27
Antes de que pudiera tener otra conversación con Chevi, Howard Hunt volvió inesperadamente a Washington y obtuvo la autorización del Cuartel del Ojo para que el Frente regresara a Miami. Como fue Cal quien autorizó el traslado, supuse que mi carta habría contribuido a la decisión, aunque, según me enteré más tarde, la Policía mexicana había descubierto una de las casas francas, por lo que, dada la situación general, la nuestra resultaba inútil.
De modo que Howard trajo a la pandilla de regreso a Miami. Su estado de ánimo era ciertamente sombrío. No recibiría ningún galardón, y Dorothy estaba fastidiada por el desequilibrio que ello había causado en la vida de sus hijos. Tenían que cambiar nuevamente de escuela. Además, Howard debería usar su vivienda de Miami. Para proteger la fachada de don Eduardo, ¿obligaría a sus hijas a que adoptasen otro apellido? Era muy difícil. Los Hunt debían separarse temporalmente. Dorothy alquiló una casa en los alrededores de Washington y Howard conservó su apartamento de Miami. Por supuesto, ahora necesitaban nuevas ficciones para explicar a sus parientes en los Estados Unidos por qué estaban viviendo separados.
Este cúmulo de problemas no contribuía a endulzar su temperamento. Si durante su ausencia yo había considerado que cumplía satisfactoriamente con el trabajo que me habían asignado, Howard pronto se ocupó de demostrarme que estaba en un error. Mi actuación era meramente aceptable. Con respecto al lavado de los fondos para los exiliados, Howard no estaba conforme con las cantidades que había asignado a los mensajeros (le expliqué que esperaba que el pago en efectivo impediría que se siguiera la pista del dinero). Por supuesto, el problema era que había muy pocos mensajeros a quienes confiarles cantidades elevadas. Por lo general tenía que hacerlo yo mismo. Me gustaba ocultar en mi cinturón sumas de varios cientos de miles de dólares. Una noche en particular me pareció muy divertido, mientras me desvestía para Modene, dejarme puesto el cinturón con el dinero. Saber que su levemente misterioso amante llevaba miles de dólares encima logró despertar ciertos ardores en ella, y debo admitir que también en mí. Sí, me gustaba ser mensajero.
Pero Hunt era de la idea contraria. Según él se trataba de un procedimiento peligroso e irresponsable. Si llegaba a saberse, podían robarme, o incluso matarme. Había maneras de transferir fondos por órdenes escritas que podían servir para confundir los hechos. Él contaba con un intermediario más experimentado, un tipo llamado Bernard Barker. Me lo presentaría.
Además, había cometido otros errores. Los miembros menos importantes del Frente, con quienes yo había tratado durante la ausencia de Howard, habían empezado a hacer ciertos planes militares, y los desarrollaron detalladamente. En el curso de estas actividades, miré repetidas veces el mapa de Cuba y empecé a disfrutar con los problemas de logística y estrategia que se presentaban. Sin embargo, Hunt me explicó que había que considerar los planes militares del Frente como un ejercicio inofensivo que no podía más que despertar nuestra fina ironía.
—Reconozco —dijo Hunt— que para algunos de estos cubanos puede ser trágico ignorar su impotencia táctica, y no me resultará agradable explicárselo cuando llegue el momento, pero debes comprender, Harry, que el factor más importante al que nos enfrentamos son los agentes de la DGI enviados por Castro. Es inevitable que descubran los planes del Frente e informen a La Habana. De modo que conviene que hagas hincapié en la información errónea. Esta operación es demasiado importante para dejársela a los generales cubanos.
—Sé que está en lo cierto —dije—, pero me fastidia.
—La ética, Harry, debe estar al servicio del mosaico.
Yo no dejaba de pensar en los barqueros. Una parte de mi trabajo me había obligado a visitar diversos astilleros de Maryland y Key West, y a lo largo del Golfo, desde Galveston a Tampa. Comprábamos lanchas motoras usadas. Todas las noches salían con exiliados cubanos, algunos para colocar explosivos, otros para volver a infiltrarse en Cuba, donde se relacionarían con organizaciones clandestinas. Por el solo hecho de que hablásemos con él, un barquero podría perder la vida. Suspiré. Era difícil saber hasta qué punto la historia es una carta marina que uno puede estudiar, o una marea.
Una mañana, no mucho después del regreso de Hunt, recibí una llamada de Dix Butler. Venía a Miami por poco tiempo. ¿Podíamos comer juntos?
Lo primero que pensé al oír la voz de Dix fue que Modene no debía conocerlo. El amor está siempre dispuesto a explorar el coraje, o falta de coraje, de uno. Incluso cambié una cita que había fijado con Modene para mantenerla alejada de Dix.
Butler bajó del avión un tanto deprimido, y no explicó de inmediato la naturaleza de la misión que lo obligaba a viajar a Miami. De hecho, no salimos del aeropuerto. Bebimos una copas en el bar más cercano.
—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —pregunté.
—Dos días. He venido a ver a un par de personas.
—¿Puedo preguntarte para quién trabajas?
—Negativo.
Bebimos casi sin hablar. Ninguno de los dos se refirió a Berlín. Nos estábamos comportando como hombres entre quienes nunca había sucedido nada importante. Aun así, su estado de ánimo resultaba amenazador.
En medio de un silencio, le pregunté:
—¿Sigues con Bill Harvey?
—Quizá sí. —Hizo una larga pausa—. Quizá no.
—¿En qué anda Bill?
—Sea lo que fuere, en algo disparatado.
Nos reímos. De manera experimental.
—Supongo que debe de estar en Washington —dije.
—Una suposición factible.
—¿Estás trabajando para él?
—¿Te llamas Arnie Rosen? —Había olvidado lo reservado que Butler podía llegar a ser—. De hecho, fue así como di contigo. Gracias a Arnie Rosen. Pregúntale a él lo que hago. Probablemente lo sepa.
—Supongo que estás trabajando para Bill Harvey.
—Podría decir que no. Mi trabajo es peripatético.
Lucía un costoso reloj de oro y un traje tropical de seda que debía de costar quinientos dólares.
—¿Puedes decirme dónde has estado estos últimos tres años?
—En Laos.
—¿El Triángulo de Oro?
—Sólo un imbécil sigue haciendo preguntas —respondió.
—Si me dijeras para qué estás aquí, podría ayudarte —argumenté.
—No puedes —dijo — . Busco a un par de cubanos que puedan manejar armas, conducir una embarcación, sobrevivir en la jungla, que no teman a nada, y que sepan beber ron. ¿Conoces a alguno?
—Los encontrarás.
—Terminemos esta conversación. —Se pasó la mano por la cara. Cuando volvió a hablar, parecía más amable—. Tengo un par de citas.
—Bien —dije.
Extendió la mano, y se la estreché. No intentó romperme los metacarpos. Se conformó con mirarme a los ojos. Sospeché que había estado bebiendo desde la mañana.
—En esto estamos juntos, ¿verdad?
—Sí —respondí.
—¿Respetas a Castro?
—Creo que sí.
—Odio a ese hijo de puta.
—¿Por qué?
—Soy un año mayor que él y ha hecho más que yo.
Pensé en hacer un comentario jocoso, pero no creí que estuviese con ánimo de oírlo. Guardó silencio unos minutos y luego continuó:
—En un momento dado, hay unos veinte hombres superiores sobre la Tierra. Castro es uno de ellos. Yo soy otro. Dios, o quienquiera que sea, nos ha puesto a los veinte aquí en la tierra.
—¿Para qué? —pregunté—. ¿Para torturarte?
Se echó a reír. Por un instante se puso alegre, como un león al que el viento le trae un inesperado olor a carroña.
—Veo que estás haciendo un gran esfuerzo para no parecer estúpido —dijo.
Cada vez estaba más contento de no haber ido con Modene.
—Pero lo has entendido al revés. Nos ponen sobre la tierra para entretener a los dioses. Con nuestras luchas. Respeto a Fidel Castro, pero me intimida. Tengo una oración: «Ponnos a Fidel Castro y a mí en la selva, y seré yo quien salga vivo».
Después de eso, volvió a guardar silencio. Asumió un aire taciturno. Cuando terminé mi copa y me puse de pie, apenas hizo un movimiento de cabeza.
Llamé a Rosen desde el primer teléfono público. Lo desperté. Era la noche en que se acostaba temprano. Pero no protestó.
—¿Te ha llamado? —preguntó.
—Sí, y hay un montón de cosas de las que no quiere hablar.
—Lo suponía.
Como eso fue todo lo que dijo, esperé un momento antes de seguir hablando.
—¿Podrías darme los detalles? —pregunté.
—Podría —respondió—, pero no sé si debería. Nuestras relaciones se están convirtiendo en una calle de dirección única, Harry.
Yo había bebido más de lo que creía. Estuve a punto de pronunciar un largo discurso. Le habría dicho que en nuestro trabajo, la pequeña pieza que uno tiene entera es un trozo de información tan intenso y cristalino que produce una sed que debe ser saciada con los datos colaterales. Por eso cotilleábamos y queríamos saber más. Si nos reíamos de Arnie, era por envidia. Sí, el que lo llamásemos para averiguar algo era una forma de respeto. Sin embargo, todo lo que pude decir después de un silencio nada efectivo fue:
—Arme, supongo que no dormiré bien a menos que me digas algo.
—¿Por eso me has despertado? —Se echó a reír. De repente parecía de buen humor—. El tipo tuvo que abandonar Berlín bajo una nube.
—¿Debido a Bill Harvey?
—No. Debido a un inspector general. Harvey en realidad lo salvó. Hizo que lo trasladaran a Laos.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo lo que sé.
—No, no lo es.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque sé tanto como tú. Sé que estuvo en Laos.
También eso le pareció divertido.
—Estás borracho —dijo.
—Sí, bebí una botella de bourbon a medias con Butler.
—Eso está muy mal.
—¿Qué hace ahora?
—Sólo te diré, para que no te veas obligado a chuparte el dedo la noche entera, que se trata de algo tan misterioso y reservado que es un supersecreto. Por favor, no me preguntes más.
—No te preguntaré más, porque ya no puedes ofrecer más.
—Estás en lo cierto.
—Cuéntame acerca del inspector general que fue a Berlín.
Pude sentir su alivio. Se trataba de un tema menos delicado.
—Bien, el tipo tenía un agente, un ex nazi, en quien ya no confiaba, de modo que lo ató y le roció los genitales con trementina. Dijo que era un modo de acercarse a la verdad. —Se echó a reír—. Ya sé que es doloroso, pero me río porque dijo: «Le dolió al maldito nazi, pero piensa en todos los juden que envió al horno». Y era verdad, según Dix. ¡Oh, Dios, usé su nombre! Mi teléfono es seguro. Tú estás en un buen teléfono público, ¿verdad? Bien, eso espero. Dix me dijo que siempre actuaba según un doble patrón, lo cual significaba menos piedad con los agentes ex nazis que se habían vuelto malos que con los agentes que también se habían vuelto malos pero que no habían sido nazis. Sólo que Dix cometió un error. Estos ex nazis tienen una red. La víctima de la trementina se quejó a un amigo influyente en el BND. Mala suerte para Dix. Esa semana había un inspector general en Berlín, un hombre que tiene una parte de la cara quemada. Naturalmente, simpatizó con otra víctima quemada. Dix se metió en el peor problema de su vida, hasta que Bill Harvey se valió de todas sus influencias y consiguió que lo trasladaran a Laos. —Estornudó—. Lo has conseguido de nuevo. Te he contado todo lo que sé.
—Bendito seas —dije.
Cuando esa noche le conté a Modene algunas cosas acerca de Dix, y le confesé que no quise que se conocieran, se mostró complacida.
—No tienes nada que temer con un hombre como ése —dijo—. Jamás me sentiría atraída por él.
—¿Quieres decirme por qué?
—Si es como dices, su carácter parece inmodificable. No me atraen los hombres a quienes no puedo cambiar.
Estuve a punto de preguntarle si sería capaz de modificar el carácter de Jack Kennedy, o incluso de Sam Giancana, pero me contuve.
—¿Crees que puedes lograr que yo cambie? —pregunté.
—Eso es algo lo suficientemente difícil como para resultar interesante.