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Tres días después llegó un cable comercial de Harlot.
NOV. 20, 1956
CHRISTOPHER, CUATRO KILOS, NACIÓ EN EL HOSPITAL MILITAR WALTER REED A LAS 8:01. LA MADRE BIEN, ENVÍA CARIÑOS. EL PADRE TRANSMITE SU AFECTO.
MONTAGUE
NOV. 21, 1956
ESPLÉNDIDA NOTICIA. EL PADRINO ENCANTADO.
HARRY
Hice una incursión en mi cuenta bancaria y por intermedio de la Agencia en Washington ordené que se enviara cuatro docenas de rosas rojas de tallo largo al Walter Reed. Me marché temprano del trabajo, me dirigí al hotel Cervantes, me acosté sobre el colchón (que apestaba a repelente de insectos), y me quedé en la cama desde la seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Me sentía como si un pelotón de infantes de Marina hubiese desfilado por encima de mí.
No le escribí a Kittredge hasta que recibí una carta de ella, un mes después del nacimiento de Christopher. Ignoraba —¡si alguna vez lo supe! — qué quería ella de mis cartas, y no podía reconocer al joven tranquilo y laborioso que surgía de mi pluma. Este joven hablaba de su trabajo como si lo conociera de cabo a rabo, cuando, en realidad, sólo fingía hacerlo. ¿Era así como quería que me vieran? El nacimiento de Christopher se mofaba de mi vanidad.
20 de diciembre de 1956
Queridísimo Harry:
Hoy mi hijo cumple un mes, y yo, que fui educada por mi padre en la creencia de que el pentámetro yámbico es la única métrica adecuada para las pasiones del asesinato y el amor, he decidido desobedecer sus órdenes y convertirme en devota de la cadencia de las nanas. Christopher, de treinta días de edad, pesa cuatro kilos treinta gramos. Se alimenta cada cuatro horas. Es bello como el cielo. Igual que una bruja obsesionada, contemplo a esta criatura de ojos azules, de manos como jamoncitos minúsculos, rosadas y suculentas. Buscan la boca. Examino su piel, de un alabastro incomparable. Mis oídos se regodean con su gorgoteo de inocencia. Pero no me engaño. Todos estos cursis palimpsestos de infancia esconden el hecho de que los bebés tienen, al minuto de nacer, un aspecto amargado y ruin, como si fuesen ancianos de ochenta años, y están cubiertos de serpentinas y costurones sanguinolentos, como si hubiesen sufrido un accidente de coche. Por supuesto, esa cara desaparece pronto, y no vuelve hasta ochenta años después. Actualmente, Christopher brilla como un querubín angelical. Yo soy la única que recuerda de dónde proviene, de esas «escalofriantes oquedades de las cavernas».
¿Te recuerda algo la cita? La única vez que asistí a uno de los Altos Jueves de Montague, Hugh habló de las inefables interrelaciones del contraespionaje. Dijo entonces: «Nuestros estudios se adentran en las oquedades. Buscamos el más recóndito de los lugares sagrados, "las escalofriantes oquedades de las cavernas", frase inimitable, caballeros, que debo al señor Spencer Brown, y que se cita en el diccionario de Oxford».
En ese momento, Harry, no supe si mi bigotudo Beau Brummel era la cumbre de la audacia o de la necedad. Consideré un signo de torpeza obligar a los novatos a oír esas cosas. Al siguiente Jueves ya no volví. Cada vez me parezco más a mi madre. Miro a Christopher y me siento dichosa, pero en seguida me hundo en la oscuridad de nuestras raíces humanas. Malditas oquedades escalofriantes. Harry, no puedo decirte lo que tus generosas cartas significan para mí. El trabajo en la estación, a pesar de sus contactos mediocres y mezquinos, el tedio y la frustración, me parece más sensato que esas elevadas empresas con que se mantiene ocupado Hugh y, de paso, me mantiene ocupada a mí, su esposa. De modo que no dejes de escribirme. Me encantan los detalles. Muchos de ellos me nutren en medio de los peores momentos de la DPP. Sí, DPP. Tú, macho tonto, probablemente no sepas que estoy hablando de la depresión posparto. No puedes imaginarte lo pobremente equipada que está una madre primeriza para adaptarse a la rutina diaria hasta que aprende a sobrellevar estas murrias. Incluso cuando alzo a mi bebé de su cuna, y siento su tibia ternura de espíritu entre mis brazos, grito. Porque empiezo a darme cuenta del precio y de la belleza de la maternidad. Todo dentro de mí vuelve a reconstruirse en nuevos términos, y ¿quién sabe cuán severos y exigentes estos nuevos términos pueden llegar a ser? Hugh regresa de alguna crisis de doce horas en Servicios Técnicos, me encuentra llorosa, sumida en una de mis depresiones, golpea las manos, y dice: «Maldición, Kittredge, Christopher cumple treinta días. Tiempo suficiente para soportar a una madre que pierde agua igual que un grifo roto».
Entonces quiero matarlo. Todo vuelve a ser sencillo. Bendigo a Hugh con mi corazón dividido porque la ira te reanima por un tiempo, pero, ay, Hugh es una parte tan grande de mi DPP. Lo mismo que tú. Leo tus cartas, y pienso: «¿Por qué no puedo estar con estos hombres idiotas en la estación, con sus procedimientos sagrados?». De modo que empiezo a echarte de menos. Sigue escribiendo. Disfruto de tus obsequios epistolares. Tus remesas detalladas traen luz y sombra a la bidimensionalidad en que se proyecta, como un sueño, mi endeble trabajo. Besitos, estúpido. Tuya,
(Sra.) HADLEY K. GARDINER MONTAGUE
P.D. Las rosas fueron estupendas, osezno pendenciero. Mille baisers. Eres el mosquito cuyo silbido más quiero.