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Tal vez el lector recuerde que cuando me presenté como el narrador de esta novela, lo hice como un hombre de las SS. De hecho era uno de ellos. En aquel período, a finales de la década de 1930, yo estaba corpóreamente instalado en un oficial particular de las SS llamado Dieter. A un alto precio para mí, vivía y operaba dentro de él. Diré que no asumimos una posesión completa a menos que el objetivo lo requiera. En efecto, el coste personal es directo. Tenemos que abandonar la estimulación de vivir en más de una simple conciencia. Por consiguiente, el poder demoníaco se reduce. Tienes que convertirte en un simulacro de un ser humano.

Así pues, encarnado en Dieter, en 1938 hice pesquisas en Graz sobre el abuelo de Hitler. Sin embargo, la información de que el verdadero padre de Alois era Johann Nepomuk me vino directamente del Maestro, lo que significaba, por supuesto, que yo no estaba en condiciones de revelar mi fuente. En la Sección Especial IV-2a estábamos obligados, como en cualquier otra organización de inteligencia, a ser creíbles al menos entre nosotros, y por tanto la única forma de explicarle a Himmler el origen de mi información había sido inventarme la historia. Aunque sabía que Hitler no era judío, no habría podido convencer a Heinrich Himmler de este hecho sin revelar mi fuente. En suma, para hacerlo creíble necesitaba utilizar un medio de reunir información con el que Heini estuviera familiarizado: los testimonios humanos.

Por supuesto, no era tan sencillo. En 1938, más que conocer la verdad con certeza intuía que una vez la había conocido: lo cual es un modo de decir que el Maestro debió de llegar a la conclusión, mucho tiempo atrás, de que tenía que suprimir los recuerdos de sus demonios si quería mantener el orden en su porción del mundo. No obstante, yo aseguraría que los recuerdos que no se nos permite conservar siguen ahí, por mudos que estén, para servirnos de guía.

Menciono este asunto porque se ha planteado de una forma tan súbita la cuestión de si por las venas de Alois circulaba sangre judía.

Estaba furioso. Su cólera contra Johann Poelzl pronto remitiría hasta transformarse en nada menos que una aversión vitalicia —su corazón reviviría el día en que aquel Poelzl muriese—, pero resurgió su ira contra Alois hijo.

En realidad, su conversación con Klara había desatado tal tormenta interior que no podía quedarse en la cama. Por primera vez en todos los años en que habían yacido, cercanos o no, el uno al lado del otro, tuvo que levantarse aquella noche, vestirse, pasear por el cuarto, intentar dormir primero en el sofá y después en el suelo y, naturalmente, consiguió que los dos se desvelaran.

Klara sabía que tendría que pagarlo. «No digas nada», se dijo a sí misma. «No vuelvas a sacar ese tema».

Aunque no puedo hablar con la autoridad de esos demonios que son doctores en medicina, diré que es posible que el cáncer que acabaría con la vida de Klara en 1908 diera un paso adelante aquella noche desdichada.

Le habían ocurrido demasiadas cosas a la vez. Había perdido la fe en una idea largo tiempo acariciada. Gracias a su certeza de que todos los hijos que había tenido con Alois eran judíos en una cuarta parte, creía que los tres últimos habían nacido con más posibilidades de sobrevivir. Si alguna idea tenía sobre los judíos (y no podía decir realmente que hubiese conocido a uno de pura cepa), era que tuvieran los defectos que tuvieran, y había oído las historias más atroces de amigos y parientes, y hasta de tenderos, la verdad era asimismo evidente: sabían sobrevivir. Tenía mérito ser tan detestados y aun así seguir entre los vivos. ¡Incluso había algunos ricos! En consecuencia, a Klara siempre le había impresionado, en su absoluta intimidad —¿con quién podía hablar de esto?—, que tenía tres hijos vivos, salvados en buena medida por su sangre judía.

Atribuía a su estirpe familiar que Gustav, Ida y Otto hubiesen muerto tan prematuramente. Pero Adolf se había salvado, y después Edmund y Paula, por cuya salud rezaba todas las noches.

En su confianza había ahora un boquete. Si los tres hijos supervivientes seguían viviendo, no sería gracias a un conservante que corriese por sus venas. No tendrían esa ventaja.

Un gran motivo para no dormir. Lo que aún era peor: estaba avergonzada de su cobardía. ¿Cómo podía haber aceptado la idea de que había que pedirle que volviera a Alois hijo? Escuchando desde la cama los golpes que daba el padre con el cuerpo contra el suelo donde estaba tendido, pronto fue presa de su propia ira. Era una vergüenza. No daba crédito a lo que ella misma se decía. Si fuera posible, sí: mataría al chico. Sólo que sabía que no podría hacerlo. No lo haría nunca. Pero el esfuerzo por rechazar un furor semejante palpitaba en su corazón, es decir, en su pecho, con tanta fuerza y aversión que es posible, sí, que aquella noche se hubiera iniciado el cáncer de mama que aún habría de abrasarle el pecho con dolores infernales. Como no es fácil obtener la respuesta, prefiero volver a Alois tratando de dormir en el suelo.

La inmensa ira que le embargaba aquella noche era que se había traicionado. Esto le envenenaba toda la alegría que también está implícita en la rabia, una idea que rarísima vez se tiene en cuenta. La cólera, en definitiva, ofrece la misma sensación nutritiva de superioridad moral de que disponen en las ocasiones más ordinarias los más hipócritas practicantes religiosos. El meollo de este placer consiste en enfadarse siempre con los demás, no con uno mismo. Pero en este caso a Alois le enfurecían sus propias acciones.

Si Alois se había maleado, la culpa exclusiva era de su padre. Visto a esta luz, era uno de los peores mortales, un padre débil. Se había pasado la vida obedeciendo órdenes y después imponiendo su cumplimiento en las aduanas; había venerado a Francisco José, un rey grande, bueno, aguerrido, que encarnaba el trabajo duro y la disciplina. La custodia que había ejercido sobre sí mismo se había convertido en una especie de homenaje a Francisco José. Sin embargo, no había inculcado en Alois hijo nada de aquel sentimiento de respeto. ¿Era porque se sentía culpable con respecto a la madre del chico? Sí, había maltratado a Fanni, la había tratado tan mal que no podía ser severo con su progenie. Había sido una falta de disciplina por su parte.

Tuvieron que transcurrir todas las horas de oscuridad nocturna para que su cólera amainara. Hasta la primera luz de la mañana —una luz tenue que brotó envuelta en sudarios de lluvia al alba— no pudo una parte de su cerebro hablar con la otra y dictar unas cuantas órdenes sobre la conducta que debería observar con Adi en el futuro. No cometería el mismo error en que había incurrido con Alois.

El castillo en el bosque
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