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27 de marzo de 1962

Querido Patán:

Por lo que dices, me imagino que JM/OLA debe de ser un verdadero circo. ¿Qué te ocurre? Tu carácter, tan astuto a la hora de distinguir los matices, tan firme en su integridad, parece estar desapareciendo. Siento que quieres presentarte como un soldado valiente y decidido, pero dada la manera en que te refieres a Dix Butler, tu entusiasmo parece más propio de un colegial.

Permíteme recordarte nuestro propósito. A pesar de todos nuestros excesos y abominaciones, somos una sociedad superior a la soviética debido a que nuestra conducta está condicionada por una restricción fundamental: la mayoría de los estadounidenses creemos en el juicio de Dios (aunque nunca hablemos de ello). No me cansaré nunca de insistir en lo importante que es, para nuestro bienestar, experimentar ese temor interior, esa modestia de espíritu. Sin ello, lo único infinito que tienen los seres humanos es la vanidad, es decir, su desprecio por la naturaleza y la sociedad, y así es como acaban por convencerse a sí mismos de que conocen un modo mejor de manejar el mundo que Dios. Todos los horrores del comunismo provienen de la vanidad de creer que Dios es una herramienta empleada por los capitalistas. La paranoia de Stalin era el extremo desquiciado de esa certeza. Y otro tanto ocurría con la vanidad de Lenin. Yo me juzgo con la misma vara con que juzgo a los comunistas. Sin mi creencia en Dios y en la razón, sería un monstruo de vanidad, y Hugh sería diabólico. La vanidad es la abominable presunción de que podríamos gobernar el mundo si no fuéramos tan débiles.

Tus coyotes son psicópatas de pacotilla. Puedes admirarlos, pero se regodean en la pocilga de los crímenes pequeños, igual que cerdos desorientados revolcándose en el fango. Debes recordarlo. Si vamos a devolver el mal con el mal (convencidos de que es necesario, dadas las circunstancias), debemos huir de la maldad esporádica como de una plaga. Temo por esta nación a la que tanto amo. Temo por todos nosotros. Trata de comprender lo que quiero decirte. No te enfades.

Te quiero,

KITTREDGE

No me enfadé, simplemente me puse de mala leche. Se me ocurrió pensar que Kittredge no sabía nada acerca de los hombres. Abandoné la intención de explicarle que la condición natural en la vida de los hombres es el temor a las pruebas físicas, más que a las mentales. Debemos utilizar un alto grado de habilidad para mantenernos lejos del centro de nuestra cobardía. Adoptamos una profesión y, con el tiempo, nos casamos y formamos una familia, algunos entramos a formar parte de una burocracia, y desarrollamos planes para nuestra diversión, protegiéndonos de manera rutinaria. De modo que no podía evitarlo: admiraba a los hombres capaces de convivir con el miedo como si fuera un cable pelado, aunque fuesen hombres borrachos, salvajes e incompetentes, propensos a los accidentes. Comprendía la elección que habían hecho. Una elección que yo no podría hacer, de ninguna manera, pero los respetaba, y en cuanto a Dix, sentía por él una admiración de colegial. De modo que al diablo con Kittredge. No le contesté.

Eso me dio tiempo para recordar. El día que la conocí, ella regresaba de escalar por primera vez, y se la veía feliz. Esa mañana, sin duda debió de dominar su miedo. Pensé que tal vez sería conveniente recordarle este episodio, pero entonces llegó una carta a mi apartado de Correos de Miami. Esperaba recibir algo mejor de ella.

23 de abril de 1962

Querido Harry:

Te enfadaste, ¿verdad? Probablemente no te faltó motivo. En mí hay demasiada crueldad al acecho. ¿Recuerdas aquella tarde de un domingo de Pascua, hace años, cuando mi padre leyó un pasaje de Tito Andrónico? Nunca quiso reconocerlo, pero por imperfecta que sea esa obra, siempre fue una de sus favoritas. En una ocasión, me dijo: «Shakespeare entiende la venganza a la perfección. La conoce. No debe ser sólo malvada y tenebrosa, sino precisa. ¿Hay algo más preciso que cortar una mano por la muñeca?».

El Alfa de papá jamás se vio implicado en nada más sangriento que alguna disputa académica, pero su Omega era malvado, tenebroso y preciso. Creo que me lo transmitió. No sé por qué disfruto tanto atacando tu hombría. Sospecho que, de algún modo, está relacionado con Hugh. Me molesta la manera en que se ha apropiado del hecho de ser hombre hasta el punto de convertirlo en un código personal que lo autoriza a no mirar nunca hacia atrás. Yo, que siempre miro en todas las direcciones, me siento agraviada por su actitud, y me desquito contigo.

Aun así, tienes mucho que aprender acerca de las dimensiones de la hombría. Es la habilidad de vivir con responsabilidad y peligro lo que hace a un hombre. Por eso admiro a los hermanos Kennedy, a Bobby tanto como a Jack. Me he dado cuenta de que son mucho más responsables de lo que deberían ser.

Pero no quiero exagerar sus virtudes. En cierto sentido, son tan tontos como todos los hombres, y si tienes dudas al respecto, espera recibir una invitación a Hickory Hill un sábado por la tarde para comprobar hasta dónde puede llevar el entusiasmo cuando está fuera de lugar. Hugh y yo pudimos verlo personalmente. Esos mismos Boinas Verdes que tanto cautivaron tu pluma estaban entre los invitados, y una veintena de nosotros presenciamos cómo una docena de esos machos necios y fornidos saltaban desde una altura de tres metros sobre la cancha de croquet, mientras otros Tarzanes se hamacaban de árbol en árbol. A Bobby le encantó; según parece, padece como tú de la misma clase de afectos mal dirigidos. Por otra parte, Hugh le cae muy simpático. ¿Por qué? Porque jugaron un partido de fútbol y Hugh lo hizo muy bien. Por supuesto, ignoran que en otro tiempo Hugh fue entrenador y posee aún mucha voluntad, además de unos reflejos excelentes. Me sentí orgullosa de mi calvo marido y de su equipo, que afortunadamente era el mismo de Bobby. Así que durante la comida fuimos el centro de atención. Después llegó el punto culminante del día. Asistimos a una conferencia.

Como a los Kennedy les encanta batir récords, ahora Bobby ha decidido que los miembros del gabinete, los asesores presidenciales y demás personajes de la Casa Blanca deben asistir periódicamente a un acontecimiento intelectual. Por lo tanto, una vez al mes se invita a algún economista o científico distinguido para que dé una charla. Por supuesto, en eso los Kennedy son especiales, aunque a veces me parece que basan su elección en lo que diga la revista Time.

Hace poco, salió en Time un filósofo positivista lógico, llamado J. J. Ayer, y allí lo tuvimos esa noche, con su soberbio acento de Oxford. Dio una conferencia ante el clan Kennedy y sus cohortes sobre la necesidad de la verificación.

Freddie Ayer es una persona muy agradable, o lo sería, si estuviese bajo el dominio de su Alfa; es cortés, ingenioso, honesto. Pero luego surge ese feo Omega, árido y estéril que todos los filósofos ingleses mantienen oculto. En el fondo, los ingleses aborrecen la filosofía. Lo suyo es la lógica. Cuanto más su mente se asemeja a su jardín, más felices se sienten. La cultura parece consistir en un montón de citas encantadoras. Si uno escucha hablar a Freddie Ayer durante una hora sobre los límites de la filosofía, se entera de que la metafísica no vale de nada ya que la mayor parte de sus proposiciones son inverificables. Se termina por descubrir que los positivistas lógicos están tratando de talar los frondosos bosques del mundo especulativo. Quizá su intención sea prepararnos para un universo dominado por la informática. Freddie Ayer puede gustarme por sus cualidades personales, sus buenos modales, su pipa, pero detesto el positivismo lógico. Visceralmente. Haría que mi trabajo especulativo terminase en la papelera.

Bien, Ayer tenía un buen público. Estaban Rusk, Galbraith, Maxwell Taylor y McNamara. Lo mejor. Y, por supuesto, todos coincidían con él. Dado lo hábil que es el positivismo lógico para descartar mediante engaños las cuestiones más intangibles de la ética, es de esperar que los burócratas se sientan atraídos por él. Así que Ayer estaba ejerciendo su hechizo (aunque los positivistas lógicos dirían que no vale la pena hablar del hechizo) cuando se oyó una voz.

—¿Doctor Ayer? ¿Profesor Ayer?

—¿Sí?

Era Ethel Kennedy, una de mis favoritas. Es un despliegue de energía: montones de hijos y muy activa y decidida, como esos católicos acérrimos que conocen todas las respuestas y no piensan demasiado en las preguntas.

—Doctor Ayer —dijo, incapaz de contenerse ni un momento más—. ¿Qué hay de Dios?

—¿Qué quiere decir? —preguntó él a su vez.

—Bien —dijo ella—, en todo lo que ha dicho, no lo ha mencionado ni una sola vez.

Ayer estuvo muy cortés. Era verdad, convino. En efecto, Dios estaba fuera de la esfera de acción del positivismo lógico. Después de todo, era una filosofía que sólo se ocupaba de aquellos problemas racionales cuyas proposiciones pueden ser verificadas.

—Sí —dijo Ethel—, pero ¿qué lugar ocupa Dios en todo esto? ¿Qué piensa usted de Dios? —Creo que estaba algo bebida. Después de un día muy largo como anfitriona, ahora se adivinaba cierto tono de terquedad en su voz — . No he oído que lo mencionase.

—Déjalo ya, Ethel —se oyó la voz de Bobby desde el fondo del salón.

El profesor Ayer prosiguió hasta llegar a su previsible conclusión.

Esta anécdota dice mucho acerca de Bobby. Estoy segura de que estaba de acuerdo con Ethel, pero la lógica de los Kennedy es que todos los del equipo deben estar detrás de un proyecto. Y esa noche, el proyecto era escuchar a A. J. Ayer.

Éste es un pequeño ejemplo de la importancia que otorgan los Kennedy a la lealtad. Jack es muy afortunado de contar con un hermano que se dedica todo el tiempo a apoyar sus objetivos. En esa familia la traición no existe. En mi opinión, ésa es la razón de su éxito. Y no puedo por menos que compararla con mi familia, siempre intrigando, siempre al acecho, aunque creo que mis padres nunca estuvieron de acuerdo en nada. Evidentemente, Alfa concordaba con Alfa, y jamás se levantaba la voz, pero dudo que hubiera un momento en que el Omega de uno no estuviera tramando algo contra el del otro. En el sacramento del matrimonio, eso es traición. Alguna vez te contaré cómo hacían el amor. No, te lo contaré ahora. Una noche, estando en Cambridge, los sorprendí. Yo tenía diez años. La puerta de su dormitorio estaba entreabierta, y yo, que a menudo estaba al borde del sonambulismo, iba caminando por el pasillo, de modo que espié. La forma en que hacían el amor resultó ser otra forma de traición. No pensaba decírtelo, pero lo haré. Maisie estaba dormida, o fingía estarlo, y mi padre se afanaba sobre el cadáver. Hasta mi segundo año en la universidad no me enteré de que había otras formas de hacerlo.

Crecí como una hija dulce, atenta y querida, pero por dentro ardía al contemplar las extensiones del desierto helado con que me habían rodeado. La traición es una panacea para los narcisistas y psicópatas, y tal vez por eso me intriga. Tuve una niñez shakesperiana.

Los Kennedy, en especial Bobby, son inmunes a ella. Bobby es absolutamente fiel a Jack. No dudo de que estaría dispuesto a morir por él. Pero son distintos. Jack está cerca de sí mismo. Creo que su Alfa y su Omega, a pesar de ciertas cuestiones como el deber y el placer, se sienten cómodos el uno con el otro, como compañeros de habitación que saben lo que deben esperar el uno del otro. El Alfa y el Omega de Bobby comparten la misma habitación, pero ninguno de los dos siente el menor interés por lo que hace el otro. Simplemente eligen socios separados, así como un amante elige un compañero de manera distinta como lo haría un tirano. Basta verlo caminar por Hickory Hill con cualquiera de sus hijos para darse cuenta del amor que siente por ellos. Los lleva de la mano con un deleite que de manera instintiva comparte sus sentimientos, y eso es algo que pocos hombres tienen. Cuando se compadece por un extraño, lo hace con la misma ternura que ofrece a sus hijos. En ese sentido es un verdadero amante, aunque su amor no se manifiesta como deseo, sino como interés y preocupación. Por el contrario, bajo la aparente serenidad de Jack hay tanto deseo adquisitivo como el que puede sentir un reportero muerto de curiosidad por conseguir una nota. Las mujeres son fuente de conocimiento para Jack, una ruta para entrar en contacto directo con lo Desconocido.

Bobby es un Kennedy, de manera que también es adquisitivo. Pero lo que él busca son resultados, no personas. Adopta nuevos programas como si se tratase de conquistas personales. Eso hace que algunos lo consideren un caudillo arrogante. Creo que está convencido de que si no ayuda a Jack ocupándose de todos los trabajos importantes, todo se derrumbará. Por eso, según dicen, siempre está de prisa. Cuando trata de descubrir por qué algo salió mal, adopta un estilo de interrogatorio riguroso que no termina nunca. Probablemente yo sepa mejor que tú la clase de presión a la que somete a Lansdale y Harvey con respecto a Mangosta. Por la poca información que Hugh decide transmitir, te diré que soportar un interrogatorio de Bobby Kennedy cuando se siente con ánimo intimidatorio (¡sí, igual que Ethel!) es una tortura. Implacable.

Parte del problema reside en que si bien Bobby requiere mucho de todos, no siempre sabe qué decir a los demás. Después de todo, muchas de las cosas que quiere saber no se consiguen mediante interrogatorios. En febrero, hizo un viaje alrededor del mundo en representación de Jack, se detuvo en Saigón, y anunció que las tropas estadounidenses permanecerán en Vietnam hasta vencer al Vietcong. Eso lo compromete personalmente con Vietnam, los Boinas Verdes y todas sus secuelas. Pero se ha pasado gran parte de abril luchando contra la U. S. Steel y Bethlehem a causa del alza de los precios, y los problemas de los derechos civiles son su preocupación permanente. Luego está el crimen organizado. Sigue intentando pillar a Jimmy Hoffa. También libra una batalla constante contra Lyndon Johnson, a quien desprecia tanto o más que a J. Edgar Hoover. Al parecer, cada vez que va de visita al Departamento de Justicia, Hoover lo hace esperar. Para desquitarse, Bobby ha impartido órdenes estrictas de que paseen a Binky, su terrier Airedale, por el pasillo de las oficinas del Buda. Sí, orines y contraorines. Bobby se ocupa tanto de las pequeñas como de las grandes batallas. Entretanto, Fidel Castro es primordial para Bobby, pero no le concede el tiempo y la atención necesarios. Los jueves que Bobby asiste a las reuniones del grupo especial Aumentado, trata de disimular lo poco enterado que está del asunto. Instintivamente —y para eso Bobby es excelente—, enciende el fuego bajo toda empresa que no esté progresando, luego se ocupa de la burocracia responsable y les hace saber que su impaciencia pronto generará un calor que puede llegar a resultarles muy incómodo. Es capaz de pasarse toda una mañana saturando las líneas telefónicas de una subsecretaría del Departamento de Estado, de Defensa o de Justicia, con llamadas a funcionarios de todos los niveles y jerarquías. Activa el hormiguero de arriba abajo. Para eso, nadie mejor que él. Aborrece la indolencia y la rutina, pero carece de paciencia. No entiende que la existencia de un problema lleva aparejado el hecho de que necesariamente habrá una solución.

Ésa es la causa por la que no puede entender a Castro, y no dedica a Mangosta la atención que necesita. Sin embargo, pide resultados a gritos. Creo que entiendo por qué Jack y Bobby reaccionan de manera tan intensa ante este asunto. Durante la segunda visita que hicimos a Hickory Hill, tuve una conversación con Bobby, y él me interrumpió cuando empecé a hablar de Castro. «Hay que parar a ese hombre —me dijo — . ¿Y si termina recibiendo misiles rusos de gran alcance? ¿Ha pensado en eso? La suerte de este país podría depender del pulgar de un tipo irresponsable.»

Quizás en ello esté la clave. No entienden a Castro. No saben lo serio que es, ni cuan flexible. Lo temen del mismo modo que un chico rico se siente incómodo ante un chico pobre; igual que tú y tus coyotes. Lo que ocurre es que, aunque no estén dispuestos a reconocerlo, admiran a Castro. La admiración es un fermento intolerable cuando está alojada debajo de la piel. Por eso tienen que odiarlo. Los Kennedy no van a formar un club de admiradores de un hombre que llegó al poder luchando en una selva en la que ellos podrían haber muerto.

Sin embargo, jamás olvides cuan compasivo puede llegar a ser Bob. Eso lo redime. No creo que haya dormido bien una sola noche desde lo de la bahía de los Cochinos. Le preocupan esos mil hombres de la Brigada encerrados en las prisiones cubanas. En ese sentido, los dos hermanos Kennedy han demostrado con creces su sentido de la responsabilidad, en particular con el desastre de la bahía de Cochinos, aun cuando no fue su decisión. Ignoro si la culpa debe recaer sobre la Jefatura Conjunta o sobre la CIA, pero ¿cómo decidir quién es el culpable cuando hay tantos que pueden serlo? La Jefatura Conjunta nunca llegó a estudiar la realidad del problema. ¿Mera autocomplacencia? Sé que estaban convencidos de que la aviación de Castro jamás podría sobrevivir a un ataque masivo de los B-26 de los exiliados. Tampoco dudaron de que la Brigada atravesaría cien kilómetros de pantanos para llegar a las montañas Escambray. Por su parte, el Cuartel del Ojo hizo todo lo posible por contribuir a que la Jefatura Conjunta hiciera una evaluación favorable de las posibilidades. Luego, se valió de ese optimismo formal para convencer a Jack Kennedy. Por supuesto, la Jefatura nunca se ocupó del asunto con responsabilidad, y vosotros no hacíais más que mentir mientras le prometíais a la Brigada que contaría con apoyo militar, aéreo y naval. De modo que Jack Kennedy se vio envuelto en un grave problema a los tres meses de estar en la oficina.

Y se comportó de una manera decente. Aceptó la culpa. Hasta Hugh, que es totalmente republicano (cuando se decide a votar), empezó a respetar a Jack a partir de ese momento. Y desde lo de la bahía de Cochinos, Jack no ha dejado de comportarse de una manera responsable. En mayo pasado, cuando Castro ofreció intercambiar los prisioneros de la Brigada por quinientos tractores, Jack indujo a Milton Eisenhower a que formase una comisión de ciudadanos prestigiosos que recolectaran el dinero necesario. Gente intachable, como Eleanor Roosevelt y Walter Reuther. Pero Goldwater y sus cohortes del Senado aplastaron el proyecto. ¿Le prestaste atención a eso? Fue terrible. Goldwater dijo que si le enviábamos tractores a Castro, nuestro prestigio se derrumbaría por completo. Yo no podía creer que alguien pudiese utilizar una situación así para capitalizarla políticamente. Sólo Dios sabe cuánto estarán padeciendo esos hombres en la prisión. Homer Capehart dijo: «Si aceptamos, seremos el hazmerreír de todo el mundo». ¡Ese asno presuntuoso!

Y Styles Bridges: «¿Cuánto más debemos tolerar que ese dictador comunista nos humille?». Por primera vez, me di cuenta de que a pesar de las cosas dudosas que de tanto en tanto nos vemos obligados a hacer para la Agencia, somos personas honorables en comparación con ese hatajo de oportunistas. ¡Y Nixon! Como si el honor no se le derritiera en la boca, dijo: «No se negocia con vidas humanas».

Ante ese tipo de maltrato político, el pobre Milton Eisenhower renunció, y todo fracasó.

Sin embargo, Jack no se ha dado por vencido. Cuando el Comité de Tractores para la Libertad se disolvió en junio pasado, unos exiliados establecieron una comisión de Familias Cubanas para la Liberación de los Prisioneros de Guerra, y los Kennedy les concedieron la exención de impuestos. La comisión no avanzó mucho durante el verano, pero últimamente Castro se ha puesto en contacto con sus miembros y quieren negociar un trato. Como prueba de buena voluntad envió a Miami (estoy segura de que lo sabes) esos sesenta prisioneros mutilados que llegaron la semana pasada. Ante el requerimiento de Bobby (me gustó que pensara que yo sería de valor en esta empresa) volé a Miami como su observadora personal. Me alegró, y a la vez me decepcionó, no encontrarte allí. (Mi Alfa y mi Omega están tan separados como dos brazos extendidos; ¿cómo sería amar a alguien con las dos mitades del ser?) De todos modos, mi querido Harry, pronto me olvidé de ti. Había una multitud de quince o veinte mil cubanos que atestaban el aeropuerto. Los cubanos tienen una predilección especial por las multitudes, yo no. Sin embargo, en mi calidad de testigo privilegiado, con credenciales expedidas en el último momento por el Departamento de Justicia, pude ver desde cerca cómo esos sesenta mutilados, en cierta manera la carnada de Castro, con heridas de hace un año, bajaban del avión para reunirse con parientes y amigos en medio de una muchedumbre que agitaba sus pañuelos. Por supuesto, los parientes más cercanos estaban al lado, reunidos como un coro plañidero. Harry, de ese avión descendieron sesenta lisiados; a algunos les faltaba una pierna, a otros un brazo, otros estaban ciegos. La gente intentó cantar el himno cubano, pero se echaron a llorar. Los hombres bajaban despacio, dolorosamente. Unos cuantos se arrodillaron para besar el suelo.

Apenas estuve de regreso en Washington, Bobby me recibió en su despacho. Quería oír hasta el último detalle que pudiera proporcionarle. Hace dos noches, nos invitó a Hugh y a mí para que conociéramos a uno de los que regresaron, un hombre llamado Enrique Ruiz-Williams (de sobrenombre Harry), un tipo corpulento, honesto, maravilloso, de apariencia sencilla hasta que adviertes que no es ingenuo, sino un hombre austeramente honesto. Tiene una de esas voces profundas que salen del pecho sin impedimento, como si hubiera mucha fuerza y claridad en el alma y la voz fuese su hálito natural. En seguida te das cuenta de que el hombre es lo que aparenta ser. (Lo cual sólo puede suceder cuando Alfa y Omega están en armonía.)

Harry Ruiz-Williams había conversado un par de veces con Castro y lo que oí me intrigó. Durante la lucha en la bahía de los Cochinos, Ruiz-Williams fue lanzado por el aire por un proyectil de artillería y cuando cayó tenía medio centenar de fragmentos de metralla en el cuerpo y los pies destrozados. Bobby me dijo después que tenía un agujero en el cuello, otra herida en el pecho, costillas rotas y un brazo paralizado.

Cuando San Román y el resto de la Brigada retrocedieron hasta el pantano, tuvieron que dejarlo con otros heridos en una casita junto al mar. Más tarde, ese mismo día, llegó Castro con sus tropas a inspeccionar los heridos. Williams buscó su pistola bajo la almohada y trató de disparar. Quizá sólo hizo el intento. Tenía fiebre, y no lo recuerda muy bien. Sin embargo, oyó que Castro decía: «¿Qué tratas de hacer, matarme?». «Para eso vine —respondió Ruiz-Williams—. Lo intentamos durante tres días.»

Al parecer, Castro no se enfadó.

—¿Por qué no? —le pregunté a Williams.

—Creo —me respondió— que a Fidel Castro mi respuesta le pareció lógica.

Antes de que Williams abandonase La Habana con sus compañeros heridos, Castro volvió a hablar con él. «Cuando llegues a Miami — le dijo—, no hables mal de los Estados Unidos, porque se pondrán furiosos contigo. Y no hables mal de mí, porque entonces seré yo quien se ponga furioso. Quédate en el medio.» Evidentemente, a Castro no le falta ironía.

A su vez, Harry Williams quedó muy impresionado por Bobby Kennedy. «Cuando lo conocí —me dijo—, esperaba encontrar a un tipo muy impresionante, el número dos del país. Pero lo que hallé fue un hombre joven, sin chaqueta, con la camisa arremangada, el cuello abierto, sin corbata. Me miró de frente. Le dije todo lo que pensaba, que los Estados Unidos son responsables, pero la Brigada no quiere hacerle el juego a los comunistas.»

Desde esa primera reunión, Bobby usa una buena parte de su valioso tiempo para aconsejar a Williams. Algo típico en él. Los políticos hacen despliegue de emoción de la misma manera que la gente rica invierte su dinero: fríamente, y para sacar provecho. El honor de Jack es que no manifiesta su emoción a menos que sienta en su interior una sensación de calor, leve pero legítima; el honor de Bobby es prodigar emoción, como un pobre que compra regalos para sus hijos. La Brigada se ha convertido en uno de los huérfanos de Bobby. No se dará por vencido. Antes de que esto termine, hará que todos salgan en libertad.

Con fervoroso cariño,

KITTREDGE

El fantasma de Harlot
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