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En la entrada del monasterio había una gran esvástica esculpida en la piedra de la puerta arqueada. Era el escudo de armas de un abad anterior llamado Von Hagen, que había sido abad superior en 1850, y Von Hagen debió de haber disfrutado de la proximidad con su propio nombre: una cruz gamada que se denominó Hakenkreuz.
Me apresuro a decir que no hay que ver grandes cosas en esto. La esvástica de Von Hagen estaba tallada con delicadeza y no brindaba una sugerencia llamativa de las falanges que habrían de desfilar bajo aquel símbolo. No obstante, allí estaba: una cruz gamada.
El día de su noveno cumpleaños, Adi estaba solo y fumando un cigarrillo en el arco de entrada. Pero no estuvo solo mucho tiempo. El más malo de los curas que le daban clase, un prelado conocido por su paso cauteloso, sorprendió a Adolf en flagrante delito. El clérigo confiscó inmediatamente el cigarro (unas hebras de tabaco de pipa de Alois enrolladas en papel de periódico) y lo pisoteó en el suelo. Lo hizo con el frenesí de quien aplasta cucarachas.
Adi tuvo ganas de llorar.
—Es posible —oyó que le decían— que el demonio haya entrado en ti. Si es así, morirás muy desdichado.
Y esbozó una sonrisa malvada. Invocaba los poderes de anatema que había adquirido en el curso de los años.
En cuanto Adi fue capaz de hablar dijo:
—Oh, padre, sé que he obrado mal. Siempre lo he detestado. No volveré a probar el tabaco.
Sin embargo, en aquel momento tuvo que bajar corriendo a la hierba que había al otro lado de los escalones de piedra de la entrada, donde vomitó en el acto. La imprecación del cura le había transmitido un alma tan árida que no podía respirar. La larga nariz del hombre parecía tan malévola como sus labios, tan delgados como el filo de un cuchillo. En todo este tiempo, mientras sufría toda una serie de sentimientos atroces, Adi estaba ya calculando cómo obtener el perdón del abad. Sabía que le mandarían a aquel augusto despacho en cuanto dejase de vomitar.
Ante el abad, rompió a llorar otra vez. Tuvo la inspiración de decir que no quería que aquel acto abominable interfiriese en su anhelo de ser sacerdote. Declaró lo mucho que quería arrepentirse. Cuando terminó, el abad le dijo:
—Bueno, aún puede ser que algún día seas un buen clérigo.
En la sincera voz de Adi resonó la plena inspiración de una mentira rotunda. El sabor de un anatema había sido bastante. Estaba ya desengañado para siempre del deseo de ordenarse sacerdote. Sólo mantuvo intacta su admiración por el abad.
El día había sido provechoso para mis esfuerzos. Habida cuenta de los numerosos clientes a los que yo supervisaba en aquella región de Austria, no puedo afirmar que haya estado siempre en el lugar adecuado en el momento preciso, pero aquella vez lo estuve. El clérigo de alma ruin —¡no es de extrañar!— resultó ser uno de mis mejores clientes de Lambach y, por supuesto, había sido avisado de que diese un rápido paseo hasta la puerta con arco donde estaba estampada la cruz gamada de piedra de Von Hagen.