8

No puedo contar la cantidad de callejuelas que cruzamos. Los fantasmas de edificios desaparecidos hacía mucho tiempo se elevaban en cada terreno bombardeado. Aquí y allá se veía una luz en una ventana. En mis épocas de estudiante habría meditado con melancolía adolescente acerca de la vida que cada una de esas habitaciones revelaba: una pareja discutiendo, un niño enfermo, un hombre y una mujer haciendo el amor. Pero ahora, en esa encapuchada ciudad, llena de cloacas y espacios vacíos, donde los secretos estaban permanentemente en venta, detrás de cada persiana iluminada veía un agente terminando una transacción con otro agente, el BND con el SSD, el SSD con el KGB. A la izquierda, en ese edificio lejano con una sola luz, ¿había allí un piso franco que nos pertenecía? ¿Había ayudado yo a equiparlo el día que hice el recorrido con C. G. Harvey? Ignoro si bajo los escombros de Berlín las emanaciones de los muertos habían cesado de agitarse, pero nunca había sido más consciente de los huesos compactados en esa ciudad.

Butler permanecía en silencio. Yo caminaba a la par de su paso rápido, y pude sentir que llegaba a una conclusión, aunque no tenía ni idea de qué se trataba hasta que reconocí nuestra ruta: regresábamos, trazando un amplio círculo, al Kurfürstendamm. Me sentía ahora ligado a él en todos los protocolos de la violencia. No me lastimaría si lo acompañaba, pero debía estar a su lado toda la noche.

A seis u ocho manzanas de las luces del Ku-damm, se metió en otra callejuela.

—Busquemos a una de mis fuentes —dijo debajo de una farola, y en su rostro vi una sonrisa que no me gustó, como si hubiera comenzado el primero de mis pagos. Aunque nunca antes Dix me había parecido más joven, era una sonrisa extraña, maligna.

—Prepárate —musitó, y golpeó en una pesada puerta de hierro de un edificio pequeño. De un cuarto ubicado al costado de un breve túnel con forma de arco, emergió un portero vistiendo un abrigo negro de cuero y una gorra del mismo material. Miró a Butler, descorrió el cerrojo y abrió la puerta, que daba a un pasillo al otro lado del túnel en forma de arco. El portero no parecía feliz de ver a Butler. Descendimos por una escalera hasta llegar a un sótano vacío, lo cruzamos, abrimos otra puerta y entramos en un bar. Así imaginaba yo que sería todo si alguna vez participaba en un combate nocturno. Corría por un campo a oscuras y luego todo el mundo se iluminaba de repente. Por todas partes caminaban hombres con todo tipo de atavío. Algunos de rostros encendidos, otros pálidos. Muchos sudaban profusamente. Más de la mitad estaban con el torso desnudo, y unos pocos sólo tenían puestos slips y botas. El olor a amoníaco, áspero, agrio y feroz lo impregnaba todo. Pensé que se había roto una botella de desinfectante Lysol, pero el olor tenía todas las propiedades de la carne. Era, me di cuenta, olor a orina. Prevalecía el olor a orina. Había charcos en el suelo y en un canalón al final de la barra. Más allá había un soporte enrejado de madera, con dos hombres desnudos amarrados, separados entre sí por un espacio de un metro y medio. Un alemán gordo, de camiseta y pantalones caídos sostenidos por tirantes, con la bragueta abierta, orinaba sobre uno de los hombres. Estuvo orinando un largo rato. Tenía un cigarro en la boca; con una mano sostenía una jarra de cerveza de dos litros, con la otra su pene. En su cara se reflejaba el rubor de un crepúsculo celestial. Orinaba sobre el cuerpo y la cara del hombre en uno de los costados del soporte como si estuviera regando las flores de un jardín. Luego dio un paso hacia atrás e hizo una pequeña reverencia ante los gritos de aprobación provenientes de los que observaban. Se adelantaron otros dos hombres, y empezaron a orinar concertadamente sobre el otro tipo desnudo. Yo no podía dejar de mirar a aquellos dos seres humanos atados a ese soporte. El primero era un despojo, feo, increíblemente delgado y de expresión amilanada. Se encogía mientras el gordo meaba sobre él, temblaba, se estremecía, cerraba la boca y hacía rechinar los dientes mientras sobre sus labios caía aquel diluvio de orina. Luego, como condenado a traicionarse, de pronto abrió la boca, bebió, farfulló algo, se ahogó, empezó a sollozar y a reír tontamente. Horrorizado comprobé que aquella visión despertaba en mí un sentimiento de crueldad, como si ese hombre estuviese allí para que le orinasen encima.

Su compañero, igualmente maniatado, no parecía un infeliz sino una criatura. Cautivo de los chorros de dos resueltos alemanes morenos que parecían compartir un traje negro de cuero (ya que uno llevaba la chaqueta por toda vestimenta y el otro los pantalones), esta otra figura desnuda era un muchacho rubio, de ojos azules, con una boca de Cupido y un hoyuelo en la barbilla. Tenía la piel tan blanca que los tobillos y las muñecas estaban rojos en el lugar donde los rozaban las ataduras. Contemplaba el techo. Parecía ajeno a los que lo estaban meando. Sentí que vivía en un espacio donde la humillación había dejado de existir. Volvió a mi mente, obnubilada por el alcohol, algo de esa tierna preocupación que manifestara Ingrid con su última mirada. Deseaba limpiar a este hombre y liberarlo, o al menos eso pensé hasta que volví en mí para reconocer que ese sótano existía, ¡si es que existía! No estaba solo en algún teatro de mi mente. Al momento siguiente, me abrumó el deseo de huir. Sentía la obligación de largarme de allí inmediatamente, y busqué a Dix. Lo vi junto a la pareja de hombres que vestían entre ambos lo que constituía la totalidad de un traje de cuero. Al notar su presencia, la pareja se movió unos pasos. Dix se abrió la bragueta y, sin tristeza ni lujuria, con indiferencia, igual que un cura aburrido cuyos dedos han dejado de sentir la inmanencia del agua bendita, empezó a orinar sobre los muslos y pantorrillas del joven rubio. La presencia de Dix intimidó a la pareja de alemanes de tal manera que dejaron de orinar. Dix se inclinó hacia delante, cuidando que ni su cuerpo ni su ropa tocaran al muchacho rubio, y le susurró algo al oído. Acercó su propio oído, y al no recibir respuesta (la criatura estaba sumida en un trance profundo), Dix lo abofeteó con profesionalismo, una, dos veces, repitiendo la pregunta, y como el muchacho seguía sin responder, dijo:

—La próxima vez te freiré el culo, Wolfgang.

Se alejó caminando como un caballo entre los charcos, levantó el pulgar en mi dirección, y nos fuimos.

—El muy hijo de puta estaba drogado —me dijo cuando salimos al aire fresco—. Totalmente sin sentido.

—¿Lo conoces? —le pregunté.

—Desde luego. Es mi agente.

Una parte de mí quería seguir haciendo preguntas, pero no pude continuar. Me sentía como si hubiese sufrido una mala caída.

—No puedo creer lo que he visto —dije con una voz débil.

Se echó a reír. Su risa resonaba en el pequeño cañón de la callejuela, formado por la parte posterior de unos edificios de seis pisos que la flanqueaban. Desembocamos en una calle. Su risa pareció convertirse en un maullido que se alejaba con el viento.

—Esta maldita gente con quien estoy asociado —dijo en voz alta, pero si yo pensaba que se refería a la gente del sótano, sus siguientes palabras me hicieron ver cuán equivocado estaba.

—¿Se supone que debemos vencer a los rusos con un personal integrado por personas como tú y McCann?

—Yo no soy un hombre de la calle —le dije.

—Pues es allí donde se libra la guerra.

—Sí. En ese bar.

—La mitad de nuestros agentes son homosexuales. Producto de la profesión.

—¿Tú finges ser uno de ellos? —tuve el coraje de preguntarle.

—Yo los utilizo —me respondió escuetamente. Durante un momento no hablamos. Caminamos. Cuando volvió a hablar, fue para volver al tema—. Creo que no me has entendido, Herrick —dijo — . Los agentes llevan una doble vida. Los homosexuales llevan una doble vida. Ergo (¿había adoptado el ergo de mí?), a menudo los agentes son homosexuales.

—Yo diría que los homosexuales constituyen una pequeña parte.

—¡Tú dirías! —se burló—. Tú crees lo que quieres creer.

—¿Qué me estás diciendo?

Ninguno de los muchos golpes recibidos en la Granja me había dejado tan paralizado. Necesitaba un trago, no para relajarme, sino para volver a ser yo mismo. Sentía frío en el cerebro, frío en el corazón, y un cierto disturbio allá abajo. La proximidad entre el sexo, la orina y los excrementos me parecía una monstruosidad, como si un mongólico del Diablo hubiera participado de la Creación para imponer otra anatomía. Tenía en la nariz el olor a cloaca que por las noches predominaba en las calles de Berlín.

—¿Qué me estás diciendo? —repetí.

Mi incomodidad se cambiaba de sitio, como si estuviéramos jugando al juego de las sillas y una de mis mejores concepciones acerca de mí mismo se hubiera quedado sin asiento.

Se detuvo ante una puerta y sacó una llave. Entró en un edificio de apartamentos, pequeño. Yo no tenía ganas de seguirlo, pero lo hice. Sabía dónde estábamos. Era uno de los pisos francos de C. G. Harvey.

Una vez dentro, instalados en sendos sillones con sendos vasos de bourbon, me miró y se pasó la mano por la cara. Lo hizo lenta y cuidadosamente durante varios minutos, como si quisiera serenarse.

—Nunca he hablado contigo —me dijo.

—¿No?

—No como a un amigo. Sólo te he ofrecido facetas de mí mismo.

No contesté. Bebí. Era como si volviera a empezar a beber. El alcohol soltó un carrete en mi interior, y empecé a pensar en la criatura llamada Wolfgang, a quien Butler había amenazado con freírle el culo. ¿Sería Wolfgang, el beatífico Wolfgang, el mismo individuo conocido como Franz? Tal como el señor Harvey lo había descrito, era delgado y moreno. Claro que podía haberse teñido el pelo.

—La diferencia entre tú y yo —dijo Butler— es que yo entiendo nuestra profesión. Tú tienes que darte vuelta, como un guante.

—Me doy cuenta de ello —le dije.

—Podrás darte cuenta, pero no lo puedes hacer. Te quedas trabado en la mitad. Eres demasiado meticuloso.

—Creo que ya es hora de que me marche.

—Demasiado meticuloso —repitió Butler. Se echó a reír. De todas las veces que lo había oído reír esa noche, ninguna me pareció tan propia de un ser en guerra consigo mismo—. En esta jodida Compañía están todos locos —dijo—. Nos ponen a todos contra el detector de mentiras. «¿Eres homosexual?», preguntan. Nunca conocí a un homosexual encubierto que no fuera capaz de mentirle a una máquina. Te diré lo que necesitan en la Compañía. Un rito de iniciación. Todos los reclutas jóvenes deberían bajarse los pantalones el día de la graduación y hacerse dar por el culo por un superior experimentado. ¿Qué te parece esta tesis?

—No me parece que tú te prestaras a ello —le dije.

—Yo ya tuve mi iniciación. ¿No te lo he contado? Mi hermano mayor me daba por el culo. Desde los diez hasta los catorce años. Entonces le di una paliza, y dejó de hacerlo. Ésa es la clase de gente que llaman basura blanca, Herrick. Ahora no creo que exista ningún hombre en la Compañía que pueda hacerlo sin mi consentimiento. Nadie tiene la fuerza física necesaria.

—¿Ni siquiera a punta de pistola?

—Primero moriría. —Me dirigió una sonrisa—. Aun así, dar por el culo por voluntad propia, es otra cosa. Parecido al yoga. Libera las asociaciones. Te prepara para la calle.

—Quizá yo nunca esté listo —dije.

—Eres un gilipollas presumido —afirmó—. ¿Qué ocurriría si te aplastase la cara contra la alfombra y te rompiese ese culito virgen? ¿No crees que tengo la fuerza suficiente?

Me sentía incapaz de dar una respuesta automática.

—Creo que tienes la fuerza suficiente —dije, y mi voz sonó débil—, pero no quieres hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque yo podría matarte.

—¿Con qué?

No respondí.

—¿Con qué? —preguntó de nuevo.

—Con lo que tuviese al alcance de la mano.

—¿Cuánto tendría que esperar?

—Hasta cualquier momento. Entonces lo haría.

—¿Sabes una cosa? Creo que lo harías.

Asentí. No podía hablar. Tenía demasiado miedo. Era como si ya hubiese cometido un asesinato y no supiera cómo escapar.

—Sí —dijo—. Serías capaz de matarme por la espalda. —Pensó en ello—. O incluso de frente. Debo reconocerlo. Me matarías si te quitara lo único que es tuyo. La pobre virginidad de tu culo. Ojalá tuvieras algo más a qué aferrarte. No estarías tan desesperado.

Si mi padre hubiera pronunciado esas palabras no me habría dolido más. Quería explicarle que podía ser mejor que eso. Quería decirle que creía en el honor. Cierta clase de honor no puede ser perdida sin la exigencia de que uno se consagre a partir de ese momento (no importa cuan poco preparado esté) a una vida de venganza. Sin embargo, sabía que no podía decirlo en voz alta. Las palabras no sobrevivirían al aire libre.

—Bien —dijo él—, quizás el viejo Dix no se arriesgue a entrar por la fuerza. Quizás el viejo Dix esté equivocado y deba pedir perdón. —Sopesó esto. Sopesó su vaso — . Estaba equivocado —dijo — . Pido perdón. Pido perdón por segunda vez esta noche.

Pero parecía tan resuelto y lleno de tensión ingobernable como siempre. Tomó un largo sorbo de su bourbon. Yo bebí uno corto del mío y me sentí reconfortado por su calor.

Entonces Butler se puso de pie. Se aflojó la hebilla del cinturón, se desabrochó los pantalones y se los quitó. Luego se quitó los calzoncillos. Tenía el pene hinchado, aunque sin llegar a la erección.

—Hay dos clases de comportamiento sexual entre hombres —dijo—. La compulsión y la reciprocidad. La segunda no existe a menos que se intente la primera. De modo que decidí asustarte. Pero no funcionó. Ahora te respeto. Ven —dijo, y estiró la mano para coger la mía—, quítate la ropa. Nos haremos algunas bonitas cosas el uno al otro.

Como no me moví, siguió hablando.

—No confías en mí, ¿verdad? —En respuesta a mi silencio, sonrió—. Permíteme ser el primero —dijo, e inclinándose puso las puntas de los dedos sobre el suelo, luego las rodillas, y levantó sus poderosas nalgas en mi dirección—. Ven —dijo—, ésta es tu oportunidad. Aprovecha con todas tus fuerzas. Penétrame, antes de que yo te penetre a ti. —Como yo permanecía inmóvil, prosiguió—. Maldito seas, te necesito esta noche. Necesito que lo hagas, Harry, y te amo.

—Yo también te amo, Dix —dije—, pero no puedo hacerlo.

Lo peor es que sí podía. Había surgido una erección no sé de dónde, de los charcos de orina de un sótano y de un alemán que se babeaba mientras bebía su cerveza, de los amores sepultados de mi vida, de los lazos de familia y de amistad y de todos los sueños amordazados de Kittredge, de vestuarios con todos los muchachos desnudos apiñados en las constricciones de mi memoria y el recuerdo del Arnold de St. Matthew's, sólo que aquí no había dulces nalgas regordetas sino dos masas musculosas pertenecientes a mi héroe, que quería que lo penetrara. Sí, tenía una erección. Él estaba en lo cierto. Era mi oportunidad. Podía quitarle parte de su fuerza. Y sabía que si lo hacía, viviría para siempre en ese lado del sexo. Pero él había dicho la verdad. Yo era demasiado tímido como para vivir de esa manera. El podía saltar de mujer en hombre y en mujer, arriba, abajo, o colgarse de los talones. Era pagano, un explorador de cavernas y columnas, y resultaba que yo era el pedazo de monumento humano que él quería en sus entrañas esa noche. ¿Por qué?, yo lo ignoraba. ¿Por una fibra de la columna vertebral de Nueva Inglaterra? ¿Por algo que echaba de menos? Me apiadé de él. Caminé hacia donde se encontraba, me arrodillé, lo besé una vez en la boca, me puse de pie rápidamente, me dirigí a la puerta, descorrí el cerrojo y sentí la obligación de volverme para mirarlo una vez más, como para saludarlo. Me devolvió la mirada y asintió. Estaba sentado en el suelo.

En la calle, el viento azotó mis mejillas. Caminé rápidamente. Sabía que no había salido ileso. «Te amo, Dix», eran las palabras que volverían a mí, y me retorcí al pensar en el eco escuálido que pronto adquirirían.

El instinto me condujo al Die Hintertür. Caminar cautelosamente por las calles nocturnas con una erección debe de haber actuado como vector. Pasó un taxi vacío, y aunque necesitaba caminar, lo llamé impulsivamente y gracias a eso llegué al club nocturno justo en el momento en que cerraban las contraventanas de acero. Junto al bordillo Ingrid, con un pequeño bolso entre sus manos cuadradas y un corto y raído abrigo de piel puesto sobre los hombros, temblaba de frío bajo el viento de las cuatro de la madrugada. Sin la menor vacilación, y con una sonrisa perfecta en el rostro, como si nuestro encuentro fuese la primera nota de una sinfonía romántica cuya compositora no pudiese ser otra que Frau Historia, subió al taxi, dio una dirección al conductor y me ofreció el sello pleno de sus labios. Mentalmente volví al instructor de la escuela preparatoria que se había apropiado de mi virilidad, pero ésa era una noche para que recuerdos como aquél se revolvieran en su base. No podía dejar de besarla y tocarla en el asiento del taxi. «Oh —decía ella en una mezcla de inglés y alemán—, quizá me ames más que un poquito», y la repetición de ein bisschen (que sonaba en mis oídos como «ambición») da una parte de mí mientras el resto se impregnaba de la rígida fatiga de sus piernas y hombros después de una noche de baile, absorbiendo toda su energía contenida, buena y mala, por mis dedos y manos. Nos acariciábamos y tocábamos, nos apretábamos y mordisqueábamos como dos máquinas desenfrenadas. Como mi adiestramiento con los intersticios, ganchos y broches de una faja comenzaba ahora, a los veintitrés años (Ingrid era delgada, pero alemana, por lo que usaba faja), me debatía frenéticamente entre iniciar el ataque ahí mismo, en el taxi, o cambiar la dirección que ella había dado y llevarla a mi apartamento y mi cama, para inevitablemente despertar por la mañana a la vergüenza de tropezar con mis compañeros de la CIA. Ya podía oír su cauteloso «buenos días» mientras comentaban acerca de la imprudencia de llevar una fuente exterior (femenina) y sentarla en famille ante la mesa de linóleo del desayuno. Seguía con estos cálculos en la fábrica de decisiones de mi alcoholizado cerebro cuando nos detuvimos en la dirección que Ingrid le había dado al taxista: era un comedor, abierto toda la noche, a unas dos manzanas del otro extremo del Kurfürstendamm.

Allí recibí rápidamente otra lección acerca de Berlín y su vida nocturna. La mitad de las personas me resultaban conocidas. Las había visto en uno u otro club nocturno la semana anterior. Ahora bebían café y comían hamburguesas estadounidenses, o tomaban ginebra, coñac o cerveza con pies de cerdo y chucrut, o salsa de manzana y crepés de patatas, o un gin tonic, Coca Cola, pastas secas, pastrami o pato asado. Un lugar inverosímil, totalmente iluminado. Volví a encontrarme con algunos de los almidonados hombres de negocios que bailaban en Remdi's y la Bañera o el Kelch, ahora con los cuellos de sus camisas ajados. También con prostitutas conocidas, además de divorciadas como Helga, y nada menos que el alemán gordo que había visto hacía menos de una hora, con los pantalones sueltos colgando de los tirantes. Ahora estaba pulcramente empolvado, como si hubiera ido a una de esas barberías abiertas toda la noche que servían de complemento a este emporio de la comida y la bebida. Un instante después vi al despojo. Él también estaba empolvado y aseado. Vestía un terno gris, llevaba gafas de montura metálica y tenía todo el aspecto de un empleado de mejillas enjutas y un enorme apetito: devoraba un plato de judías.

Entretanto, Ingrid abrazaba su abrigo de piel y a mi persona, proclamando a todo el que quisiera verla que había cazado a un estadounidense. Ingrid comía un enorme plato de jamón de Westfalia grillé, tomates y queso Muenster. Yo estaba sentado a su lado, con temblorosa destumescencia, observando cómo acompañaba la comida con lentos sorbos de cerveza. Así me comunicaba, en veinte minutos, cuan profundamente uno puede llegar a detestar los hábitos alimentarios de su pareja. Pobre Ingrid. Con una sonrisa apetitosa me confesó que lo que le daban de comer o beber en el Puerta Trasera no alcanzaba más que para despedir una cagarruta de cabra por la otra puerta trasera. Por lo tanto, esa noche, en la que mi propio esfínter estuvo a punto de desempeñar un papel prominente, conocí el sentido del humor alemán. Puerta Trasera. Die Hintertür. Lo entendí. Un club nocturno para tontos del culo.

Ella terminó su comida. Encontramos un taxi esperando. Subimos, e Ingrid le dio al conductor una nueva dirección. Resultó corresponder a un hotel barato en otro sector bombardeado de la ciudad, un barrio de obreros en Tempelhof. El empleado nocturno se tomó un tiempo irrazonable para estudiar nuestros pasaportes, y finalmente devolvió el de Ingrid farfullando un insulto en un alemán que no entendí. Le rogué a ella que me lo explicara, y mientras subíamos por el ascensor me lo tradujo. Significaba algo así como «jodida puta americana», pero si existe una armonización universal de consonantes y vocales, por cierto que sonaba mucho peor en alemán. Afectó su estado de ánimo. Llegamos al piso y recorrimos un cavernoso pasillo en el que sólo se oía el resonar de nuestros pasos. Ella cogió la llave, cuyo prominente mango era del tamaño de un falo, y abrió la puerta de la habitación, tan fría y húmeda como la noche exterior. La bombilla que colgaba del techo no tendría más de veinticinco vatios. Una lámpara de pie contaba con otra bombilla de igual potencia, y la cama ostentaba una colcha que era la paleta misma de la entropía. Puede ser descrita como no marrón, no gris, no verde, y era lo bastante larga para cubrir el cabezal, y tan pesada como una alfombra enrollada.

Volvimos a besarnos, aunque con menos ardor. Ella temblaba.

—¿Tienes zwei Markt —me preguntó.

Cuando encontré una moneda, la puso en el medidor de gas, me pidió cerillas, encendió la estufa y se quedó junto al fuego que formaba una susurrante llama azul detrás de leños artificiales. Yo sentía el peso de la ciudad. Toda Berlín estaba ahora contenida, para mí, en la imagen de una gárgola que se esforzaba en cargar una piedra cuesta arriba (¡nada de originalidad a esa hora!). Entonces volví a abrazarla, y nuestros cuerpos comenzaron a temblar allí donde no recibían el calor del fuego.

Yo no sabía cómo proceder. La faja parecía más formidable que nunca. Sobrio, estaba muy próximo a la nada total, pero mi erección, factor sagrado fundamental, estaba intacta. Esperaba ese momento desde hacía años. Era como si los fantasmas de los Hubbard fueran reuniéndose en torno a ella. En esa habitación fantasmagórica, más adecuada para velar un cadáver que para que un cuerpo vivo yaciera sobre otro, un filamento de deseo, caliente y aislado como el hilo conductor de una bobina eléctrica, rodeó mi cuerpo. Sin embargo, debe de haber alimentado un ápice de ardor en Ingrid porque de pronto comenzó a besarme ella también, y al cabo de un momento, con una renuencia muda tan grave y solemne como una procesión formal, dimos los cuatro pasos que nos separaban de la cama. Ingrid se sentó en el borde, comenzó a desprenderse del yugo de su faja y se quitó las medias que, al caer una a una, encendieron un nuevo filamento de deseo, reminiscencia de un daguerrotipo pornográfico, de alrededor de 1885, que durante toda mi niñez permaneció oculto en Maine en una caja de lata perteneciente a mi padre. Quizá mi padre la había custodiado a lo largo de toda su infancia. Otro leño familiar para arrojar al fuego.

A la luz de los veinticinco vatios, se reveló ante mí, sin preliminares, mi primera vagina. Como si estuviera robando en una casa y no quisiera demorarme, me desabroché los pantalones. Ingrid dejó escapar un gemido de placer al ver la presteza de mi erección. Yo, volviendo a mirar ese depositario de secretos femeninos, me sentí tentado de caer de rodillas para rendirle homenaje hasta que mis ojos saciaran su formidable curiosidad, pero, hijo del buen decoro, no me atreví a observar durante demasiado tiempo, temeroso de la superior relación de aquella vagina (por sus pliegues y escondrijos) con los secretos de la condición humana que yo ni siquiera podía llegar a contemplar. Por lo tanto, puse la cabeza de mi polla donde pensé que debía hacerlo, empujé, y entonces oí un nuevo gemido, esta vez de reproche. Ella cogió el pene y lo guió con dos diestros dedos, poniendo la otra mano contra mi pecho cuando yo comencé a sumergirme.

—¡No, Harry, verwundbarl Me duele. Ve despacio, despacio. Tú eres mein Schatz, liebster Schatz, mi soldadito.

Y se abrió el sostén, que tenía un broche en la parte delantera, donde nunca se me ocurrió buscar. Al ver esos dos pechos, un tanto reducidos, pero pechos al fin y al cabo, los primeros pechos desnudos que veía tan cerca de mí, me sumergí, y salí, y volví a sumergirme, y tuve una visión, como si estuviese entrando en la tierra del sexo (donde implosionan los universos de la mente, según supongo). Sí, vi a Allen Dulles cuando nos hablaba, el día de nuestra iniciación, acerca de una muchacha en una pista de tenis. Luego volví a sumergirme y a salir, y volví a sumergirme, y me di cuenta de que estaba dentro de un cono. Era otro mundo, y sucedía de repente: el interior de su vientre era la primera estación en el cielo. Pero otra parte de mí se sintió ofendida. ¡Qué auspicios mezquinos, qué iniciación tan asquerosa! No soportaba el hedor de ese cuarto frío y rancio. En efecto, un leve olor a avaricia surgía de ella, decidido como un gato, fastidioso como cierta triste putrefacción del mar. Así oscilé, mitad amante que se adentraba en el hipnotismo del amor, mitad espectador condenado a observarme en el acto del amor. Seguí serrando, hacia atrás y hacia delante, hacia atrás y hacia delante.

Pronto estuvo húmeda y dejó de dar un respingo cada vez que me hundía en ella, ¿o tal vez simplemente se movía menos? Debo de haberle hecho el amor a una velocidad feroz, porque los poderes del desagrado iban en aumento —¡ese cuarto miserable, y esa pobre muchacha hambrienta que en mí amaba a los Estados Unidos! — . Me movía en dos mundos a la vez, uno de placer, otro de falta de placer, y eso me mantenía en movimiento. No me atrevía a detenerme por miedo a que la erección desapareciera; hubo momentos en que el sudor me empapaba el cuello. En ese cuarto, una verdadera nevera apenas calentada, incorporado a medias, con los pies firmemente apoyados en el suelo, tenía ante mí, acostada en la cama, a una joven desconocida, y el calor no se congregaba en mis ingles. Estaba perdido dentro de una máquina de movimiento perpetuo, en un purgatorio de deseo, y me meneaba y bombeaba debajo de un palio, más y más, hasta que la imagen de las musculosas nalgas de Butler volvió a mí, y la máquina de movimiento perpetuo vaciló, dio un salto, y los filamentos del calor empezaron a girar en mi interior y mi cuerpo empezó a temblar con la arremetida de lo irreversible. En mi mente parpadeaban visiones de la vagina de Ingrid junto a visiones del culo de Dix, y entonces eyaculé, sin detenerme, y seguí eyaculando desde distintas mitades de mi ser, y vislumbré la interminable caída que se puede encontrar en nuestro camino hacia la beatitud.

Compartimos un cigarrillo. Ahora me sentía un poco mejor. Como si hubiera cometido una hazaña. La tristeza aún permanecía en los tramos exteriores, pero la mitad del mundo era mejor que nada. Adoraba a Ingrid, y no sentía nada por ella. En el fondo, había estado solo dentro de mí. Ahora ella me acariciaba la nariz con la punta de sus dedos, como si fuéramos una pareja de recién casados y ella estuviera examinando los rasgos de un rostro que estaría a su lado durante años. Luego habló. Mañana, en el club, le informaría a Maria. Tal fue la suma de su primer discurso. Ingrid estaba registrando derechos territoriales.

—¿Qué le dirás? —le pregunté.

Secretamente, yo prefería a Maria, y se me ocurrió que si Ingrid le hablaba bien de mí, quizá me echaría un segundo vistazo.

—Si me pregunta, le diré schwerer Arbeiter, aber süsser.

Puso un énfasis especial en estas últimas palabras; luego me besó.

A mí no me pareció que a la misteriosa Maria le intrigase demasiado un trabajador dulce.

El alba llegaba por la ventana. Ingrid volvería a su marido, a su hijo, a su madre, sus hermanos y sus primos, y yo tendría tiempo de darme un baño, cambiarme de ropa e ir a trabajar.

El fantasma de Harlot
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