jamás me sentí más próximo a mi mujer que cuando probé el ajo silvestre de la traición. No es de extrañar, entonces, que jamás lo haya olido en ella, ya que estaba ocupado comiéndolo yo.

Entonces recordé sus llamadas telefónicas. Era ella quien siempre me llamaba desde Oneonta. «Así es más fácil.» Aunque no lo hacía tan a menudo. Después de todo, ¿de qué podíamos hablar, de que su padre seguía igual?

En este momento, sin embargo, ya no podía evitar las cuestiones desagradables. ¿Se veía con Harlot porque su amor por él era imborrable? ¿O era por lástima? No. No me engañaría visitándolo cada quince días sólo por lástima. ¿Acaso estaba al tanto de los Grandes Santones y no lo compartía conmigo porque Harlot no quería que ninguno de los dos supiera de la participación del otro? (¡A menos que ella sí lo supiera!) Me sentía como un esclavo rebelde atrapado dentro de una pirámide: cada nueva pregunta era una pesada lápida de crueldad sobre mi espalda. Pues, ¿qué es la crueldad sino presión sobre la parte de la carne que más duele, intolerable como la confusión para una mente cansada? Yo arrojaría todas las piedras. No toleraría otra pregunta.

—Si quieres —le dije a Rosen—, iré arriba por Kittredge.

Meneó la cabeza.

—Esperemos un minuto. Quiero asegurarme de que estamos preparados.

—¿Por qué, qué pasa ahora?

—Tal vez sería mejor que volviéramos a examinar el caso. Consideremos que, después de todo, efectivamente se trata del cuerpo de Harlot.

Suspiré. Suspiré con ansias. No nos diferenciábamos mucho de dos parteras que presencian el nacimiento de un monstruo; nos unía una misma y horrenda obsesión. ¿Qué es la obsesión sino la incapacidad de saber si el extraño objeto que acaba de entrar en nuestra vida es A o Z, bueno o malo, verdadero o falso? Sin embargo, ahí está, ante nuestros ojos, como un obsequio ineludible del más allá.

—No creo que sea el cuerpo de Harlot —dije.

—Pero considera la posibilidad —dijo—. Por favor.

—¿De qué modo? ¿Asesinato? ¿Suicidio? Debo de haber gritado.

—Basándonos en los hechos, el suicidio me parece dudoso —dijo—. Él estaba acostumbrado a impulsar el bote con los brazos, pero le habría costado mucho ponerse en posición en la borda sin ayudarse con la espalda o los muslos. Habría necesitado cogerse a algo con una mano, mientras sostenía el arma con la otra. Luego habría tenido que caer de espaldas en el agua. ¿Por qué adoptar una postura tan incómoda para suicidarse?

—Para no ensuciar el bote con sangre.

—Ése es un motivo a tener en cuenta. Podríamos avanzar de un diez por ciento de posibilidades a un veinte por ciento.

—Todo ayuda —dije.

Me sentía muy mal. El alcohol volvía a surtir efecto. Podía sentir las primeras advertencias que emanaban de otro monstruo. Una o dos veces al año sufría un prodigioso dolor de cabeza, pariente cercano de una migraña, que al día siguiente me dejaba una breve secuela de amnesia: era incapaz de recordar las últimas veinticuatro horas.

Ahora parecía estar a punto de desatarse otra de esas tormentas en los trópicos de mi mente. Trópico de Cerebro. Trópico de Cerebelo.

—Lo principal, Arnie —dije—, es mantener la médula limpia.

—Harry, eres un caso único. ¿Es todo lo que tienes que decir? Por favor, no te escapes por la tangente.

—Los ingleses —dije— tienen un test para comprobar el grado de vulgaridad. Es éste: ¿Bajas las escaleras correctamente? ¿Glenlivet, viejo camarada? —Serví el scotch. Al diablo con el dolor de cabeza que se avecinaba. Hay huracanes que se extinguen cuando soplan sobre el mar. Vacié el vaso de dos tragos y volví a llenarlo — . Muy bien. Asesinato. A manos de nuestra gente.

—No descartes al KGB.

—No, hablemos de asesinato a manos de nuestra buena gente. Lo has pensado, ¿verdad?

—Vuelvo siempre a lo que tú dijiste.

Sí, podía sentir cuan real era para él desde que me oyera decirlo.

—Miles de millones —dije—. Alguien que puede llegar a perder mil millones de dólares, o incluso más.

—Cuando las sumas de dinero son tan grandes, no se matan individuos —dijo Rosen.

—Individuos, no. Indios. Veinte o cuarenta indios. Todos muertos.

¿Estaría pensando yo en Dorothy Hunt? Algo le había pasado a Rosen. Consideré que su reacción a mi última observación era exagerada, hasta que me di cuenta de que alguien de fuera le estaba hablando por un walkie-talkie. Apretó la mano derecha contra el audífono color piel que llevaba en el oído y asintió varias veces, luego buscó algo en el bolsillo superior de la chaqueta y sacó un micrófono negro del tamaño de una estilográfica.

—¿Estás seguro? —preguntó, y escuchó un momento—. Está bien, fuera.

Se dirigió nuevamente a mí. Su voz no era simplemente baja, sino casi inaudible. Había empezado a golpear el vaso de whisky con la pipa de una manera reiterativa y desconcertante: un método tradicional de defenderse contra cualquier tipo de electrónica que estuviese interceptando nuestra conversación en el cuarto.

¿Por qué empezaba a hacerlo ahora, entonces? Me pareció probable que uno de los guardias de fuera hubiese traído un equipo electrónico adicional para detectar cualquier acercamiento inesperado. Acababan de alertar a Rosen. Ésa parecía ser la explicación más simple de su comportamiento. Su voz se convirtió en un silbido apagado, como si algo muy pesado le estuviese oprimiendo el pecho. Finalmente, su voz se hizo tan débil que sacó una libreta, escribió una frase, la levantó para que yo leyera, y luego arrojó el papel al fuego.

«Se me ocurre el nombre de alguien —había escrito Ned Rosen—, que hizo una gran fortuna mientras trabajaba con nosotros. Pero ya no está a bordo.»

Me puse de pie para atizar el fuego. Sentía en mi corazón la ausencia del tiempo. Cada latido parecía hacer una pausa larga y deliberada. Podía sentir los fuelles de mis pulmones subiendo y bajando. La confirmación de una hipótesis es una de las emociones más ricas que le quedan al temperamento moderno.

Ned podía darme un nombre, pero no iba a hacerlo. Su aliento no se lo permitiría. El sabueso del temor estaba alojado en sus pulmones. Y yo tampoco podía pronunciar ese nombre, aún no. Mi memoria se parecía demasiado a esos antiguos tubos de bronce que antes, en los grandes almacenes, llevaban de un piso a otro el dinero y el cambio de las compras que se hacían. El nombre podía estar insertado en el tubo, y ya en camino, pero, ¡ay, mi cerebro!, había pisos y pisos que subir.

Entonces, antes de lo esperado, el nombre de la persona vino a mí. Hubo como una explosión en mi mente.

Extendí la mano para tomar la libreta de Rosen, «¿Estás pensando en nuestro viejo amigo de la Granja?», escribí.

«¡EXACTO!», escribió a su vez Rosen en mayúsculas.

«¿Puede ser realmente Dix Butler?», escribí.

—¿Cuánto hace que no lo ves? —preguntó Rosen en voz alta.

—Diez años.

Tomó la libreta. «¿Has estado alguna vez en Thyme Hill?»

—No —dije en voz alta—, pero he oído hablar de él.

Rosen asintió, arrojó el papel al fuego y, como si el peso de este diálogo lo hubiera fatigado, se recostó sobre el sillón.

Medité acerca de su afán. Es una palabra extraña, pero creo que apropiada. Reaccionaba como si estuviese realizando una tarea muy dura. Se me ocurrió que llevaba más de un peso de ansiedad. Hasta ese momento, sin embargo, no había mostrado su carga. No hasta ese momento. Los tres hombres del bosque cobraron un nuevo significado. No estaban allí por mí. Esperaban que llegase alguien.

Rosen se incorporó, asintió como para asegurarme de que todo estaba bien —¿qué estaba bien?—, luego sacó una cajita de píldoras del bolsillo superior de su chaqueta, extrajo una píldora blanca tan pequeña que supuse sería nitroglicerina para el corazón y se la puso debajo de la lengua con cierta ternura, como si estuviera ofreciendo un bocado a un animalito doméstico. Luego cerró los ojos para absorberla.

Probablemente había estado esperando a Dix Butler toda la noche. ¿Por qué otra razón iba a escribir «EXACTO»?

«PRIMITIVO», debería haber respondido yo. ¿Quién diría que no recibimos mensajes el uno del otro sin firmar el recibo? ¿Habría empezado a pensar en Dix Butler porque Rosen estaba preocupado por él?

Permanecimos sentados allí, cada uno en lo suyo. ¿Quién sería capaz de saber qué compartíamos? «Millones de personas caminan por la tierra sin ser vistas.» El intervalo de silencio volvió a prolongarse.

El fantasma de Harlot
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