Omega-2

Esa noche sin luna de marzo, de regreso a la Custodia, cogí el camino desde Bath hacia Belfast, el que pasa por Camden. En las ensenadas había una niebla que cubría la visión como una sábana, una niebla que abrazaba la larga plataforma de roca junto al mar en la que solían zozobrar los veleros. Cuando ya no pudiese ver más, detendría el coche; entonces el rechinar de las boyas sonaría tan lúgubre como el mugir del ganado en un campo anegado por la lluvia. El silencio de la bruma descendería sobre mí. En el chapalear de aquel silencio, se habría podido oír el gemido de un marinero al ahogarse. Creo que habría que estar loco para coger el camino de la costa en una noche como ésa.

Después que dejé atrás Camden se levantó viento y la niebla desapareció, pero pronto se hizo más difícil conducir. El tiempo cambió y empezó a caer una lluvia fría. En algunas curvas de la carretera se había formado hielo. Los neumáticos patinaban, produciendo un ruido parecido al de un coro en una iglesia de campo rodeada por los demonios del bosque. De vez en cuando aparecía un pueblo de puertas cerradas donde las ocasionales luces de la calle brillaban igual que balizas en el mar. Las vacías casas veraniegas, alineadas cual tumbas en un cementerio, se erguían como testigos.

Me sentía culpable. El camino se había convertido en una mentira. Algunos tramos estaban aceptablemente transitables, pero otros parecían de vidrio. Conducía con la punta de los dedos, y pensé que mentir era un arte: una buena mentira tenía que ser equivalente a una obra de arte. El mejor mentiroso de la tierra debía de ser el monarca del hielo, que dominaba desde su trono las curvas del camino.

Atrás, en Bath, estaba mi amante, y cerca de la isla de Mount Desert me esperaba mi mujer. El monarca del hielo había instalado a sus agentes en mi corazón. Les ahorraré la historia que le conté a Kittredge acerca de una pequeña transacción que me tendría ocupado en Portland hasta la noche, por lo que regresaría tarde a Mount Desert. No, mi transacción había tenido lugar en Bath, en los alegres brazos de una de las esposas de Bath, quien no tenía demasiado que ofrecer en comparación con mi cónyuge. La mujer que había dejado en Bath era agradable, mientras que mi querida esposa era una belleza. Chloe era jovial, y Kittredge era —pido disculpas por usar una expresión tan petulante— distinguida. Debo aclarar que Kittredge y yo, aunque sólo somos primos terceros, nos parecemos mucho: hasta la nariz es igual. Chloe, por su parte, es bastante vulgar. Rolliza y abundante, durante el verano trabajaba como camarera en una posada yanqui. (Digamos que en realidad se trataba de un restaurante del tipo «posada yanqui», administrado por un griego.) Una noche por semana (la que el griego se tomaba libre) Chloe se enorgullecía de servir como anfitriona interina. Yo ayudaba a que sus ingresos se incrementaran un poco. Es posible que otros hombres también lo hicieran. No lo sabía. No me importaba. Era como un menú que yo estaba preparado para consumir una o dos veces al mes. De vivir ella al otro lado de la colina, tal vez la habría visitado tres o más veces a la semana, pero Bath estaba a mucho más de ciento cincuenta kilómetros del trasero (así llamamos a la costa de atrás) de Mount Desert, de modo que la veía cuando podía.

Pienso que una relación con una amante a quien se frecuenta tan poco es algo útil para la civilización. Si en vez del mío se hubiese tratado de otro matrimonio, habría dicho que una doble vida llevada con tanta moderación debía de ser excelente, ya que haría más interesantes a las dos mitades. Uno podría seguir enamorado de su mujer, no de manera total, pero por lo menos profundamente. Después de todo, mi ocupación ofrecía cierta sabiduría en cuestiones como éstas. ¿Empezamos hablando de fantasmas? Mi padre comenzó una dinastía de espectros que yo continúo. En los servicios de Inteligencia, buscamos descubrir cómo están divididas las categorías del corazón. Una vez hicimos en la CIA un estudio psicológico en profundidad y descubrimos, consternados (horrorizados, en realidad), que un tercio de los hombres y mujeres que pasaban nuestro control de seguridad estaban tan divididos que podían convertirse en agentes de una potencia extranjera. «Los desertores en potencia son, por lo menos, tan numerosos como los alcohólicos en potencia» fue la alentadora conclusión.

Por lo tanto, después de trabajar tantos años con personas imperfectas aprendí a vivir un poco con las fallas de los demás, siempre que no significaran un peligro excesivo. Sin embargo, mi propia deserción del absoluto matrimonial me dejaba enfermo de miedo. La noche a la que me he venido refiriendo, en que avanzaba a ciegas, estaba casi seguro de que tendría un accidente. Me sentía atrapado en negociaciones invisibles y monstruosas. Me parecía (sin ningún atisbo de lógica) .que si permanecía vivo, a los demás les ocurrirían cosas terribles. ¿Pueden entenderlo? Yo no lo intento, pues estoy convencido de que en esa forma de pensar acecha la lógica del suicida. Kittredge, cuya mente es brillante, rica en intuiciones, observó en una oportunidad que el suicidio se entendería mejor a partir de la suposición de que no había una, sino dos razones para cometerlo: las personas pueden matarse por la razón obvia de que están acabadas, espiritualmente humilladas a la enésima potencia; igualmente, pueden ver su suicidio como la honorable finalización de un terror profundamente arraigado. Algunas personas, decía Kittredge, están tan comprometidas con los espíritus malignos que se creen capaces, con su solo deseo, de destruir ejércitos enteros de malignidad. Es como incendiar un granero para exterminar las termitas que de lo contrario podrían infestar la casa.

Lo mismo es posible afirmar acerca del asesinato, un acto abominable que, no obstante, puede ser patriótico. Kittredge y yo no hablábamos mucho de asesinato. Era un tema que nos avergonzaba, particularmente a mí. Mi padre y yo pasamos casi tres años de nuestras vidas tratando de asesinar a Fidel Castro.

Permítanme regresar, sin embargo, a esa carretera cubierta de hielo. Mi instinto de conservación mantenía el volante con una ligera presión, pero mi conciencia estaba lista para triturarlo. Había quebrantado algo más que un voto matrimonial: había roto un voto de amantes. Kittredge y yo éramos un par de amantes fabulosos, y no me refiero a nada tan vigoroso como copular hasta que aúllen los perros. Simplemente me atengo a la raíz de la palabra. Éramos amantes fabulosos. Nuestro matrimonio era la conclusión de uno de esos austeros mitos que nos instruyen en la tragedia. Si sueno como un asno por hablar de mí en un tono tan elevado es porque me siento incómodo cuando describo nuestro amor. Por lo general, no me refiero a él. La felicidad y la tristeza absoluta manan de una herida común.

Me atendré a los hechos. Son brutales, pero mejores que una ofuscación sentimental. Kittredge sólo había tenido dos hombres en su vida: su primer marido y yo. Empezamos nuestra relación mientras ella todavía estaba casada con él. Poco tiempo después de que empezara a traicionarlo —era la clase de hombre que hablaría de una traición— el marido tuvo una caída terrible cuando escalaba una montaña y se quebró la columna. Era el guía, y al perder pie arrastró consigo al muchacho que estaba amarrado a él en el saliente de roca. El ancla se soltó con la sacudida. Christopher, el adolescente que murió en la caída, era el único hijo del matrimonio.

Kittredge jamás pudo perdonárselo a su marido. El chico tenía dieciséis años y no coordinaba demasiado bien los movimientos. Nunca debió haber sido llevado a escalar esa ladera en particular. Además, ¿cómo perdonarse a sí misma? Nuestra relación le pesaba. Sepultó a Christopher y cuidó de su marido las quince semanas que permaneció en el hospital. Una noche, poco tiempo después de que él volviese a casa, Kittredge decidió meterse en la bañera y cortarse ambas muñecas con un afilado cuchillo de cocina, después de lo cual se recostó, dispuesta a desangrarse hasta morir. Pero fue salvada.

Por mí. Desde el día del accidente no había permitido que nos pusiéramos en comunicación. Ese hecho tan terrible había abierto un espacio entre nosotros como una fisura en la tierra que separara dos casas vecinas a un kilómetro de distancia. Bien podría haber sido decretado por Dios. Me dijo que no fuese a verla. No lo intenté. Sin embargo, esa noche que se cortó las venas, volé de Washington a Boston y de allí a Bangor, donde alquilé un coche y me dirigí a Mount Desert presa de un brutal desasosiego. Oí que me llamaba desde las cavernas más profundas de su ser, de las que ni siquiera ella tenía conciencia. Llegué a la casa y la hallé sumida en el silencio. Entré por una ventana. En la planta baja estaban el inválido y su enfermera; en el primer piso Kittredge, presumiblemente dormida en la cama. Vi la puerta del cuarto de baño cerrada; ella no contestó. Entonces rompí la puerta. Si me hubiese demorado diez minutos habría sido demasiado tarde.

Reanudamos nuestra relación. Ahora no había cuestionamientos. Estremecidos por la tragedia, reafirmados por la pérdida y dignificados por pensamientos compartidos, nos sentíamos profundamente enamorados.

Los mormones creen que uno no se casa para esta vida solamente: si contrae enlace en el Templo, pasará la eternidad con su pareja. Yo no soy mormón, pero medidos incluso por una vara tan elevada, estábamos enamorados. No concebía que pudiese llegar a aburrirme en compañía de mi mujer, tanto en la vida como en la muerte. El tiempo transcurrido con Kittredge viviría para siempre; los demás nos interrumpían como si entraran en nuestro cuarto con un reloj en la mano.

No había empezado así nuestra relación. Ya antes del accidente nos queríamos mucho. Como éramos primos terceros, la sombra del incesto intensificaba la dicha. Pero se trataba de un afecto calificado, de primer nivel. No estábamos en absoluto preparados para morir el uno por el otro, ahora que habíamos superado una pésima racha. Su marido, Hugh Montague —Harlot— cobró más importancia en mi psique que mi pobre propio yo. Había sido mi tutor, mi padrino, mi padre sustituto y mi jefe. Entonces yo tenía treinta y nueve años, pero ante su presencia me sentía un muchacho de veinte. Cohabitar con su mujer hacía que me viera a mí mismo como un cangrejo ermitaño que acababa de mudarse a un caparazón más impresionante; simplemente esperaba que me desalojaran.

Naturalmente, como cualquier amante reciente en una relación tan importante, yo no le preguntaba a Kittredge cuáles eran sus motivos. Bastaba con que me deseara. Pero ahora, después de doce años juntos, diez de ellos como marido y mujer, puedo dar una razón. Estar casado con una buena mujer es vivir con tiernas sorpresas. Amo a Kittredge por su belleza y —debo decirlo— por su profundidad. Ambos sabemos que su pensamiento es más profundo que el mío. Aun así, a menudo me siento desconcertado ante la aparición de un espacio sorprendente en el brillante funcionamiento de su mente. No ha tenido una carrera semejante a la de otras mujeres. No conozco muchas graduadas de Radcliff que hayan trabajado para la CIA.

Ítem: La noche en que hicimos el amor por primera vez, hace doce años, llevé a cabo ese simple acto de homenaje con los labios y la lengua que muchos de nuestros graduados universitarios están preparados para ofrecer en el transcurso del acto. Kittredge, al sentir una serie totalmente inusual de sensaciones en el arco que va de muslo a muslo, exclamó: «Hace años que esperaba esto». En seguida afirmó que me aproximaba a la perfección pagana. «Eres el cielo del diablo», dijo. (¡No hay nada como la sangre escocesa!) No parecía tener más de veintisiete años esa primera noche, pero había estado casada dieciocho años y medio de sus cuarenta y uno. Me dijo que Hugh Tremont Montague (¿quién no le habría creído?) era el único hombre que había conocido. Por otra parte, Harlot era diecisiete años mayor, y de muy alto grado en el escalafón. Como una de sus habilidades era trabajar con los agentes dobles más calificados, había desarrollado un sentido finísimo para detectar las mentiras de las otras personas, mayor aún que el sentido al que éstas podían llegar a aspirar jamás. Para entonces ya no confiaba en nadie y, por supuesto, nadie a su alrededor podía estar seguro de cuándo Harlot decía la verdad. En aquellos lejanos días, Kittredge solía quejarse de que no sabía si él era un modelo de fidelidad, una abominación de infidelidad o un pederasta encubierto. Creo que empezó su relación conmigo (si preferimos escoger el motivo malo en vez del bueno) porque quería averiguar si era capaz de llevar a cabo un operativo bajo sus propias narices sin que él se diera cuenta.

El buen motivo vino después. Su amor hacia mí se profundizó no porque le hubiese salvado la vida sino porque fui sensible a la mortal desesperación de su espíritu. Ahora sé que para la mayoría de la gente esto no basta. Nuestra relación recomenzó. Esta vez hicimos del amor un valor absoluto. Ella era la clase de mujer que no puede concebir continuar en una situación así sin casarse. El amor era un estado de gracia, y debía ser protegido por muros sacramentales.

Por lo tanto, se sintió obligada a decírselo a su marido. Fuimos a Hugh Tremont Montague y él consintió en darle el divorcio. Posiblemente ése haya sido el momento más infeliz de mi vida. Yo le temía a Harlot como quien teme a un hombre que es capaz de decidir la muerte de otros. Antes del accidente, cuando era alto y delgado y parecía perfectamente constituido, se comportaba siempre como si la autoridad con que contaba fuese sagrada. Alguien de arriba lo había ungido.

Ahora, con la columna fracturada, confinado en la silla de ruedas, seguía teniendo autoridad. Pero eso no era lo peor; yo aún lo reverenciaba. No sólo había sido mi jefe, sino mi maestro en el único arte espiritual que respetan los muchachos y los hombres estadounidenses: el machismo. Daba lecciones vitales de cómo comportarse con gracia aun en situaciones de presión extrema. La hora que Kittredge y yo pasamos juntos a ambos lados de su silla de ruedas es una contusión en la carne de la memoria. Recuerdo que se echó a llorar antes de que terminásemos.

Yo no podía creerlo. Más tarde, Kittredge me dijo que fue la única vez que lo vio llorar. Se le sacudían los hombros, le subía y le bajaba el diafragma, las piernas tullidas permanecían inmóviles. Era un lisiado reducido a su dolor. Nunca olvidé esa imagen. Si comparo este abominable recuerdo a una contusión, debo agregar que nunca se curó del todo. Se oscureció. Estábamos sentenciados a conservar un gran amor.

Kittredge tenía fe. Para ella, creer en la existencia del absurdo era entregarse al demonio. Estábamos aquí para ser juzgados. De modo que nuestro amor sería medido por las alturas a las que pudiera trepar desde la mazmorra de sus bajos comienzos. Yo me suscribí a su fe. Para nosotros, era la única creencia posible.

Por eso, ¿cómo pude pasar mis horas más recientes de este gris día de marzo derramándome y deslizándome sobre los extremadamente amistosos pechos y vientre de Chloe? Los besos de mi amante eran como caramelo, blandos y pegajosos, interminablemente húmedos. Era indudable que, desde la secundaria, Chloe había estado haciendo el amor con la boca a sus amigos. Su surco era un meollo bien lubricado, sus ojos sólo se iluminaban cuando estaba excitada. Si por un momento nos deteníamos, ella se ponía a hablar con la más feliz de las voces sobre lo primero que le venía a la cabeza. Su charla siempre se refería a caravanas (vivía en una), a lo fácilmente que se incendiaban, y a camioneros con grandes acoplados que pedían una taza de café con aires de gran importancia. Contaba anécdotas de antiguos novios a quienes veía en el comedor del pueblo.

«Vaya —dije como si me dirigiera a mí mismo—, cuánto ha estado comiendo. ¡Gordo!» Luego tuve que preguntarme: «Chloe, ¿es tu culo eso tan grande que tienes detrás?». Le eché la culpa a Bath. «Aquí no hay otra cosa que hacer en invierno más que comer, y buscar a tíos tan hambrientos como tú.» Me dio una palmada amistosa en las nalgas como si jugásemos en el mismo equipo (un gesto típico en los pueblos pequeños cuando alguien quiere saber cuánto vale una persona) y volvimos a lo nuestro. Había un deseo en mi carne (despertado por la gente común) que ella accionaba con sólo apretar un gatillo. Deslizarse y resbalar y cantar a coro, mientras ululan los demonios del bosque.

La conocí fuera de temporada en el restaurante donde trabajaba. Era una noche tranquila, y yo no solamente estaba solo sino que era el único comensal en esa sección del salón. Me atendió con aire amigable y sereno, compenetrada con la idea de que una comida que me gustase era más conveniente para ella que una comida que no me gustase. Como otras buenas personas materialistas, también era maternal: consideraba que el dinero venía en varias clases de sabores emocionales. Se necesitaba dinero feliz para comprar un artefacto confiable.

Cuando pedí el cóctel de gambas meneó la cabeza.

«No pida gambas —dijo—. Han muerto y resucitado tres veces. Pida la sopa de mariscos.»

Eso hice. Me guió en mi elección durante toda la comida. Quería que la bebida estuviera bien. Todo lo hacía sin aspavientos: yo quedaba libre para refugiarme en mis propios pensamientos, ella en los suyos. Charlábamos con el excedente que nos dejaba el estado de ánimo. Puede que una de cada diez camareras disfrute tanto con un cliente solitario como Chloe. Al cabo de un rato me di cuenta de que me sentía muy cómodo con ella, y eso que se trataba de una conquista accidental, lo cual no era mi estilo.

Volví al restaurante otra noche tranquila y ella se sentó y tomó el postre y el café conmigo. Me contó acerca de su vida. Tenía dos hijos, de veinte y veintiún años. Vivían en Manchester, New Hampshire, y trabajaban en la fábrica de papel. Declaró tener treinta y ocho años, y dijo que su marido se había separado de ella hacía cinco. La sorprendió con otro. «Tenía razón. Yo era una borracha entonces, y uno no puede confiar en una borracha. Tenía los tobillos gordos y redondos como patines.» Rió de tan buena gana que parecía estar contemplando su propio retozar pornográfico.

Fuimos a su caravana. Tengo una habilidad que, creo, fue desarrollada por mi profesión. Me concentro en lo que tengo entre manos. Puedo hacer caso omiso de crisis interdepartamentales, infracciones burocráticas, filtraciones de información secreta, incluso ataques del inconsciente, como mi primera infidelidad a Kittredge. Tengo un paquete que considero de tipo medio, buen servidor, una polla tan vulnerable como la de cualquiera. Vibra cuando la alientan y se marchita cuando la culpa se aproxima. De modo que es un testimonio de mi poder de concentración y de las exhibiciones voluptuosas de Chloe (puede decirse que es un crimen contra el placer público verla con ropa) el que, considerando la singularidad y la magnitud de mi transgresión matrimonial, sólo hubiera un asomo de flaccidez, de vez en cuando, en el buen muchacho de allí abajo. La verdad es que tenía hambre de lo que Chloe podía ofrecer.

Veamos si puedo explicarlo. Hacer el amor con Kittredge era —lo diré una vez más— un sacramento. No me siento cómodo cuando intento hablar de ello. En cambio, cuando hablo de Chloe puedo decirlo todo. Éramos como niños en un granero: Chloe incluso olía a tierra y heno. Pero abrazar a Kittredge era una ceremonia.

No quiero decir que fuésemos solemnes o medidos. Si no sentíamos un verdadero deseo, podíamos pasarnos un mes sin hacer el amor. No obstante, cuando sucedía, sucedía de verdad. Después de todos nuestros años juntos, seguíamos lanzándonos el uno sobre el otro. Kittredge, por cierto, era tan feroz como uno de esos animales del bosque, de garras y dientes afilados y piel hermosa, que no se pueden domesticar del todo. A veces, en el peor de los casos, me sentía como un gato macho con un mapache. Mi lengua (en una oportunidad la llave del cielo del diablo) raras veces estaba en su pensamiento. Nuestro acto estaba más bien subordinado a corrernos al mismo tiempo, crueldad con crueldad, amor con amor. Cuando destellaba el relámpago y nuestras almas se estremecían al unísono, yo veía a Dios. Después venían la ternura y el dulcísimo conocimiento doméstico de cuan raros y maravillosos éramos el uno con el otro. Con Chloe, por supuesto, no era así en absoluto. Con Chloe todo era precipitado, prepararse para la venta, luego el pozo surtidor y descubrir petróleo juntos. Cuando me recuperaba me sentía caído y viscoso y fértil como la tierra. Uno puede cultivar flores en su propio culo. Mientras conducía, con el corazón en la boca y el hielo del camino en mis dedos congelados, supe nuevamente qué era lo que Chloe me daba. Igualdad. No teníamos nada en común excepto nuestra igualdad. Si nos convocaban para ser juzgados, podíamos acudir tomados de la mano. Nuestros cuerpos se correspondían en profundidad, y sentíamos el afecto de zanahorias y guisantes en la misma sopa de carne. Nunca había conocido a una mujer que fuera tan físicamente igual a mí como Chloe.

Kittredge, por su parte, era la ex consorte de un noble caballero, ahora un noble caballero lisiado. Yo me sentía como el escudero de un romance medieval. Mientras mi caballero luchaba en las cruzadas, yo entretenía a su dama. Si bien habíamos hallado la manera de forzar la cerradura de su cinturón de castidad, yo aún tenía que subir la escalera. Podíamos contemplar juntos el relámpago y las estrellas, pero el dormitorio seguía siendo su alcoba. Nuestro éxtasis era tan austero como el brillo de las luces fosforescentes sobre las aguas del Mame. Yo no veía la Creación, sino que tenía visiones esporádicas del cielo. Con Chloe me sentía como uno más del equipo con su enorme tráiler.

Conduciendo en una noche tan insegura como aquélla —con el aguanieve a punto de convertirse en hielo— no había manera de meditar mucho tiempo. Los pensamientos saltaban ante mí. Fue así como vi que Chloe tenía la forma de una esposa, mientras que Kittredge seguía siendo mi dama. En la mayor parte de las relaciones amorosas, un beso puede hacernos recordar una boca que hemos conocido. Lubrica el matrimonio tener una esposa que nos haga recordar a otras mujeres. Muchas uniones conyugales son meras sublimaciones de orgías en las que uno jamás ha participado. Con Kittredge difícilmente disfrutaría de la promiscuidad de hacer el amor a una mujer que podría servir como sustituía de muchas.

Una vez, alrededor de un mes después de casarnos, me dijo:

—No hay nada peor que quebrantar los votos. Siempre he pensado que el universo se sostiene gracias a las pocas promesas solemnes que se cumplen. Hugh era horrendo. No se podía confiar en su palabra. Sé que no debería decirte esto, querido, pero cuando tú y yo empezamos, me pareció todo un logro. Supongo que era lo más valiente que había hecho hasta entonces.

—Nunca seas tan valiente conmigo —le dije, y no era una amenaza.

En el inseguro centro de mi voz, le estaba suplicando.

—No lo seré, jamás.

Bien podría haber tenido los ojos de un ángel si no hubiese sido por aquel trazo de niebla en el azul. Era una filósofa que siempre estaba tratando de percibir objetos a gran distancia.

—No —dijo—, hagamos una promesa. Honestidad absoluta entre nosotros. Si cualquiera de los dos tiene una relación con otra persona, debe decírselo al otro.

—Lo prometo —dije.

—Por Dios, con Hugh nunca estaba segura. ¿Será ésa una de las razones por las que se aferró a ese espantoso nombre de Harlot? Ramera. —Se interrumpió. Hiciera lo que hiciese, Harlot estaba ahora atado a una silla de ruedas —. Pobre Gobby —dijo por fin.

Cualquier compasión que pudiese sentir todavía por él estaba en ese apodo.

—¿Por qué Gobby?

Con Kittredge había un tiempo para cada cosa. Nunca se lo había preguntado antes.

—La vieja bestia de Dios. Ése es su nombre.

—Uno de sus nombres, de todos modos.

—Ah, querido. Me encanta poner nombres a la gente. Al menos a la gente que quiero. Es la única forma permitida de ser promiscuo. Ponernos miles de nombres.

Con los años me había enterado de algunos. Hugh tenía un bigote fino, de pelo entrecano, típico de un coronel inglés de caballería. Kittredge solía llamarlo Trimsky. «Tan brillante como León Trotski —decía—, pero diez veces mejor.» Más tarde descubrí que esa vez no había sido original. Fue Allen Dulles quien lo bautizó así. Fue durante la guerra, cuando Hugh trabajaba en Londres para la OSS. Al parecer, Dulles se lo dijo a Kittredge el día de la boda. Kittredge había estado loca por Allen Dulles desde que lo conoció en una fiesta en Georgetown a la que la llevaron sus padres durante las vacaciones de Pascua en su segundo año en Radcliffe. Ay, pobres los muchachos de Harvard que trataron de deslumbrar a Kittredge una vez que Allen Dulles le dio un beso en la mejilla para despedirse.

Poco tiempo después de la boda comenzó a usar el nombre de Trimsky para llamar a Hugh Tremont Montague. Él, a la vez, le ponía apodos. Uno era Ketchum, por Ketchum, Idaho (pues el nombre completo de Kittredge era Hadley Kittredge Gardiner; el primer nombre había sido tomado de Hadley Richardson, la primera mujer de Hemingway, a quien el padre de Kittredge, Rodman Knowles Gardiner, había conocido en París en los años veinte, y que, según él, era la «mujer más simpática del mundo»).

Me llevó bastante tiempo aprender la metamorfosis de los nombres de mi amada. Ketchup se evitó, pero por asociación de ideas, Ketchum pasó a ser durante un tiempo Pelirroja, lo que era perfecto, ya que el pelo de Kittredge era negro como el ala de un cuervo (y la piel blanca como el mármol). Supe cuánto podía llegar a sufrir un amante cuando Kittredge me confesó que, en noches notables, Hugh Montague la llamaba Llamarada. Quizá las personas de Inteligencia cambiaban los nombres como los muebles de una habitación.

De todos modos, Gobby era el apodo posmarital.

—Aborrecía —decía Kittredge— la idea de que no podía confiar en la honestidad personal de Gobby. ¿Prometes, querido, que habrá honestidad entre nosotros?

—La habrá.

En el recuerdo, el coche patinó durante un tiempo más largo de lo que se tarda en contarlo. La pared del bosque, en un costado, se me vino encima y el automóvil se desvió cuando giré el volante, de modo que me precipité peligrosamente a través del carril, hacia la otra pared de pinos en el borde opuesto de la carretera, que de repente se convirtió en el lado más próximo. Pensé por un instante que había muerto y era un diablo, porque la cabeza parecía puesta al revés; miraba, camino abajo, la curva de la que acababa de salir. Luego, tan lentamente como si estuviera en el mar en medio de un remolino, el camino empezó a dar vueltas. Interminablemente. Me sentía como una mota de polvo en una mesa giratoria. De pronto, el coche y yo empezamos a avanzar hacia delante otra vez. Había patinado noventa grados a la derecha, luego había dado una vuelta de trescientos sesenta grados en sentido contrario a las manecillas del reloj, no, de noventa grados más hasta encontrarme avanzando en forma recta, por fin, después de un giro de cuatrocientos cincuenta grados. Pero estaba más allá del miedo. Me sentía aturdido, como si hubiera caído de la ventana de un décimo piso y aterrizado en una red de bomberos. «Millones de criaturas —dije en voz alta al coche vacío— caminan por la tierra sin ser vistas, cuando estamos despiertos o dormidos.» Después de lo cual, mientras avanzaba a cuarenta kilómetros por hora, demasiado débil y eufórico como para detenerme, agregué, en honor a los versos que acababa de recitar: «Milton, El paraíso perdido». Entonces pensé que hacía un par de horas que Chloe y yo nos habíamos levantado de la cama para ir a un bar a tomar una copa de despedida. Nos sentamos en un reservado cuyos asientos de cuero de imitación rojo tenían agujeros por los que asomaba el relleno. Justo después de que nos trajeran las bebidas, tiré sin querer una de las copas con un movimiento del brazo; el cristal se rompió en pedazos tan intolerablemente pequeños que pareció que nada podía mantenernos unidos por más tiempo. Debido a ello Chloe y yo caímos en una desusada depresión, y en ese abatimiento seguíamos sumidos en el momento de decirnos adiós. La infidelidad flotaba en el ambiente como un fantasma horrendo.

Me puse a pensar en los millones de criaturas invisibles que caminaban por la tierra. ¿Susurrarían al oído de Kittredge mientras dormía, igual que una vez, hacía ya once años, me habían convocado a mí cuando ella se aprestaba a cortarse las venas? ¿Quién dirigía los sistemas de espionaje que regían en el océano de los espíritus? Para no causar una conmoción, un espía necesitaba pensamientos delgados como rayos láser. El espía que copiaba documentos secretos semana tras semana y año tras año, ¿podía librarse del miedo espantoso de que este mar sobrenatural de fechorías pudiera filtrarse en el sueño del hombre capaz de apresarlo?

En la zona de descanso había una cabina telefónica. Detuve el coche. Sentía pánico de hablar con Kittredge. De pronto, me pareció que si no me comunicaba con ella de inmediato, la última barrera entre nuestras mentes se desplomaría.

¿Qué puede aproximarse más a la era del hielo que una cabina telefónica corroída y picada de viruelas en una carretera congelada de Maine? Me vi obligado a pedir auxilio a la telefonista, que tuvo problemas para repetir el número de mi tarjeta de crédito. Movía las piernas para mantener el calor. Pasó un rato antes de que la maquinaria de la compañía telefónica surgiese de su gélido sopor. El teléfono sonó cuatro, cinco, seis veces y luego me estremecí de amor al oír el sonido de la voz de Kittredge. Recordé de pronto cómo mi corazón había reaccionado con igual júbilo una noche oscura en Vermont, cuando solo en una canoa vi que una galaxia de luz iluminaba cada ondulación de las negras aguas de la laguna al asomar la luna llena en la confluencia de dos redondas colinas. Con la certidumbre de un druida sentí que mi corazón se exaltaba. Conocí una extraña paz. Así también, la voz de Kittredge dio tranquilidad a los afligidos túneles de mi aliento. Era como si nunca antes hubiera oído su voz. Nadie podrá decir que no amaba a mi mujer, pues después de once años de matrimonio era capaz todavía de descubrir sus maravillas. La mayor parte de los tonos de voz me llegan a través de filtros y pantallas acústicas. Oigo a personas que controlan la laringe para transmitir calor o frío, honestidad, confianza, censura, aprobación. Tenemos voces falsas, aunque apenas lo sean. Después de todo, nuestro discurso es el primer instrumento de nuestra voluntad.

La voz de Kittredge surgió de su ser como una flor que se abre, sólo que yo nunca supe cuál era la primera floración. Su voz era tan sorprendente cuando estaba enojada como cuando expresaba amor; nunca estaba prevenida para un cambio de sentimientos. Sólo los que tienen la convicción (por modesta que sea) de que son una parte indispensable del universo, pueden hablar con esa falta de consideración por el modo en que los demás reciben su tono de voz.

—Harry, me alegra que llames. ¿Te encuentras bien? Hoy he tenido tantos presentimientos...

—Estoy bien. Pero la carretera es un desastre. Ni siquiera he llegado a Bucksport.

—¿Realmente estás bien? Suenas como si te acabaras de afeitar la nuez de Adán.

Reí con tanta fuerza como un empresario japonés turbado. Ella solía decir que si no fuera por mi prominente nuez de Adán yo sería tan alto, apuesto y moreno como Gary Cooper o Gregory Peck.

—Estoy bien —insistí—. Creo que necesitaba hablar contigo.

—Yo era quien necesitaba hablar contigo. ¿A que no imaginas lo que ha llegado hoy? Un telegrama de nuestro amigo. Es desmoralizador. Después de mostrarse agradable durante tanto tiempo, ahora parece totalmente trastornado.

Estaba hablando de Harlot.

—Bien —dije—, no puede ser tan malo. ¿Qué dice?

—Te lo diré después. —Hizo una pausa—. Harry, quiero que me prometas algo.

—Sí. —Lo sabía por el tono de su voz—. ¿Qué presentimiento tienes?

—Conduce con mucho cuidado. La marea está muy alta esta noche. Por favor, llámame apenas llegues al muelle. Desde aquí puedo oír cómo ruge el agua.

No, su voz no ocultaba nada. Los tonos volaban en todas las direcciones como si estuviera afanándose en un bote zarandeado por las olas.

—Tengo los pensamientos más extraños —dijo—. ¿No acabas de tener un patinazo terrible?

—Nunca he tenido uno peor —respondí.

Los cristales de la cabina telefónica estaban cubiertos de hielo, pero aun así el sudor corría por mi espalda. ¿Cuán cerca de mí podía estar sin enterarse del tumulto real?

—Estoy bien, te lo repito. Creo que lo peor ya ha pasado. O al menos eso me parece. —Me arriesgué—. ¿Se te ha ocurrido alguna otra idea?

—Estoy obsesionada con una mujer —dijo.

Asentí resueltamente. Me sentía como un boxeador que no está seguro de cuál de las dos manos de su oponente debería respetar más.

—¿Obsesionada con una mujer? —pregunté.

—Una mujer muerta —dijo Kittredge.

Podrán imaginar el alivio que sentí.

—¿De la familia?

—No.

Cuando murió la madre de Kittredge, me desperté más de una noche y vi a Kittredge sentada junto a la cama, con la espalda vuelta hacia mí, hablando animadamente con la pared desnuda en la cual (no se avergonzaba de decirlo) veía a su madre. (Cuánto tenía esto que ver con mi sueño deformado —llamémoslo así— de Augustus Farr es, por supuesto, una buena pregunta.) Sin embargo, en aquellas ocasiones estaba claro: Kittredge entraba en una especie de trance. Tal vez se encontraba totalmente despierta, pero sin reparar en mi existencia. Cuando a la mañana siguiente le contaba alguno de estos episodios, no sonreía ni me miraba con ceño. Mi relato de sus acciones no la perturbaba. Le parecía propio del reino de la noche que hubiera ocasiones en que los muertos que en vida habían estado cerca de uno hablaran desde el más allá. Por supuesto que su hijo Christopher nunca había vuelto, pero el golpe que había recibido prácticamente lo había destrozado. Su muerte era diferente. Había caído en el abismo sin fondo de la vanidad paterna. De este modo, su desaparición era definitiva, inalcanzable para cualquiera. Éste era el modo en que razonaba Kittredge.

Kittredge tenía sangre de las tierras altas escocesas por ambas partes, y es sabido que algunos habitantes de esas regiones son celtas hasta la raíz. No todos los escoceses se conforman con los bancos, la práctica presbiteriana o imaginando controles para la ley; los hay que adquieren una casa en la zona que separa este mundo del próximo. No hacen sonar las gaitas por poca cosa.

—¿Quieres hablarme de esta mujer? —pregunté.

—Harry, hace diez años que está muerta. No sé por qué trata de comunicarse conmigo ahora.

—Bien, ¿quién es?

No contestó directamente.

—Harry —dijo—, últimamente he estado pensando en Howard Hunt.

—¿Howard? ¿E. Howard Hunt?

—Sí. ¿Sabes dónde está?

—En realidad, no. En algún lugar tranquilo, supongo, recogiendo los pedazos.

—Pobre hombre —dijo ella—. ¿Sabes que lo conocí hace mucho, en esa fiesta en que mis padres me presentaron a Allen Dulles? Allen dijo: «Kitty, éste es Howard Hunt. Un novelista de primera».

Yo no creo que el oficial del Gran Caso Blanco tuviera grandes dotes de crítico literario.

—Verás, el señor Dulles era muy afecto a los superlativos.

—¿Lo dices en serio? —La había hecho reír—. Una vez me dijo: «Cal Hubbard sería el Teddy Roosevelt de nuestro equipo si no fuera por Kermit Roosevelt». Por Dios, tu padre. Encaja bien.

Volvió a reír, pero su voz, honesta como un arroyo lleno de las movedizas luces que trazan las nubes voladoras y el lecho de guijarros, había entrado en la sombra.

—Cuéntame acerca de la mujer.

—Es Dorothy Hunt, querido —dijo Kittredge —. Ha salido del maderaje.

—No sabía que la conocieras tan bien.

—No. Pero una vez Hugh y yo invitamos a comer a los Hunt.

—Por supuesto. Me acuerdo de eso.

—Y yo me acuerdo de ella. Una mujer inteligente. Almorzamos juntas varias veces. Tanto más profunda que el pobre Howard.

—¿Qué dice?

—Harry, dice: «No les permitas descansar». Eso es todo. Como si ambas supiéramos a quiénes se refiere.

No dije nada. La delicada pero penetrante consternación de Kittredge me llegó a través de la línea. Estuve a punto de preguntarle si alguna vez le había preguntado algo a Hugh acerca de los Grandes Santones, pero me lo callé. Yo desconfiaba de los teléfonos, especialmente del mío. Si bien no habíamos dicho nada que pudiera causar problemas, era necesario hacer todo lo posible para mantener la conversación bajo control.

—Qué curioso eso que me dices de Dorothy —dije, simplemente, sin agregar nada más.

Kittredge notó el cambio en el tono de mi voz. Ella también tomó conciencia del teléfono. Claro que había que tener en cuenta su sentido perverso de la malignidad. Si alguien estaba oyendo la conversación, ella debía ofrecerles algo para confundirlos.

—No me gustó el mensaje de Gallstone —afirmó.

—¿Que decía?

Como ya habrán imaginado, Gallstone era otro de los nombres de Harlot.

—Bien, fue enviado. Gilley Butler, ese horrendo factótum, vino a verme esta tarde. Debe de haber cogido nuestro bote para cruzar. Me entregó el sobre con una sonrisita de lo más vulgar. Estaba terriblemente borracho, y actuaba como si lo más importante fuera conseguir que me metiese en una cueva con él. Me di cuenta por su actitud de que alguien le había pagado una buena suma por traer el sobre. Un aire espantoso emanaba de su persona. Tenía un aspecto superior y vil al mismo tiempo.

—¿Qué decía el mensaje? —pregunté.

—Quinientos setenta y un días en Venus. Más uno en año bisiesto. Ocho meses para hacerlo todo.

—No puede estar bien —repliqué, como si hubiera entendido cada palabra.

—Desde luego que no.

Terminamos diciéndonos cuánto nos echábamos de menos el uno al otro, como si faltaran años y no un par de horas para volver a vernos. Luego colgamos. Una vez en el coche, cogí de la guantera una edición económica y bastante raída de los poemas de T. S. Eliot. Los ocho meses que se mencionaban en el telegrama se referían al quinto poema del volumen. Habíamos acordado agregar el número del mes —marzo era el tercer mes— al número del poema. Venus era un aditamento para distraer la atención, pero quinientos setenta y uno más uno, según nuestro acuerdo privado de restar quinientos, conducía a los versos setenta y uno y setenta y dos, que era — ¿me atrevo a confesarlo?— La tierra baldía. Para cualquier persona inteligente que tuviera la misma edición de los poemas escogidos de Eliot no sería muy difícil descifrar el código, pero sólo Harlot, Kittredge y yo sabíamos de qué libro se trataba.

He aquí el mensaje de Harlot, los versos setenta y uno y setenta y dos:

Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,

¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?

Lo había vuelto a hacer. Ignoraba qué quería decir Harlot, pero no me gustaba. Yo creía que disfrutábamos de una tregua.

El año después de mi casamiento con Kittredge, cuando su ex marido Hugh Montague soportaba noches de tormento, enviaba telegramas horrendos desde su silla de ruedas. El primero llegó en nuestra noche de bodas: «Afortunados sois por el undécimo rodar de los dados. Debéis besaros quinientas veintiocho veces más dos y guardar las sábanas. Firmado Montón Amistoso». La traducción era:

...Tu sombra por la mañana caminando detrás de ti

O tu sombra por la tarde, subiendo a tu encuentro;

Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo.

Esto sirvió para dar color a nuestra noche de bodas. Ahora, después de todos esos años, volvía a enviarnos mensajes personales. Quizás era eso lo que me merecía. Aspiré la culpable criminalidad de Chloe.

Naturalmente, la crueldad puede ser una cura para la tensión cuando le es impuesta a un hombre culpable. (Eso dice nuestro sistema penal.) El mensaje de Harlot, siniestro como la niebla —«ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín»— producía un efecto equivalente en mí a las dificultades del clima. Me hallaba por fin preparado para cualquier cosa. Podía pensar mientras mis reflejos se ocupaban de conducir y, dadas las características de nuestra conversación telefónica, tenía bastante en que meditar. Trataba de decidir si Kittredge tendría alguna idea de lo que eran los Grandes Santones. Por cierto, yo no se lo había dicho, y ahora quedaba claro que Harlot tampoco. El tono de voz de mi mujer revelaba que no sabía nada acerca de Dorothy Hunt. Parecía ignorar por completo que Harlot y yo habíamos unido nuestras fuerzas.

Era obvio que, para poder pensar en todo esto, necesitaba el poder de la meditación que sólo un viaje más tranquilo puede ofrecer. Después de dejar atrás Belfast, donde la carretera i enlaza con la 3, aprecié un cambio en el tiempo. El aire era menos frío; el aguanieve se había convertido en lluvia y el camino, aunque mojado, estaba libre de hielo. Logré concentrarme por entero en mis pensamientos. En el fichero especial asignado a los Grandes Santones, Dorothy Hunt ocupaba un sobre de papel manila.

El fantasma de Harlot
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