13

Después de la comida, mi padre me invitó a que pasara la noche con él. Estaba viviendo, según me contó, en el apartamento de un amigo cerca de la calle K y 16. «Un viejo operario en un viejo apartamento», dijo mi padre, y cuando fuimos allí me sorprendió ver cuan pobremente amueblado estaba. Revelaba el bajo salario de un viejo funcionario sin medios propios, y también me hizo pensar en lo tacaños que podíamos llegar a ser los Hubbard. Mi padre podía darse el lujo de alojarse en un hotel decente, pero prefería aquello. No sabía si el dinero que ahorraba era de él o de la CIA. Pero una inspección más minuciosa me reveló que su historia no era verdadera. Muchos detalles referidos a la carencia espartana de comodidades me hicieron saber que allí no vivía nadie: un sofá gris, dos sillones grises, una alfombra vieja, un cenicero metálico de pie lleno de abolladuras, un escritorio con quemaduras de cigarrillo, una nevera con tres cervezas, una lata de sardinas, una caja de galletas y frascos viejos, medio vacíos, de mostaza, ketchup y mayonesa. No había un desorden personal. Ni un cuadro, ni una fotografía. No podía tratarse del apartamento de un amigo. Estábamos en un refugio. En el primero que yo visitaba. Naturalmente, mi padre había elegido alojarse en un lugar así. Se ajustaba a la soledad con que le gustaba rodearse cuando no estaba en su casa de Tokyo con la cálida y confiable Mary Bolland Baird Hubbard.

Mi padre me indicó que me sentara en uno de los polvorientos sillones y trajo de la cocina una botella de scotch barato, medio vacía, que bebimos con agua, sin hielo. Acababa de enchufar la nevera y podía oírla funcionar con un zumbido lo bastante estrepitoso como para descorazonar a cualquier micrófono escondido en alguna parte. Para entonces yo estaba muy sensibilizado ante la posible presencia de micrófonos clandestinos, pues uno de los cursos había sido sobre vigilancia electrónica. Me pregunté si el tamborilear de dedos de mi padre sobre la mesa junto a su sillón se debía a que estaba nervioso, fatigado, o a su bien adiestrado hábito de hacer suficiente ruido para impedir que la conversación pudiera ser interceptada por un sistema clandestino, excepto el más avanzado. Por supuesto, yo no tenía mi idea de si me estaba volviendo demasiado paranoico o no.

—Quiero hablarte sobre Hugh y Bill Harvey —dijo mi padre — . Hugh significa mucho para mí, pero debo decirte que no es perfecto. Es una lástima, porque es casi perfecto, eme entiendes?

—No.

—Bien, cuando las personas alcanzan un noventa y ocho por ciento, duele mucho que no logren esos dos puntos finales. Hugh posiblemente sea el mejor hombre que tenemos en la Compañía. Es el más brillante, y ciertamente uno de los más eruditos, y muy valiente, además. Es un cruce entre una pantera y un macho cabrío montes. No hay que hacerlo enfadar ni desafiarlo a que salte.

—Sí, señor —le dije—. Tengo una altísima opinión de él.

—No me importa que dé sus propios saltos, pero no estoy muy seguro de que no quiera que lo acompañes en éste.

Mi padre levantó las manos como para pedirme disculpas por no decir más.

—¿Tiene esto que ver con ese secreto tan importante al que hacíais referencia? —le pregunté.

Tosió con un triste sonido subterráneo. Una mucosidad considerable debía de estar haciendo estragos en su pecho poderoso. Mi padre aún no tenía cincuenta años, pero el sonido de su tos, llena del cascajo de alcohol y nicotina, parecía provenir de un hombre mucho más viejo disimulado dentro de ese cuerpo poderoso.

—Sí —dijo—. Hugh no debería haber hecho alusión a este asunto. Yo no te diré nada, y no lo haría aunque pudiera porque prefiero que no tengas la responsabilidad de guardar un secreto tan abrumador, un verdadero secreto de Estado. Dime, entonces, por qué piensa Hugh que puede confiártelo como parte de tu orientación.

Obviamente yo no tenía una respuesta para eso.

—Porque te lo dirá —prosiguió mi padre—. No lo repitas a nadie, pero un hombre en su posición no debería revelar tantos secretos. Es como si hiciera una apuesta con su propio juicio. Supongo que le produce un sentimiento de poder.

Creo que mi padre había bebido demasiado, porque yo podía sentir que se alejaba mentalmente. De repente se incorporó en su asiento.

—El hecho es que Hugh no tiene derecho a confiar en nadie. No después de Philby. ¿Estás enterado de lo de Kim Philby?

—Algo —dije, mientras trataba de recordar los comentarios de Lord Robert al respecto.

—Philby estuvo a punto de ser la némesis de Hugh. Estaba implicado con Burgess y Maclean. ¿Has oído hablar de ellos?

—¿No salió en los diarios? Eran funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores británico destinados aquí, ¿verdad?

—Así es —dijo Cal—. Cuando Burgess y Maclean desaparecieron en 1951 y acabaron en Moscú, todo el mundo aquí se dividió en bandos. ¿Fue Philby quien les dijo a Burgess y Maclean que huyeran, o no? Hubo viejos amigos que dejaron de hablarse porque uno pensaba que Philby era culpable, y el otro que no lo era.

—¿En qué bando estabas tú?

—Pro Philby. Igual que Hugh. Kim Philby era amigo de Hugh, y también era amigo mío. Bebíamos juntos en Londres durante la guerra. Cualquiera habría jurado que Philby era el inglés más extraordinario del mundo. Tenía un tartamudeo que resultaba muy gracioso cuando podía hacer salir las palabras. Cosa que nunca dejaba de ocurrir cuando estaba borracho.

Mi padre guardó silencio. Esperé, pero no dijo nada más. Luego, bostezó.

—Estoy listo para irme a la cama —dijo — . He cogido un virus en Yakarta. Un maldito virus. Me pregunto cómo lucirá visto en un microscopio. —Sonrió, como si estuviera por encima de sus defectos físicos—. No hablaremos de Kim Philby ahora. Es demasiado deprimente. La cuestión es que Hugh salió bastante mal parado de todo aquello. Ganaron los anti-Philby. Fue obra de Bill Harvey. Cuando Hugh cuenta la historia, y creo que te la contará si se lo pides, simula tenerle bastante cariño a Harvey. Debe hacerlo. Ahora estamos casi seguros de que Philby trabajaba para el KGB. De modo que Hugh tiene que decir cosas decentes acerca de Harvey. No le creas. Odia a Bill Harvey.

«Entonces ¿por qué me enviaban a Berlín?», quería preguntar yo.

—Aun así —dijo mi padre, como si yo hubiera hablado en voz alta—, Berlín es una buena idea. Escribiré esa carta. Te vendrá bien un poco de fogueo. Y para eso nadie mejor que Bill Harvey.

Dicho esto, nos fuimos a dormir. Había dos camas en el cuarto contiguo y algo parecido a sábanas y mantas. Me acosté. De tanto en tanto oía a mi padre emitir en sueños unos gritos similares a cortos ladridos. Finalmente entré en una especie de duermevela y tuve una visión de Bill Harvey a través de los ojos de Kittredge. Ella lo había descrito una vez. «Conocemos a un hombre en la Compañía, una persona horrenda, que lleva un revólver en una pistolera sobre el hombro incluso cuando es invitado a comer. ¿No es así, Hugh?» «Sí», había contestado éste. «Harry, su cuerpo es como una pera —continuó Kittredge—, hombros estrechos y se agranda en la mitad. La cabeza es igual. Con forma de pera. Tiene ojos saltones. Como un sapo, aunque con una boca pequeña y muy bonita. Elegantemente curvada. Muy buena forma. La boca de una muchacha encantadora en una cara de sapo. Ese tipo de cosas explica más acerca de Alfa y Omega que el lado derecho y el lado izquierdo de la cara.»

¿Sería Bill Harvey el que me enfrentó al borde del sueño? Esa noche tuve una experiencia curiosa, aunque nada desagradable. Sentí que Berlín Oeste se acercaba a mi vida. Me esperaba mi primera gira por el extranjero. Incluso ese tétrico piso franco, con su olor a cigarrillos y húmedas colillas de puros, sus recuerdos de hombres que aguardaban a que llegaran otros hombres, era un heraldo de los años futuros. Mi soledad podía satisfacer un propósito. Las mezquinas pertenencias de nuestro apartamento gris, espectral bajo la luz de la calle que entraba por las persianas, tan pardas ahora como diarios viejos, me dieron una sensación de por qué mi padre prefería quedarse allí y no en un hotel. Un piso franco era el emblema de nuestra profesión, nuestra celda de monje. Quizá por ello mi padre me había provisto con la ficción transparente de que se trataba del apartamento de un amigo. Al penetrar en la verdad, podía ver un piso franco con los ojos del descubrimiento. Muchos encuentros en Berlín Oeste tendrían lugar en lugares como aquél, supuse, y así sería.

Permítanme describir la extravagante vanidad de la meditación que siguió. Al estar tendido en ese habitat me sentí capacitado para viajar a través de oscuros espacios y tomar parte en acontecimientos no libres del olor a azufre quemado. A muy corta distancia estaba el agitado cuerpo de mi padre, y yo, sensible a los espectros capaces de hacer que un hombre tan fuerte como él produjera esos sonidos, mezcla de gritos y ladridos, para ahuyentar a los enemigos nocturnos, me puse a pensar en mi antigua predilección por las cavernas, incluyendo aquella ciudad subterránea de estancias excavadas cuyos planos había trazado de niño. Esto me llevó a contemplar una vez más la caverna dentro de mi propia cabeza, dejada en su lugar por quienes fueran los monstruos a medio formar, de ásperos tejidos o carne imperfecta, desarraigados de mi cerebro. Ese volumen sin llenar, ¿me impulsaba ahora hacia extrañas situaciones a las que yo aún no podía hacer frente?

En ese instante pensé en Harlot con gran admiración. Él creía que nuestro trabajo podía desplazar el inmenso peso de la corriente histórica mediante la única palanca que nos habían dado los cielos: la disposición de nuestra alma para desafiar el castigo eterno. Estábamos en el mundo para desafiar al mal, superar sus trampas y empeñarnos en tortuosas actividades tan alejadas del claro campo de todo lo que se nos había enseñado, que uno nunca veía la luz al final de ese torcido túnel. No cuando uno estaba en la mitad.

Con este pensamiento me quedé dormido. No sabía que mi ensueño había producido una suerte de revelación. El terrible secreto de Berlín Oeste al que se había aludido esa noche era nada menos que un túnel de cuatrocientos cincuenta metros cavado con absoluta reserva, bajo la supervisión de Harvey, hacia Berlín Este, con el propósito de interceptar las líneas telefónicas a Moscú del cuartel general soviético.

El fantasma de Harlot
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