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Montevideo
Domingo 14 de octubre de 1956
Querida Kittredge:
Desde que llegué no he salido de la ciudad. Por lo poco que me han dicho en la Embajada, nuestro trabajo es lo suficientemente pesado para exigirnos sesenta y hasta setenta horas a la semana. Como resultado, lo único que podré ver por un tiempo es Montevideo, con su millón de habitantes, la mitad de la población de Uruguay.
Mi hotel, el Victoria Plaza, es un edificio muy nuevo de ladrillo rojo, de dieciséis pisos de altura y me temo que con el aspecto de una caja de cartón. «Es el centro de la acción», me advirtió E. Howard Hunt antes de partir, y supuse que mi futuro jefe de estación lo sabría. Pues bien, sí, hay cierta acción: hombres de negocios de varías nacionalidades buscan hacer tratos en el bar del hotel. Como apenas me alcanza para pagar el cuarto, no hago más que caminar. El jueves, cuando llegué, mis dos superiores estaban ausentes, ocupados con asuntos de la Compañía, y Porriger, el hombre que me fue a esperar al aeropuerto, me dijo que recorriese la ciudad y le tomara el pulso, porque después ya no tendría oportunidad. En ese momento, según me dijo, estaba demasiado atareado para hacer nada mejor por mí.
Maravilloso. Tengo la sensación de que éste es mi último fin de semana libre antes de Navidad. Mis compañeros de la pequeña ala que ocupamos en el segundo piso de la Embajada se parecen a los mormones de Hugh. Individuos endemoniadamente cargados de trabajo.
También es triste estar solo en un país. Me encuentro tan cansado después de haber caminado el día entero, que cuando termino de cenar todo lo que quiero es dormir, de modo que aún no puedo informarte nada acerca de mi inexistente vida nocturna. Me levanto temprano por la mañana para volver a caminar por la ciudad. ¿Me creerás si te digo que encuentro Montevideo casi seductora? Resulta extraño ya que, para una mirada casual, no tiene nada de extraordinario. En ese sentido, todo Uruguay parece provocar un interés modesto. No puede jactarse de poseer montañas, como los Andes. De hecho, apenas si tiene colinas, y carece de una selva amazónica. Sólo planicies onduladas, y ganado. Montevideo es un puerto sobre el estuario del Río de la Plata, donde éste se junta con el Atlántico, y el limo del lecho del río que divide Uruguay de Argentina da al agua un tinte marrón grisáceo, de textura arcillosa, que no evoca para nada el azul Atlántico que conocemos en Maine. El puerto no es gran cosa, por otra parte. Parece Mobile, Alabama, o Hoboken, Nueva Jersey. Supongo que todos los puertos industriales son iguales. El acceso a los muelles está prohibido, de modo que no se puede llegar a la parte en que se hace la carga y descarga. De todos modos, el puerto parece sucio. Las grúas chillan a la distancia.
La calle principal, llamada Avenida 18 de julio, es bulliciosa, y tiene su predecible plétora de tiendas. No hay nada de especial en ella. Las plazas exhiben la estatua de un general a caballo.
Muy bien, sé que te estarás preguntando qué tiene Montevideo de particular. Y te respondo: nada. Hasta que aprendes a mirar.
En este punto, hice a un lado lo que había escrito. No era una carta lo suficientemente entretenida para satisfacer a mi dama.
Montevideo
14 de octubre de 1956
Querida Kittredge:
Nadie podría darse cuenta de que está en América del Sur, al menos a partir de la idea preconcebida que yo tenía de este continente. No hay follaje espeso y muy pocos indios. Al parecer, todos murieron de enfermedades infecciosas traídas por los primeros europeos. En las calles se ve una población mediterránea: españoles, con una nota italiana. Gente seria, práctica. La arquitectura más antigua, de estilo barroco español y colonial español, no es atrayente, a menos que uno esté preparado para pequeñas sorpresas. Esta tierra tiene un espíritu que yo no podía localizar hasta que logré verlo: me siento como si estuviera viviendo en un dibujo a tinta de Italia en el siglo XVIII. Supongo que me refiero a esos grabados que se encuentran en viejos libros de viaje ingleses, con un caminante solitario que descansa en una loma y contempla un paisaje vacío. Todo está en reposo. Las ruinas se han ido desmoronando poco a poco y conviven pacíficamente con los edificios que aún siguen en pie. El tiempo es una presencia en lo alto del cielo, que apenas se mueve. La eternidad descansa al mediodía.
Por ejemplo: el Palacio Legislativo. Durante la semana todos los actos de gobierno tienen lugar allí. Es tan grande como una estación de ferrocarril y parece un cruce entre Versalles y el Partenón, pero sin embargo frente a esta enorme tarta de bodas, en la desembocadura de la magnífica y vacía Avenida del Libertador General Lavalleja, se yergue un policía ataviado con el sombrero y la capa de un policía parisiense. Pasa un ciclista. Es domingo, pero ¡aun así! En una de las calles laterales del edificio, un hombre pequeño y regordete, vestido con un mono azul de obrero, entretiene a unos chicos haciendo una especie de malabarismos increíbles con una pelota de fútbol. Todo parece medieval. En la calle siguiente hay un mendigo sentado sobre un cajón; tiene el pie hinchado y lo ha extendido delante de él.
Ahora, por supuesto, hay toda clase de bullicio en algunas partes de la ciudad. Las tiendas tienen nombres como Lola y Marbella, y sólo venden ropa. Este sábado hay hordas de compradores de aspecto materialista. Las reses cuelgan en las carnicerías, terriblemente sanguinolentas. De hecho, se come tanta carne en este país (¡ciento veinte kilos per cápita!), que es posible oler grasa de barbacoa en todas las esquinas. El olor se mete en todo lo que uno come, pescado, pollo, huevos. Proviene de los grandes bovinos que galopan por las pampas. Pero no es este olor de las parrillas el elemento que encuentro único. Son las calles laterales. Montevideo es una ciudad que se desparrama, y las partes antiguas permanecen; sólo se les hace una suerte de refacción. La mayoría de los nativos no viven en la historia tal cual la conocemos nosotros. Cuando me marché de Washington, todo el mundo estaba preocupado por Hungría y Suez y la campaña presidencial. Ahora me siento alejado de los problemas del mundo. En Montevideo, todos los relojes públicos parecen haberse detenido. Siempre es las nueve o las dos y media o las cinco y veinte en diferentes partes de la ciudad. Evidentemente, en Uruguay nunca sucederá nada en la escala de la historia mundial. Supongo que el truco consiste en saber cómo vivir por vivir.
Los coches, por ejemplo. Aquí los aman. Se ven vehículos viejos de todas las marcas, algunos de más de veinte años. Continuamente los emparchan y los vuelven a pintar. Creo que los dueños no tienen dinero para comprar toda la pintura de una sola vez, de modo que empiezan con medio litro y cubren primero las partes más oxidadas con el primer pigmento que encuentran, que por lo general alcanza nada más que para media puerta. Después, un mes más tarde, cubren otras partes oxidadas. Si no pueden encontrar la primera lata de pintura, usan otro color. Al cabo de un tiempo, los coches parecen polichinelas de vanos colores. ¡Cuánta vitalidad! Debo decir que se pavonean como toros campeones en una feria.
En muchos vecindarios, sin embargo, las calles son pacíficas y fantasmales. La otra parte del mundo podrá avanzar vertiginosamente, pero no en una pobre manzana de casuchas destartaladas donde el único vehículo que se ve es un viejo Chevrolet color oliva pardusco, con brillantes manchones amarillos y naranjas. Es tanto el silencio, que me siento como si se estuviera en un bosque. No muy lejos hay un muchacho con un suéter amarillo, del mismo tono de los manchones amarillos del viejo coche oliva pardusco. Otro automóvil viejo, en otra calle vieja, está alzado sobre un gato por la parte delantera, con el capó tan abierto que parece un pato graznando. Lo han pintado de un azul sucio, brillante. En un viejo balcón han puesto ropa a secar. Te aseguro, Kittredge, que una de las camisas tiene el mismo tono azul sucio del coche.
Creo que cuando un país permanece protegido de las tormentas de la historia, los fenómenos más pequeños adquieren prominencia. En una pradera de Maine, protegida de los vientos, las flores silvestres surgen en los lugares más extraños, como si su único propósito fuera deleitar los ojos. Aquí, a todo lo largo de un edificio bajo, común y corriente, del siglo XIX, veo una paleta continua de piedra y estuco: marrón y marrón grisáceo, aguamarina, gris oliva y mandarina. Luego, lavanda. Tres piedras fundamentales, en tonos rosados. Así como los coches reflejan los sedimentos de antiguas latas de pintura, bajo el omnipresente hollín ciudadano está este otro despliegue más sutil. Empiezo a sospechar que esta gente mira sus calles con un ojo interior; si han pintado un letrero de verde musgo, entonces allí, en el extremo de la calle, alguien decide pintar una puerta con el mismo tono de verde. El tiempo y la suciedad, la humedad y el yeso descascarillado contribuyen a dar colorido a la vista. Las viejas puertas empalidecen hasta que ya no es posible determinar si el original era azul o verde o de algún misterioso tono de gris que reflejaba la luz del follaje de la primavera. Recuerda que aquí, en el hemisferio Sur, octubre es como nuestro abril.
En la Ciudad Vieja, en una calle que baja hasta el borde del agua, la playa, gris como la arcilla, está desierta. Al fondo, se ve una plaza vacía con una columna solitaria que se recorta contra el mar. ¿Podrán haber seleccionado el lugar para demostrar que De Chirico sabe pintar? En estos paisaje desolados, a menudo se ve una figura solitaria vestida de luto.
La Ciudad Vieja, y la no tan vieja, y la ciudad que han levantado en estos últimos cincuenta años, se van desmoronando poco a poco. ¡Cuántos sueños habrá inspirado la construcción de todas estas volutas y espirales y ventanales! En las calles comerciales hay fachadas con intercolumnios y balcones de hierro forjado, ventanales redondos, ovalados, ojivales, ventanales góticos y art nouveau, y techados con balaustradas y frontones rotos. Hay portales de hierro que se inclinan en distintas etapas de decadencia, puertas viejas que han perdido pedazos de molduras, y ropa puesta a secar que cuelga en las aberturas de espléndidos ventanales.
Kittredge, perdóname por darte tantos detalles después de sólo unos pocos días, pero, ¿sabes?, nunca tuve oportunidad de disfrutar de Berlín, o tan siquiera de contemplarla. Sé que esperabas un poco más de sustancia, pero una regla para seguir en estos casos es asegurarse de que la manera de enviar la correspondencia realmente funcione.
Devotamente tuyo,
No recibí respuesta durante dos semanas. Luego llegó una breve nota. «Ahórrate lo sublime. Envía lo sustancioso. K.»