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Mi trabajo cobró vida. Había muchas cosas que entregar a los nuevos oficiales. Un año antes, me habría costado despedirme de los siete integrantes de AV/ALANCHA, pero ahora la pandilla callejera era más grande, y la mitad eran policías de Peones. En realidad, virtualmente él la dirigía desde su oficina. Ahora que Nardone era el presidente de Uruguay, Peones era un hombre importante.
Aun así, la nostalgia es capaz de crecer en el suelo más árido. Me sentía triste incluso porque no vería más a AV/ÍO 1 y a AV/ÍO 2 en su tarea de revisar a los pasajeros en el Control de Pasaportes. Ya no tendría que pasarme una noche entera tranquilizando a AV/ELLANA, nuestro periodista de la columna de sociedad, por haberlo descuidado demasiado. Cuando necesitara un taxi de observación, ya no estarían allí AV/EMARÍA 1, 2, 3 o 4, y el pobre G O G O L estaba a punto de ser clausurado. Era tan poco lo que se recibía de la Embajada rusa que ya no se justificaban los gastos. Los Bosqueverde tendrían que mudarse a una casa más pequeña. Gordy Morewood ya no telefonearía a mi despacho cada lunes por la mañana para discutir acerca de sus facturas. Mi sustituto se encargaría ahora de AV/UTARDA.
También debía alguna despedida sentimental a los prostíbulos de Montevideo. Me había encariñado de varias muchachas; para mi sorpresa, ellas se habían encariñado conmigo. «El mundo del espectáculo», pensé. Se me ocurrió que las prostitutas y sus clientes no eran muy distintos de los actores y actrices de una obra de teatro. Durante el tiempo en que vivían juntos no era necesario que todo fuese irreal.
Además, tenía que considerar a AV/ISPA. El efecto del caso Libertad fue un aumento de cautela. Durante muchos meses, no había hecho más que llevar mi lista de preguntas y peticiones al piso franco. Allí le proporcionaba vino y bebidas. ¡Hasta había aprendido a cocinar! Ya habían pasado aquellos días en que discutíamos si era prudente encontrarnos en restaurantes.
El trabajo de Chevi proseguía. No puedo decir si se hizo menos importante, o si sólo me lo parecía debido a mi abatimiento, pero empecé a cuestionar el valor de las respuestas detalladas que recibíamos sobre proyectos emprendidos por el Partido Comunista de Uruguay. ¿Valía la pena el esfuerzo? Ni siquiera sabía si me importaba. Solía irritarme que Fuertes, que semana a semana aumentaba de peso hasta el punto de que corría peligro de hacerse obeso, se pusiera cada vez más timorato con respecto a su seguridad. Juraba que ya no veía a Libertad, pero cada vez que nos encontrábamos parecía preocuparse más por la posibilidad de que Peones descubriera la verdad sobre su relación con ella.
—No conoce a ese hombre —insistía Chevi—. Es un fascista. Como Nardone. Su crueldad es directamente proporcional a su poder.
—No permitiremos que te haga daño —dije.
—Entonces, ¿admite que controlan a Peones?
—No.
—En ese caso, tengo motivos para estar asustado —dijo él.
Yo no sabía qué responder. Chevi lo hizo por mí.
—Ustedes lo controlan —dijo — . Es por eso que cree que puede protegerme. Sería mejor trazar un círculo en torno a mi nombre e informarle a Peones que no debe entrar en esa zona.
—Sería como decirle que estás relacionado con nosotros. Aunque no hayas podido localizarlos, hay miembros del PCU infiltrados en su departamento.
—No hay necesidad de decirle por qué desean protegerme —dijo Fuertes—. La Policía está acostumbrada a proporcionar dispensas en medio de la ambigüedad.
—Chevi, no sé de qué diablos estás hablando. Pero creo que hay algo más.
—Lo hay —dijo—. La solemne verdad es que Libertad me llamó la semana pasada para hacerme una advertencia. Dijo que Peones se había enterado de que nos habían visto en público a ella y a mí juntos. Hace muchos meses. Pero el tío es enfermizamente celoso. Debe de haber sido en aquel almuerzo con tu jefe de estación.
—Oh, no —dije.
—Dijo que Peones estaba listo para torturarme, pero que ella le ordenó que abandonase la idea. Le dijo que nuestra relación siempre fue casta. Si Peones me tocaba, ella no lo vería nunca más. Fue un discurso apasionado, cargado de sentimiento. Me ama como a un hermano, dijo, lo cual no significa que Peones le creyera. Pero nosotros respetamos la autoridad de la pasión cuando está dirigida a la carnalidad o a la lealtad. Pedro comprendió. Si dudaba de ella, tendría que pagar un precio.
—Entonces, no tienes nada que temer —dije. Aún no podía empezar a estimar el daño.
—Tengo todo que temer. Peones no necesita vengarse de mí personalmente. Sus hombres se encargan de eso.
—¿No tendría que enfrentarse a Libertad?
—No. Repudiará al policía que me haga el daño. Hasta es posible que llegue a castigarlo. Le aseguro que estas historias pueden volverse muy confusas. Libertad no renunciará a las ventajas que consigue de Peones si la culpa de éste no se puede probar.
—Pero sólo Peones podría ser el instigador.
—No necesariamente. La tortura se está convirtiendo en algo más que una práctica. Nardone odia a los comunistas. Los odia aún más que J. Edgar Hoover. Los comunistas han herido la autoestima de Nardone demasiadas veces. Por eso, él tiene una posición intelectual equivalente a una fe sádica. Nardone cree que la izquierda es un cáncer que sólo puede ser extirpado mediante la tortura. La sangre de anarquistas y comunistas caerá sobre nosotros.
—¿Por autoridad de quién? ¿Por qué leyes? No lo creo posible.
—Un policía siempre puede arrestar a cualquiera. Por cruzar la calle por donde no debe. Y una vez que uno ha sido arrestado, el drama es diferente. En la comisaría no hay un ala izquierdista capaz de protegerte. En el último mes, tres miembros importantes de mi partido han sido tratados cruelmente. No han quedado baldados, pero no tendrán ganas de acostarse con sus mujeres durante un año.
—¿Verdad?
Se echó a reír.
—Exagero —dijo.
—¿Exageras?
Se encogió de hombros.
—Ahora, temo la tortura.
Convinimos lo siguiente: si se enteraba de que iba a ser arrestado, debía llamarme. Si no podía hablar, su mensaje debía contener la palabra «lluvia».
Dos semanas antes de que abandonase Uruguay, un hombre llamó a la oficina una tarde para decir que llamaba de parte de LLUVIA. No se identificó, aunque me dijo que el señor Fuertes había sido arrestado y estaba en el Departamento de Policía. Sólo alguien que trabajara allí podía saberlo. Equivalía a decir que Fuertes había sobornado al hombre para que me llamase, y al hacerlo había revelado nuestra conexión.
Me puse furioso. Resulté ser un agente de caso más celoso de lo que pensaba. No sentía tanta preocupación por Chevi como indignación por su pánico. ¿Habría confesado por poco? Sin duda, la situación de Chevi era delicada. Sentía ansiedad, pero decidí correr el riesgo y le pedí a Hunt que me acompañara, ya que lo más seguro era que no se molestase en esperar a que soltaran a Chevi.
Sin embargo, se mostró fastidiado, lo que era predecible.
—Qué fiasco. Nuestro mejor agente descubierto. Ya no nos sirve de nada.
—Lo sé, pero ocurrió.
—Me siento avergonzado. El lunes llega Archie Norcross a ocupar mi cargo. En lugar de entregarle una estación en orden, tengo que ayudarlo a recoger los huevos rotos.
—Lo siento.
—Deberíamos haber alertado a Peones acerca de la necesidad de proteger a AV/ISPA.
—Howard, no era posible. Habríamos revelado su verdadera identidad.
—Bien, llamaré a Pedro. Una llamada telefónica será suficiente.
¿Lo sería? Peones no estaba en Uruguay. Había una convención de policías en Buenos Aires.
Howard consultó el reloj.
—Tengo una cena en el club de campo. Podemos ocuparnos de esto mañana por la mañana.
—No podemos esperar hasta mañana. Esta noche pueden hacerle mucho daño.
—¿Crees que sería distinto si yo fuera contigo?
—Howard, me considerarán un funcionario sin importancia del Departamento de Estado. Pero saben quién es usted. Funcionará. Y usted podrá irse cuando ellos reciban el mensaje.
Levantó las manos.
—Llamaré a Dorothy. Qué diablos. A lo sumo, perderé una hora. Esta noche no es más que una de esas fiestas de despedida. —Apagó el cigarrillo—. Ese imbécil de Chevi Fuertes. Bien, por lo menos podremos demostrar cómo nos preocupamos por nuestros agentes.
La Jefatura de Policía estaba emplazada en un edificio de ocho pisos construido a principios de siglo para dar cabida a nuevas aventuras comerciales en expansión. Ahora, el vestíbulo parecía abrumado por las sombras de empresas fracasadas. La ley y la Policía se habían apoderado del edificio.
Nos dirigimos a los calabozos. Estaban en la parte trasera de los pisos inferiores, y yo sugerí que fuéramos a buscar al asistente de Peones. Su despacho estaba en el sexto piso, y el ascensor no funcionaba.
Las escaleras eran anchas. Tuve tiempo de contemplar la lobreguez. ¡Cuántas desilusiones se habrían aglomerado en estos silencios abovedados, qué olores rancios brotaban de los escalones! Las colillas que no habían logrado llegar a las escupideras yacían como escarabajos hinchados sobre un campo de antiguo linóleo.
Estábamos tan concentrados en conservar el aliento que nos pasamos de largo y llegamos a la séptima planta. Nos disponíamos a volver sobre nuestros pasos, cuando nos percatamos de que algo no iba bien. El piso entero estaba vacío. Las puertas de las oficinas estaban abiertas y mostraban cuartos sin muebles. La luz de la noche entraba por las sucias ventanas de tres metros de altura, cubiertas de hollín. Era como si hubiéramos perdido un recodo de nuestras vidas. Tuve tiempo de preguntarme si la muerte sería así, un vestíbulo sucio y vacío sin nadie esperando por uno.
—¿Puedes creerlo? —comentó Hunt —. Nos hemos pasado.
En ese momento, ahogados por el acero, las vigas de madera y la argamasa, llegaron a nuestros oídos gritos provenientes del piso superior. Aunque apagados, sonaban como el quejido de un perro arrollado por un coche. La sensación de pérdida reverberaba en el horizonte. Ni Hunt ni yo pudimos hablar. Era como si estuviéramos en una casa ajena, y desde el cuarto de baño emergieran ruidos increíbles de esfuerzo intestinal.
Cuando por fin llegamos al sexto piso y dimos con el asistente de Peones y nos presentamos, el nombre de Hunt hizo que el oficial se pusiera de pie e hiciera la venia. Nuestro trabajo fue rápido. Era una suerte que no nos hubiéramos demorado en ir, nos aseguró el asistente. La sesión de interrogatorio aún no había comenzado. El señor Eusebio Fuertes sería puesto bajo nuestra custodia.
—Bajo la de él —aclaró Howard, señalándome—. Yo llegaré tarde a una cita.
Esperé más de una hora, y cuando por fin vi a Chevi, los dos permanecimos en silencio. No hablamos hasta llegar a la calle. Durante cuatro horas no cesó de hablar de su situación, y para entonces yo ya le había prometido vastas extensiones de la Luna. Estaba a merced de Peones y del PCU. Cualquiera de los dos intentaría vengarse.
—Soy hombre muerto —me dijo.
—Los del partido no serían capaces de matarte, ¿verdad? —Confieso que, mentalmente, estaba escribiendo mi informe sobre «Políticas de exterminio del PCU».
—Se limitarían a expulsarme del partido —dijo — . Después se encargarían de mí los Tupamaros. Los extremistas del PCU los alertarían, y eso equivaldría a mi aniquilamiento. Hay una sola solución. Debe sacarme del país.
Hablé de Río de Janeiro y de Buenos Aires. Chevi dijo que eran dos opciones peligrosas. Le ofrecí el resto de América del Sur, América Central, México. Sacudió la cabeza.
—¿Dónde, entonces?
—Miami.
Dejaría a su mujer y a su familia. Eran demasiado comunistas. Iría a Miami solo. Debíamos conseguirle trabajo en un lugar decente. Un Banco, por ejemplo. Un hombre que hablaba español, pero que no era cubano, podía ser muy útil para tratar con los cubanos, que en cuestiones de dinero eran notoriamente informales.
—Nunca podré conseguirte condiciones tan ventajosas.
—Lo hará. La alternativa es demasiado espantosa. Para protegerme, tendría que dirigirme a los diarios de Montevideo. La publicidad sería más perjudicial para mí que para ustedes, pero en la celda he aprendido una cosa: no quiero morir. Para asegurarme, estaría dispuesto a hundirme en el infierno de la revelación pública.
En veinticuatro horas conseguimos documentos falsos, pasaporte y un visado para los Estados Unidos. Conseguimos emplearlo en un Banco de Miami, propiedad de la Agencia. Esa noche yo no habría apostado por ello, no después de ocho horas ante el codificador-descodificador comunicándome con los Avinagrados, lo que me dio un nuevo motivo para estar harto de Chevi; pero llegaría el momento en que él y yo volveríamos a trabajar juntos, allá en Miami.