16

A principios de mayo volvió el calor y cesaron muchas tribulaciones de Alois. En parte había recuperado el buen ánimo limpiando y engrasando los utensilios que le había comprado en otoño a Der Alte, y realizó esta tarea de un modo muy similar a como un buen soldado desmonta su fusil para engrasarlo y después vuelve a montarlo.

Mis agentes de Hafeld, como no había mucho de que informar, llenaban sus últimos comunicados con listas de herramientas, y lo hacían con tanta frecuencia que me tenían harto sus enumeraciones de comederos de polen, jaulas de incubar, ahumadores de abejas, un rociador de agua, una caja de acoplamiento (fuera lo que fuese) y hasta un removedor de miel hecho por el propio Alois con madera de haya. Y también había un incrustador de rueda dentada para preparar la base de los bastidores insertables: un montón de chismes que no me interesaban nada.

Klara, en cambio, sabía cómo sacarle más partido a la primavera en Hafeld. No siempre estaba contando cuántos nidos había llenos de pupas nuevas, ni se preocupaba por la temperatura en el interior de las colmenas. Ahora que una segunda ola de sol y aire ondulante había mejorado el clima, se dispuso a aflojar algunos de los nudos que aquel invierno le habían anquilosado los miembros. «Dios también está descansando», se dijo, mientras aspiraba una bocanada de aire por la ventana abierta de la cocina, y luego, obedeciendo a un impulso, a pesar de que había mucho que hacer en la casa, cogió a Paula, que tenía cuatro meses, y salió con ella al prado. Reinaba el más encantador de los silencios, una ausencia absoluta de sonidos, un silencio que absorbía hasta la más ligera caricia del aire. Era como si oyese el balanceo de la hierba alta en el campo, y casi las reverencias de las flores. Era como si la suma de aquellas sensaciones tiernas apoyara el silencio de las colinas. «Escucha esta quietud», le dijo a Paula. «Escucha, angelito, y oirás el susurro de las flores». Fue como si los pétalos más próximos hubieran oído lo que había dicho, porque en efecto empezaron a inclinarse hacia ella, las margaritas más alegres que había visto en su vida.

Se arrodilló en la hierba, con la niña en brazos, y les habló. «Todas sois preciosas», dijo, y sí, no era una ilusión, las flores se movían para ella. «Sí, Paula», dijo, «a estas flores les gustamos tú y yo porque las queremos, ¿verdad, pequeñuelas?». Estaba convencida de que la habían oído y de que hicieron otra delicada reverencia. «Sí, son señoritas», le dijo a Paula, y no pudo por menos de reírse al pensar —¿no era una pura locura?— que las margaritas no sólo le eran queridas, sino que la querían a ella. «Oh, qué tontísima soy», dijo en voz alta. Pero no podía evitarlo. Seguía creyendo que aquellos pétalos blancos le estaban escuchando. El aire balsámico era como amor, sí, exactamente como el amor que sentía por el bebé de cuatro meses en sus brazos. Klara estaba recuperando su cuerpo, o al menos tenía esta sensación. El viejo cuerpo abultado, herido, magullado y estúpido de todos aquellos meses de invierno después de que Paula hubiera nacido, ahora le parecía ablandado por el comienzo de una recuperación auténtica. Se dijo que era primavera y que la propia naturaleza se había puesto festiva. ¿Podía ser de otro modo? En cada bocanada había una gran fragancia. Dios estaba cerca y estaba en el aire, el buen Dios esplendoroso. Pero el aire estaba en paz. ¿Estaría Dios descansando en sus laureles? Se lo merecía. Lo merecía con creces. Quiso rezarle pero no supo cómo, puesto que en aquel momento no quería pedir nada, sólo alabarle por su gran bondad, lo cual era mejor hacerlo en la iglesia. Allí los demás harían lo mismo que ella y se entendería como un acto humilde, no vanidoso, mientras que en el prado estaba sola con Paula y las flores, y rebosante de felicidad. En efecto, pensaba en todos los niños y niñas de su infancia y en aquellas ocasiones insólitas en que retozaban y jugaban igual que aquellas dulces abejas locas que revoloteaban alrededor de la casa, eufóricas por estar al sol después de haber vivido todo el invierno en una mazmorra, locas de júbilo ahora que podían dar volatines aéreos, libres por un rato de todas sus obligaciones y tareas. En realidad, como Paula, eran nuevas bajo el sol.

Y Klara pensó en los años venideros en que Paula jugaría, y esta idea la llenó de amor por el pequeño Edmund, que era tan amable con el bebé, el único de los niños que lo era. Angela no le hacía demasiado caso (aunque era una chica cumplidora), y Adi era un problema: una vez le había visto pellizcar a Paula en un carrillo lo bastante fuerte para hacerla llorar. Klara le había dado un azote, una palmada seca en las posaderas, pero en adelante se lo pensaría antes de pegarle de aquel modo, porque ¿quién lo diría? Él le había mirado fijamente: el príncipe de príncipes, una mirada tan intensa que ella tuvo que emplear toda la fuerza en sus ojos para que él la bajara.

Era un día demasiado hermoso para pensar en aquel momento aciago —tan penoso había sido—; no, prefería dar gracias a Dios por haberle dado un bebé tan dulce, una hija que ella sabía que llegaría a ser su querida y preciosa amiga íntima. Y hasta se lo dijo en voz alta a Paula: «Que los ángeles me oigan», le susurró a su niña antes de volverse hacia la casa y sus quehaceres.

El castillo en el bosque
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
Section0144.xhtml
Section0145.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml