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—Lo sabía —dijo Modene—. Por supuesto que lo sabía. Sam no podía ser común y corriente. —Estaba leyendo por tercera vez mi resumen del mensaje de VILLANOS—. Parece tener sentido, pero no es así.

—¿Por qué no?

—Porque con Sam me siento segura.

Durante un minuto me pregunté si valdría la pena hablarle de las potencialidades paradójicas de Alfa y Omega, pero luego se me ocurrió que podía llegar a gustarme Fidel Castro si lo conociese. Además, había quienes decían que Stalin y Hitler podían resultar encantadores para algunas personas. ¿Quién podía impedirle a un verdadero monstruo que presentara un Alfa totalmente agradable?

—¿Sabes? —prosiguió Modene—, Sam es un verdadero caballero.

—Nadie podría suponerlo después de leer esto.

—Por supuesto, tuve la ventaja de no saber quién era. De modo que pude estudiar lo que veía. Es muy cauteloso con las mujeres.

—¿Crees que las teme?

—No, en absoluto. Conoce muy bien a las mujeres, por eso es tan cauteloso. Deberías verlo cuando me lleva de compras. Sabe exactamente qué quiero y hasta cuánto le permitiré que gaste en un regalo. Por ejemplo, ahora está sobrentendido que no aceptaré ningún regalo que supere los quinientos dólares.

—¿Por qué trazar la línea en esa suma?

—Porque el regalo sigue siendo lo suficientemente modesto para que no quede en deuda con él. Después de todo, no le estoy dando nada.

—¿Se debe a que estás comprometida con tus otros dos hombres?

—¿Estás siendo condescendiente conmigo?

—No —respondí—. En realidad, estoy furioso.

—Sí —dijo—, estás bebiendo un buen Pimm, y tan fresco como el pepino que ponen a la copa, y dices que estás furioso.

Llevaba unos zapatos y un vestido de seda tan verde como sus ojos. Ése era el único cambio visible con respecto al día anterior. Estábamos ante la misma mesa en el mismo bar casi vacío junto a la misma ventana que daba a la piscina y a la bien cuidada playa, y eran otra vez las seis de la tarde. Fuera, la tarde brutal de Miami se iba convirtiendo en crepúsculo, pero nosotros estábamos atrincherados en el confort atemporal del interior, bebiendo, y las cuatro de la madrugada habían quedado muy atrás. Me incliné y la besé. Ignoro si fue una recompensa por apresurarme a responder, o si simplemente había estado esperando veinticuatro horas para volver a besarme, pero la cuestión es que sentí que estaba ante una forma leve de peligro. Enamorarse de Modene Murphy no era totalmente descabellado. La precisión superficial con la que hablaba no era más que una prenda que uno podía quitarle; debajo, sin protección, estaría el deseo, tan tibio y dulce, tan caliente y desenfrenado como se suponía que debía de ser. Me di cuenta entonces de qué era lo que llamaba «terrenal».

—Basta ya —dijo—, es suficiente.

Se alejó unos centímetros y no supe si sentirme más impresionado por ella o por mí mismo. Nunca había causado ese efecto en una muchacha, ni siquiera en Sally. Mi única pregunta era dónde llevarla. ¿Me permitiría ir a su habitación?

No. Se quedó sentada a mi lado, y me dijo que debía respetar su regla. Me preguntó si tenía un bolígrafo. Sí. Dibujó un circulito en una servilleta, luego lo dividió con una línea vertical.

—Así es como llevo mi vida —dijo—. Tengo un hombre en cada parte del círculo, y eso es suficiente.

—¿Por qué?

—Porque fuera del círculo cunde el caos.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé cómo lo sé, pero es claro para mí. ¿Crees que puedo ir por ahí besando a cualquier hombre que se me pone por delante?

—Espero que no. ¿Puedo volver a besarte?

—Aquí no. Nos miran.

Había tres parejas de turistas de mediana edad, cada una de ellas sentada ante su respectiva mesa, alejada del resto. Era verano en Miami Beach. Pobre Fontainebleau.

—Si no quieres dejar a tu hombre de Washington, ¿por qué no abandonas al de Palm Beach?

—Si pudiera decirte quién es, lo entenderías.

—¿Cómo lo conociste?

Era evidente que estaba orgullosa de sí misma. También que me lo quería contar, pero sacudió la cabeza.

—No creo en tu círculo —dije.

—Bien, no he vivido así toda la vida. Durante dos años el único hombre fue Walter.

—¿Walter de Washington?

—Por favor, no hables así de él. Ha sido bueno conmigo.

—Pero está casado.

—Eso no importa. Me amaba, y yo a él no, de modo que es equitativo. Y yo no quería a nadie más. Era virgen cuando lo conocí.

Volvió a regalarme su risita provocativa y franca, como si la parte más honesta de su ser necesitara expresarse de tanto en tanto.

—Pronto empecé a salir con otros hombres, pero la mayor parte del tiempo la segunda parte del círculo permanecía vacía. Entonces apareciste tú.

—Bésame una vez más.

—Aléjate.

—Después entró en escena Sinatra.

—¿Cómo lo sabes?

—Quizá me siento cerca de ti.

—Estás tramando algo —dijo—. Podrás desearme, pero hay algo más.

—Cuéntame acerca de Sinatra.

—No puedo, y no lo haré. Sólo diré que lo echó todo a perder.

—¿Me lo contarás algún día?

—Te he dicho que no puedo. He decidido que la vida de uno jamás debe extenderse más allá de la regla del círculo.

De pronto pensé que me estaba enamorando de otra mujer a quien nada le gusta más que hablar de sí misma en un argot que ella misma había creado.

—¿Por qué no renuncias a Walter y me permites ingresar en tu círculo?

—Él tiene mayor antigüedad.

—Entonces, tómate unas vacaciones del tío de Palm Beach. Nunca lo ves.

—¿Cómo te sentirías si él volviera, y yo te dijese adiós?

—Supongo que intentaría conservar el nuevo statu quo.

Se rió como si yo le gustara enormemente, pero me encontraba en una posición ridícula.

—¿Cuál es el primer nombre de nuestro hombre de Palm Beach? —pregunté—. No puedo seguir llamándolo Palm Beach.

—Te lo diré porque no te ayudará en nada. Es Jack.

—Walter y Jack.

—Sí.

—¿No Sam y Jack?

—Definitivamente no.

—¿Ni Frank y Jack?

—Tampoco.

—Pero ¿conociste a Jack a través de Sinatra?

—Has vuelto a acertar. Debes de ser excelente en tu profesión.

No lo dije en voz alta; Sinatra era la única opción que me quedaba.

—Ahora debes irte —dijo.

—No, no lo haré. Tengo la noche libre.

—Bien, pues yo tengo otra cita. Con Sam —dijo.

—Rómpela.

—No puedo. Cuando concierto una cita con alguien, lo considero un contrato. Férreo. Así soy. —Me dirigió un beso sin palabras a un metro de distancia, pero al apretar los labios y luego entreabrirlos, una brisa de ternura llegó hasta mí—. Salgo mañana a las ocho, y estaré de vuelta en una semana.

—¡Una semana!

—Te veré cuando regrese de Los Angeles.

—A menos que Jack esté contigo.

—No lo estará. Eso lo sé.

—¿Por qué vas a Los Angeles? —pregunté.

—Porque Jack me ha invitado. Arreglé todo para estar libre.

Regresé a Zenith. Cuando consulté a PRECEPTOR, en la impresora aparecieron cinco hojas de información acerca de SINATRA, FRANK. Bajo «Amigos y Conocidos» había una lista considerablemente larga, pero sólo un Jack: «Jack Entratter, Sands Hotel», y la nota: «Puede ser miembro del Clan. Ver AVENTAR».

No tenía que ir a VILLANOS. En AVENTAR, bajo «El Clan», estaban: Joey Bishop, Sammy Cahn, Sy Devore, Eddie Fisher, el senador John Fitzgerald Kennedy, Pat Lawford, Peter Lawford, Dean Martin, Mike Romanoff, Elizabeth Taylor y Jimmy van Heusen.

Envié un telegrama, sin firma, a Harlot en Georgetown:

YA QUE NUESTROS AMIGOS RESULTAN SER JUAN FIESTA KILLARNEY Y SONNY GARGANTÚA ¿NO ES HORA DE QUE ENVÍE LA MERCADERÍA A DESTINO?

No creía que el Jack de Palm Beach fuese John Fitzgerald Kennedy, quien se encontraba en Los Angeles para ser designado candidato a presidente por la Convención Demócrata, pero la Navaja de Ockham estaba allí para recordarme que la explicación más simple, si incluía todos los hechos, posiblemente fuera la correcta. No contaba con demasiados hechos, pero los pocos que tenía se adecuaban a Jack Kennedy. No tuve dificultad en dormir, porque ni siquiera lo intenté. Harlot me llamó al motel a las seis de la mañana, para gran disgusto de la dueña, quien me lanzó una mirada de furia cuando acudí al teléfono de la recepción.

—¿Es usted, Hugh?

—No envíes telegramas comerciales —fueron sus primeras palabras—. Veo que el éxito no te sienta bien.

No demoró en ir al grano. Debía viajar a Washington de inmediato.

El fantasma de Harlot
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