11

No salimos hasta la medianoche. Al parecer, había dificultades para el reabastecimiento del combustible. Harvey no quería usar ninguna de las gasolineras del Ejército estadounidense porque —en especial por la noche— algunas eran atendidas por civiles alemanes; tampoco tenía intenciones de detenerse en alguna base militar donde se viera obligado a despertar a un sargento de abastecimiento para pedirle la llave del depósito de combustible.

—La última vez perdí una hora de esa manera —protestó—. La maldita llave estaba en los pantalones del sargento, que colgaban de un gancho en un burdel.

—Bill, ¿es necesario que hagas una historia de todo? —le preguntó C. G.

El problema era que no podía hacer entrar cinco bidones de veinte litros en el maletero del Cadillac, y no quería sujetar ninguno en la parte exterior del coche.

—Un francotirador podría hacer blanco con una bala explosiva.

—Bill, ¿por qué no vamos en avión? —le preguntó ella.

—Tenemos un par de mecánicos alemanes en la base aérea. Es demasiado fácil sabotear un avión. Lo sé muy bien.

Mantenimiento soldó en el maletero un depósito auxiliar a prueba de balas. Después de las dos horas que perdimos mientras lo hacían, y de otra mientras esperábamos unos papeles de último momento, partimos. El señor Harvey iba delante, con su fusil, y C. G. y yo en el asiento trasero.

Tal como Harvey había prometido, fue un viaje rápido. El puesto de control en Brandeburgo no puso ningún inconveniente a que entrásemos en Alemania Oriental, ni tampoco el segundo puesto, una hora después, cuando nuestra ruta nos llevó de regreso a Alemania Occidental. Avanzamos entre negros campos llanos mientras él bebía sus martinis y contaba una historia acerca de un agente soviético capturado que llevaba un microfilme oculto debajo de la funda de oro de una muela.

—Yo fui quien descubrió al hijo de puta —nos informó—. «Expóngalo a los rayos X», ordené, y, con seguridad, vimos una línea pequeña entre la funda y la base de la muela. «O el dentista no sirve —les dije a mis muchachos—, o hay un microfilme.» De modo que le sacamos la funda. Eureka: lo descubrimos. Los rusos siempre están inventando algo. (No han oído hablar de la pistola de ácido prúsico? Pulveriza. Estupenda. El agente avanza hacia uno en la calle, le dispara en la cara, y ¡plop! Uno se desploma, muerto. Si la autopsia se demora unas horas, no hay señales de veneno. Por eso yo no camino por las calles de Berlín. Quiero que mis amigos sepan que me liquidaron los soviéticos, y no que terminen preguntándose si se me reventó una arteria por beber demasiado.

Volvió a llenar su copa.

—El antídoto para esta clase de ataque, Hubbard —continuó—, si asumimos, claro está, que esperas cierta maniobra contra tu persona, es tragar un poco de tiosulfato de sodio antes de salir. Consulta la dosis en el estante de libros de medicina que hay en GIBRAL, Manual Reservado 273-AQ. Lo mejor, ya que sólo cuentas con diez o quince segundos antes de que el ácido te obnubile, es tener a mano unas cápsulas de nitrato amílico en el bolsillo de la chaqueta. Hay que tragarlas apenas producido el ataque. Yo siempre llevo algunas conmigo —dijo.

Abrió la guantera, sacó un frasco, se sirvió un puñado de cápsulas y nos pasó una docena a C. G. y a mí.

—Guardad éstas. ¡Eh, cuidado con esos carros, Sam! —le gritó al conductor sin interrumpirse—. Siempre hay que apartarse bien de los carros. —Sam viró a la izquierda a ciento sesenta kilómetros por hora para mantenerse alejado de un carro tirado por un caballo que avanzaba lentamente por el borde de la carretera—. No confío en estos campesinos que van por ahí a las dos de la madrugada con un carro —declaró, y volvió al tema de la pistola de veneno—. En cierta oportunidad presencié una demostración justamente en Pullach, que en caso de que no lo hayas adivinado, Hubbard, es adonde nos dirigimos.

—Lo adiviné.

—Los alemanes mataron un perro para nosotros. El hombre del BND que hizo la hazaña simplemente se dirigió al lugar, disparó, y cerró la puerta. El perro estiró la pata. Muerto en el lapso de un minuto. Todo detrás de vidrio.

—Me gustaría conocer a los que mataron al perro —dijo C. G.

—Un perro menos, muy bien —dijo Harvey—, pero una imagen se quedó grabada en nuestra retina para siempre. No hay extremo al que los soviéticos no estén preparados para llegar.

—El BND disfruta con ese tipo de cosas —insistió C. G.

—Ve con cuidado —dijo Bill Harvey—. Estás criticando a los amigos del señor Herrick Hubbard, que lo invitan a pasar el fin de semana a Pullach.

—Jefe, le aseguro que no sé de qué se trata —protesté.

—Toma, mira esto —me dijo, pasándome una ficha de doce por quince centímetros cubierta en ambas caras por palabras escritas a máquina, a un solo espacio—. Así es como debe presentarse un informe, en caso que alguna vez te dé una tarea semejante. Pasa por alto la historia aburrida. Concéntrate en lo esencial. Datos. Como un recuadro en la revista Time.

Encendí la luz interior del Cadillac, y leí:

REINHARD GEHLEN

En la actualidad presidente del BND, antiguamente conocido como el cuartel general de la Organización en Pullach, sobre las márgenes del Ysar, diez kilómetros al sur de Munich.

Originariamente un pequeño conjunto de casas, cobertizos y barracas. Construido en 1936 para alojar a Rudolf Hess y su personal. Más tarde convertido en residencia de Martin Bormann. Después de la Segunda Guerra Mundial la Inteligencia Militar de los Estados Unidos se lo apropió para Gehlen. El general estableció su oficina y residencia en la Casa Blanca, un edificio grande, de dos plantas, ubicado en el centro de la propiedad original. En el comedor de la Casa Blanca, situado en la planta baja, los murales son los mismos que en tiempos de Bormann-Hess. Damas alemanas de busto prominente trenzando guirnaldas con espigas de trigo. Esculturas de hombres jóvenes en poses gimnásticas rodean la fuente del jardín. Actualmente, Pullach ha añadido muchos edificios modernos. Tres mil personas, entre oficiales y empleados, trabajan allí hoy en día.

Gehlen mide 1,70 de estatura, y es casi calvo. En las fotos más antiguas aparece delgado. Ahora ha engordado. Con frecuencia usa gafas de sol. Tiene orejas muy grandes. Usa zapatos de suela de goma, que no hacen ruido. Está profundamente orientado hacia su familia.

Criptónimos: el único que conocemos es el de Doctor Schneider. Ignoramos su primer nombre. Suele usar pelucas diversas cuando viaja como el doctor Schneider.

¿Se trataba del hombre que yo había conocido en la casa del canal? ¿El doctor Schneider? ¿El hombrecito de grandes orejas que canturreaba mientras Harlot movía sus piezas en el tablero de ajedrez? Estaba intrigado.

—Los muchachos de Gehlen solían tener un cisne —dijo Harvey— adiestrado para nadar en dirección a una señal ultrasónica. Bajo las alas le habían cosido un par de bolsas plásticas impermeables. El cisne cruzaba el lago Glienicker, desde Potsdam hasta Berlín Oeste, llevando papeles en las bolsas, recogía nuevas instrucciones y regresaba, pasando debajo de un puente de Alemania Oriental, desde donde los centinelas rusos le arrojaban migas de pan. Eso es lo que yo llamo un verdadero mensajero.

—Me encanta esa historia —dijo C. G.

—Por otra parte —dijo su marido— en los viejos tiempos, cuando la organización de Gehlen se expandía mes a mes, los alemanes padecían de una carencia crónica de fondos. Gehlen solía derramar gruesas lágrimas. Nos decía que había renunciado al lucro militar estadounidense para firmar un contrato con la CIA, y que ahora nosotros no soltábamos la pasta con la celeridad que él necesitaba. Bien, en realidad, estábamos pagando una fortuna, pero no le bastaba. Un hijo de puta codicioso. No quiero decir que buscara enriquecerse personalmente, comprendedme, sino que quería fortalecer la Organización. Gehlen se comunicó con sus Agencias Generales.

—¿Qué son? —pregunté.

—El equivalente a nuestras Estaciones, sólo que están situadas en todas las ciudades importantes de Alemania. «Enriqueceos», ordenó Gehlen a las Agencias Generales. Luego se comunicaba por teléfono con sus viejos amigos del Ejército de los Estados Unidos. Si alguien quiere estudiar los orígenes de la corrupción en nuestro país, tendrá que remontarse al huevo y la gallina. ¿Cuál fue primero? ¿El Ejército de los Estados Unidos o la Mafia de los Estados Unidos? De todos modos, Gehlen y nuestros muchachos traman una maniobra fiduciaria. Las Agencias Generales entregan un par de agentes menores del SSD a la Policía Militar estadounidense, que de lo contrario no reconocería a un espía enemigo aunque confesara. Como retribución por unos informes acerca de un puñado de porteros pagados por los rusos, la Policía Militar paga a la Agencia General local con cargamentos de cigarrillos americanos. La Organización vende estos cigarrillos en el mercado negro para conseguir fondos y cada viernes estar en condiciones de pagar los sueldos. Cuando la Organización se ha hecho de efectivo por la venta de los cigarrillos, la Policía Militar confisca los cargamentos y devuelve los cigarrillos a la Organización, que vuelve a venderlos a otros operadores del mercado negro. Las mismas diez mil cajas de Camel se revenden cinco o seis veces. Eso, amigo mío, sucedió a finales de la década de los cuarenta, antes de que yo llegara aquí. Los buenos viejos tiempos.

—Cuenta la historia del general Gehlen y el señor Dulles —dijo entonces C. G.

—Sí —gruñó él y guardó silencio.

Podía sentir que se resistía contra el impulso de contarme otra historia. ¿Acaso acababa de recordar que yo había caído en desgracia?

—Cuéntala —insistió C. G.

—Vale, lo haré —dijo él—. ¿Has oído hablar del general de división Arthur Trudeau?

—No, señor.

—Trudeau era el jefe de la Inteligencia militar de los Estados Unidos hace un par de años. Cuando el canciller Adenauer visitó Washington en 1954, Trudeau se las ingenió para hablar con él. Le informó acerca de Gehlen. Tuvo el coraje de decirle a Adenauer que la CIA no iba a apoyar una organización de Alemania Occidental dirigida por un ex nazi. Si eso llegaba a la Prensa internacional, sería muy malo para todos los involucrados. Adenauer se echa a reír. Él no es amigo de los nazis, le dice a Trudeau, pero en la política alemana es imposible hacer una tortilla con tres huevos sin que uno esté podrido. Uno de los hombres de Adenauer informa de esta conversación a Gehlen, quien se queja a Allen Dulles. Nuestro director lleva el caso a la Casa Blanca e informa al presidente Eisenhower que la actitud del general Trudeau atenta contra los intereses estadounidenses. «He oído que este tal Gehlen es un tipo turbio», le dice Eisenhower a Dulles. «Señor presidente, en el espionaje no hay arzobispos. Gehlen puede ser un sinvergüenza, pero no estoy obligado a invitarlo a mi club», le dice Allen.

»Pues se produjo una batalla real. El secretario de Defensa y los jefes conjuntos de Personal estaban de parte de Trudeau. Sin embargo, ganó Allen. John Foster Dulles siempre tiene la última palabra ante el presidente. Trudeau fue enviado a un comando menor en el Lejano Oriente. Pero creo que eso atemorizó a Gehlen. Debe de haber llegado a la conclusión de que el dinero alemán era más seguro que el estadounidense. Un año después, convenció a la gente de Adenauer de que era mejor transferir la Organización a la administración alemana. Ahora tenemos el BND. Fin de la historia. Basta de enriquecer tu mente. Dime, muchacho, ¿qué sabes tú acerca de nuestro amigo?

Había estado aguardando la pregunta mientras él se explayaba con sus anécdotas. Tenía la costumbre de narrar un buen cuento con la fuerza contenida de un león sentado sobre sus garras. Luego, de repente, uno era parte de la comida.

—No sé mucho acerca del hombre —respondí, pero tras el silencio que se produjo me vi obligado a proseguir—. Le daré los detalles que tengo.

—Sí —dijo Harvey—, los detalles.

—Lo conocí en la casa de un amigo de mi padre. Se hacía llamar doctor Schneider. Apenas si hablé con él. Jugó al ajedrez con el dueño de casa. Me sorprende que se acuerde de mí.

—¿Quién era el dueño de casa?

—Hugh Montague.

—¿Es Montague un amigo íntimo de tu padre?

—No lo sé.

—Pero sí lo bastante amigo como para invitarte a comer.

—Sí, señor.

—¿De qué le habló Montague a Schneider?

—De hecho, no hablaron demasiado. Schneider se presentó como concertista de piano. Dijo que había dado un concierto para el presidente de Alemania Oriental, Wilhelm Pieck. Dijo también que Pieck era un bárbaro, de gustos primitivos. Le gustaba fijar su residencia oficial en un castillo cuyo nombre no recuerdo.

—¿Schloss Niederschön algo?

—Sí.

—Bien.

—Pieck abandonaba la parte oficial del castillo e iba a un cuarto en la dependencia de la servidumbre donde se quitaba los zapatos, se ponía zapatillas y ropa de obrero y cocinaba la comida de la noche. Sopa de col, fideos fríos y budín de postre. Comía todo en el mismo plato de estaño, el budín mezclado con los fideos. Recuerdo que me pregunté cómo pudo enterarse el doctor Schneider de todo aquello mientras ofrecía un concierto oficial para Wilhelm Pieck.

—¿De qué más hablaron Montague y Gehlen?

—De ajedrez.

—Aquí hay una fotografía de Gehlen. —Me pasó la copia fotostática de una instantánea—. Sólo para asegurarme de que Schneider es igual a nuestro hombre.

—Esa noche llevaba una peluca blanca, pero sí, yo haría una identificación positiva.

—¿Ciento por ciento?

—Ciento por ciento.

—Bien. Gehlen y Montague hablaron de ajedrez en tu presencia. ¿De nada más?

—Pasé la mayor parte de la noche hablando con la señora Montague.

—¿Kittredge?

—Sí, señor.

—¿De qué?

—De cosas sin importancia.

—Expláyate.

—Señor, le diré que me hallo más a gusto con la señora Montague que con su marido. Hablamos de muchas cosas. Creo que nos reímos en la cocina de los ruidos extraños que hacía el doctor Schneider, es decir, el general Gehlen, cuando jugaba al ajedrez.

—¿Cuánto hace que conoces a Montague?

—Lo conocí cuando se casó con Kittredge. Ella está relacionada con mi familia. Su padre compró la casa de verano de mi familia. Desde entonces he visto al señor Montague un par de veces, en reuniones de tipo social.

—¿Qué piensas de él?

—Un iceberg. Nueve décimas partes bajo el agua.

—No es verdad —dijo C. G.

—Bien —dijo Bill Harvey—, ahora tenemos un cuadro general que no nos explica por qué Gehlen me pidió que te trajera a Pullach.

—Kittredge y yo somos primos terceros —dije—. Si ella le mencionó este parentesco a Gehlen, quizá quiera devolverle la atención en mi persona. Su informe dice que está muy orientado hacia la familia.

—¿Estás diciendo que Kittredge le pidió que te invitara?

—No, jefe. Sólo que Gehlen debe de saber quién trabaja para usted en GIBRAL.

—¿Sobre qué base llegas a esta conclusión?

—Mi impresión es que en Berlín todos saben todo.

—Mierda, ya lo creo.

Por alguna razón, eso hizo que dejase de hablar. Tenía la habilidad de poner fin a una conversación tan efectivamente como si apagara una luz. Seguimos en silencio mientras él bebía sus martinis solo. Los llanos dieron paso a un terreno ondulado, pero la carretera tenía pocas curvas y no había tráfico. En Braunschweig dejamos la autopista y entramos en un camino de dos carriles; el conductor redujo la velocidad a ciento veinte kilómetros por hora en las rectas, noventa en las curvas, y a setenta cuando pasábamos por una aldea. Empecé a descubrir que la gonorrea y un viaje rápido no eran buenos amigos. Pero mis ganas de orinar eran dominadas por mi conocimiento del precio que debía pagar. Cerca de Einbach volvimos a la autopista y retomamos la velocidad de ciento ochenta kilómetros por hora. En Bad Hersfeld entramos en un camino secundario, y después de una serie interminable de vueltas por colinas, bosques y aldeas, llegamos a Wurzburgo, donde un camino mejor nos condujo a Nuremberg y el comienzo del último tramo de la autopista a Munich. Allí, en una gasolinera abierta toda la noche, a las cuatro y media de la madrugada, Bill Harvey volvió a hablar.

—Necesito una parada para orinar —dijo.

Aparcamos a la sombra, detrás de la gasolinera.

—Echa un vistazo a los lavabos, Sam —le ordenó al conductor. Cuando éste regresó con el visto bueno, Harvey se apeó del coche y me hizo una seña—. ¿Y tú? —le preguntó a C. G.

—Los viajes largos no me afectan —respondió ella.

Él gruñó. En el aire de la noche, su aliento olía a ginebra.

—Ven, muchacho —me dijo—, sólo tú y yo y las paredes del cagadero.

Levantó su maletín y me lo entregó.

Aunque presumiblemente Sam había inspeccionado las instalaciones, Harvey sacó una de las pistolas de la funda, giró el picaporte de la puerta del lavabo y la abrió suavemente, después observó desde ese ángulo, traspuso la puerta abierta lo bastante rápido como para que ni el gatillo más veloz hiciera impacto en él, echó un vistazo desde el ángulo opuesto y, satisfecho, entró, dio media vuelta, se puso de cuclillas para observar el suelo, abrió las puertas de los retretes, y finalmente sonrió.

—Sam es bueno para revisar, pero yo soy mejor. —Sin embargo, no terminó ahí la cosa. Cuidadosamente levantó la tapa de cada depósito de agua, miró dentro, sacó del bolsillo un alambre enrollado, metió unos centímetros en cada taza y por último respiró—. Tengo una pesadilla —dijo mientras lavaba el alambre — . Estoy atrapado en el lavabo de hombres cuando explota una bomba.

—Una verdadera pesadilla.

Eructó, se bajó la cremallera del pantalón, me volvió la espalda y descargó una meada digna de un caballo de tiro. Yo ocupé el retrete contiguo, esperé como un subordinado respetuoso a que mis tardías aguas produjeran su sonido, pequeño en comparación con el torrente de Harvey, e hice lo posible por no dar un respingo cuando un alambre caliente atravesó mi uretra como reacción por la corriente purulenta que pasaba. No creo que él no tomase debida nota del pobre sonido que acompañaba la orina que eyectaba.

—Muchacho —me dijo—, tu historia es débil.

—Es débil porque es verdad.

Casi grité por el dolor que me causaba orinar. Tenía el miembro horriblemente hinchado.

—Tienes un instrumento descomunal —dijo por sobre el hombro.

No expliqué por qué tenía el doble de su tamaño normal.

—Hay que hablar despacio y llevar un garrote grande —dijo.

—Theodore Roosevelt —respondí—. Creo que ésa era su política exterior.

—Ocurre que en el reparto me tocó una picha pequeña —dijo Harvey—. Pero, muchacho, hubo años en que sabía qué hacer con ella. Los tipos con la picha pequeña se esfuerzan más.

—He oído acerca de su fama, señor.

—Mi fama. Yo no era más que un lamecoños de la variedad más diabólica.

Antes de que tuviera tiempo de ruborizarme, él prosiguió.

—Quiero oír hablar de tu reputación. ¿Follaste alguna vez con Kittredge?

—Sí, señor —mentí mientras me moría de dolor por orinar.

Levantó la mano libre y me dio una palmada en la espalda.

—Me alegro —dijo—. Espero que le hayas dado lo que se merecía. Era una maravilla en la cama, ¿verdad?

—Fabulosa —musité.

Mi gonorrea me servía como acicate.

—Yo mismo podría haberlo hecho de no haber abandonado la idea. Lealtad a C. G., además de exceso de trabajo. Así son las operaciones hoy en día. De modo que me alegro de que lo hayas hecho tú. Odio a ese hijo de puta de Montague.

Yo estaba descubriendo el secreto de una ruta de escape. Uno la encuentra cuando se esfuerza en escapar.

—Yo también lo odio —dije.

Mentalmente, le pedía a Hugh que me perdonara. Pero no creí haberme excedido en mi deslealtad. Harlot, después de todo, me había alentado para que hallase mi propia ruta a través de lo esencial.

—¿Has hablado con Kittredge últimamente? —me preguntó Harvey.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Pocos días después de que usted perdiera su confianza en mí. Supongo que la llamé para lamentarme por mi suerte.

—Eso es perdonable. —Le dio una última sacudida a su pene, se lo guardó en los pantalones mientras yo concluía con mi tortura—. ¿Crees que habrá sido ella la que llamó a Gehlen?

—Es posible —dije—. El doctor Schneider ciertamente se comportó como si estuviera loco por ella.

Harvey gritó de repente. Es decir, eructó con fuerza. Debajo de la bombilla que colgaba del techo, su piel había empalidecido y estaba sudando. Supongo que el abuso al que sometía a su sistema se estaba manifestando a través de un espasmo. Sin embargo, siguió hablando, como si la incomodidad física fuese un elemento obligado, como el aire encerrado en un vagón de ferrocarril. Asintió.

—Si ella lo llamó, tiene sentido. Gehlen probablemente haría cualquier cosa por ella. Sí, puedo aceptar eso.

Me cogió del brazo y hundió cada uno de sus dedos regordetes, fuertes como pernos de hierro, en mi tríceps.

—¿Le eres leal a Gehlen? —preguntó.

—No me gusta ese individuo —respondí—. Lo que vi de él. Supongo que si llego a conocerlo bien, me gustará aún menos.

—¿Ya mí? ¿Me eres leal?

—Jefe, estoy listo para interceptar una bala por usted.

Era verdad. También estaba listo para morir por Harlot, y por Kittredge. Y por mi padre, probablemente. Estaba listo para morir. La idea de sacrificarme seguía siendo la mayor emoción que podía imaginar. No obstante, el fiscalizador internalizado en mi personalidad, ese joven deán de probidad instalado por los cánones de St. Matthew's, se horrorizaba ante la facilidad con la que podía sucumbir a la mentira y a vergonzosas expresiones de emotividad excesiva.

—Muchacho, te creo —dijo Harvey—, y voy a utilizarte. Necesito información sobre Gehlen.

—Sí, señor. Cualquier cosa que yo pueda hacer.

Se inclinó, y con pesada respiración abrió su maletín.

—Quítate la camisa —me dijo.

Antes de que yo tuviera tiempo de preguntar por qué, extrajo un pequeño magnetófono de plástico.

—Éste es nuestro mejor fisgón —me informó — . Deja que te lo sujete.

En dos minutos sus rápidos y hábiles dedos sujetaron con esparadrapo el magnetófono a mi espalda. Luego instaló un interruptor a través de un agujerito que abrió en mi bolsillo y pasó un cable por un ojal de mi camisa, al que estaba adherido un botoncito blanco que, en realidad, era un micrófono. Me entregó una cinta más.

—Tienes en total dos horas; cada cinta dura una hora. Graba todo lo que diga Gehlen mientras estemos allí.

—Sí, jefe.

—Ahora déjame solo. Tengo que vomitar. Nada personal. Si uno vomita una vez al día, se mantiene alejado del médico. Pero déjame solo para hacerlo. Dile a C. G. que iré en diez minutos, quince, quizás. Esto me lleva tiempo. Oh, Dios —se quejó mientras yo abría la puerta del lavabo y oía el ruido de las primeras arcadas.

De regreso en el coche, vi que Sam supervisaba el traspaso del combustible del depósito de reserva al principal. C. G. estaba sola en el asiento trasero.

—¿Cuánto ha dicho que tardaría? —preguntó Sam.

—Diez minutos.

—Serán veinte. —Sam consultó su reloj—. Cada vez que vamos a Pullach quiere batir el récord, pero esta noche no lo haremos. Es una pena. No hay hielo, ni niebla. Ni demoras por obras. Ni desvíos. Preguntará por qué no lo hemos hecho más rápido que la última vez. No puedo decir que es debido a que pierde el tiempo en el maldito cagadero.

Se trataba del discurso más largo que le oía pronunciar a Sam.

—Bien —dije — . Es una noche a tope.

—Sí —dijo Sam—. A otro perro con ese hueso.

Se dirigió a la puerta del lavabo de hombres y se dispuso a montar guardia.

Me senté junto a C. G. en el asiento trasero y se me ocurrió que si la suerte es una corriente en los asuntos humanos, uno debe aprovechar cuando la marea es favorable. Me llevé la mano al bolsillo para activar el interruptor del fisgón.

—¿Bill se encuentra bien? —preguntó.

—Vendrá en unos minutos —respondí.

—Si la gente supiera cuánto trabaja, comprendería sus excentricidades —dijo. Tenía ganas de prevenirla para que no dijese nada, pues estaba ansioso por manipular cada una de sus palabras. La luz interior del último martini brillaba en mi horizonte moral.

—Supongo que nunca ha sido lo bastante comprendido —dije.

—Bill tiene mucho talento. Sólo que el Todopoderoso no lo ha dotado con el don de no hacerse de enemigos inútilmente.

—Imagino que debe de tener cantidad de ellos —dije.

—Puedes estar seguro.

—Es verdad —dije—. No —agregué—, no preguntaré nada.

—Puedes hacerlo. Confío en ti.

—Entonces, preguntaré —dije.

—Y si puedo responderé.

—¿Es verdad que a J. Edgar Hoover no le gustaba su marido?

—Yo diría que el señor Hoover no lo trató equitativamente.

—Porque Bill Harvey trabajó duro para el FBI. —Como ella no dijo nada, yo agregué—: Sé que lo hizo.

Su silencio tenía como fin controlar su indignación.

—Si no hubiera sido porque Bill hizo de nodriza de Elizabeth Bentley todos esos años —dijo C. G.—, jamás nadie se habría enterado de Alger Hiss o de Whittaker Chambers, de Harry Dexter White o de los Rosenberg. De todos ellos. Bill hizo mucho por desenmascarar a esa pandilla. Sin embargo, eso no contribuyó a que el señor Hoover simpatizara con él. A J. Edgar Hoover le gusta que sus mejores hombres sepan quién es el jefe. Su secretaria, la señorita Gandy, que por cierto no se diferencia de la voz del amo, es perfectamente capaz de enviar una carta de reprobación a un funcionario importante si a éste se le ocurre entrar en la oficina del director con una mota de polvo en los zapatos. Aun cuando se haya pasado diez días en el campo, te lo aseguro.

—¿Le pasó eso alguna vez al señor Harvey?

—No, pero sí a dos de sus amigos. Con Bill fue peor. Inhumano, diría yo. La Compañía no trata a la gente como lo hace el FBI.

—¿J. Edgar Hoover despidió al señor Harvey?

—No, no era posible despedir a Bill. Se lo respetaba demasiado como para poder hacer algo así. El señor Hoover quiso relegarlo, y Bill era muy orgulloso, de modo que renunció.

—No creo haber oído la historia.

—Bien, debes comprender que entonces Bill estaba deprimido.

—¿Cuándo fue esto?

—En el verano de 1947. Verás, Bill había trabajado muchísimo para penetrar en la red Bentley, aunque sin que se produjera un triunfo dramático, por así decirlo. Todo sucedería después, y Joe McCarthy se llevó el crédito, pero, entretanto, Bill trabajaba día y noche. Cosa que atribuyo a su profunda infelicidad con Libby, su mujer entonces. Se casaron demasiado jóvenes. Como debes de saber, Bill era hijo del mejor abogado de Danville, Indiana, y Libby era la hija del abogado más importante de Flemingsburg, Kentucky. Sólo sé lo que me cuenta Bill, pero, según él, ese matrimonio contribuyó de manera decisiva a su tormento.

—Sí —dije yo.

Empezaba a apreciar el comentario de Montague de que las personas reservadas, una vez que empiezan, no paran de hablar.

—Los problemas de Bill con el señor Hoover se remontan a una noche de julio de 1947. Bill fue con unos amigos del FBI a una fiesta sólo para hombres que se daba en Virginia, y tuvo que volver conduciendo el coche a medianoche, en medio de una tormenta terrible. Disminuyó la velocidad por un enorme charco de agua en el parque Rock Creek, y un vehículo que venía en dirección contraria pasó a toda velocidad. El coche de Bill recibió una verdadera catarata, y el motor se paró. Logró llegar al arcén, pero había agua por todas partes, y el pobre hombre estaba exhausto. De modo que se quedó dormido, apoyado sobre el volante. Era la primera vez que dormía en varias semanas. No se despertó hasta las diez de la mañana. Ningún coche patrulla lo molestó. ¿Por qué iban a hacerlo? Estaba correctamente estacionado. Cuando el coche estuvo en condiciones de ponerse en marcha, volvió a su casa. Pero era demasiado tarde. Libby ya había hablado al cuartel general del FBI para avisarles que el agente especial William K. Harvey había desaparecido. Estaba histérica, o asustada, o tal vez fuese una mujer malvada (yo no quiero juzgarla), pero el hecho es que insinuó que podía tratarse de un suicidio. «Bill ha estado tan deprimido», informó. Por supuesto, eso fue a parar a su ficha. Cuando Bill telefoneó poco después para avisar que estaba en su casa, sano y salvo, el FBI le dijo no, estás en problemas. Verás, el FBI espera que sus agentes siempre estén donde se pueda dar con ellos. Si te encuentras en algún lugar donde eso no es posible, debes hablar cada dos horas. Bill había perdido contacto durante nueve horas y media, y durante ese período el FBI suponía que podía ser llamado a su casa. Eso fue un punto en su contra. Luego existía la posibilidad de una situación embarazosa. ¿Y si un coche patrulla se hubiese detenido e interrogado a Bill? ¿Y si se lo hubieran llevado a la comisaría? El señor Hoover envió el peor de los informes: se aconseja un serio examen de la disponibilidad del agente especial Harvey a la luz de la denuncia de su mujer de que ha estado deprimido y malhumorado durante un período considerable de tiempo.

»Bill se atrevió a llevar la lucha más arriba. Éstas son las palabras exactas que escribió ante la investigación del FBI: "Mi preocupación es la preocupación lógica de un hombre que ha tratado íntimamente con el problema del comunismo desde 1945, como lo he hecho yo". El oficial de la oficina del señor Hoover que conducía la investigación tuvo que enviarle un memorándum al señor Hoover diciéndole que Bill siempre había sido calificado como Excelente, razón por la cual no debía tomarse ninguna medida administrativa. El señor Hoover le ordenó al oficial que escribiera otro informe. Éste decía: "El agente especial William K. Harvey debe ser transferido a Indianápolis para tareas generales".

—Cruel —dije yo.

—Eso a Bill le destrozó el corazón. Si la Agencia no lo hubiera invitado a ingresar en ella, creo que se habría desalentado completamente.

En ese momento el señor Harvey regresó con Sam. Ambos subieron al coche, y reiniciamos el viaje. Apagué el magnetófono.

El fantasma de Harlot
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