33

El 18 de noviembre, el presidente Kennedy pronunció un discurso por televisión durante la cena de la Asociación Interamericana de Prensa que tuvo lugar en Miami. Dix Butler y yo lo vimos en un bar.

No pude evitar comparar lo que vi esa noche con la recepción apocalíptica que once meses atrás Jack Kennedy había tenido en el Orange Bowl. En esta ocasión nadie lo aplaudió puesto de pie al concluir su discurso, que en su mayor parte fue recibido en silencio. La audiencia, compuesta en su mayoría por exiliados de Miami, exhibía sus sospechas. Cuando Kennedy se refirió a «la pequeña pandilla de conspiradores cubanos» como un arma empleada «por poderes externos para subvertir el orden en las demás repúblicas americanas», y agregó que «esto, y nada más que esto nos divide; mientras continúe, nada es posible; sin esto, todo es posible», no hubo una gran reacción.

Más tarde, Butler dio su veredicto.

—¿Quieres saber cuál fue su mensaje? Pues te lo diré: «Líbrese de la Unión Soviética y podrá tener su socialismo, señor Castro». —Me dedicó una sonrisa amplia y maligna—. Se me ocurre que esta noche una cantidad de cubanos de Miami le clavarán alfileres a la efigie de cera de Jack Kennedy.

—Yo no conozco a demasiados cubanos ya —dije.

—Nunca los conociste.

En ese momento a punto estuve de pagar mi cuenta y largarme de allí, en parte indignado por lo que Dix acababa de decir, en parte apesadumbrado por la verdad que sus palabras encerraban, pero me pasó el brazo por encima de los hombros.

—Eh, compañero, anímate. Tú y yo participamos de la acción en una lancha, ¿no?

—Es más fácil llevarse bien contigo cuando las cosas ocurren demasiado aprisa como para que puedas abrir la boca —dije.

—De acuerdo. Vuela con los gansos silvestres. —Asintió — . Hubbard, éstas son las copas de la despedida. He conseguido que me trasladen a Indochina. Vuelvo al mejor hachís del mundo. —En ese momento tomaba bourbon con hielo, acompañado de cerveza—. Dile adiós de mi parte a Chevi Fuertes.

Bien, los giros de la conversación con Butler siempre eran lo suficientemente abruptos para dar vuelta a la esquina en cualquier momento.

—¿Dónde está Chevi? —le pregunté.

—No lo sé.

—¿Lo has visto?

—Desde la última vez que hablamos, sí. En realidad, sí. Lo he visto. De hecho, lo puse a parir. —Asintió ante la contundencia de la imagen—. Lo llevé a mi habitación de hotel, solo, y lo acusé de ser del KGB.

—¿Cómo conseguiste que fuera?

—Ésa es toda una historia. No importa. Aunque resulte difícil de creer, le gusta mi compañía. Estaba impecable. Traje azul claro, camisa amarilla, corbata anaranjada. A su lado, tú y yo habríamos parecido un par de soplapollas, Hubbard, porque Chevi sabe combinar los tonos pastel. Para ser un gordo traidor, se lo veía muy guapo. Podría abrir una tienda de ropa masculina en el centro. «Perdóname, pero verte me da tanta impresión que tengo que ir al lavabo», le dije. Y era verdad, Hubbard. Evacué.

Me sentí tentado de sugerirle a Butler que si alguna vez ascendía a las altas jerarquías de la Agencia le convendría no referirse a su actividad intestinal, pero resistí el impulso. Mejor así. Él quería hablar.

—Cuando volví, coloqué a Chevi en un sillón y empecé a trabajarle ambos lados.

—¿Ambos lados?

—De la cara. Una buena bofetada en la mejilla izquierda, otra en la derecha. Tenía el anillo puesto, de modo que eso hizo saltar el corcho. Empezó a sangrar sobre la camisa amarilla y la corbata anaranjada. Me llamó idiota y bestia. Le repliqué: «No, Chevi, es peor que eso. Esta noche vas a confesar que perteneces al DGI». Debías haber visto el discurso que pronunció sobre las complejidades de su trabajo. Si lo hubiera grabado, podría dar conferencias en Langley. Por fin reconoció que sí, tenía tratos. Después de todo, había hecho conexiones para mí con todos los grupos de exiliados, MIRR, Alfa 66, Comandos L, Trece de noviembre, MDC, Interpen, Cruzada para una Cuba Libre, Liga Anticomunista del Caribe. No paraba de hablar. Debe de haberse imaginado que mientras hablara no le pegaría. Enumeró cada una de las razones por las cuales él es nuestro agente mejor pagado en Miami.

«—Vayamos al grano —dije—. También tienes tratos con el DGI.

»—Sabes que es así —dijo—. Tú me alientas a ello.

»—Sí —admití—, siempre que sigas mis instrucciones al pie de la letra.

«—Comprendido —dijo.

»—No, comprendido no. Has doblado esquinas peligrosas. Das al DGI más de lo que te permito.

»—Tal vez amplíe los límites —admitió.

—¿Chevi admitió eso? —pregunté.

—Por supuesto. Estaba bajo presión.

»—Sí —dije—. ¿Cómo ampliaste esos límites?

«—Tienes que entender el juego —dijo.

»—Lo entiendo.

«—Entonces comprenderás por qué le he dado material al DGI para aumentar su confianza en mí.

»—Sí —dije—, creemos que eres un agente doble que trabaja para nosotros. Y quizás ellos también lo crean.

»—Sí —dijo—, pero están equivocados.

»—No —repliqué—, los del DGI no son estúpidos. Quizá les estés dando tanto como a nosotros, o puede que incluso un poco más.

»—¿No? —pregunté.

»—En mi peor aspecto, soy un mercado neutral.

«—¿Eso incluye ponerlos al tanto de la noche en que haremos un ataque? ¿Es por eso que capturaron a dos de mis hombres, y que mi nombre fue mencionado por la televisión de La Habana?

»—No —respondió—. Soy un mercado neutral. Doy información limpia a ambos bandos.

«Entonces vi su manera de actuar.

»—Tú —le dije— tienes tu hombre en el DGI. Sois íntimos amigos. Os dais por el culo el uno al otro. ¿No es así, jodido marica?

»—No —respondió.

»—Sí —insistí—. Eso ya es malo de por sí, pero ¿por qué le diste al DGI la fecha de mi ataque?

»—No —dijo—, yo no haría eso...

Butler se detuvo y me miró. Una vez mi padre me contó que los grandes animales, mientras agonizan después de haber sido heridos por un cazador, atraviesan por distintas expresiones. Vi a Butler maligno, apesadumbrado, contento, aterrorizado, luego satisfecho consigo mismo durante los siguientes veinte segundos.

—Hubbard —prosiguió—, lo cogí de las solapas, lo levanté del sillón, lo arrastré hasta el cuarto de baño y le metí la cabeza en la taza del water. No te ruborices, muchacho. No había dejado correr el agua anticipándome a lo que vendría. Soy un oficial de caso muy calculador. Le dije que si no confesaba conocería el verdadero sabor de la verdad. «No lo hice. Dix, amigo, créele a Chevi», imploró. No iba a mostrarme insistente. Reconozco que, invariablemente, la amenaza es mayor que la ejecución, pero el poder de algo que llamaría la fuerza de la consumación se apoderó de mí. Le metí la cabeza en esa taza hedionda, y se la restregué. No dejaba de gritar: «¡Cuba, sí! ¡Castro, sí!».

El barman se acercó.

—Por favor, caballeros, si van a hablar de Castro bajen la voz. Hay un par de cubanos aquí, clientes regulares... —Al ver la mirada de Butler, agregó—: Gracias.

Y se marchó.

—La próxima vez —me dijo Butler— será mejor que venga con un bate de béisbol.

Guardé silencio. Por lo general, permanecía callado con Butler.

—¿Confesó? —pregunté por fin.

—No —respondió Butler—. Cada vez que le levantaba la cabeza, decía: «Lo que guardo dentro de mí, jamás conseguirás sacármelo». Increíble. «Lo que guardo dentro de mí, jamás conseguirás sacármelo.» Finalmente lo metí en la bañera y abrí la ducha. En realidad, me metí yo también. Empecé a limpiarlo, restregándolo, y se enloqueció. Era como haber encerrado a un mapache en un cubo de basura. Salté de la bañera. No podía dejar de reírme. Pero casi me echo a llorar. En ese momento, amé a Chevi Fuertes. Lo amo ahora.

—¿Qué?

—Sí. Estoy borracho perdido. Pero él tenía la cara llena de mierda. Por coerción. Me siento fatal por haberle hecho eso. Porque disfruté haciéndolo, y ahora disfruto del remordimiento que siento. Hubbard, estoy perturbado. Ha desaparecido con su amante del DGI. Creo que está en Cuba, y yo voy a Indochina. Disfrutar del combate es el único don que Dios me ha dado.

—Vámonos de aquí —dije.

—¿Actué bien o mal? —Sabes lo que te contestaré.

—¿Y si me traicionó?

—¿Y si estabas equivocado?

—Puedo sentir la ira en tu boca —dijo Butler—. De modo que no me importa cómo me juzgues. No me importa. Si hice eso a Chevi fue porque decidí hacerlo. Hubbard, no podrás creerlo, pero me gustaría convertirme en un oficial de caso tan calculador como tú. —Se echó a reír—. Créeme, exportaré opio a Hong Kong.

Me las arreglé para llevarlo a su hotel sin problemas. Es lo único bueno que hice esa noche. Cuando regresé a mi apartamento, encontré un sobre que habían pasado por debajo de la puerta.

18 de noviembre

Estimado Peter (alias Roben Charles):

Peter, en Montevideo me pareciste un tipo honesto. Entonces eras sorprendentemente ignorante de las cosas del mundo, aunque no más ignorante que tus colegas, esos necios cowboys de la CIA. Ya he tenido bastante. Cuando leas esto, estaré en Cuba, si bien esa decisión me ha arrastrado, desilusionado conmigo mismo, por un peregrinaje a través de las seducciones de tu mundo, al que me adherí excesivamente. ¿Comprendes? Solía despreciar a los comunistas porque fueron a quienes primero pertenecí, y sabía que eran espiritualmente hipócritas. Cuando estaba en su compañía, cosa que en Uruguay era constante y permanente, sentía que la honestidad moría dentro de mí, y despreciaba su falsedad. Nunca hacían nada convencidos de que lo hacían por ellos mismos; no disfrutaban de una buena comida porque eran glotones y les gustaba serlo, sino que comían porque era su deber mantener la moral en función de la causa. Mentiras. Avalanchas de mentiras. Mi mujer era lo peor. Poder, corrección, rectitud. La odiaba lo bastante como para odiar a todos los comunistas. No hacía más que desear estar otra vez en Harlem, donde había vivido con una prostituta negra. Ella era voraz, tenía una línea recta que iba a su estómago y a su cono. Le gustaba el hombre que hablaba en voz alta, y no el petimetre de voz suave. Era una mujer simple. Era el capitalismo. Llegué a la conclusión de que el capitalismo era el mal menor.

Cuando uno hacía algo, lo hacía para uno mismo. Y resultaba. Menos por menos es más. Un mundo de gente voraz compone una sociedad buena. El capitalismo era surrealista. Me gustaba.

Pero ahora llevo meses viviendo bajo las órdenes de un capitalista blanco, Dix Butler, que algún día será muy rico, porque está hecho con la madera de los que amasan fortunas. Lo que hace siempre es para sí, y me he dado cuenta de que eso es peor. En nombre de su principio, que es él mismo: «Aquello que me hace sentir bien es el bien». Ernest Hemingway, ¿verdad? Y fue debido a ese principio que di con mi cabeza dentro de una taza llena de mierda. Para mayor información, dirigirse a Dix Butler. Perdóname. A Frank Castle. Dile a Frank Castle que el DGI conoce su verdadero nombre. Dix Butler. Ayer mismo se lo proporcioné. ¿Cómo lo sé? Porque él me lo dijo cuando hacíamos el amor. Sí, he tenido una relación con Dix Butler. ¿Te sorprende? Yo, que solía ser uno de los principales sementales blancos en Harlem y Montevideo, he perdido toda conexión con mi hombría. Sí, estos últimos años, de hecho, después de trabajar para ti. Pero entonces abandoné Uruguay con el rabo entre las piernas. No era más que un traidor hijo de puta. En Miami seguí siéndolo, hasta que se transformó en un hábito cotidiano. Para mi alma, mi culo llegó a ser más importante que mi pene. ¿Por qué? No es ningún misterio. La virilidad es orgullo. Y yo era un montón de mierda. ¿Qué es el honor para un montón de mierda? El culo, sí señor. Si te digo todo esto, Peter, perdón, Robert Charles, rey de los inocentes, es porque sé que te escandalizará. Quiero escandalizarte. Eres tan ingenuo... Prodigiosamente ingenuo, pero intentas dirigir el mundo. Arrogante, ingenuo, incompetente, santurrón. Me juzgarás adversamente porque soy homosexual, pero tú lo eres más que ninguno de nosotros, aunque jamás lo reconocerás, ni a ti mismo, porque no te atreves a llevarlo a la práctica. Tú eres homosexual de la misma manera que los estadounidenses son bárbaros, aunque no lo practican abiertamente. Van a la iglesia. Y tú trabajas para tu país para no tener que mirarte al espejo con ojos escrutadores. No, miras a través de tu espejo-ventana de la CIA para poder espiar a los demás.

Me voy a Cuba lleno de miedo. ¿Y si los comunistas cubanos comunes y corrientes resultan ser tan estúpidos como los miembros del partido en Uruguay? Los Estados Unidos son el país ideal para la mierda. Incluso para la mierda como yo. Y me preocupa la posibilidad de que Fidel Castro no se haya sobrepuesto a su propia malignidad, siga siendo inmaduro y no esté dispuesto a reconocer que hizo mal en aceptar los misiles. Pero lo descubriré. Ya no podré ser indulgente con las dos mitades de mi naturaleza. Considera mi acto como un sacrificio personal. El comunismo triunfará hasta el punto en que la naturaleza humana pueda nadar a través de su propia mierda. Me siento como un pionero.

Suerte, buen hombre. Quiero que sepas que nunca dejaré de apreciarte. A pesar de todo, como dicen los ingleses.

Adiós,

CHEVI

Terminé de leer la carta. Su contenido seguía hirviendo en mi cabeza cuando sonó el teléfono. ¿Sería por algún matiz en el tono de la llamada que supe que era el señor Eusebio Fuertes quien la hacía?

—¿Dónde estás?

—Al otro lado de la calle. Te he visto entrar. Estaba esperando. ¿Has leído mi carta?

—Sí.

—¿Puedo ir a verte?

—Sí.

Fue todo lo que pude decir. Me había puesto a temblar. En una ocasión, estando en Maine, en una pared de roca del lado de los Acantilados, mis rodillas comenzaron a temblar de un modo que Harlot describió de inmediato como «estilo máquina de coser». Ahora me temblaban las manos. Sabía el motivo de la visita de Chevi.

Entró con expresión de alegría, como si hubiera accedido a ese estado de libertad de toda consecuencia que es indiferente al veredicto. Me vería obligado a tomar una decisión. Podía detenerlo, o darle permiso para marcharse a Cuba. Ambas opciones resultaban intolerables.

—Sí —me dijo—. He venido a decirte adiós. Mientras escribía la carta, pensaba que no lo haría. Sentía desprecio por ti. No quería verte. Pero ahora he terminado con todo eso. —Miró a su alrededor—. ¿No tienes algo de beber? —Me dedicó una sonrisa perversa—. ¿Un ron cubano?

Le entregué una botella de ron puertorriqueño, y un vaso. Mis manos, por suerte, no me traicionaron.

—¿Sabes por qué he venido? —preguntó.

—Creo que sí.

—¿Puedo agregar un pensamiento? Tú tienes vicios, Roberto, y muchos defectos, pero, ahora que he manifestado mi resentimiento, sigo considerándote un hombre decente. Por lo tanto, si me marchase sin despedirme violaría tu decencia. Y la mía. Creo que en el universo existe una economía de buena voluntad. Una economía que no es inextinguible.

—No —dije—, tú quieres que te arreste. De ese modo podrás encontrar un poco de paz. Hallarás una justificación para tu amargura. De lo contrario, quieres que te dé mi bendición. Entonces tendrás el placer de saber que por fin lograste conseguir que yo... —No sabía cómo decirlo—. Que yo violara la confianza de otros.

—Sí —dijo—. Tú y yo somos iguales.

—Vete al diablo.

—No puedes arrestarme. Veo que no puedes.

—Vete —dije—. Aprende todo lo que puedas acerca de Cuba. Volverás a nosotros, y entonces valdrás más.

—Estás equivocado —dijo—. Me convertiré en un decidido enemigo de tu país. Porque si me dejas ir, sabré que ya no crees en tu propia función.

¿Estaría en lo cierto? Sentí una furia insoportable. En ese momento pude haber sido físicamente tan poderoso como mi padre. Por cierto, no sentía otro temor que el de matar a Chevi, como digno hijo del Consejero Hubbard, con mis propias manos. Sí, lo haría pedazos, pero no podía entregarlo a nadie más. Era mi creación. Aun así, me resultaba imposible liberar mi mente de una mezcla horrenda de imágenes. Mientras contemplaba su acicalada presencia en mi sala, seguía viendo su cabeza metida en la taza del water de Butler.

—Haz el favor de irte —insistí—. No voy a arrestarte.

Apuró el vaso de ron y se puso de pie. Estaba pálido. ¿Podré sostener que era cristiano desear que se fuera a La Habana convencido a medias?

—Salud, caballero —dijo.

Finalmente, se marchó, y al cabo de diez minutos yo seguía maldiciendo. Tenía el dolor de saber que acababa de echar sobre mí una nueva obsesión. Sentía temor. Cuando unos días más tarde fui a Washington, el clima de la capital me pareció pesado, como cuando se aproxima un huracán a Miami, y no se trata de una observación menor: a pesar de sus vicios, Washington no tiene fama de que sus recintos sean frecuentados por fantasmas, ni de poseer una atmósfera misteriosa y espectral. Pero eso sentí. Había traicionado a la Agencia. Este sentimiento creció tanto que por fin ingresé en la matemática de la fe. El pecado y la penitencia se enfrentaban en las ecuaciones de mi mente. Hice un nuevo juramento: desde ese día, por mucho que la ansiedad o la falta de convicción me abrumasen, consagraría por entero mis esfuerzos al asesinato de Fidel Castro.

El fantasma de Harlot
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