6

Una noche calurosa de agosto, Alois hijo se tomó otra licencia desagradable. Esta vez, Klara se enfureció. El chico estaba sentado a la mesa para la cena, pero faltaba Angela. Estaba en el establo almohazando la piel mojada de Ulan después de que su hermano le hubiese puesto al galope al volver de los bosques, y de que luego le hubiera permitido sentar el paso un tiempo demasiado breve para que descansara. Klara no daba crédito a una conducta tan egoísta. Fue una de las pocas veces en su matrimonio que habló con brusquedad a su marido. Se hallaba ahora en su sexto embarazo y él, en aquel momento, no era el tío para ella.

—¿Le has consentido a tu hijo que deje ese trabajo a Angela? Eso no está nada bien.

—A Angela le gusta almohazar a Ulan —dijo él—. A mí no.

Alois hijo, por su parte, alzó la voz.

—Quizás yo no sepa tanto de caballos —dijo Klara—, pero sí puedo decir que el que monta al animal tiene que atenderlo luego. El caballo nota la diferencia. Aunque tú no la veas.

—No sabes nada de esto —dijo su hijastro—. De caballos no tienes la menor idea.

—¡Silencio! —gritó Alois—. Y cierra la boca hasta el final de la cena. No digas una palabra.

Al entrar en la refriega varios pasos por detrás de Klara, tuvo que demostrar autoridad.

—Sí, silencio —repitió—. Lo exijo.

Jawohl![3] —gritó su hijo.

Alois hubo de preguntarse si le estaba obedeciendo o se estaba burlando.

—Lo repetiré —dijo Alois—. No abras la boca hasta que acabe la cena. Ni una palabra.

El hijo se levantó y abandonó la mesa.

—Vuelve —dijo Alois—. Vuelve, siéntate y no hables. Hubo una pausa y el chico volvió, pero en ella ya hubo una sugerencia de todo lo que podría avecinarse.

Terminaron la cena sin decir una palabra. Angela llegó acalorada por la tarea, empezó a hablar y luego se calló. Se sentó, con la cara todavía húmeda por la rápida limpieza que había hecho con el cucharón, y bajó la cabeza ante la comida. Sentado a su lado, Adi estaba tan excitado y lleno de aprensiones que se quedó rígido de miedo a ensuciarse encima. ¿Y Klara? Comía despacio, haciendo muchas pausas, con la cuchara en alto. Le embargaba el deseo rebelde de reprender otra vez a su hijastro y después —un impulso no menor— a su propio Alois. Pero no dijo nada. Estaba vedado entrometerse con dos hombres que estaban tan furiosos. Edmund, el pequeño y babeante Edmund, se echó a llorar.

Esto brindó una solución. Klara lo cogió y abandonó la mesa. Alois se levantó entonces y salió de la habitación. Angela y Adi recogieron los platos para fregarlos y Alois hijo siguió sentado a la mesa, instalado dentro de su silencio, con una grave compostura, como si hubiese transmutado la orden de su padre en una especie de reverencia dirigida a sí mismo.

Alois padre no pudo dormir aquella noche, y al final de la tarde siguiente dejó el trabajo temprano. Por primera vez en bastante tiempo, fue a la única taberna que había en la zona, en Fischlham, a un buen kilómetro y medio.

Había dudado si debía ir. La parroquia era menos de su gusto que sus antiguos compinches de Linz. Además, conocía a los campesinos lo bastante para saber cómo le recibirían. Oía de antemano algunos pensamientos. «El campesino que trata de comportarse como un millonario», dirían a sus espaldas. O, igual de probable, lo contrario: «Este rico idiota que quiere jugar a ser campesino».

Había visitado a un par de vecinos en enero, cuando vio por primera vez la casa que iba a comprar, y les había hecho algunas preguntas. No le habían tratado con mucha confianza. Se lo esperaba. No iban a hablar con un extraño que quizás optase por no comprar la granja, pero que podría repetir cosas que les había oído decir y que quizás fueran ofensivas para el dueño. En suma, a Alois le dieron sólo las buenas noticias, buena tierra, sólo unos pocos animales pero un ganado excelente, una cerda de feria, un buen huerto; sí, y nueces, que era dinero fácil una vez al año.

No se había molestado en creerles. Tampoco en no creerles. Quería la granja. Había contado con que no podía ser tan buena como parecía y, en efecto, no lo era. Ya la vaca grande que había estado dando una leche estupenda tenía enfermas las ubres.

Sacó a colación este asunto en la taberna de Fischlham. Necesitaba hacerlo. Buscaba unas cuantas opiniones sobre los méritos respectivos de los veterinarios de la comarca, y las utilizó como una oportunidad de incitar a los granjeros a que también fueran francos sobre otras materias. Quizás no le considerasen siempre un idiota jubilado. Así que escuchó las opiniones prudentes sobre los veterinarios locales y no aprendió nada útil. A continuación habló de su tierra.

Cuando les dijo que había plantado patatas, parecieron incómodos. Del modo más indirecto, le dieron a entender que podría haber sido más juicioso cultivar remolachas.

—Tenía pensado plantar un acre, pero no el primer año. Demasiado a la vez.

Ellos asintieron. Labranza y trabajo. Sí. El matrimonio más antiguo. Quien mucho abarca poco aprieta.

Estaba claro que no eran parlanchines. Se pasaron una hora mirando a las paredes de madera sin adornos de la taberna, todo el rato preocupados por la punta de una astilla que Alois tenía en el trasero (regalo de la madera reseca del banco del local), hasta que uno de ellos soltó la insinuación apagada de que en la tierra que había dedicado a las patatas tendría que haber plantado remolachas. Era porque la cosecha del año anterior había sido de trigo. Hablaron, pues, de una variedad de trigo que él desconocía, pero que era la que el dueño anterior había plantado los tres últimos años. ¿Quién sabía? El suelo quizás estuviera agotado. No dijeron tanto; se limitaron a aspirar de la boquilla de sus pipas y a beber su cerveza con expresión triste. Lo peor de todo fue para Alois advertir que no se entristecían por él, no, sino por la atrocidad cometida contra la tierra que ahora poseía otro hombre rico, un intruso que pretendía hacerse campesino.

El olor de la taberna se volvió desagradable. No localizaba el mal olor que se mezclaba con la cerveza, pero era impuro: ¿leche cortada? ¿Estiércol viejo? ¿Un montículo de abono delante de la puerta? Lo que más le molestaba de aquel antro silencioso de madera parda era que ni siquiera había rastro de schnapps en el aire, ni siquiera un buen borracho de ciudad.

No perdió la velada, sin embargo. Se enteró del nombre de un apicultor que vivía en Hafeld. Y, para más consuelo, el regreso a casa fue agradable. Había despuntado una luna llena y anaranjada de finales de verano. Empezó a sentir cierto bienestar por la cerveza. Aquella noche, la que había ingerido debía de habérsele almacenado en el estómago, para dispensarle algún placer sólo ahora. Efectuó una larga y magnífica micción en la orilla de la carretera.

A la mañana siguiente le invadió de nuevo una melancolía creciente. Tenía que sobrellevar la decepción de tres acres de patatas. Probablemente acabaría vendiendo media cosecha. Sus compañeros tabernarios de la noche anterior (que en el recuerdo olían igual que la tasca de Fischlham) tenían razón. Tres años de trigo habían dañado a la tierra. Lo sabía cada vez que desenterraba una patata temprana. Y de pronto sintió unos tirones en el intestino. ¿Le estaría dando guerra el corazón? A veces sentía como si aquel órgano que tan fiable había sido durante largo tiempo —un camarada tan animoso— se esforzara en subirle hasta el cerebro. Sí, cefaleas.

En vista del trabajo pendiente de desenterrar las patatas y llevarlas en un carro al mercado de Fischlham, terminó contratando a un jornalero durante una semana, un mentecato, pero que, a la postre, seguramente prestaba un servicio tan útil como Alois hijo. ¿Cómo acabaría el chico? ¿Se convertiría en un delincuente? Alois, desde luego, se lo imaginaba yendo a parar a algún sitio como la legión extranjera francesa. Pensamientos sombríos, pero que tenían su atractivo. Cuando era joven, habría sido un buen legionario, dispuesto a cualquier cosa. ¿O era una insensatez? El chico era en algunas cosas más desmedido que el padre. ¿Era por esto por lo que, en aquella época, siempre se hablaban como si estuvieran ambos de puntillas?

El jornalero era un majadero, pero resultó capaz de reservarse algunas de las patatas. Alois ni siquiera tuvo la certeza de que le hubiese robado. Una tarde en que no se encontraba muy bien, había dejado que el peón llevase el producto al mercado, y volvió con menos kronen de los que Alois había calculado. Una pequeña sisa. Sin asomo de duda.

Después vino el fin desgraciado de la cerda. Murió. Angela estaba inconsolable. A Alois le asombró el largo tiempo y el desconsuelo con que podía llorar una fémina de doce años.

Empezó cuando el animal grande y bonito se puso de mal genio. Día tras día, la cosa empeoró. Angela estaba tan afligida que Alois echó mano de sus propios depósitos de orgullo y pidió consejo a sus tres vecinos más cercanos. Entonces tuvo que reconocer que había olvidado una de las leyes que en su infancia, antes incluso de cumplir diez años, le había enseñado Johann Nepomuk. En materias agrícolas, no había normas a las que atenerse, no si tenías la mala suerte de topar con un problema inesperado. Hasta tus amigos más juiciosos discrepaban acerca de la solución. Por supuesto. Ahora aprendió que cada granjero tenía su propia idea de cómo curar a un cerdo enfermo. Por supuesto.

Los tres vecinos, respectivamente, recomendaron un emético, un astringente y un diurético. Los tres se equivocaron. La cerda dejó de respirar, sufrió una hemorragia y se murió. Los tres habían supuesto que el mal sólo podía estar en el estómago o en los intestinos. ¿Dónde, si no, en un gorrino? ¿Quién había oído hablar de tisis en un cerdo tan grande? ¿Quizás fuese otra cosa? Tampoco el veterinario al que llamaron después del fallecimiento estaba seguro. Seguramente los pulmones, pero no se atrevería a jurarlo.

Nada podía haber agravado más el estado de Alois. ¡Pagar dinero después de muerto el animal! ¿Por qué? Porque tenía que conocer la causa. ¡Qué estupidez! No pensaba criar más cerdos de momento, pero aun así tenía que conocerla. Y he aquí que descubría que el veterinario —si merecía tal nombre— no estaba más seguro del motivo que los tres vecinos. Le dijo a Alois que habría que pagar las pruebas de laboratorio que le harían en Linz. ¡Al infierno con la idea! Semejante dispendio sería inmoral. Para colmo, tenía que enterrar al animal entero. Estuvo tentado, pero no osó clavarle el cuchillo en busca de buena carne. Si hubiera estado solo, habría buscado algunos cortes selectos: al fin y al cabo, los jamones ¿cuánto tenían que ver con los pulmones? Pero no, el veterinario fue categórico.

—No se arriesgue a tocar ninguna parte de este animal, Herr Hitler.

¡Sí, fue lo que le dijo el hombre, pero sólo después de haber cobrado! Y encima estaba Angela con sus hipos y sollozos: «¡Ay, ay, ay!». Por no hablar de la tarea de cavar el propio Alois un hoyo para el cadáver.

Sí, eran pérdidas que tener en cuenta. ¿Qué clase de ganancias cabía esperar de la mediocre cosecha de patatas? Cuando añadió el coste de las patatas de siembra y el abono comprado para los tres acres, y luego restó el sueldo del bracero que había contratado, la pérdida de la cerda y los honorarios del veterinario, ¿cómo afirmar que había ganado una suma respetable? De no ser por las nueces, que habían sido, como prometían, dinero fácil levantado del suelo, no habría tenido ningún beneficio.

Logró tranquilizarse. Por fortuna no se hallaba en un aprieto económico. Su pensión era seis veces el salario de cualquier jornalero como el pobre que había contratado. De todos modos, aquello no le extraía la auténtica espina que llevaba clavada en la barriga. Uno de sus puntos fuertes siempre había sido la certeza de saber cuándo la gente pretendía engañarle. Y ahora había descubierto que la tierra adquirida no era para jactarse. Hubo un tiempo en que podría haber sido campesino. Ahora, como mucho, podía considerarse un incauto de ciudad, embaucado en una compra de terreno. ¿Se sentiría peor si Klara se liaba con un mozo de labranza? Esto era imposible, pero ¿cómo había sido posible que a él, Alois Hitler, le timaran en aquel negocio?

En octubre estaba ya empozado en la tristeza. Hasta el sabueso era un cachorro compungido. ¿Cómo iba a mirarse así mismo: como a un hombre maduro con un cachorro marchito colgado entre las piernas?

Klara, encinta de siete meses y medio, intentó explicárselo. Una vez recogida la cosecha de patatas y terminado tanto trabajo rudo, era normal sentirse un poco desdichado. Podía asegurarle que las mujeres se sentían así al día siguiente de haber dado a luz. Habían depositado en el útero muchísima esperanza y esfuerzo, pero después volvía a estar vacío. El bebé estaba allí, hermoso, pero por un tiempo la parturienta se sentía vacía. Por un tiempo. Era natural.

Ella nunca se había puesto tan filosófica, pero él tuvo ganas de cortarle la cabeza. «¿Qué soy yo, una mujer?», quiso gritarle.

El castillo en el bosque
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