13

Todo lo que sé sobre el almuerzo de J. Edgar Hoover con Jack Kennedy se basa en lo que Kittredge me informó acerca de él. Sin embargo, solía pensar si realmente habría tenido lugar, hasta que por fin adquirió la existencia incontrovertible que por lo general reservamos para unos cuantos recuerdos poco comunes. Lo que ofrezco, por lo tanto, es una suposición, aunque estoy dispuesto a jurar que no podría haber sucedido de otra manera.

Recuerdo, sí, un detalle que Jack le comunicó a Kittredge. Se trata, simplemente, de que Hoover no aceptó tomar un aperitivo antes del almuerzo, pero está claro que basta el hueso de un fósil para que calculemos las dimensiones del dinosaurio.

—Bien, brindaré por usted, ya que usted no brinda por mí —dijo Jack Kennedy—. ¿Está seguro de que no quiere un Campari? Me han dicho que le gusta mucho.

—Tal vez su información no sea del todo digna de confianza —respondió J. Edgar Hoover—. En raras ocasiones he aceptado un martini para el almuerzo, pero hoy beberé un poco de soda. —Tomó un sorbo de su vaso—. Es una verdadera lástima que la señora Kennedy no nos deleite con su presencia.

—Ayer por la tarde viajó a Hyannisport con los niños.

—Sí, ahora que lo menciona, alguien me habló de ello.

—Sólo usted y yo, según su expreso deseo —dijo Kennedy.

—En efecto. Según mi deseo. Bien, lamento no poder saludar a su hermosa mujer. Según he visto por televisión, estuvo excelente durante su gira por Europa. Opino que su contribución fue tan notable como positiva.

—Por cierto que sí —dijo Kennedy—. ¿Tiene usted tiempo para ver la televisión, señor Hoover?

—En la medida en que mis múltiples obligaciones me lo permiten, lo cual, como usted imaginará, no es frecuente. Pero sí, disfruto de la televisión.

—¿Y cuál es su programa favorito?

—Hace un par de años era La pregunta de los sesenta y cuatro mil dólares. Creo que podría haber ganado mucho dinero de haber participado.

—Me imagino que su éxito habría sido sensacional.

—Lamentablemente, ya no es posible. Como uno más de los millones de espectadores de ese programa, me sentí muy decepcionado al enterarme de que los productores hacían trampa con los resultados. Qué ejemplo sórdido de corrupción en algo supuestamente respetable. La conducta de Charles van Doren ha sido imperdonable.

—Qué interesante —comentó el presidente—. ¿Por qué lo nombra precisamente a él?

—Porque no tiene excusa. ¿Cómo puede un hombre con todas sus ventajas implicarse en una actividad ilícita como ésa? Las personas de otros grupos étnicos siempre utilizan la excusa de la pobreza, pero ¿qué puede aducir Charles van Doren como razón para aceptar las respuestas correctas por adelantado? Personalmente, lo atribuyo a la permisividad imperante en las mejores universidades del Este. Pero mejor pasemos a temas más placenteros. Le aseguro que quedé encantado con la hazaña de John Glenn. No hay duda de que los rusos han empezado a sentir nuestro aliento en su nuca.

—Me alegra que lo vea de ese modo —dijo Kennedy—, porque en ocasiones parece como si fuéramos quinientos metros detrás de ellos en una carrera de mil quinientos.

—No tema, señor presidente. Les daremos alcance.

Empezaron a almorzar.

Mientras tomaban la sopa de cebada, el presidente se refirió a los cien puntos que había anotado recientemente Wilt Chamberlain en un partido de la liga de baloncesto.

—¿Cuándo fue? —le preguntó Hoover.

—Hace unas tres semanas. Es una hazaña increíble. ¿Acaso no se enteró?

—Sí, me enteré, pero el baloncesto no me interesa.

—¿De verdad?

—Me aburre. Cada veinticuatro segundos, diez gigantes saltan por el aire para coger el balón.

—Sí —dijo Kennedy—, y nada se puede hacer al respecto, ¿no?

—Bien, no sé qué quiere decir, exactamente.

—A mí me maravilla la manera en que los atletas de color se van apoderando de ese deporte.

—¿No está usted atribuyendo otro sentido a mis palabras? —le preguntó Hoover—. Yo no dije que se tratara de gigantes negros.

—De hecho, no lo dijo.

—Estoy dispuesto a apoyar los objetivos respetables de la gente de color, pero nos enfrentamos a un problema serio. Esta gente parece demostrar mayor aptitud para producir grandes atletas que grandes líderes.

Sirvieron rosbif con patatas y guisantes. Cuando el camarero negro se retiró, Jack Kennedy volvió a hablar.

—Yo no sé si dudaría en afirmar que Martin Luther King es un gran líder.

—Pues yo sí —dijo Hoover—. Me lo pensaría muy bien antes de atribuirle nada positivo.

—Lo que usted dice es muy fuerte, señor Hoover.

—Nunca empleo palabras fuertes hasta que lo hago, señor presidente. Martin Luther King es el mayor mentiroso de nuestro tiempo, y puedo probarlo. Si algún día llegase usted a necesitar información sobre él, le aseguro que tengo suficientes pruebas en su contra como para hacerle olvidar algunas de sus exigencias más ultrajantes.

—No lo dudo —dijo Kennedy—. Uno de estos días me permitirá examinar esos archivos especiales, ¿verdad, señor Hoover?

—En realidad —dijo Hoover—, si estoy aquí hoy, es a causa de mi preocupación por un asunto que figura en mis archivos.

—¿Referido a qué?

—Bien —respondió Hoover—, referido a las relaciones de uno de sus amigos.

—¿A cuál de mis amigos? —preguntó Jack Kennedy.

—A Frank Sinatra.

—Frank no tiene muchas relaciones, ¿o sí?

—Señor presidente, no se trata simplemente de que la Prensa sobredimensione el hecho de que un artista estreche determinadas manos a quienes ocupan algunas mesas en un club nocturno. Esto tiene que ver con las relaciones permanentes de Sinatra con Sam Giancana, una de las mayores figuras de la Mafia. Y también tiene que ver con una jovencita que al parecer ha compartido los favores con ambos caballeros, y, según tenemos razones para creer, también con otros.

Kennedy permaneció en silencio.

Hoover permaneció también en silencio.

—¿Desea una taza de café? —preguntó Kennedy.

—Creo que sí.

El presidente hizo sonar una campanilla y el camarero de color trajo el café. Cuando se fue, Kennedy dijo:

—De modo que se trata de eso. Usted está sugiriendo que mi amigo Frank Sinatra debería cuidarse de relacionarse con gente como Sam Giancana.

—Sí —dijo Hoover—, eso sería conveniente. Quedaría un cabo suelto.

—¿Cómo de suelto?

—Simplemente suelto, diría yo. La joven de inclinaciones promiscuas se llama Modene Murphy, y parece ser muy amiga de uno de los secretarios del presidente, aquí en la Casa Blanca.

—Extraordinario. Tendré que ocuparme de eso. No me imagino cómo pudo enterarse de nada a través de nuestras líneas.

—No podemos hacerlo, ni lo haríamos tampoco. Al respecto, puede usted dormir tranquilo. Sólo que, debido a la relación continua de la señorita Murphy con Sam Giancana, consideramos necesario obtener acceso a sus comunicaciones telefónicas. No fue un caso rutinario. El señor Giancana envía a su gente de manera regular a echar un vistazo al teléfono de la señorita Murphy. No obstante, obtuvimos una inserción temporal y pudimos verificar que, en ocasiones, y a veces durante varios días consecutivos, ella está en contacto con los circuitos de la Casa Blanca. —Terminó su café y se puso de pie—. Por supuesto, dejaré este asunto en sus manos. Cuando la señora Kennedy regrese de Hyannisport, salúdela de mi parte, por favor.

Mientras se dirigían a la puerta, hablaron del entrenamiento de los deportistas durante la primavera. El señor Hoover viajaba a St. Petersburg para ver a los Yanquis, y Jack Kennedy le pidió que transmitiera sus saludos a Clyde Toisón, quien lo acompañaría. El señor Hoover le aseguró que se los daría.

El fantasma de Harlot
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