7
Era cerca de medianoche. Tenía siete horas antes de que empezaran los rituales de la ejecución. Al salir de GIBRAL tomé rápidamente la decisión de buscar a Dix Butler y pasar la noche bebiendo. La primera mitad de esta propuesta me llevó mucho menos tiempo que la segunda. Topé con Dix de inmediato en un pequeño club que frecuentábamos cerca del Kurfürstendamm, un lugar llamado Die Hintertür. Había allí una muchacha que bailaba y bebía con uno, y a Dix le gustaba la mujer que atendía la barra. Tenía pelo renegrido, algo no demasiado común en Berlín, aunque fuera teñido, y contribuía a dar un aspecto mundano a un bar pequeño con un solo camarero y ningún agente a la vista. Supongo que era el lujo de poder beber sin tener un ojo puesto en los negocios lo que llevaba a Dix a ese lugar, además de Maria, la mujer de la barra. Dix era desusadamente cortés con ella y nunca ponía en práctica su acercamiento hercúleo, sino que se limitaba a preguntarle si podía acompañarla hasta su casa, a lo que ella, invariablemente, respondía con una sonrisa misteriosa que era una manera agradable de decir que no. La otra muchacha, Ingrid, tenía el pelo teñido de pelirrojo, y estaba disponible para bailar o para sentarse con un cliente y oír sus problemas. La mayor parte de las noches el cliente era algún melancólico hombre de negocios alemán de Bremen o Dortmund o Maguncia que pagaba el tiempo de Ingrid para un par de horas de baile lento, conversación rutinaria y silencios profundos. Ella lo cogía de la mano, le contaba historias, y de tanto en tanto lo hacía reír. Invariablemente, me impresionaba el balance entre la oferta y la demanda. Ingrid no estaba libre casi nunca, pero tal era el ritmo en Die Hintertür que raras veces había dos hombres de negocios que requirieran su compañía a la misma hora.
Ingrid y yo nos hicimos amigos. Flirteábamos entre cliente y cliente, bailábamos un poco (ella me alentaba, diciéndome que mejoraría) y practicábamos, alternativamente, el alemán y el inglés. En ocasiones ella me preguntaba: «Du liebst mich?». «Ja», respondía yo. En un idioma extranjero no resultaba difícil decir que uno amaba a alguien cuando no era así. Su boca, aleccionada por la sabiduría del oficio acerca de que el amor es una condición que exige valor, se distendía para formar una sonrisa amplia y ligeramente maníaca. «Ja», repetía, y sostenía el pulgar y el índice apenas separados. «Du liebst mich ein bisschen.» Tenía una voz vigorosa que me gustaba, y la empleaba con precisión, depositando deliberadamente cada palabra en alemán sobre mi nebuloso entendimiento.
Con el tiempo me enteré de que Ingrid estaba casada, vivía con su mando y un hijo y varios primos y hermanos en el apartamento de su madre, y quería ir a los Estados Unidos. Dix me lo dijo. «Está buscando enganchar a un estadounidense.» Aun así, yo disfrutaba cuando alguna vez me besaba para felicitarme por dotar de un poco de ritmo a mi forma de bailar. No aceptaba que le pagara. A los hombres de negocios alemanes les decía que yo era su «Schatz».
Ahora que me había convertido en su novio oficial, tenía derecho a oír chismes. Ingrid me informó de que Maria era la mantenida de un rico protector. Cuando le pasé este informe a Dix, él me transmitió otro.
—La persona con quien Maria comparte el apartamento —me dijo— es una mujer rica, de mediana edad. Es por eso que no puedo ligármela.
—¿Por qué lo intentas?
—Eso mismo es lo que me pregunto.
Su inquietud parecía ir en aumento. Pensé que quizás el Die Hintertür estaba demasiado tranquilo para él esa noche en que se abrió la puerta y entraron Freddie y Bunny McCann. Freddie (cuyo nombre completo era Freddie Phipps, graduado en Princeton, promoción del 54) era mi relevo en el Centro de la Ciudad, precisamente el que había aprendido mi trabajo tan rápido porque (pensaba yo) era simpático. Se había puesto en mis manos. Había confiado en mí. No es difícil instruir a alguien cuando no se duda de los motivos. Me gustaron, él y sus modales. Era incluso más alto que yo, aunque pesaba un poco menos, y si no era muy bueno para ciertos trabajos de la Agencia era debido a que su aspecto lo delataba como un oficial estadounidense típico.
Su mujer, sin embargo, habría sido aún más visible. Tenía una hermosa cabellera oscura y una cara encantadora. Sus ojos eran azules. Debo confesar que me recordaba a Kittredge.
En todo caso, formaban una pareja que se llevaba demasiado bien como para topar con Dix Butler y su estado de ánimo a esa hora. Por la expresión de sus rostros cuando vinieron a sentarse con nosotros advertí que les desilusionaba la falta de animación del lugar, las mesas vacías, la ausencia de vicio. Era mi culpa. Freddie me había llamado durante el día para preguntarme si podía recomendarle una boite donde se pudiera tomar una copa con tranquilidad, «un lugar donde se respirara la auténtica melancolía berlinesa». Le aseguré que no existía tal cosa («todos parecen circos o morgues»), pero terminé sugiriéndole el Die Hintertür, «donde al menos se puede respirar y hablar. La mujer que atiende la barra es una novedad, y hay una muchacha que baila con los clientes y simula estar enamorada de mí», le dije con jactancia.
—Bien, parece auténtico.
—El Back Door te divertirá —le dije.
—Creí que se llamaba Die Hintertür.
—Así es —le aseguré—, pero también tiene el nombre en inglés. En el mismo letrero.
Ojalá eso lo hubiera desilusionado. Mi lugar favorito nunca me había parecido tan de tercera categoría.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó Dix a la mujer de Freddie apenas se sentaron.
—Bunny Bailey McCann —repitió ella, con el mismo tono de voz con que él decía «Herrick».
—¿Bunny es un apodo?
—En realidad, me llamo Martita.
—Martita Bailey McCann. Bonito nombre —dijo Dix.
—Gracias.
—Suenan bien las consonantes.
—¿Eres escritor?
—De hecho, soy poeta —dijo Dix.
—¿Has publicado algo?
—Sólo en revistas que buscan malos versos.
—Ah.
—Ah.
Freddie se echó a reír. Yo me uní a él.
—¿Qué bebéis? —preguntó Dix.
—Scotch —dijo Freddie—. Y un vaso de agua.
—Que sean dos —le dijo Dix a Maria—. De Escocia.
—Gracias —dijo Freddie — . Supongo que le agregan un poco de aroma al alcohol de cereales y lo meten en una botella.
—No lo sé —dijo Dix—. Yo no soporto el scotch. No lo entiendo.
—Eso es extraño —dijo Freddie.
—Al alcohol que bebemos lo llamamos bebida espirituosa. Me gusta saber qué clase de espíritu entra en mi cuerpo.
—Fabuloso —dijo Freddie McCann—. He usado esa palabra toda mi vida, pero jamás pensé en el espíritu.
—Yo pienso en eso todo el tiempo —dijo Dix.
—Muy bien —dijo Bunny.
El la miró.
—De hecho, descubrí lo del scotch hace pocos días. En este mismo lugar. Me lo dijo Maria, la que atiende la barra. Le pregunté: «¿Cómo son los tipos que beben scotch?». Y ella me preguntó: «¿No lo sabes?». Le respondí que no. «No es difícil darse cuenta —dijo ella—. Los que beben scotch se han dado por venados.»
—Supongo que así debe de ser —dijo Freddie McCann.
Se hizo una pausa.
—Tonterías, querido —dijo Bunny—. Tú nunca te das por vencido. No, si se trata de algo que vale la pena.
Me miró. Tenía la mirada limpia. Me miró con ojos hermosos que me preguntaban: «¿Es éste tu buen amigo?».
—Bien —dijo Freddie—, no sé si hago las cosas con dedicación.
—Es usted hermosa, señora de McCann —dijo Dix—. Su esposo es un hombre afortunado.
—¿Me creerías si te dijera que yo soy igualmente afortunada?
—No —dijo Dix—, no lo creería ni por un minuto.
Freddie rió.
—Tienes razón.
—Aquí llega el scotch —anunció Bunny, y de un trago dio cuenta de la mitad de su vaso — . Sería conveniente que trajera una segunda ronda —le dijo al camarero.
—Sí —dijo Freddie—. Otra ronda.
—De hecho —dijo Dix—, me atrevería a decir que tu marido es enormemente afortunado.
—Yo sugeriría —dijo Bunny— que cerraras el pico.
Dix volcó el resto de su bourbon. Nos quedamos en silencio.
—Sí, señora, puede estar segura —dijo en medio del silencio.
Nadie respondió, y la presencia de Dix pareció consumir casi todo el oxígeno.
—¿Segura de qué? —preguntó ella. Él no iba a cesar en su empeño.
—Segura de que puestos a ver quién bebe más, estos dos quedarían tumbados mucho antes que nosotros.
—Apuesto a que los bebedores más resistentes vienen de Dartmouth —dijo Freddie. Había que felicitarlo por tratar de ser cortés—. Cuando yo estaba en el segundo año de la universidad conocí a un tipo en Hannover durante un partido entre Princeton y Dartmouth, que bebía tanto que no creo que le hayan quedado facultades mentales, excepto para las funciones motrices más básicas. Sus compañeros de fraternidad daban los exámenes por él para que no lo expulsaran y él siguiera ganando competencias de bebida con otras fraternidades. Volví a verlo el año pasado, y estaba ido.
—Amigo —dijo Dix—. Ya has escrito tu carta. Ahora, échala al correo.
Freddie McCann hizo un esfuerzo para reír. Me di cuenta de que aún abrigaba esperanzas de que Dix fuera parte del ambiente auténtico del bar.
—¿Te molestaría que bailase con tu mujer? —le preguntó Dix.
—Supongo que es ella quien debe decidirlo.
—Dirá que no —dijo Dix.
—Estás absolutamente en lo cierto —dijo Bunny.
—No, amigo, tu mujer no quiere bailar conmigo. Podría convertirse en un hábito.
—¿Qué intentas decirme? —preguntó, por fin, Freddie.
—Que eres jodidamente afortunado.
—Basta —dije yo.
—No, Harry —dijo Fred—. Sé defenderme solo.
—No te oigo muy bien —dijo Dix.
—Estamos llegando a una situación poco conveniente —dijo Fred McCann—. Te pido que recuerdes que hay alemanes aquí. Se supone que nosotros debemos dar el ejemplo.
—Tu mujer tiene un pelo maravilloso —dijo Dix, y no demasiado rápido, pero tampoco demasiado lentamente para que ella pudiese reaccionar, le pasó la mano desde el nacimiento del pelo hasta la nuca.
Me puse de pie.
—Está bien —dije—. Debes pedir disculpas. A mis amigos.
Es extraño, pero en ese momento no había un castigo físico más tremendo para mí que tener que presenciar cómo Dix Butler le daba una paliza a Fred McCann.
Dix me miró fijamente. Se puso de pie. Una ola de calor corporal emanó de él. Alteró la luz del lugar. En ese momento yo podría haber atestiguado que el aura humana existe. La de Dix era de tres tonos distintos de rojo. A pesar de que durante ese último año me habían enseñado a pelear con las manos, lo que sabía era ínfimo en comparación con él. Si quería pegarme, lo haría. La cuestión era si lo haría. Si morimos violentamente, ¿viene un demonio a saludarnos con la misma luz roja?
Entonces (y también puedo atestiguarlo) la luz varió al verde, un verde opaco y pálido. El aire parecía chamuscado. Oí una voz que se agitaba en la garganta de Butler antes de que salieran las palabras.
—¿Estás tratando de decirme que me he pasado de la raya?
—Sí.
—¿Y que debo disculparme ante tus amigos?
—Sí.
—Vuelve a decírmelo —dijo.
No sabía si era un desafío o una petición para salvar un poco las apariencias.
—Dix, creo que debes una disculpa a mis amigos —dije.
Se volvió a ellos.
—Lo siento —declaró—. Pido disculpas al señor McCann y a su esposa. Me he pasado de la raya.
—Está bien —dijo Fred.
—Me he pasado penosamente de la raya —dijo.
—Disculpa aceptada —dijo Bunny Bailey McCann.
El asintió. Pensé que iba a saludar. Luego me cogió del brazo.
—Vámonos de aquí. —Se dirigió a María—. Carga las bebidas en mi cuenta —le dijo, y me llevó hacia la puerta.
Tuve una última y breve visión de Ingrid, quien me miraba con una expresión de sabia y tierna preocupación.