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¡Marilyn Monroe asesinada! Pensé que todos tenemos derecho a sostener una tesis disparatada. De cualquier modo, no tenía ganas de escribirle a mi padre acerca de Mangosta. Durante meses le había estado enviando cartas a Kittredge, cuya primera línea representaba una variante de «Sé que últimamente no he dicho demasiado acerca del progreso de la operación, pero no hay mucho que informar».
Luego, aumentaba nuestras actividades en la medida en que me era posible.
Casi todas las noches, una o más de nuestras embarcaciones en Miami o los cayos, partía subrepticiamente a su cita en la costa cubana; en ocasiones, hasta veinte lanchas neumáticas se arriesgaban a hacer ese viaje de ida y vuelta. Harvey, expandiendo el concepto que tenía mi padre sobre los buques nodriza, adquirió varios yates con capacidad para transportar lanchas de buen tamaño para las acciones de desembarco. Contábamos incluso con dos patrulleras de la Armada, la Rex y la Leda, que cumplían la función de buques insignia. Cada vez que los veía en un muelle o un puerto deportivo, notaba que habían cambiado de color. La cubierta, antes de un verde pavo real, y el casco, pintado de aguamarina, ahora eran una combinación de rosa oscuro y blanco. Harvey estaba decidido a que los barcos de nuestra flota parecieran embarcaciones de paseo y no barcos de guerra; la artillería —cañones navales de 40 mm, ametralladoras calibre 50 y fusiles sin retroceso calibre 57— se guardaba bajo cubierta. Ambos buques insignia llevaban a estribor una grúa desmontable que, cuando estaba armada, podía bajar y subir nuestras lanchas neumáticas con motores fueraborda de ciento veinte caballos de potencia para las breves y rápidas incursiones en la costa. Harvey registró estas lanchas en Nicaragua, e hizo que figurasen como propiedad de corporaciones de papel relacionadas con compañías navieras cuyo dueño era Somoza. Mangosta Oceánica, una compañía con sede en uno de los escritorios de Zenith, pagaba los gastos de mantenimiento de las embarcaciones. Los salarios de la tripulación cubana provenían de una fábrica de conservas de Key West. Yo buscaba información para satisfacer la pasión de Kittredge por los detalles, pero las cartas que debía escribirle empezaban a gravitar en mi sistema nervioso. No hacía más que pensar en el desastre que supondría el que Harlot descubriese nuestra correspondencia. Sería horrendo, a menos que provocase el divorcio, en cuyo caso yo podría casarme con ella, pero ¿qué sucedería si otro agente se enteraba? En ese caso, Kittredge y yo podíamos seguir con nuestra correspondencia desde celdas de máxima seguridad. Si bien el riesgo mismo debe de haberle atraído, yo soportaba estas cartas como otra carga sobre el alma de Harry Hubbard, y me esforzaba por decirle cada vez más. Pues siempre había más.
Para mantener el control, Harvey había organizado cada nueva red en un racimo separado de células, y como le gustaba mantener cada célula aislada, acabamos teniendo puestos de espionaje que a menudo no desempeñaban más que una función. Por ejemplo, contábamos con un grupo de cuatro contables en el Ministerio de Hacienda de La Habana cuyas labores eran elegantes: habían logrado malversar suficientes fondos del gobierno para financiar una buena parte de nuestra operación en Cuba. Imaginaba a Castro ante su escritorio, buscando un papel especial entre una montaña de expedientes, sin encontrar jamás el documento que necesitaba porque uno de sus secretarios personales ya nos lo había pasado a nosotros. Cuba se erguía en mis sueños como un montón de estiércol. Me preguntaba cómo podía funcionar ese país; luego pensaba que en su caos residía su poder. Cuba vivía en medio de un desorden tal que nuestra contribución sólo formaba parte del montón. Era la única respuesta a cómo era posible que funcionara el DGI cuando nuestra Inteligencia se veía impotente para controlar a la mayoría de los cubanos de JM/OLA. En ocasiones, nuestros exiliados, al regresar a Miami después de una incursión exitosa, convocaban a una conferencia de Prensa, no autorizada, para jactarse de sus hazañas, y coronaban el acto con un desfile por la calle Ocho, en La Pequeña Habana. Harvey, furioso, los expulsaba sin pagarles, pero al cabo de un mes o dos se veía obligado a tomarlos de nuevo. Tratábamos de impedir que los cubanos de JM/OLA se relacionaran con los exiliados menos disciplinados. Aun así, muchas veces perdíamos a nuestros mejores hombres. Después de todo, desalentábamos la publicidad, en tanto que ellos la ansiaban. La buena publicidad, me decían, equivalía a «plátanos maduros», que en su argot significa algo así como «chochos calientes».
Me habría gustado escribirle a Kittredge acerca de Roselli, que estuvo muy activo durante la primavera y el verano, aunque no hacía más que embarcarse en empresas que quedaban en la nada. Las píldoras que le dimos llegaron a su contacto final, pero no fueron más allá. «Las condiciones son inapropiadas», se nos decía. Yo podía comprender el temor honesto de un camarero que tenía que vivir noche tras noche con la ansiedad de que Fidel pudiera, o no, llegar al restaurante a medianoche. Indudablemente, estos agentes terminaron desprendiéndose de las píldoras. ANCHOA, también conocido como CAVIAR, no iba a ninguna parte.
Algunas veces le escribía acerca de la guerra continua entre Lansdale y Harvey, pero eso terminaba siendo predecible. Harvey sólo tenía epítetos para Lansdale: «Genio juvenil típicamente americano», «cabeza de cacahuete», «Li'l Abner», eran los más corrientes. Lansdale, por su parte, también se quejaba.
—Es imposible —me decía— hacer que algo funcione con Bill Harvey. Si pido una estimación completa de algún proyecto serio, puedo considerarme afortunado si recibo un memorándum de una frase. Si le digo que quiero más, me responde: «General, no tengo la intención de transmitirle a usted cada uno de los detalles de esta operación». En una oportunidad, extendí los brazos encima del escritorio, miré a Harvey a los ojos y a punto estuve de estrangularlo con mis propias manos, y bien sabes que no soy un hombre violento. «Bill Harvey, entienda esto bien —le dije—; yo no soy el enemigo.» No sirvió de nada. De nada en absoluto. ¿Quieres saber cuál fue su reacción? Levantó una de sus rollizas piernas, se hizo a un lado y ventoseó delante de mí.
—¿Ventoseó? —lo interrumpí, como si se tratara de algo que necesitaba confirmación.
—Sí. Se tiró un pedo. Llenó el despacho de un olor atroz. Ningún villano shakesperiano podría haberme dado una muestra más clara de odio. ¡Qué persona horrible es Bill Harvey! Sacó el cuchillo que lleva atado al tobillo y empezó a limpiarse las uñas. Es intolerable.
A medida que Lansdale hablaba, yo asentía de tanto en tanto, para indicarle que estaba prestando atención. No dije nada. No sabía qué decir sin traicionar a Harvey, o a mí mismo, o sin parecer que simulaba comprenderlo. También me di cuenta, por último, que no esperaba que dijese nada. Si había comenzado mi trabajo como enlace creyendo que sería un principio de conexión, de pronto comprendí que no era más que un punto y coma instalado para mantener a los elementos en una especie de relación extendida, bien separados.