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Estimado Dix:

Bien, pues aquí estoy, realizando una importante misión en el TSS, y allí estás tú, oficial número uno para el gran hombre de Berlín. ¡Enhorabuena! Al viejo grupo de adiestramiento PQ31 le va muy bien, aunque PQ podría ser la abreviatura de peculiar, lo cual se ajusta mucho a las características de mi actual trabajo. Dix, el procedimiento para esta carta y cualquier otra que te envíe es QDL (que, en caso de que lo hayas olvidado, significa Quémese Después de Leer). No sé si el trabajo en el TSS merece ser tan secreto y reservado como se nos dice aquí, pero éste es, sin lugar a dudas, un lugar especial. Sólo los genios pueden postularse; ¿cómo pudieron perderte? (Antes de que te enfades, reconoce que lo digo en serio.) El supervisor de todos nosotros es Hugh Montague, la vieja leyenda del OSS, un tipo extraño, frío y remoto como el Everest, y tan seguro de sí mismo como Dios. No puedo imaginarme qué pasaría si tuvieras que vértelas con él algún día. De todos modos, el TSS es sólo una parte de su heredad, palabra que te obsequio dado el amor que profesas por las palabras importantes. (Heredad, propiedad o dominio, en este caso, tierras pertenecientes al Señor, por las cuales no paga alquiler.) Montague, hasta donde puedo ver, no paga alquiler. Sólo responde a Dulles. En el Tope Sanctasanctórum (que es el verdadero significado de las siglas TSS), solemos tener opiniones poco respetuosas de la gente, pero en el caso de Montague todos estamos de acuerdo. A diferencia de muchos funcionarios de la Compañía, él no es un dedicado lameculos.

Lo que me recuerda algo. ¿No eres tú (¡confiésalo!) el tipo que escribió en la pared de la letrina de la Granja «Rosen no huele a rosas porque lame culos. Ten cuidado de no ensuciarte la nariz, Arnie»? Me enfadé en serio cuando lo leí. Y estoy seguro de que fuiste tú, por el juego de palabras. Eres un cruel hijo de puta, Dix. Sé cuánto valoro nuestra amistad porque te perdoné. No habría perdonado a ningún otro. Pero quiero que reconozcas que la acusación es injusta. Puedo ser muchas cosas, abrasivo, insensible ante los puntos neurálgicos de los otros, demasiado agresivo (como judío neoyorquino, lo sé), pero no soy un lameculos. De hecho, no me hago ningún favor a mí mismo, pues soy descortés con mis superiores. Y no perdono a los que me traicionan. Me gusta creer que viven para arrepentirse.

De todos modos, no quiero aburrirte con esto. Reconozco tu ambición. Incluso creo que algún día nosotros, dos intrusos, hombres de los flancos, que no hemos nacido con una cuchara de plata en la boca, heredada de los reyes del espionaje, como Harry, seremos dueños de los dos pedazos principales de la Agencia. Seremos como Montague y Harvey cuando llegue el momento.

Montague me fascina. Sólo lo he visto unas pocas veces, pero su mujer es absolutamente hermosa. Se rumorea que es el único genio verdadero que tiene la Compañía; de hecho, dicen que ha hecho que Freud sea el doble de complicado de lo que solía ser, aunque eso es algo difícil de creer, por supuesto. Según he podido observar, uno de los males de la Compañía es que exagera demasiado nuestros propios méritos. No estamos en posición de poder medirnos, después de todo. De cualquier manera, nadie puede decir con certeza qué hace Hugh Montague. Su apodo (no se trata de un nombre tapadera, o criptónimo, ni una variante para firmar cables) es Harlot. Esta antigua voz inglesa, que hoy significa «ramera», originariamente quería decir bribón. Yo creo que lo llaman así porque está involucrado en muchas cosas distintas. No paga alquiler, no tiene responsabilidades burocráticas. Posee su propia clase de contrainteligencia, que enloquece a la división de la Rusia soviética, y, además, tiene otras personas diseminadas por toda la Compañía. Sus enemigos en el TSS aseguran que intenta convertirse en una Compañía dentro de la Compañía. Dix, hay que trabajar en Washington para conocer el negocio a fondo. En teoría la Compañía, burocráticamente hablando, es territorio delimitado, pero Dulles suele ser blando con sus amigos y héroes del viejo OSS y, además, odia la burocracia. De modo que crea promotores y agitadores independientes. Caballeros Errantes, los llama. Tienen el poder de rebasar las categorías. Harlot es un Caballero Errante, decididamente. Dicen que es el agente secreto de los agentes secretos. En el TSS (donde se supone que sabemos todo) corre el rumor de que Dulles se refiere a él como «Nuestro Noble Fantasma». Dix, debo felicitarte. Al principio solía reírme de la manera en que te entusiasmabas con ciertas palabras, pero empiezo a ver la luz. En las escuelas a las que asistí todo el mundo conocía las palabras, de modo que mi educación debe de haberme dejado un tanto indiferente respecto del verdadero poder del vocabulario. Empiezo a pensar que le mot juste es la palanca de Arquímedes que mueve el mundo. Al menos en la Compañía te aseguro que esto es verdad.

Volviendo al TSS, siento un deseo impío de contarte acerca del peor fiasco que hemos tenido, razón por la cual esta carta debe ser ultra QDL. Si cayera en las manos equivocadas, podrían llegar a freírme los kishkes. No te preocupes por el significado de kishkes. Es un término del argot yiddish, y no puede interesarte. Uso la palabra porque la cabeza nominal del TSS se llama Gottlieb, y kishkes es la única palabra judía que le he oído decir. Por supuesto, me asignaron a él; supongo que creerán que tenemos algo en común. Aunque no demasiado. Algunos judíos son profundamente tradicionalistas, como sucede con mi familia, que es mitad religiosa ortodoxa, mitad socialista (típicamente judía, ja, ja), pero hay judíos que van en la dirección opuesta. Se convierten en espejos de su cultura. (¡Yo, por ejemplo!) Como Disraeli, el primer ministro británico de la reina Victoria, nacido de padres judíos pero poseedor del mejor acento de la aristocracia de las Islas Británicas. Pues Gottlieb es así, sólo que en proporciones cósmicas. Todo le interesa. ¡Extraño! Vive en una granja en las afueras de Washington y todas las mañanas se levanta a ordeñar sus cabras. En un tiempo la granja fue una cabaña de esclavos, pero Gottlieb es un carpintero de los domingos, de modo que ahora su casa es tan grande que puede alojar a toda su familia. Por cierto, la señora Gottlieb pasó su infancia en la India. ¡Ésa debe de ser la razón de que tengan cabras! Es hija de misioneros presbiterianos. Gottlieb también cultiva árboles de Navidad. Y aun cuando tiene un pie deforme, le encanta bailar. No es más que un farmacéutico con un título del City College, pero así y todo es un genio. Es por ello que, resumiendo, suena como pedazos y partes. Debo decir que se echó a perder. Por supuesto, sólo un genio puede hacerlo cuando topa con otro genio como Hugh Montague. De hecho, sucedió hace tres años, pero sigue siendo el secreto a voces más importante del TSS. No se puede ir a tomar una copa con un colega, e intimar, sin que se haga referencia a la Historia. La encuentro interesante. Aquí hay un principio de moral a la inversa. Montague está tan alto que creo que la Historia lo hace humano para nosotros. Por supuesto, sólo cometió un error de juicio. Apostó por Gottlieb, y Sidney hizo el daño.

He aquí la gen (una vieja palabra que en el OSS significa caca). Hace tres años el gran rumor en el TSS era que los soviéticos habían conseguido una droga mágica sintética. No sólo podían controlar el comportamiento de sus agentes, sino que podían hacer que la memoria de un espía se autodestruyera al ser capturado. También tenían productos químicos que inducían la esquizofrenia y liberaban a sus agentes de toda preocupación moral. ¿No retrata todo esto al comunismo, de cualquier manera? ¡La droga mágica es la ideología! De todos modos, Gottlieb ha descubierto una sustancia química que en determinadas circunstancias produce esquizofrenia. Se llama ácido lisérgico, o LSD, y la gente del TSS tiene la esperanza de que se convierta en nuestra droga maravillosa, ya que las técnicas actuales para interrogar a los agentes enemigos son demasiado lentas. Allen Dulles quiere un interruptor químico capaz de encender y apagar a un desertor. Como un suero de la verdad. El LSD inspira a las personas a decir la verdad.

Es difícil estar seguro de todo esto, Dix, porque me enteré a través de varias versiones, pero parece que Gottlieb tenía una teoría espléndida, hecha en colaboración con la señora Montague y sus teorías. Se basa en la premisa de que la pared psíquica que erige la esquizofrenia para obstruir las comunicaciones entre partes opuestas de la personalidad está compuesta de una cantidad inmensa de mentiras; la verdad está enquistada detrás de la pared. La droga capaz de inducir la esquizofrenia, si se la usa intermitentemente, induce también una vibración en las mentiras de la pared esquizofrénica que puede sacudirla y llegar a resquebrajarla. Las personas más normales sólo eligen mentiras que mantienen intacto su yo. Según la teoría Gottlieb-Gardiner, la pared de un desertor, ya sea psicótico o normal, puede ser destruida mediante el uso de LSD. Primero, sin embargo, Gottlieb tenía que comprobar la compatibilidad del LSD y su propósito. Él y algunos colegas se la administraron unos a otros, pero eran conscientes del experimento. Lo que se necesitaba era un receptor inconsciente del LSD.

Entonces, una noche, en una pequeña fiesta en el TSS, uno de los investigadores logró echar una medida de LSD en el cointreau que bebía un científico contratado. La víctima no estaba enterada del experimento. Desconozco su nombre, es un secreto, de modo que lo llamaremos VÍCTIMA.

Al parecer, VÍCTIMA no reaccionó bien. Regresó a su casa en un estado de intensa agitación. Como era un hombre muy disciplinado, resistió los efectos del LSD. No se manifestaron síntomas de desequilibrio. Sólo que no podía dormir. Después empezó a decirle a su mujer que había cometido equivocaciones terribles. Pero no podía especificar cuáles. Al cabo de un par de días, estaba tan agitado que Gottlieb lo envió a Nueva York para que viera a uno de nuestros psiquiatras. El asistente de Gottlieb permaneció con VÍCTIMA en un hotel de Nueva York. Pero VÍCTIMA se ponía cada vez peor. Finalmente, delante mismo de su guardián, atravesó una ventana cerrada y saltó desde el décimo piso. Dieron a la viuda y a sus hijos una pensión del gobierno, y Gottlieb sólo recibió un palmetazo en las manos. Montague envió un memorándum a Dulles: un castigo formal interferiría en «su muy necesario espíritu de iniciativa y sincero entusiasmo que son el prerrequisito de su trabajo». Dulles envió una carta personal a Gottlieb recriminándole su error de cálculo, pero la copia de esta carta no se conservó en su ficha. Hasta el día de hoy Sidney sigue trabajando en el TSS, y está muy bien.

La carta me produjo una fuerte reacción. No pude seguir leyendo. El temor a que Harlot me estuviese utilizando de una manera insensible se acababa de confirmar. No podía dejar de pensar en VÍCTIMA.

Tenía que llegar a un teléfono seguro. Harvey me había dicho que me encontraba bajo observación, pero eso no estaba certificado, y en varias ocasiones Butler había hecho comentarios cáusticos acerca de la debilidad de nuestro personal de vigilancia. Podía valer la pena correr un riesgo. Me puse el abrigo y me dirigí a la puerta. De inmediato retrocedí. No sólo había olvidado deslizar la carta de Rosen debajo de la puerta de Butler, sino que no había escondido la grabación y la transcripción de C. G. Una vez que completé estas tareas, volví a salir, considerablemente menos confiado en mi claridad mental.

Un taxi se aproximó cuando me acerqué al bordillo, y lo cogí. No habíamos recorrido una manzana cuando advertí que ese taxi podría haberme estado esperando expresamente. De modo que le dije al conductor que se detuviera, pagué, me metí en una callejuela y me volví para ver si alguien me seguía. El corazón me dio un vuelco cuando un gato saltó de una verja trasera.

Sin embargo, nada se movía, y según podía vislumbrar gracias a la luz que provenía de las viviendas a ambos lados de la callejuela, tampoco se veía nada. De modo que regresé al punto por donde había entrado. El taxi del que me acababa de bajar seguía esperando. Cuando pasé a su lado miré al conductor, que hizo un ademán casual con la mano, característico de Berlín.

Me acerqué a la ventanilla, me incliné y le dije: «Zwei Herzen und ein Schlag!».

Con esto, el hombre puso en marcha el coche y desapareció rápidamente.

Esta comedia me puso de mejor ánimo. Ya no me sentía seguido, de modo que caminé vigorosamente unas ocho manzanas. De tanto en tanto retrocedía. Luego cogí un taxi hasta el Departamento de Defensa, firmé el libro en la entrada y me encaminé al teléfono seguro.

Kittredge contestó la llamada.

—Harry, ¿eres tú? —preguntó con tono vacilante—. ¿Sueno igual de extraña? —agregó.

El modulador de frecuencia hacía que su voz sonase aflautada.

—Bien, ¿cómo estás tú? —pregunté.

Me empezaba a temblar una pierna ante el temor de ser demasiado expresivo. «Oh, Dios —me dije—, estoy enloquecidamente enamorado.» Incluso esa voz distorsionada me causaba placer.

—Parece que hiciese una eternidad que te has ido —dijo—. Te echo horriblemente de menos.

—Yo también.

—No puedo oírte —respondió—. Suenas como si estuvieses debajo del agua. ¿Estaré apretando algo mal?

—¿No has usado nunca esta clase de teléfonos?

—No, es de Hugh. No me atrevería a acercarme a él. Supuse que era él quien llamaba. Está en Londres. Se fue ayer.

—¿Puedes ayudarme a localizarlo?

—Harry, me sorprende que me haya dicho siquiera en qué continente está.

—¿De modo que no sabes si vendrá a Berlín?

—Eso sí que lo sé. Me preguntó si tenía algo cariñoso que transmitirte. Dale mille baisers, le dije.

Se echó a reír. Me di cuenta de que no podía haberle dicho eso.

—Cuando Hugh llame —me limité a decir—, dile que necesito hablar con él. Es urgente.

—No te sorprendas —dijo Kittredge— si va a verte primero. Pero, Harry...

—Sí.

—Cuando lo veas, no te lamentes. Odia las lamentaciones.

—Bien —dije—, no me lamentaré.

Al hablar con ella, mis problemas no parecían tan cerca.

—Tengo noticias maravillosas —dijo—, que te comunicaré en una mejor ocasión.

—Dame una pista.

—Bien, antes de mucho tiempo, me tomaré una licencia.

—¿Para qué?

—Oh, Harry —dijo—, piensa que estaré en Hong Kong.

¿Entraría en la clandestinidad? ¿En Asia? Tuve una visión instantánea de Kittredge en una cueva de opio con agentes rusos, británicos y chinos.

—¿Te veré?

—Dile a Hugh que te traiga con él.

—No puede hacerlo. Tendría que obtener permiso de Harvey.

—Hugh no ve los obstáculos como los demás —dijo.

En este punto, el modulador-desmodulador debe de haber empezado a echar chispas, porque la estática invadió la línea. Nos despedimos con una serie de ecos entrecortados.

—Adiós, ¿puedes oírme? Adiós.

Cuando salí a la calle por la puerta principal del Departamento de Defensa, vi en la acera de enfrente a dos hombres de abrigo gris, separados entre sí por unos treinta metros. Giré a la izquierda y con paso rápido me dirigí a la esquina. Allí volví a girar bruscamente. No se habían movido. Llegué a la esquina y espié de nuevo. Seguían sin moverse.

Caminé unos metros y me volví para cerciorarme. Los dos hombres habían desaparecido. Empecé a caminar sin rumbo, ahora absolutamente seguro de que no carecía de seguidores. Sin embargo, debía de tratarse de expertos, porque no advertí nada. Si poseía un sexto sentido, ciertamente no estaba localizado entre los oídos.

Pasaba un taxi y lo cogí. Camino a mi apartamento pensé en buscar a Wolfgang. No tenía idea de lo que haría una vez que lo encontrase, ni si resultaría una ayuda para mi suerte, la de Bill Harvey o incluso la del general Gehlen. No obstante, quería verlo, aunque sólo fuera para iniciar una acción. El deseo me abrumó con la misma intensidad que uno desea un cigarrillo el día que decide dejar de fumar. Por supuesto, no sabía dónde localizar a Wolfgang. Nunca podría encontrar la callejuela donde estaba situado el bar subterráneo, para no hablar del vecindario. El lugar estaba a cierta distancia del Kufu, en medio de un montón de callejuelas y casas bombardeadas. Dejé de lado la idea con el dolor con que se abandona una vocación verdadera. Me sentía como un santo que ha fracasado en el intento de escalar la montaña elegida para su revelación.

También me abrumaba el sentimiento, sordo y primario, de que debía apresurarme en regresar al apartamento. La vista de mi calle aumentó mi ansiedad, porque en la acera, a una distancia respetuosa de la entrada, estaban los mismos dos hombres que me habían estado esperando frente al Departamento de Defensa. Por supuesto, no había nada que hacer al respecto, excepto subir a mi apartamento.

Cinco minutos después, sonó el teléfono.

—Me alegra que estés en casa —dijo Harlot—. Hace media hora que estoy llamando.

—Estaba en el water. El teléfono no se oye desde allí.

—Bien, enviaré un coche por ti. El conductor se llama Harry. Harry recogerá a Harry. En veinte minutos.

—Se supone que no debo salir de aquí —le dije.

—En ese caso —dijo Harlot—, te autorizo a que bajes. Sé puntual.

Y colgó.

El fantasma de Harlot
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