18
Esa segunda semana de julio de 1960 descubrí que, siguiendo los viajes de Modene entre Miami, Chicago y Washington, mentalmente vivía en la primavera anterior; de hecho, tomé plena conciencia de hasta qué punto estaba lejos de mi propia vida cuando una tarde de julio entré en el salón de oficiales de Zenith y vi a John Fitzgerald Kennedy en la televisión, dando una conferencia de Prensa en la convención demócrata. Me pareció estar viviendo una experiencia extrasensorial, como si después de leer un libro uno de los personajes hubiera entrado en mi vida.
Fue entonces cuando reconocí que el hecho de que Modene estuviera ahora en la convención de Los Angeles, era menos real para mí que la crónica de sus actividades anteriores que noche a noche enviaba a Hugh Montague.
Sin embargo, al escuchar la voz aflautada de Jack Kennedy en la televisión, experimenté una transformación. Descubrí que el tiempo no era un largo río tranquilo, sino un curso de agua lleno de válvulas y compuertas que debían ser superadas antes de poder ingresar otra vez en la tercera semana de julio. Pasó un día antes de que pudiera llamar al Fontainebleau para saber si Modene había regresado, cosa que empecé a hacer a intervalos regulares de tiempo. Finalmente regresó durante la noche del noveno día, y cuando entró en su habitación el teléfono estaba sonando. Seguramente lo consideró un presagio, y debe de haber llegado a la conclusión de que yo estaba dotado de poderes excepcionales, porque se echó a llorar.
Poco después de mi llegada, cuarenta minutos más tarde, empezó nuestra relación. Por fin le había clavado el anzuelo a la sirena, lo cual representaba una singular alteración de la metáfora. Si en algún lado había penetrado el anzuelo, era en mi carne. Jamás me había acostado con una muchacha tan hermosa como Modene. Si había habido noches en los burdeles de Montevideo que jamás olvidaría, eran instancias que al mismo tiempo revelaban la trampa del placer comercial; a medida que mi cuerpo descubría nuevas sensaciones, el resto de mi ser se desgarraba, moralmente atemorizado. ¡Llegar tan lejos, cuando a uno le importaba tan poco! Con Modene, bastó una noche para que me enamorara. Si una mitad la amaba más que la otra, todo mi ser se movía en una misma dirección. No sabía si podía saciarme de Modene Murphy, y esta pasión era mayor que la ansiedad producida por el hecho de que estaba transgrediendo el primer mandamiento de Harlot. Si en su ausencia habían puesto un micrófono clandestino en la habitación, entonces yo estaba grabando mi voz en las cintas del FBI. Incluso en medio de nuestro primer abrazo, no cesaba de decirme que al menos no conocerían el nombre de Harry Field. Porque mientras corría a su hotel, después de recibir su llamada, preparé un pedazo de papel en el que escribí: «Llámame Tom, o llámame Dick, pero nunca Harry». Por supuesto, apenas la puerta se cerró a mis espaldas, nos abrazamos. Sólo dejamos de hacerlo para recobrar el aliento, y nos volvimos a besar. Después ella se echó a llorar, de modo que no pude entregarle la nota hasta pasados cinco minutos. Para entonces, Modene ya no lloraba, sino que se reía. Cogió el mensaje y volvió a reírse.
—¿Por qué? —susurró.
—Tu habitación tiene oídos —respondí, también en un susurro.
Asintió. Se estremeció. A pesar del maquillaje desprolijo y el carmín corrido, estaba encantadora. Su belleza dependía de su arrogancia, y la había recuperado. Si su habitación tenía micrófonos, era porque ella era el centro de atención.
—Fóllame, Tom —dijo, claramente.
Cuando la conocí mejor, supe que raras veces usaba palabras como aquélla.
Cuanto más Modene y yo nos descubríamos mutuamente, más había que aprender. No estaba acostumbrado a ser tan insaciable, pero, claro, nunca le había hecho el amor a una mujer que era la amante del hombre que podía ser presidente de los Estados Unidos, que había tenido una relación con el cantante más popular del país, y que podía convertirse en la querida de un brutal rey del crimen. A pesar de ello, no me desmayé. Dentro de mí moraba un monstruo al acecho. No podía saciarme de ella.
Cuando todo terminó, dormitamos, abrazados. Al despertarnos a las dos de la madrugada, me susurró al oído: «Eh, Tom, tengo hambre».
En un bar abierto toda la noche del extremo sur de Miami Beach, en la zona dominada por la avenida Collins, llena de cines, locales de strip-tease y moteles que alquilan cuartos por hora, con nombres en siseantes luces de neón, comimos sandwiches, tomamos café, y tratamos de hablar. Me sentía como en un barco, y embriagado de dicha. Nunca en mi vida había estado tan relajado. Sólo a causa del último vestigio de sentimiento del deber que me quedaba pude convencerla de que necesitábamos un código privado. Ella aceptó la idea de forma inmediata. La necesidad de conspirar habitaba en ella como un duende. Decidimos encontrarnos en los bares de los hoteles cercanos al Fontainebleau, pero el nombre de un hotel correspondería al de otro. Si le decía el Beau Rivage, querría decir el Edén Roe; el Edén Roe sería el Deauville, y la mención de este último sería una señal para ir al Roney Plaza. Una cita a las ocho de la noche significaría que nos encontraríamos a las seis de la tarde. Escribí las equivalencias en duplicado, y le di una copia.
—¿Estoy en peligro? —preguntó.
—Todavía no.
—¿Todavía no?
Yo no sabía si quería volver a ninguna clase de mundo.
—El señor Flood me preocupa —dije por fin.
—Sam no me tocaría ni una uña —replicó, en tono afectuoso.
—En ese caso, podría tocarme alguna a mí.
En el acto me arrepentí de haber dicho eso.
—¿Sabes? —dijo—, me siento maravillosamente. Mi padre era corredor de motos, y creo que esta noche su sangre corre por mis venas. Me siento excitada.
En el otro extremo de la barra, un chulo negro estaba tratando de que Modene lo mirase, y como esto no ocurría, me enviaba una nube cargada de malignidad.
Sentí que me hallaba en el lugar donde toda la vida había deseado entrar.