8

Edmund nació el 24 de marzo de 1894, unos meses antes de que Adolf cumpliera cinco años. Klara le había dicho que pronto tendría un hermano o —si Dios quería— una hermana, y Adolf estaba preparado para los dos casos. Tenía ganas de jugar con el bebé cuando llegase. Esperaba conocer a un niño de la mitad de su edad, al menos medido conforme al tamaño, un ser vivo que supiese hablar o, como mínimo, capaz de escuchar. Sin embargo, al acercarse a la cama de Klara se quedó boquiabierto, pues allí sólo vio un rebujo de tela sobre su pecho y una cara dentro del envoltorio tan arrugada como una manzana vieja.

Supo que se avecinaban cambios cuando la noche anterior le enviaron a la casa de un vecino, donde sufrió las molestias de dormir en una cama pequeña entre Angela y Alois hijo (que no paraban de pellizcarse por encima de su cuerpo, situado entre ambos). Esta conciencia se convirtió en su primera gran tristeza cuando, al día siguiente, corrió a la cama de su madre y la comadrona estiró una mano tan grande como su cara y dijo: «No hagas daño al bebé».

Klara lo empeoró. Le puso una mano en la cabeza. Pero fue un contacto pasajero y en él Adi no percibió amor. Las lágrimas afluyeron a sus ojos.

—Ah, el pobrecillo —dijo la comadrona, y le sacó de la habitación—. Dentro de unos días podrás acercarte a tu nuevo hermano.

—¿Hablará conmigo?

—Oh, serás el primero que le comprenda.

Dicho lo cual, se rió y volvió junto a la cama donde estaba la madre.

Rara vez Adolf se aproximaba lo bastante a Klara. Pero unas pocas semanas antes, todas las mañanas había disfrutado de la misma conversación con ella.

—Mamá —preguntaba Adi—, ¿eres la mujer más guapa del mundo?

Ella le revolvía el pelo.

—¿Tú qué crees?

—Creo que eres la más guapa.

Ella le estrechaba contra el pecho. El amor que él sentía por sus pechos no era tan absoluto como antes. Sin embargo, fingía que lo era, aunque hacía ya un año que ella le había destetado. Ahora no sólo se atiborraba de los pastelitos de nata que ella solía preparar para el postre, sino que los devoraba a tal velocidad que Alois hijo se quejaba sonoramente si Klara estaba presente o, en su ausencia, le daba un coscorrón en la cabeza a su hermano menor. Presa de un nuevo desasosiego por la escasa atención que por entonces le prestaba a Adi, Klara defendía su derecho a los pasteles.

—Es tan pequeño —decía— que los necesita más que tú.

De resultas del parto, estaba a menudo tan fatigada que no podía cocinar. La criada temporal hacía pastelillos de nata que sabían a leche cortada. Klara, a su vez, estaba amamantando continuamente a Edmund. O eso le parecía a Adolf. Experimentaba una nueva tristeza que se mezclaba con el triste tono de las campanas de la iglesia de Passau, que eran muchas y frecuentes.

Cuando ahora él intentaba preguntar si era la mujer más guapa del mundo, ella se reía, afligida.

—Oh, soy una chica ajada —decía—. No soy guapa, Dolfchen. Pero tu hermana Angela lo será.

Adi no estaba de acuerdo. Angela no era de fiar. Angela siempre quería pellizcarle. A veces era amable, pero pérfida.

—No, tú eres más guapa que Angela —decía Adi, y su madre negaba con la cabeza.

Entretanto, su padre pasaba en Linz la mayor parte del tiempo. Una semana después del nacimiento de Edmund tomó posesión plena de su puesto allí. Como Linz estaba a ochenta kilómetros de Passau, Alois no descargaba el peso de su fuerte voz más de dos veces al mes. Ahora, cuando Angela y Alois hijo estaban en la escuela, Adi se quedaba solo con su madre y el bebé, pero Klara seguía sin dedicarle tiempo. Y por la noche ya no sabía con certeza dónde iba a dormir. Alois hijo le usurpaba muchas veces el catre y Adi tenía que meterse en la cama de Angela. A veces ella le decía que no olía bien.

—Te apesta el aliento, Adi —decía. A menudo él ponía una manta en el suelo para no dormir con ella.

También tenía miedo de salir a la calle. Había niños de su edad y mayores jugando en el campo de detrás de la casa y sus gritos le asustaban. Pasaba el rato mirando las ilustraciones de un libro que su padre había comprado sobre la guerra franco-prusiana de 1870. Decidió que sería un valiente soldado. ¿Podría? ¡Era tan miedoso!

Una tarde, después de la escuela y en gran parte a instancia de Klara, Alois hijo sacó a Adolf de casa y le llevó al campo que había detrás. Sí, él había sabido que sería así. Una docena de niños jugaba a la guerra.

Alois examinó al grupo y eligió al cabecilla de un ejército, un robusto crío de cinco años.

—Éste es mi hermano —le dijo—, y si dejas que le pegue alguno de tu bando, tendrás que vértelas conmigo.

Asestó al niño en el brazo un golpe lo bastante fuerte para ratificar sus palabras y se fue.

Cuando Adolf volvió a casa aquella tarde, su hermano Alois le dijo:

—De ahora en adelante, yo me comeré primero los pastelillos de nata. Todos los que quiera. Si le lloras a tu madre, mimado, no te protegeré en el campo.

—No lloraré —dijo Adi, conteniendo la respiración como si estuviera aferrado a una cuerda.

Al día siguiente fue a jugar solo. Le asustaba más la burla de Alois que cualquiera de los golpes que pudiera recibir en la batalla.

En realidad, el primer día había sufrido un castigo muy pequeño. El chico gordo se apresuraba a interponer su cuerpo como escudo para proteger a Adi de los ataques. Además, no tardó mucho en captar el principio básico. Divididos en dos equipos, los niños jugaban a perseguirse por turnos. No era una guerra, sino más bien un corre que te pillo. Si te tocaban estabas muerto. Y cada refriega duraba a lo sumo unos minutos. A continuación, casi sin resuello, contaban las bajas, se recuperaban y empezaban de nuevo. Siempre había alguien que rodaba por el suelo en la primera carga a través del campo. Le sucedió incluso a Adolf, en una ocasión en que el gordo elegido por Alois fue interceptado por dos contrincantes. Un brusco empujón en el hombro y Adi mordió el polvo. Le entró tierra en la nariz.

No lloró. Le costó un gran esfuerzo de voluntad. Tuvo que negociar consigo mismo para abstenerse de llorar, y le dolió que nadie aplaudiera su reciente estoicismo. La herida en su amor propio era como el rasponazo en la mejilla. La nariz le ardía del atropello sufrido por sus orificios nasales, pero logró no llorar.

También se las apañó para eludir otra colisión durante el resto de las batallas del día. Salía disparado cada vez que se le acercaba un enemigo. Para su satisfacción, incluso eliminó a un niño.

Al día siguiente volvió a aterrizar en el suelo. El gordo le suplicó, compungido, que no se lo dijera a su hermano. Adi se concedió el placer de darle una palmada en la espalda. Que no se alarmara, le dijo: no diría una palabra. Pero aquella noche apenas pudo dormir. Pensaba que con el tiempo, cuando fuese capitán, el gordo, Klaus, sería su teniente.

Para cumplir aquel objetivo, inventó una nueva serie de reglas. Razonó que la guerra no consistía en dos ejércitos cargando entre sí, sino que también eran maniobras de un lado a otro. No conocía aún las palabras, pero poseía un instinto para el concepto.

A sus nuevos camaradas les propuso que se trasladaran desde el campo llano a una colina que había en el prado contiguo. Cada ejército comenzaría al pie de las laderas opuestas y así no sería visible hasta coronar la cima.

Una vez convencidos los niños de este cambio, introdujo una enmienda. Insistió en que no debían tocar al cabecilla de cada bando.

—Siempre —alegó— hay que respetar al oficial de más rango.

Para salirse con la suya, no venía mal que el fuerte y robusto Klaus estuviese siempre en su bando. No obstante, a Adi le asombró un poco lo bien que se manejaba en aquellos asuntos. A mí también.

El castillo en el bosque
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