EPÍLOGO
El castillo en el bosque

Al principio dije que mi nombre era D. T., y no era del todo inexacto. Había sido un sobrenombre de Dieter mientras yo ocupaba el cuerpo y la persona de un hombre de las SS, ocupación que no terminó hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. (Momento en el cual Dieter tuvo que abandonar Berlín pitando). Por este medio, en síntesis, llegué a estar a la orilla de un alboroto en un campo donde la celebración continuó durante toda la noche. Soldados americanos acababan de liberar un campo de concentración el ultimísimo día de abril de 1945.

Instalado en un pequeño cubículo, fui interrogado por un capitán psiquiatra destinado en la división americana que había capturado el campamento. Debido a la agitación de los días anteriores, le habían facilitado una pistola del 45 que ahora descansaba en la mesa, cerca de mi mano. Siendo médico, el capitán no estaba acostumbrado a tener armas y vi que no se sentía a gusto con la suya.

El nombre en la etiqueta de su solapa era judío y huelga decir que no le hacía muy feliz lo que había visto.

De talante pacifista, el oficial judío había hecho lo posible por apartarse de lo peor de aquel entorno, lo que equivale a decir que procuraba huir de algunos de los más ofensivos olores humanos. Efluvios fétidos sin duda acompañaron los gritos de alegría de los exprisioneros. De hecho, el hedor era suficiente para que el americano me ordenase a mí, su único homólogo disponible, que me quedara con él en su despacho. Allí, después de medianoche, respondí a sus preguntas.

Estando los dos tan solos como dos náufragos en pleno océano, en una roca donde no cabían tres personas, confieso que jugué con sus sentimientos. Para mí era un momento de derrota. Estaba casi fuera de juego. El Maestro acababa de relevarme de servicio.

—Por ahora, apáñatelas —dijo—. Voy a trasladar nuestras operaciones a Estados Unidos y te llamaré en cuanto haya tomado algunas decisiones respecto a lo que vayamos a hacer allí.

Yo ni siquiera sabía si creerle. Entre nosotros abundaban los rumores. Un demonio llegó incluso a sugerir que habían degradado al Maestro.

Esta posibilidad —de ser cierta— indicaba que había en los dominios del Maestro elevaciones y profundidades que escapaban a mi comprensión. Así que actué como suelen hacerlo los humanos: opté por no pensar en ello. Me entregué por entero a otro juego. Decidí jugar con aquel psiquiatra judío fingiendo que le explicaba la visión del mundo que tenían los nazis a los que yo había servido. Di detalles sobre las empresas psicológicas que los nazis habíamos llevado a regiones inexploradas.

Surtió su efecto. Dieter había sido un hombre encantador de las SS, alto, rápido, rubio, de ojos azules e ingenioso. Para darle otra vuelta de tuerca, hasta sugerí que él era un nazi con problemas. Hice una excelente simulación de sincero pesar por los excesos condenables, que habrían de conocerse, de los logros del Führer. Fuera de la habitación, unos exreclusos correteaban como locos de una punta a otra del campo de desfile. Los que aún tenían fuerzas para vocear gritaban como locos. A medida que la noche avanzaba, aquel capitán psiquiatra no pudo soportar su situación. Secuestrado en las profundidades de un pacifista típico —como se descubre invariablemente— hay un asesino.

Por eso, de entrada, la persona se ha hecho pacifista. Ahora, debido a mi sutil ataque contra lo que él creía que eran sus valores humanos, el capitán cogió su pistola del 45, sabía lo suficiente para quitar el seguro, y me disparó.

Diré que más de una vez he tenido que deshabitar un cuerpo. O sea que me desplacé. Viajé a Norteamérica. Hablé con el Maestro. Él observó:

—Sí, aquel capitán judío me enseñó el camino. ¡Invertiremos tanto en árabes como en israelíes!

Dicho lo cual, me deseó buena suerte y tuve que arreglármelas en Estados Unidos. Éste es otro relato, pero me temo que menos interesante. Los personajes, yo incluido, son más pequeños. Ya no formo parte de la historia.

Lo único que hay que añadir es por qué he escogido este título: El castillo en el bosque. Si el lector que me ha acompañado durante el nacimiento, la infancia y una buena parte de la adolescencia de Adolf Hitler me preguntara: «Dieter, ¿cuál es el vínculo con tu texto? Hay mucho bosque en tu historia, pero ¿dónde está el castillo?».

Le respondería que El castillo en el bosque es la traducción de Waldschloss.

Resulta que es el nombre que los presos pusieron hace años al campamento recién liberado. El Waldschloss se alza sobre la llanura desierta de lo que fue en otro tiempo un campo de patatas. No se ven muchos árboles y no hay rastro de un castillo. En el horizonte no hay nada de interés. Waldschloss, por consiguiente, pasó a ser la denominación que dio al recinto el más inteligente de los prisioneros. Fue un orgullo mantenido hasta el final no perder el sentido de la ironía. Para ellos se había convertido en su fortaleza. No debería extrañarnos que los presos que inventaron esta pieza de nomenclatura fueran berlineses.

Si eres alemán y posees una inteligencia despierta, la ironía es, por supuesto, vital para tu orgullo. En su origen, el alemán nos llegó como la lengua de gente sencilla, buenos animales paganos y agricultores, un pueblo tribal dedicado a la caza y la labranza. Por tanto es una lengua llena de los gruñidos del estómago y los gases en los intestinos de la vida bullanguera, los mugidos de los pulmones, los silbidos de la tráquea, los gritos de mando que se lanzan a animales domesticados y hasta el rugido que brota en la garganta ante la visión de la sangre. Dada, sin embargo, la imposición dictada sobre este pueblo a través de los siglos —que se dispongan a incorporarse a las comodidades de la civilización occidental antes de perder por completo esta oportunidad—, no me sorprende que gran parte de la burguesía alemana que había emigrado a la vida urbana desde corrales embarrados se desviviera por hablar con una voz tan suave como la seda de una manga. Sobre todo las mujeres. No incluyo las largas palabras alemanas, que muchas veces eran precursoras de nuestro espíritu tecnológico actual; no, me refiero a las palatales almibaradas, sonidos sentimentales para cerebros de baja estofa. Para todo alemán agudo, sin embargo, sobre todo para los berlineses, la ironía tuvo que ser el correctivo esencial.

Ahora bien, reconozco que esta disquisición nos aleja del relato que acabamos de atravesar, pero es lo que deseo hacer. Me permite volver a nuestro principio, cuando Dieter era miembro de la Sección Especial IV-2a. Huelga decir que confío en que desde entonces hayamos recorrido un largo trecho. Si el acto de traicionar al Maestro no llegase a destruirme, quizás algún día pueda emprender una nueva crónica de mi participación en la carrera inicial de Adolf Hitler, hasta finales de los años veinte y principios de los treinta, porque en aquel período Adolf vivió el idilio de su vida, y fue con Geli Raubal, la hija de Angela. Geli era corpulenta, bonita y rubia. Hitler la adoraba. Tuvieron relaciones muy indecentes. Como expresaría un alto subordinado, pianista consumado y personaje mundano llamado Putzi Hanfstaengl: «A Adolf sólo le gusta tocar las teclas negras».

En 1930, Geli Raubal fue hallada muerta en el suelo del dormitorio que ocupaba en un ala del apartamento de Hitler en la Prinzregentenstrasse en Múnich. La habían matado de un tiro. O bien se había suicidado. La verdad nunca se supo. Echaron tierra, por supuesto, al asunto de inmediato.

Tampoco yo estoy satisfecho respecto a esta cuestión. Poco antes del suceso, me relevaron del seguimiento continuo de Adolf Hitler. El Maestro había decidido que el futuro Führer tenía ya una importancia suficiente para que le guiara alguien superior a mí. En realidad, sospecho que fue el propio Maestro el que me sustituyó. De todos modos, no volví a saber nada más sobre la muerte de Geli. Un silencio absoluto fue la única secuela del suceso. Tres años después, Hitler y sus nazis conquistaron el poder y a mí me encargaron habitar el cuerpo de aquel bueno de Dieter. Confieso que no pude perdonar al Maestro por mi destitución, que es quizás la mejor y la sola explicación que me indujo a escribir este libro.

Sin embargo, podría haber otro motivo. Un tema vuelve. ¿Podría ser que el Maestro, a quien serví en cien papeles distintos, aferrándome al orgullo de ser un oficial de campo de la poderosa eminencia de Satanás, me hubiera, en realidad, engañado? ¿Era probable ahora que el Maestro no fuese Satanás, sino sólo un subalterno más, aunque de un altísimo nivel?

Naturalmente, no existía una respuesta, pero puede que la pregunta alentase a echar raíces a la semilla de mi rebelión.

Si esto causa en el lector un nuevo malestar —no saber ahora siquiera si las palabras reproducidas las pronunció Satanás o eran tan sólo sardónicos atisbos de un intermediario más—, confesaré que sigo siendo lo bastante demonio para no experimentar una gran compasión. Lo que faculta para sobrevivir a los demonios es la sagacidad que les permite comprender que no hay respuestas: sólo hay preguntas.

Empero, ¿no es también cierto que no se encuentra un demonio que no trabaje en las dos aceras de la calle? Por tanto, debo admitir que siento un asombroso grado de afecto por aquellos lectores que hayan recorrido conmigo todo este trayecto. Por mi parte, he llegado tan lejos en esta narración que ya no puedo saber con certeza si sigo buscando clientes prometedores o si busco un amigo leal. Puede que no haya respuesta a esto, pero en las buenas preguntas sigue latiendo una vibración honrosa.

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