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20 de octubre de 1961

Queridísimo Harry:

Si bien no puedo saber todo lo que te ha sucedido el año pasado, el desenlace de bahía de Cochinos debe de haberte afectado. Una buena parte de ti se identifica tanto con tu trabajo que cada revés de la Agencia debes de sentirlo como una pérdida personal.

Por supuesto, pienso en el Herrick Hubbard que conocí hacia 1959. Hemos perdido contacto el uno con el otro, pero quiero que olvides cómo me encontraba después del episodio en Paraguay.

He cambiado tanto en estos dos últimos años, que a veces creo que no soy la misma. ¿Podrás creer que, con la excepción de la visita mensual de Hugh y de la buena mujer de Maine que iba a limpiar cuatro veces por semana y se encargaba de Christopher, estuve sola en la Custodia, trabajando en mi libro y cuidando a mi hijo durante más de un año?

Pasar el invierno en Maine prácticamente sola es igual que estar suspendida en una campana de buzo. Rozas el fondo en los arrecifes, pero te sientes extraordinariamente fuerte cuando sales a la superficie. Eso mismo me sucedió a mí. Tuve un año curioso. Desarrollé una importante teoría psicológica. (Importante para mí. Para otros podría ser modestamente útil.) No es momento para que te hable de ella en detalle, pero puedo decirte que hoy en día dos de los problemas insolubles del psicoanálisis son el narcisismo y la psicopatía. Nadie sabe cómo tratarlos. En estas cuestiones, los freudianos son comparables a los cartógrafos del siglo XIV, que dejaban vastos espacios vacíos en sus mapas del mundo.

Bien, Alfa y Omega, si uno acepta la premisa, permiten una buena manera de encarar el problema. En este momento no estoy de ánimo para darte un resumen rápido de la teoría, de modo que sólo te diré que tratar de escribir un libro sobre el asunto agotó mi espíritu literario. Día tras día, a lo largo de un año, me debatí con el problema, y descubrí que excedía mi capacidad. Mi vida no ha sido lo bastante rica en experiencias para aportar a mi tesis los mil ejemplos cotidianos que exige. Quería producir una obra maestra, llena de percepciones intelectuales, pero otra vez tuve que reconocer que sólo soy una muchacha inteligente más que se casó demasiado pronto, fue madre demasiado pronto, y se preocupó demasiado por su cuenta bancaria y su carrera. De ese modo es imposible cambiar la historia.

Hace aproximadamente un año, Hugh empezó a importunarme pidiéndome que regresase a Washington. Hasta entonces se había tratado de una batalla de voluntades. Ambos sufríamos mucho, pero ni siquiera confesábamos que nos sentíamos levemente incómodos. Finalmente él dijo: «Quiero un matrimonio. Me he pasado la vida tratando de escapar de lo inevitable. No quiero acabar mis días en la celda de un monje».

Me sentí muy conmovida. Sabes que él adoraba a su madre y que de hecho durmió con ella en la misma cama hasta los diez años. Supongo que ésa era la manera que tenía ella de mantener al padre alejado. Luego ocurrió el desastre. A los once años, Hugh no sólo había perdido a su padre, sino que debía vivir con la horrenda posibilidad de que su madre fuese una asesina. Se alejó de ella y pasó la adolescencia solo. Entonces comenzó su afición por el montañismo. ¿Puedes creerlo? Este adolescente reservado hacía caminatas solitarias por las Rocosas, escalando rocas a su manera. Debemos valorar su honda desesperación y la drástica cura que se prescribió para controlarla a base de correr grandes riesgos. De pronto, después de tantos años de matrimonio, mi marido cobraba realidad ante mí. Me sentí prodigiosamente conmovida.

Una mitad de mí, mi Alfa, se derritió. Por su parte, mi Omega seguía tan dura como una piedra. Me sorprendí de mí misma. Por primera vez entendí lo dura que soy en el fondo de mi Omega. Le escribí diciéndole que regresaría sólo si podíamos cambiar los términos de nuestro matrimonio. No volvería al aislamiento que implicaba el ser excluida de su trabajo. En su momento seguramente no lo entendió, pero una de las razones por las que en el Establo me sentía tan desasosegada era que tenía una enorme necesidad de que las relaciones sociales me pareciesen no sólo satisfactorias, sino excitantes. Como, esas cenas en las que examinábamos a los posibles sustitutos de Allen. ¡Qué tontería! Eso no bastaba.

¿Qué quería, entonces? Compartir su trabajo, sus secretos. Trató de explicarme que eso era imposible, pues le estaba pidiendo que quebrantase su promesa. «Al diablo con tu promesa —le dije—. Nuestro matrimonio es un sacramento, y ésa es una promesa más profunda.»

Finalmente, aceptó. Volví, no sólo a Washington, sino a participar de su trabajo. No a todo, por supuesto, pero me facultaría (¡ésa es la palabra que usó!) a colaborar con él en un par de proyectos. (Que él denomina «piezas».) Descubrí la enorme habilidad de Hugh para negociar; puedes estar seguro de que terminé con menos de lo que podría haber conseguido. No importa. Lo que he ganado es lo bastante fascinante. Ahora soy algo así como su ayudante, y resulta dulce conocer un par de sus secretos. Creo que le gusta revelar las manifestaciones superiores de su mente. La tranquilidad doméstica amenaza con rendirse a nuestros pies.

No del todo, sin embargo. Todavía somos combatientes. En noviembre pasado, por ejemplo, tuvimos una pelea horrenda. No había transcurrido un mes desde mi regreso a Washington cuando vino a verme mi vieja amiga Polly Galen Smith. Recordarás que fue nuestra intermediaria epistolar entre Washington y Montevideo, pero no recuerdo si te conté algo más sobre ella. Su marido, Wallace Rideout Smith no está ya en el Senado; ha sido transferido a la Agencia, y ahora es uno de nuestros personajes más importantes. Jamás en la historia de la Agencia ha habido un hombre más aburrido. ¿Te escribí alguna vez acerca de él? Creo haberte contado que Polly le ha sido delirantemente infiel durante años. No cuantitativamente, aunque muchas veces estuvo al borde del abismo. Creo que, sencillamente, le gustan los hombres, así como a vosotros os gustan las mujeres.

Polly y yo nos llevamos muy bien, tal vez porque somos diferentes. Un mes antes de que Kennedy asumiera el cargo vino a pedirme «un favor enorme». ¿Podía prestarle el Establo durante una hora todos los miércoles por la tarde, mientras Hugh estaba fuera trabajando y yo iba de compras? Tenía un amigo que vivía a dos manzanas de nuestra casa; Polly vivía a tres. Ese hombre era una persona extraordinariamente atareada, pero «se adoraban». «¿Quién es?», pregunté. «Secreto de Estado», respondió ella. «Imposible —dije—. Debo pensar en Christopher y en la criada.» «De ninguna manera —respondió—. A las dos Christopher todavía está en el parvulario, y la criada libra los miércoles.» Había obtenido una información completa acerca de la situación.

Le repetí que no aceptaría a menos que me dijese quién era el hombre. «Imposible», respondió. «En ese caso —dije—, tú y tu amorcito tendréis que iros a un motel.»

Me rogó. El hombre era demasiado prominente, decía. Por fin conseguí que me dijera su nombre. Su amante era nada menos que su antiguo amigo senador, ahora nuestro presidente electo, Jack Kennedy. La razón por la que necesitaban un lugar tan conveniente como el mío tenía que ver con las exigencias del Servicio Secreto. Si se les avisaba a tiempo, podrían mantenerse a media manzana de distancia. Además, entre reunión y reunión Jack podía ir a su casa de la calle N y luego regresar sin que su programa de actividades se resintiese. Tuve un instante de revelación: el esnobismo, la posesión, la propincuidad y el antiguo droit de seigneur se revelaban profundamente interrelacionados. Harry, tuve que decirle que sí. Quería que el presidente electo de los Estados Unidos bendijera mi casa con su presencia carnal. Creo que entonces me di cuenta de que con otra clase de educación me habría convertido en una puta.

Cuánto envidiaba a Polly. ¡La envidia es mezquina! Le pedí un pago especial. No iba a permitir que Jack Kennedy dejase su rastro en mi ropa de cama sin que yo lo conociera.

Polly protestó, pero tuvo que ceder. Así comenzaron sus miércoles. Les encantarían los miércoles en el Establo, dijo ella, aunque no estuviesen en él más de treinta minutos, algo que descubrí cuando hicimos los arreglos necesarios para el encuentro. Yo fingiría que llegaba a casa inesperadamente, pero en el minuto prefijado. «Si te atrasas dos minutos, ya se habrá marchado, y si llegas cinco minutos antes, presenciarás las escenas finales.» Como verás, Polly siempre va al grano, y supongo que es por eso que se relacionó con Jack Kennedy. Sólo conozco un hombre más directo que él: su hermano Bobby. (Aunque según me han dicho su padre los supera a ambos en este aspecto.)

Finalmente, lo vi. Al girar la llave en la cerradura y trasponer el umbral de mi propia sala sentí que el corazón me daba dos vuelcos, uno por la historia y el otro por su persona. Es tremendamente atractivo, y creo que se debe a que su cargo no se le ha subido a la cabeza. Conversando con él me sentí su igual, y como imaginarás, algo así resulta muy agradable. Es directo y seguro de sí de una manera natural, por lo que no parece arrogante. Es encantador. Y sumamente amoral. E impertérrito. Polly hacía lo posible por no echarse a reír a carcajadas, algo muy comprensible, ya que estaba con dos de sus mejores amigos, y él (aunque ella lo hubiera prevenido) no parecía sorprendido por mi aparición, supuestamente inesperada. (Quizás ella lo había advertido y él había tomado medidas con el Servicio Secreto. De hecho, ahora que lo pienso, eso es lo que deben de haber hecho.)

—Es extraño —me dijo a modo de saludo—. Usted y mi esposa se parecen mucho.

Pensé en el padre de Jacqueline Kennedy, Black Jack Bouvier, y luego lo comparé con mi padre.

—Oh, no, comparada con su esposa soy insípida y seca como el polvo. —De pronto me sentí inferior, algo insólito en mí, aunque tal vez todo se deba a los genes, ¿no lo crees? Mis poros parecían llenos del polvo de viejos folios, heredado de los poros de mi padre. Así me sentí—. Seca como el polvo —repetí, pues él no dejaba de sonreír, aparentemente mucho más cómodo en mi propia casa que yo.

—Eso está por verse —dijo, y su rostro se iluminó.

—Toque de queda —intervino Polly Smith, y Jack me saludó y se dirigió a la puerta—. Hasta el miércoles que viene —dijo.

Polly se quedó a tomar el té, y empecé a sentir que había sido desleal con Hugh. ¡Quería saberlo todo sobre Jack!

Para cuando Hugh llegó a casa, yo ya estaba dispuesta a confesarlo todo. Antes de acostarnos no dije nada, ni tampoco a la noche siguiente, pero comenzaba a sentir unos ingobernables síntomas de temor a los que denomino «temblores negros». Supongo que recordarás. Los experimenté una vez, cuando me enviaste ese horrible broche desde Montevideo. Bien, allí estaban otra vez, y supe que debía contárselo todo a Hugh. No podría haberlo tomado peor.

—Me siento sucio —dijo—. Como si Jack Kennedy me hubiese sodomizado.

¿Te imaginas a Hugh hablando así?

—Fue idea de ella, y no mía —me defendí.

—Pues no utilizarán esta casa para sus encuentros nunca más —dijo.

—No. No puedo hacerle eso a Polly.

—Lo corrompe todo, incluido el niño. ¿No puedes distinguir entre lo relativamente sagrado y lo totalmente profano?

Yo no pensaba dar el brazo a torcer tan fácilmente. El tenía razón, después de todo, y yo lo sabía, pero también sé que Hugh no siente respeto por la gente a la que derrota en seguida, de modo que decidí resistir hasta el martes siguiente, para que creyera que había ganado una partida difícil.

Hablando de la sincronización presidencial. Empiezo a ver cómo Jack consiguió llegar hasta donde está. No le dije nada a Polly, pero el lunes llegó un mensajero con una invitación. ¿Podían el señor y la señora Montague ir a cenar el martes por la noche a la calle N?

Debo decir que Hugh sufrió un ataque al hígado. Nunca lo había visto tan descompuesto. Y me di cuenta de la razón. Se moría por ir a la calle N. Deseaba entablar una relación con Jack Kennedy, aunque sólo fuese por la Agencia. Sin embargo, no podía aceptar que su casa fuese transformada en un burdel. Pero si les negábamos la entrada antes del miércoles, ¿no se cancelaría la invitación? Por supuesto, podíamos asistir y luego decirle a la pareja de tiernos amantes que buscaran otro lugar para sus encuentros. ¡No! No se hacían esas cosas al presidente electo.

Todo esto es pura especulación. Hugh vomitaba tanto que le habría sostenido la cabeza, si me hubiese atrevido. Luego salió del cuarto de baño para decirme: «Está decidido. O llamas a Polly ahora mismo, o lo haré yo».

Me encantó su actitud, aunque no soportaba la idea de perderme la comida con Jack. Por otra parte, ¿es posible dejar de admirar la integridad caracterológica en un asunto tan importante? Llamé a Polly. «Hugh está enterado de todo —le dije—. De modo que se acabaron tus citas de los miércoles.»

¿Sabes?, la comida no fue suspendida, y para mi sorpresa, Hugh lo pasó muy bien y yo me llevé de maravillas con Jackie Kennedy. Debajo de toda esa falsa inocencia, es una mujer muy sensible. Se dio cuenta de que en presencia de su marido me mantenía a la defensiva. Aun así, simpatizamos. Sabe mucho sobre la ebanistería de Piedmont y Charleston, e incluso relató un cuento de esclavos. Al parecer, uno de los grandes fabricantes de muebles de Charleston —Charles Egmont— era un ex esclavo a quien su amo, Charles Cadwill, le concedió la libertad. Cadwill instaló al negro Egmont en su propio negocio, y compartían las ganancias. Ella cuenta esas historias con mucha ternura, como si estuviera ofreciéndote una de sus joyas más preciadas. Pero te aseguro, Harry, que es una mujer llena de problemas.

Entretanto, Hugh y Jack parecían estar pasándolo en grande. En un momento dado, Jack le confesó que era un placer para él conocer «al mitológico Montague».

—¿Mitológico? —preguntó Hugh, con tono de incredulidad.

—Digamos el apócrifo Montague —respondió Jack.

—Sólo soy un factótum menor en el departamento de Agricultura.

—No sea tan modesto. Hace años que oigo hablar de usted.

Bien, me di cuenta de que acababa de establecerse entre ellos un entendimiento especial. Hugh peroró de forma brillante acerca de las habilidades soviéticas para la desinformación. Horrorizada, vi que daba una conferencia al futuro presidente y a su mujer, pero me sentí orgullosa al ver que lo hacía muy bien.

Ahora que ha asumido como presidente, de vez en cuando recibimos invitaciones para la Casa Blanca. A las cenas más íntimas, te aclaro. En la última recepción, mientras bailaba con él, Jack me preguntó acerca de Polly.

—Languidece por usted —respondí.

—Dígale que no la he olvidado, y que uno de estos días la llamaré.

—Es usted terrible —dije.

Su mirada adquirió un brillo especial.

—¿Sabe? Para ser tan bella, no baila usted demasiado bien. Tuve ganas de golpearlo, aunque, por supuesto, no me atreví. El tampoco es un gran bailarín, aunque se nota que ha recibido lecciones. Como un jinete a quien no le gustan los caballos.

Aun así, nos llevamos bien. Creo que debido a la cautela que siente por Hugh no se atreve a abrigar esperanzas con respecto a mí. No obstante, existe la promesa de una relación.

Más tarde

No quiero exagerar. Nos invitan a comer a su casa sólo una vez al mes, y en una ocasión vinieron al Establo, pero nuestra relación es cada vez más profunda. Es decir, entre Jack y yo. Con Jacqueline Kennedy estamos en un plano de igualdad: nos intercambiamos indirectas. La respeto porque no intenta imponer su jerarquía sobre mí, excepto de manera implícita, pero ése es el precio que hay que pagar en estas situaciones. Jack y Hugh conversan en un rincón. Ya conoces a Hugh: nunca más brillante que en un tete a tete. Y Jack, por más furioso que esté por lo de la bahía de Cochinos, se siente fascinado por los asuntos de capa y espada, y sabe que en esa cocina Hugh es el saucier. Además, como ya te he dicho, Jack es muy amistoso conmigo.

No me percaté de cuan desconcertado se sentía Hugh por esto hasta que un día, a finales de julio, puso delante de mí el expediente BARBA AZUL. «Aquí encontrarás otra faceta de uno de tus amigos», dijo. Creo que esperaba que el contenido me repugnase, pero no fue así. Conozco muy bien la naturaleza de Jack: la promiscuidad es el precio que paga para abrir las puertas de sus demás habilidades. En ese sentido, Jack Kennedy es como un niño. Debe tener su recompensa diaria, y la encuentra en el dulce prohibido. Le deseo lo mejor, siempre que no me tome por un frasco de mermelada. Estoy segura de que Dios sabrá perdonarlo por todas las niñas con cuyos sentimientos jugó. Y también estoy segura de que él lo ve así.

Pero perdí un poco de respeto por Hugh. No debería haberme dado el expediente. En realidad, no lo habría perdonado de no ser porque el 17 de julio murió Ty Cobb.

En los arcanos de Montague, Ty Cobb era una señal. La madre de Cobb mató a su padre, de modo que hay un parecido con la tragedia de la familia Montague. Lo cierto es que cuando Cobb murió (de cáncer de próstata, él, que en un tiempo fue tan veloz en los bajos senderos), Hugh sufrió una conmoción, y me entregó el expediente de BARBA AZUL. Como imaginarás, quedé cautivada. Por supuesto, pensé que nadie más que tú podía ser Harry Field. (Hugh no soltó prenda.) Y ayer lo verifiqué.

Bien, no sólo he digerido tus informes, sino que he leído unas transcripciones posteriores que tú no has visto, y estoy preocupada, lo mismo que Hugh, quien ha estado haciendo todo lo posible, sutilmente, para hacerle ver a nuestro joven presidente que J. Edgar Hoover es un íncubo en cualquier gobierno, y especialmente en éste. Jack no parece darse cuenta de cuántos puntos de presión le está proporcionando. Ese hombre puede terminar asfixiándolo. Modene es fabulosamente indiscreta, aunque simula no serlo. No pienso rememorar sus charlas con su amiga Willie (y con J. Edgar), como hiciste tú, de modo que voy a resumir lo que sé para ahorrarte tiempo, algo que tú no hiciste.

Modene sufrió como una verdadera amante abandonada durante la visita que Jack y Jacqueline hicieron a París a finales de mayo. ¿Recuerdas? Nuestra primera dama causó sensación. Jack llegó a decir: «Mi verdadera misión en París es escoltar a Jacqueline Kennedy». Cómo debe de haberse grabado eso en la mente de tu pobre amiga. Y, por supuesto, el monstruoso Sam G. no pudo resistir la tentación de ahondar su herida. «¿Estás celosa, Modene?», le preguntaba constantemente. «En absoluto», respondía ella. Sin embargo, al contárselo a la incondicional Willie (a quien imagino como una rubia seriamente excedida de peso), Modene se echa a llorar. Sucede que a principios de mayo, antes del viaje a París, Jack se acostó con Modene en la Casa Blanca. ¿Puedes imaginártelo? Después de un horrendo menú típicamente irlandés (sopa fría y hamburguesas con ketchup), Jack condujo a Modene desde el comedor de diario de la primera planta hasta un dormitorio con una espaciosa cama. Allí consumaron el encuentro. Está locamente enamorada de nuevo. O al menos es lo que le dijo a Willie esa noche.

Te ofrezco la transcripción de esta conversación porque no tiene desperdicio.

WILLIE: Aguarda un instante. ¿Estás diciéndome que los guardias te dejaron entrar en la Casa Blanca?

MODENE: Por supuesto que no. Tuve que esperar en el portal a que viniera un hombre bajo y de buen físico, llamado Dave Powers. Tiene un guiño permanente en un ojo. Parecía un gnomo. Me dijo que el presidente estaba nadando y que vendría pronto. Cada vez que decía «el presidente», su voz adquiría un tono grave, como si me estuviese pidiendo que me pusiera de rodillas. Por supuesto, se marchó en cuanto apareció Jack. Antes de eso me había informado de que despierta a Jack todas las mañanas y lo arropa cuando se acuesta. No puedes por menos que sentirte en la Casa Blanca.

WILLIE: No es un lugar demasiado seductor, ¿verdad?

MODENE: Tanto como puede serlo un templo cuáquero, aunque más opresivo. Te embarga un sentimiento de deber sagrado.

Nunca necesité tanto una copa de bourbon. Era un sábado por la tarde, el lugar estaba desierto, y tenía la impresión de que jamás vería a Jack. Una vez que Powers me condujo al apartamento de la familia, me sentí menos incómoda. Ya conocía los muebles, pues los había visto en la calle N.

Después del almuerzo, el viaje al dormitorio. Ella se monta sobre Jack. ¿Cuál era el rey francés que lo hacía de esa manera? Luis XIV, quizá, por ese aspecto de malcriado. Modene explica que el «problema lumbar» de Jack se ha empeorado. «Cosas del cargo.» Ella está feliz de servir al amo, pero siempre persiste una pizca de disconformidad. «No me importa la posición en que lo hagamos. Las distintas posiciones sacan a relucir distintas facetas de mí. Sólo que prefiero ser yo quien las elija.»

Mientras tanto, por la ventana del dormitorio, ella puede ver el monumento a Washington.

Querido mío, imagino cómo habrás reaccionado al leer las transcripciones anteriores. Espero entenderte lo suficientemente bien para suponer que una lectura minuciosa te ha hecho escalar a mayores alturas con Modene, ¿o quizá permaneciste en llanuras más veloces?

Oh, Harry, ¿se debe todo esto a que nunca tuve un hermano menor a quien gastarle bromas?

Vuelvo a lo esencial. A pesar del éxito de Jackie en París, Jack se pone nuevamente en contacto con Modene a principios de junio, y durante todo el verano, en las largas, desiertas y calurosas tardes de sábado en Washington, la conduce a la misma cama de matrimonio. Del viejo Joe Kennedy decían que cuantos más negocios se hacían con él, él más provecho sacaba, y uno menos ganaba. Ese mismo tipo de lamento aparece en sus conversaciones con Willie. Aun así, justifica a Jack. «Está tan cansado. Tiene tantas preocupaciones», dice.

Es un período muy peculiar para nuestra BARBA AZUL. La han trasladado a Los Ángeles. Comparte un apartamento en Brentwood con otras cuatro azafatas. ¡Qué distinta a la Modene que conociste! Mientras aguarda las llamadas de Jack convocándola a Washington, en el apartamento de Brentwood es una verdadera sala de fiestas. Actores, ejecutivos casaderos, un par de atletas profesionales, uno o dos directores de cine no demasiado importantes, y prodigiosas cantidades de alcohol. No estoy familiarizada con esta clase de reuniones, pero supongo que se baila y se fuma marihuana. Además, siempre está lista para volar a Chicago o Miami y pasar el fin de semana con RAPUNZEL, con quien, según ella, sigue sin mantener relaciones sexuales. No te aburriré con las dudas de Willie al respecto.

Lo que aflora es su disipación. Modene está engordando, y bebe tanto que asiste, «en plan turista», a reuniones de Alcohólicos Anónimos que, por cierto, le parecen «tenebrosas». También toma estimulantes y antidepresivos. Describe los efectos de sus borracheras como «calamidades». Un partido de tenis junto a su ventana suena «como una descarga de fuego antiaéreo». No hace más que hablar de un «loco verano de interminables borracheras». Cuando trabaja, sufre «como nunca». Llama a Jack a menudo. Al parecer, él le ha dado un número privado para que se comunique con una de sus secretarias. Según Modene, Jack la llama cuando no puede acudir en seguida al teléfono. Y ha dejado entrever que el verano pasado llevó un sobre de papel manila de IOTA a RAPUNZEL. Jack no hace más que gastarle bromas. «No nos hagamos demasiado amigos de Sammy —le dice Jack—. No es de confiar con el cepillo.»

En un inusual arrebato de sinceridad, Hugh me dijo: «Sospecho que esto tiene que ver con Castro. En el fondo, Jack tiene la misma mentalidad del IRA. Ese instinto de campesino irlandés jamás falla. Quiere desquitarse. Así podrá disfrutar de su vejez».

Descubro sentimientos insospechados en mí. Siempre me consideré una patriota apesadumbrada. Es decir, amo a mi país, pero es como tener a un compañero que constantemente comete errores. No obstante, me escandaliza que Castro, quien probablemente sería mejor como capitán de un barco pirata que como jefe de Estado, en este momento se esté regocijando a nuestras expensas. Me molesta. Y sé que es como una espina clavada en el corazón de Kennedy. Con su amor por las intrigas, no es descabellado pensar que Jack pueda escoger un canal secundario de acceso, como Sammy G.

Hacia fines de agosto, nuestra amiga es invitada a otro almuerzo en la primera planta de la Casa Blanca. Sin embargo, en esta ocasión también es invitado Dave Powers.

MODENE: Al final del almuerzo, Jack me dijo: «Modene, me han contado algunas historias». «¿Historias?», pregunté. Por primera vez desde que lo conozco, no me gustó el tono de su voz. En absoluto. Me dijo: «¿Le has contado alguna vez a alguien que yo traté de meter a otra muchacha en nuestra cama?».

WILLIE: ¿Dijo eso delante de Dave Powers?

MODENE: Supongo que quería un secuaz como testigo.

WILLIE: ¿Crees que estaban grabando la conversación?

MODENE: No digas eso. La situación ya es de por sí bastante ofensiva. Tuve la sensación de que lo hacía en beneficio de Dave Powers. Como si quisiera anunciar: «Bien, se trata de una historia poco creíble, pero ¿tú, Modene, fuiste tan maliciosa como para divulgarla?».

WILLIE: Te habrás puesto furiosa.

MODENE: No suelo soltar palabrotas, pero instintivamente sentí que debía ser contundente. Le dije: «Si alguna vez intentaste algo tan bajo como meter a otra tía en la cama con nosotros, yo sería la última en divulgar la historia, ¿te enteras? Es un insulto para mí».

WILLIE: Fuiste lo bastante clara.

MODENE: Se había pasado de la línea.

WILLIE: Entiendo lo que estás diciendo.

MODENE: Sí.

WILLIE: Sólo que me lo contaste a mí.

MODENE: ¿Sí? Lo hice, ¿verdad? Pero tú no cuentas.

WILLIE: ¿Se lo dijiste a alguien más?

MODENE: Quizás a Tom. No lo recuerdo. ¿Sabes? No me acuerdo de nada en absoluto. ¿Crees que sise fuma marihuana y se mezcla alcohol con píldoras para dormir eso puede afectar la memoria?

WILLIE: Sí.

MODENE: Bien, recuerdo que se lo conté a Sam.

WILLIE: Oh, no.

MODENE: Tenía que decírselo a alguien.

WILLIE: ¿Qué ocurrió después?

MODENE: Me mantuve en mis trece. Le pregunté cómo se atrevía a discutir un asunto tan personal frente a un tercero, y en ese momento Jack debe de haberle hecho alguna señal a Powers, porque éste abandonó el comedor. Después trató de hacer las paces. Me besaba en la mejilla y me decía: «Lo lamento muchísimo. Pero me llegó el rumor». Le dije que si no le gustaba que fuesen por ahí contando historias sobre él, quizá debía comportarse de otra manera. Luego, de repente, le dije: «Terminemos con lo nuestro». Yo no podía creer que lo había dicho. Trató de convencerme de que me quedase. Creo que, después de todo aquello, todavía quería llevarme a la cama. Los Kennedy sólo piensan en una cosa, ¿verdad? Finalmente le dije: «Eres insensible. Quiero irme».

WILLIE: ¿Te fuiste?

MODENE: No. No lo permitió. Dave Powers debía mostrarme la Casa Blanca.

WILLIE: Estoy segura de que querían ver si podías controlarte. Habría sido el colmo que una belleza enloquecida saliera corriendo de la Casa Blanca y montara una escena en la avenida Pennsylvania.

MODENE: Veo que hoy estás muy ocurrente.

WILLIE: Lo siento.

MODENE: La visita fue dolorosa. David Powers debe de haberlo hecho tantas veces que me daban ganas de gritar. Era como trabajar en un vuelo con todos los asientos ocupados. Se demoró más de cuarenta y cinco minutos mostrándome el Salón Verde y el Salón Rojo y el Salón Oval y el Salón del Este.

WILLIE: ¿Te acuerdas de algo?

MODENE: Por supuesto. «La elegancia es el fruto de la racionalidad».

WILLIE: ¿Qué?

MODENE: «La elegancia es el fruto de la racionalidad». Eso me lo dijo en el Salón del Este, mientras me hablaba de sus nobles proporciones. Cuando entramos en el Salón Oval, dijo: «Se lo emplea tradicionalmente para las bodas». Luego se puso a describir los distintos tonos de azul en que estuvo pintado a lo largo de los años. Originariamente, en tiempos del presidente Monroe, era rojo y dorado, pero Van Burén lo hizo pintar de azul cobalto, luego el presidente Grant lo cambió a azul violáceo, y la esposa de Chester Arthur lo hizo pintar de azul claro. La señora Harrison prefirió el azul cerúleo.

WILLIE: Tu memoria no tiene nada de malo.

MODENE: Gracias. El azul cerúleo de la señora Harrison era papel pintado.

WILLIE: Gracias.

MODENE: Y luego Teddy Roosevelt lo hizo pintar de azul acero.

WILLIE: Sorprendente.

MODENE: Estaba enferma. Quería irme.

Simpatizo con Modene. Los hombres no entendéis la importancia que le dan las mujeres a la serenidad cuando se sienten emocionalmente destrozadas. Apenas Modene llegó a su hotel, hizo las maletas y tomó el primer avión a Chicago.

Debo decirte que es entonces cuando comenzó su relación con Sam. Pero hoy no estoy lista para escribirte acerca de eso. Me sentiría más segura si primero respondieses esta carta.

Provisionalmente tuya,

ELSKALTBLUTIG

P. D. ¿Puedes creerlo? Éste, es uno de los apodos que me ha puesto Hugh. A mí, tan informe y excitable y acalorada por dentro como Lava Incipiente.

El fantasma de Harlot
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