7

La correspondencia con Kittredge prosiguió durante el otoño de 1961 y el invierno de 1962. Yo escribía por lo menos dos veces a la semana, y si bien ella no contestaba con la misma frecuencia, por lo general sus cartas eran más sustanciosas que las mías. Por otra parte, su información era, probablemente, más confiable: Mangosta era una operación dividida en demasiadas categorías. Aunque yo era capaz de describir sus características, nunca podía estar totalmente seguro de distinguir los hechos de los inevitables rumores que a menudo circulaban en JM/OLA. Antes de que termináramos, había más personal de la Agencia en Miami que el asignado a la operación de la bahía de Cochinos. De hecho, la sección de la Agencia correspondiente a Mangosta, JM/OLA, pasó a ser la mayor estación de la CIA del mundo.

Dado nuestro tamaño y la velocidad con que nos habían organizado, abundaban los rumores y la seguridad era débil, lo cual no sorprendía a nadie. Por lo general, las más severas normas de seguridad de la CIA eran observadas por estudiosos de la Agencia que investigaban las concesiones de tierra en Manchuria en el siglo XVII. Se podía estar absolutamente seguro de que no dirían ni una palabra acerca de sus hallazgos. Los que trabajábamos en Langley, o los que estaban diseminados al sur de Florida con los proyectos de JM/OLA, cotilleábamos inconscientemente. ¿Qué planes tenía Lansdale para Mangosta? ¿Qué nos llegaba del general Maxwell Taylor, o de Bobby Kennedy? ¿Cuál era la posición exacta de la Casa Blanca? Florida exigía que uno se hiciese esas preguntas, mientras que en Langley cualquiera se daba cuenta de que no era un agente de la Historia, sino un mero engranaje del gobierno. En Washington tenía apartamento y despacho, pero mi puesto estaba en Miami, de modo que me resultaba difícil decir dónde vivía. Pronto comencé a sospechar que la razón principal por la cual Lansdale me había asignado ese trabajo era mantenerse en buenas relaciones con mi padre. Las tareas (o la falta de ellas) revelaban los aspectos superficiales del nuevo cargo. Lansdale prescindía de mí demasiado a menudo. Tenía su propio equipo, y confiaba en él.

Al poco tiempo, yo estaba en el sótano con Harvey. Dimos los primeros pasos para cruzar un abismo de desconfianza. Aun así, nos esforzamos por llevarnos bien. Quizá yo le recordaba los días heroicos de Berlín. En realidad, nuestras relaciones no eran muy distintas ahora. Él reflexionaba en voz alta, entraba en períodos de mutismo, me hacía confidencias, tomaba distancia. Después de un tiempo, empecé a sentirme como la joven esposa infiel de un hombre mayor de hábitos rutinarios. El jamás me perdonaría mis transgresiones, pero disfrutaba de mi compañía. Volvía a viajar en el asiento posterior de su Cadillac blindado mientras él bebía sus martinis y yo tomaba notas camino al aeropuerto. Antes de que transcurriera mucho tiempo, comencé a acompañarlo en sus viajes a Miami. Como los asientos de clase turista eran demasiado pequeños para él, volaba en primera clase; era uno de los pocos oficiales de la Agencia que disfrutaba de ese privilegio, que al ser su acompañante, yo compartía.

Con frecuencia yo me quedaba en Florida para supervisar algún proyecto iniciado por él. Cada semana me alejaba más de Lansdale, pero a éste no parecía importarle. Cuando debía presentarme para hacer un informe, me recibía en la antesala de su despacho mientras acudía a una reunión con oficiales del Departamento de Estado, de Defensa o del grupo especial, Aumentado. Al pasar, me preguntaba:

—¿Mantienes feliz a Harvey?

—Hago todo lo que puedo.

—Sigue así. Un trabajo muy útil.

Y desaparecía.

A Harvey no parecía importarle mi relación con Lansdale. Era la sombra de Montague la que prevalecía. Suponía que yo había sido asignado a su servicio para mantener informado a Harlot, lo cual, en el fondo, era verdad. Supongo que si Harlot me hubiera pedido informaciones, yo se las habría suministrado. En realidad, no lo sabía.

Yo quería ser independiente. Confieso que, hasta cierto punto, me dolía que Harvey no confiara un poco más en mí; trabajaba doce horas diarias para él, y el trabajo bien hecho siempre es signo de integridad. Sin embargo, lo verdaderamente irónico es que en mis cartas a Kittredge siempre le informaba de cualquier asunto de interés relacionado con Harvey, aunque no creía que ella se lo transmitiera a Harlot. En realidad, ¿cómo podía explicarle de dónde sacaba la información?

Todo el tiempo me preguntaba cuál sería el origen del poder que Montague tenía sobre Bill; con frecuencia pensaba en mis últimos dos días en Berlín y en esa transcripción de cuatro páginas de las cuales Harlot me había dejado ver las dos primeras. Harvey no podía saber cuánto sabía yo, pero hacía referencias, en modo alguno indirectas: «No me importa si crees que ese hijo de puta tiene poder sobre mí. Que le den por el culo». Harvey tenía esas explosiones de genio una vez por semana, aproximadamente. Después, volvíamos al trabajo.

Había bastante quehacer. Lansdale llevaba la operación a toda velocidad. Antes de que hubiese transcurrido un mes, había asignado treinta y dos tareas de planeamiento a la Agencia, al Pentágono, al Departamento de Estado y a cualquiera que estuviese cooperando con Mangosta. Las tareas tenían que ver con la recopilación de datos para Inteligencia, la deserción de oficiales cubanos, operaciones de propaganda, de sabotaje y los preparativos para una invasión cuando el nuevo movimiento cubano estuviera listo para derrocar a Castro. Lansdale envió un memorándum en el que requería «una revolución que aniquile los controles policiales del Estado. La confianza deberá ser depositada en a) emigrados profesionales anticastristas, b) líderes sindicales, c) grupos religiosos, y d) elementos del hampa, en el caso de que sean requeridos para ciertas tareas».

El memorándum concluía con una perorata: «Es nuestro deber poner a trabajar el genio estadounidense con rapidez y eficacia. El derrocamiento definitivo de Fidel Castro es posible. No se ahorrará tiempo, dinero, esfuerzo ni potencial humano».

«¿A quién pretende engañar? —se preguntaba Harvey — . Todo el mundo sabe que Lansdale recibe directivas de Bobby Kennedy. ¡No se ahorrará nada! Sí. Ellos hablan, y nosotros hacemos el trabajo sucio. ¡Treinta y dos tareas! Alguien debería decirle a ese general que los sindicalistas de Cuba son pistoleros, que los pistoleros tienen comprada a la Iglesia y que los curas gastan el dinero en adivinos.

No se buscan las categorías a,b,c y d. Se buscan personas que puedan hacer el trabajo. Me da igual si me traen un marciano tuerto con un gancho de estibador en lugar de polla. Si es confiable, y sabe volar puentes y obedecer mis órdenes, lo tomo. ¿Y este Lansdale, respaldado por Bobby Kennedy, habla de revolución? Es mejor que entienda bien las cosas. Los cubanos que yo no controlo no tendrán nada que hacer en mi operación. Si por Lansdale fuera, tendríamos una revolución que traería una nueva clase de comunismo, con insignias en la derecha en lugar de a la izquierda. Basta de cháchara. Yo digo que acabemos con Castro de una vez por todas. Llenemos de mierda los engranajes económicos de Cuba. Desmoralicemos a ese hatajo de soplapollas. En lo único que estoy de acuerdo con Lansdale es en que hay que desestabilizar Cuba. Pero te digo que ese general de los cojones es un maldito hipócrita. Ayer había treinta y dos tareas. Hoy nos da una nueva. Neutralizar a los recolectores de caña de azúcar. Ese hijo de puta apenas si sabe cómo cubrirse el culo. "Se necesitará decisión política antes de la aprobación final", dice. Bien, hasta yo, que gracias a Dios no soy un internacionalista, puedo ver las fallas desde la perspectiva internacional. Escucha lo que dice: "Estudios confiables deberán garantizar que los elementos químicos a emplear no harán más que enfermar a los recolectores temporalmente, y mantenerlos alejados de las plantaciones sin causar en ellos efectos permanentes. Elementos químicos que los incapacitarán pero que no deben ser letales". ¿Puedes creerlo? ¿Te imaginas cómo apareceremos ante el mundo? Con seguridad, esos cabrones de Aumentado guardarán en un cajón la tarea treinta y tres.»

Y eso, precisamente, fue lo que hizo el grupo especial, Aumentado. Una semana más tarde Harvey leyó, con una mirada biliosa, la tarea treinta y tres, corregida. Una frase decía: «Los elementos del hampa pueden constituir el mejor potencial de ataque contra los oficiales de la Inteligencia cubana». Harvey estaba furioso. «No es posible escribir cosas como ésta —dijo—. ¡Elementos del hampa! Hubbard, sé perfectamente que en combate los hombres mueren, pero esto es asesinato, ¿lo oyes? ¿Y quién se ocupará de esto? Pues nuestro amigo Bill Harvey con su destacamento especial W. Si algo sale mal, ahí está Bill Harvey para pagar los platos rotos. Lansdale es un tipo complejo, ¡vaya si lo es! No quiere que matemos a ningún cubano inocente, a menos que tengamos un buen motivo. Luego toma un sorbo de agua y me pide que incluya en el objetivo doscientos técnicos del bloque soviético. Que los agregue a la lista de bajas. Los planes de ese soplapollas me abruman.

Harvey me dictó un memorando dirigido a Aumentar: «En mi opinión, el énfasis de Mangosta debería ser puesto en la adquisición de más Inteligencia». Yo ya sabía que esos memorandos no tenían ninguna relación con las verdaderas intenciones de Harvey. De hecho, podrían haber servido como modelo para nuestro tácito Libro de Estilo de la Agencia. A estas alturas, yo mismo podía compilarlo. Si había que realizar una tarea que excediese los límites del reglamento, resultaba crucial establecer un rastro de papeles para confundir a cualquiera que tratase de seguir el rastro de lo que uno había hecho. La regla empírica era escribir lo contrario de lo que uno pensaba hacer. Si Harvey estaba enviando saboteadores a volar fábricas, sobre el papel insistía en la necesidad de intensificar nuestros esfuerzos de Inteligencia. En su opinión, Lansdale había actuado demasiado tiempo como agente solitario, por eso ahora acostumbraba a poner todo por escrito. «Conocí una puta en Alaska, una vieja y gorda esquimal con una vagina tan amplia y cómoda como el asiento trasero de un Cadillac —dijo Harvey en una ocasión—. Así de grande es la boca de Lansdale.»

Pronto llegué a la conclusión de que el verdadero problema se debía a que Lansdale podía haber llegado a hacer ciertas concesiones, pero en modo alguno había abandonado sus ideas. Quería verdaderas organizaciones clandestinas; buscaba a cubanos autónomos que quisieran tener su propia Inteligencia, la cual, presumiblemente, compartirían con nosotros. Al parecer, no comprendía que Harvey prefiriese prescindir de un movimiento clandestino a menos que pudiera ejercerse sobre él un control absoluto. Por lo tanto, Harvey estaba formando cuadros con exiliados de confianza para utilizarlos en operaciones paramilitares. ¿De qué otra manera podía JM/OLA mantener algún tipo de seguridad en la atmósfera abierta de Miami?

—El énfasis —dijo Harvey— recaerá sobre el oficial de caso, no sobre el agente. El oficial de caso será tan importante como un cura. Nuestros exiliados deberán prepararse para decírselo todo. ¿Me entiendes? Hubbard, tú hiciste ese trabajo durante un par de años. ¿Ves factible esa relación?

—En un cincuenta por ciento —respondí.

—Bien —gruñó—. Me gusta tu respuesta. Como oficial de caso debes de haber sido bastante blando.

—No tan blando como usted cree —respondí, y se echó a reír.

—Mierda, en Uruguay sólo te mojaste los pies.

Finalmente, un día Lansdale me llamó a su despacho.

—¿Tienes alguna influencia sobre Bill Harvey?

—Puedo hacerle llegar un mensaje personal. De hecho, creo que preferiría que usted le dijera directamente lo que le tiene que decir.

—¿Por escrito?

—No precisamente, señor.

Suspiró.

—Me he pasado la mayor parte de mi vida tratando de aprender a hacer las cosas de una manera militar. En el Ejército nadie se mueve si no recibe órdenes claras por escrito. Obviamente, Harvey no está acostumbrado a eso.

—Creo que no, señor.

—Dile de mi parte que me gustaría que recordase que no soy el enemigo.

Al recibir el mensaje, Harvey dijo: «De modo que el muy cabrón cree que no lo es».

Volví a visitar al general.

—Harry, me gustaría estar seguro del terreno que piso —dijo—. Te diré que creo que es conveniente llevarse bien con la gente. Si te pido que le digas eso a Harvey, ¿qué crees tú que respondería?

—No puedo responder a eso, general.

—Bien, pues ya me lo has respondido.

—Sí, señor.

—Te explicaré algo, Harry. Para que puedas comunicar mi punto de vista.

—Lo intentaré.

—Así lo espero. Porque lo que está haciendo JM/OLA en Cuba es nada más que algún ataque relámpago sin orden ni concierto. No hay una estrategia general. No hay penetración. No sé qué esperan conseguir con estos movimientos. Días atrás volaron un puente. «¿Qué comunicaciones intentaban destruir?», le pregunté a Harvey. ¿Sabes lo que me contestó? «Usted nunca nos dijo que no voláramos puentes.» Hubbard, esa clase de independencia no sirve de nada. Quiero que terminen estos sabotajes sin objeto. Quiero salvar a los cubanos de una muerte sin sentido. No me cansaré nunca de repetir que los estadounidenses que salen al extranjero deben poseer los principios más altos.

Parecía tan concentrado al hablar, que sólo al final se dio cuenta de que yo estaba tomando apuntes.

—No necesitas puntos de referencia —dijo—. Dile simplemente que he sido muy paciente, pero que la semana próxima habrá ciertos cambios.

—Sí, señor.

—Si tienes oportunidad, transmítele mis palabras a Montague.

Por supuesto, no pensaba hacer tal cosa. Podía imaginar la reacción de Harlot. Cuba era un embrollo. Las acciones impulsadas por Harvey al menos reducirían el peligro implícito de las ideas que los Kennedy tenían acerca de la guerra. La prevención de filtraciones era preferible a la dudosa búsqueda de resultados luminosos. En una carta, Kittredge me escribió acerca de esto. «Hugh está convencido de que la Inteligencia de Castro siempre será superior a la nuestra. Él tiene el poder de matar a sus traidores; nosotros sólo los despedimos. Nuestros agentes luchan por la libertad, sí, pero también por futuros beneficios en Cuba. La avaricia trae aparejada una Inteligencia corrupta. Por el contrario, mucha gente de Castro cree que se ha embarcado en una cruzada. Además, Castro conoce Cuba mucho mejor que nosotros, y utiliza para guiarse los mismos métodos que el KGB. Nosotros debemos satisfacer a los políticos. De modo que su DGI siempre será superior a nuestra CIA. En resumidas cuentas, hay que reducir las pérdidas. Por supuesto, Hugh no le habla de esa manera al presidente Jack, sino que sólo intenta sugerirle cuál es la dirección correcta. Yo, por ser mujer, y por lo tanto no del todo formal, estoy en condiciones de tomarle en cierta forma el pelo. "¿No piensa que Castro no ha enseñado todavía todas sus cartas?", le digo, y a continuación le transmito el análisis de Hugh como si fuese mío. Pero sin demasiado énfasis. Las damas deben relajar al presidente, no confundirlo. Debo decir que Jack escucha con atención. No es obcecado con sus pasiones políticas. Ojalá pudiera decir lo mismo de Bobby, que es mucho más emocional. Quizás en otra carta te hable de él.»

El contraataque de Lansdale no se hizo esperar. Si bien había manifestado su desprecio por la metodología militar, sabía muy bien cómo valerse de ella. Al sótano comenzaron a llegar cuestionarios a diario. Apenas los respondíamos, llegaban otros cuestionarios de seguimiento. Harvey le envió a McCone varios memorandos llenos de quejas:

Se nos requiere que informemos al grupo especial, Aumentado, de una manera nauseabundamente detallada, sobre asuntos irrelevantes a propósito de una operación, como la pendiente de la playa elegida para el desembarco y la composición de la arena. Se nos pide que especifiquemos las horas de desembarco y partida, lo que a menudo es imposible predecir o coordinar. Cada plan debe especificar todos los pertrechos empleados, cuando dicho plan de batalla sólo consiste en seis cubanos armados hasta los dientes en un bote de goma que tratan de eludir la guardia costera de Castro. Están haciendo todo lo posible para arruinar nuestra misión. Luego se quejan de que no pasa nada. ¿No es posible actuar de manera menos restrictiva y agobiante?

Los cuestionarios siguieron llegando durante enero y febrero de 1962. Una vez, mientras viajábamos a Miami en el vuelo del mediodía de la Eastern (al que llamábamos el «vuelo rutinario» porque siempre veíamos hombres de la Agencia, con sus respectivas mujeres e hijos, que eran trasladados a JM/OLA), Harvey me dijo: «Yo tengo las tropas, y él está sentado en su escritorio. Le enseñaré a ese hijo de puta lo que es una guerra sucia».

Nunca supe si Harvey fue el autor de la siguiente travesura, pero al oír el placer con que me la contó, no pude por menos que sospechar que, en efecto, lo había sido. En una reunión conjunta de comités de Mangosta, un coronel de apellido Forsyte, del Departamento de Defensa, se refirió a la operación Generosidad.

—El Departamento de Defensa no quiere atribuirse todo el mérito —dijo Forsyte—. No hemos hecho más que robar una de las ideas de Ed Lansdale.

La operación Generosidad era una propuesta para cubrir Cuba con panfletos anunciando que se pagarían sumas de entre cinco mil y cien mil dólares por la muerte de varios altos oficiales cubanos. Sin embargo, por la vida de Castro se pagarían dos centavos.

Lansdale se puso en pie de inmediato.

—Eso es terrible —dijo — . Totalmente contraproducente.

—¿Por qué te opones, Ed? —preguntó McCone—. ¿Acaso no está de acuerdo con tus principios?

—Diablos, no —replicó Lansdale—. Esta idea se volverá contra nosotros. No es conveniente mofarse de Castro. Debemos reconocer que la condición de vida de los campesinos cubanos ha mejorado, y no aceptarán que se lo ridiculice de esa forma.

Con esas pocas palabras, Lansdale perdió a McCone, a la mitad del Departamento de Estado, y a la mitad del de Defensa. A McCone no se le debe hablar de los logros de Castro.

—¿Qué es lo apropiado, entonces? —preguntó McCone, tieso como una estaca.

—Yo enfatizaría el hecho de que el diablo lo da todo excepto la libertad. Debemos hacerles ver que nosotros podemos darles todo lo que consiguen de Satanás, pero también la libertad.

«McCone no quiere que le hablen de Satanás —dijo Harvey—. Maxwell Turner parecía molesto. Roger Hilsman, del Departamento de Estado, no podía contener la risa. Había diez jefes alrededor de la mesa del directorio, y unos treinta lacayos detrás. Era posible cortar la niebla con la mano. Lansdale no sabe cuándo una guerra empieza a perderse.»

Una semana más tarde, en las oficinas del destacamento especial W comenzó a circular la historia de que Lansdale quería difundir en Cuba la noción de que Castro era el Anticristo, y que se aproximaba el Segundo Advenimiento. En el sótano se decía que Lansdale lo había anunciado en la reunión del Consejo Nacional de Seguridad. En una noche sin luna, un submarino estadounidense subiría a la superficie en la bahía de La Habana el tiempo suficiente para disparar luces de bengala. Esto se haría en una escala suficiente como para sugerir que Jesús había resucitado y que se dirigía a La Habana, caminando sobre las aguas. Entonces se haría correr el rumor de que Castro estaba patrullando la bahía con sus lanchas guardacostas para impedir que Cristo llegase a la playa. Si esto se hacía bien, provocaría una reacción enorme, e incluso podía hacer caer a Castro.

También se decía que un hombre del Departamento de Estado había comentado: «A mí eso me suena como eliminación por iluminación».

La historia mortificó a Lansdale. En una carta, Kittredge comentaba: «Anoche volvió a llamar a Hugh para quejarse por lo que él denomina "el bulo". Jura que no es verdad. Afirma que nunca se dijo nada parecido en el Consejo Nacional de Seguridad y que el infame rumor provino del destacamento especial W. Obviamente, sospecha de Harvey, pero a mí no me extrañaría que hubiese sido Hugh».

El fantasma de Harlot
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