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La Custodia
20 de agosto de 1963
Querido Harry:
Estoy terriblemente preocupada por Hugh. ¿Has considerado alguna vez la posibilidad de que esté loco? ¿O de que yo lo esté? Pobre Christopher. Si a veces me rebelo contra este mandato que nos ha impuesto de no vernos y ni siquiera hablarnos por teléfono, es porque desearía que vieras a Christopher. Sus ojos son de un azul brillante, como si el azul fuera el color del fuego. En otro sentido, mi Christopher es un niño dulce y tranquilo de seis años, que teme mucho a su prodigiosamente austero padre (que todavía se acerca a él como si fuese una criatura pequeña y corrupta envuelta en un gran pañal mojado), pero, según me temo, mi hijo es también receloso de su madre. Creo que espera que en cualquier momento lance un alarido. Puede que hasta que no lo haga, no confíe en mí.
Querido Harry, permíteme que vuelva a empezar. Hugh ha entrado en un túnel de lógica absoluta y sencillamente se niega a mirar el mundo como éste podría ser. Sé que os ha comunicado a ti y a Cal su teoría del Fraude de la Gran Desinformación Sino-soviética, pues me escribió contándome que os invitó a comer la noche siguiente a mi partida. Durante todo el verano no ha hecho más que pronunciar esta prodigiosa perorata, seguida de su teoría sobre lo que los rusos y los chinos harán luego. Me parece obsceno postular que cien hombres están manipulando un mundo de varios millones de personas. «Haces caso omiso de la variedad de posibilidades que Dios nos ha permitido tener», le dije, pero es imposible convencerlo con argumentos razonables. A lo largo de toda su vida Hugh ha estado esperando la visita del espectro de Dzerzhinsky. Obviamente, piensa que él es el único mortal dentro de la CIA capaz de apreciar al KGB en una escala trascendente.
No hago más que decirle que Rusia y China no pueden fingir un cisma profundo. Los humanos somos demasiado perversos para llevar a cabo un plan tan bien orquestado y, de un modo inmediato, altamente desventajoso para nosotros. Pero no quiero aturdirte con los modelos ideológicos y dialécticos elaborados por Hugh. Por ahora, baste con decirte que ha intentado convertir a la nueva religión a una cantidad de personas que ocupan puestos claves en la Agencia, y debo creer que soy una de ellas, pues hemos tenido unas peleas feroces con respecto a su tesis. Por ejemplo, Hugh es tan poco atinado que usó la media hora mensual en que puede comunicarse privadamente con Jack Kennedy para hacer un fútil intento por informarle acerca de la verdadera naturaleza de la política sino-soviética. Jack es la última persona a la que podría convencer. Tiene un sentido muy agudo y sardónico de la debilidad humana y de las pequeñas trampas que acechan detrás de las cosas más sencillas. Yo los observaba a ambos desde el otro extremo de la sala del piso superior, y debo decirte que Jack fue apartándose poco a poco, hasta que al terminar la conversación se había alejado unos treinta centímetros.
¿Despertó Hugh al día siguiente arrepentido por todo lo que había perdido? ¡No! Estaba furioso con Jack Kennedy. «Ese hombre es horrorosamente superficial», dijo.
Dos días después, Hugh decidió que debía romper relaciones con Jack y Bobby. Lo amenacé con dejarlo si lo hacía. «Tú también eres superficial», me dijo.
Fue el colmo. Jamás nos habíamos hablado de esa manera. Le llevó cuarenta y ocho horas, pero finalmente se disculpó conmigo; por mi parte, reconocí que no podría dejarlo. Por supuesto, la cuestión no había sido resuelta. Exploramos la brecha. Fue una de las pocas veces durante nuestro matrimonio en que hablamos de facetas de nosotros mismos cuya revelación no nos resultaba nada agradable. Hugh confesó que en presencia de los Kennedy se siente un farsante.
—Siempre finjo divertirme más de lo que lo hago. Durante un tiempo, pensé que era mi obligación. Podía llegar a establecer un grado de intimidad que me permitiría ejercer cierta influencia. Pero estos Kennedy nunca saben de qué estoy hablando. Provienen de una tradición intelectual que es amplia, humanista, y de veinte centímetros de profundidad. En el fondo, no hay una base sobre la cual podamos ponernos de acuerdo. Si sirven a un poder superior, no es el Dios del que yo me siento cerca.
—Son hombres buenos —dije—. Con defectos, y no suficientemente profundos para ti. Pero, ¿no reconoces lo difícil que es encontrar hombres inteligentes y razonables? No es algo automático, Hugh.
—Considero —dijo— que no sufrir por una carencia de profundidad es un vicio del espíritu. A menos que uno sea obtuso de nacimiento, la superficialidad es una elección de los que son indulgentes consigo mismos. Es extremadamente doloroso vivir con preguntas y no con respuestas, pero ése es el único camino intelectual honorable. Por eso no soporto a ese Bobby Kennedy, siempre tan animado y vivaz, que apenas consigue unos cuantos datos comienza a construir su vivienda de castor. Necesita asomarse al abismo.
Pensé en decirle: «Como has hecho tú». No pude. Era verdad. Hugh no sólo se pregunta si su madre es una asesina, sino si él es responsable por esos cientos (¿o miles?) de comunistas que Stalin condenó a la fosa después de que él y Allen Dulles le jugaran esa mala pasada a Noel Field. Sí, Hugh duerme al borde del abismo. Pero me temo que está loco.
—Sé que mis tesis son verdaderas —me dijo—, porque las verifiqué la semana pasada.
—¿Cómo lo hiciste? —pregunté.
—En mi viaje a las Shawangunks. No me sentía tranquilo, ya que hacía mucho que no escalaba rocas. Una noche, antes de emprender el viaje, no pude dormir. Visualicé mi fin. Casi me despedí de ti. Para empeorar las cosas, la mañana que llegué me encontré con un grupo de jóvenes que no sólo eran buenos, sino que no dejaban de llamarme «papá». Cuando uno está entre buenos escaladores, ninguna broma deja de tener sentido. No hay ocasión mejor para medirse con los demás. De modo que debía superarlos. Lo hice. Me propuse escalar sin cuerdas.
»Sabía que si no perdía la cabeza tenía buenas posibilidades, pero aun así uno se siente muy solo en una ascensión libre. Me dije que si podía hacerlo, eso confirmaría el fraude sino-soviético. Lo interpretaría como una señal.
Te aseguro, Harry, que tenía ganas de echarme a llorar. Los hombres buenos, ¿son todos igualmente locos? Porque si lo son, podemos estar condenados a caer en todas las trampas puestas para los valientes, los osados y los ciegos. Pero no estoy segura. Una gran parte de mí reacciona ante esta visión interior de Hugh.
No le dije nada de esto. Le informé que me he convertido en una criatura mundana, engreída y codiciosa a quien nada le gusta más que ser invitada a comer a la Casa Blanca o a pasar la tarde en Hickory Hill. Si él insistía en sus amenazas, yo no podría aceptar las invitaciones por temor a que insultara a Bobby o a Jack. Antes de correr ese riesgo, prefería no verlos. Jamás se lo perdonaría. Jamás. A la mañana siguiente, decidí marcharme con Christopher a la Custodia.
Y aquí estoy. Sigo demasiado enfadada con Hugh. No pude decirle la verdad con respecto a lo que me pide que renuncie. No entendería que resultó vital para mí descubrir que no soy un genio demente, ni una muchacha excesivamente educada e inexperta, sino una mujer atractiva capaz de ofrecer su ingenio al presidente, a quien le gusta hablar con ella. Me digo: «Esto es orgullo», pero, ¿sabes, Harry?, no hay nada más doloroso que tener que renunciar al orgullo. Empiezo a comprender que los griegos no sólo aceptaban los oscuros veredictos del cielo: existe la ira humana, quizá más violenta, aunque sea por un instante, que la mano determinante de los dioses.
Recibe todo mi amor.
KITTREDGE
P. D.: Si he hablado de amor, ¿puedes sentir la fuerza de su contrario? Con igual facilidad podría haber escrito: «Recibe todo mi odio».