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Llegó el ascenso de Alois. La inspección de finanzas le nombró jefe de aduanas del puesto de Passau y Klara estaba contenta, contentísima. Se había casado con un hombre de provecho.
Por otra parte, difícilmente podían mudarse antes de que Alois ocupara su nuevo cargo en Passau. La ciudad estaba a un día entero de viaje desde Braunau, lo que significaba que Alois tendría que pasar semanas lejos de su familia. En consecuencia, Adolf ganduleaba al lado de su madre en la cama grande.
Aunque era doloroso que Klara le expulsara cada vez que Alois volvía a casa, el niño aprendió también que la pérdida de aquella felicidad se remediaría en cuanto Alois regresara a Passau.
Esta situación duró un año. Incluso cuando al final la familia tuvo que alquilar un alojamiento en Passau, Alois debía supervisar otras ciudades fronterizas. En consecuencia, estaba ausente tanto tiempo como antes, lo que permitía a Adolf dormir cerca de su madre.
En cuanto a Alois, su nuevo cargo gratificaba su vanidad, pero introdujo una amenaza para su confianza. En Braunau, un puesto menos importante, los contrabandistas apresados eran normalmente sujetos sin importancia. Como la mayoría de los productos que cruzaban eran agrícolas, pesarlos era tedioso. Aunque Braunau tuviera una bonita ubicación a la orilla del río Inn, hasta su arquitectura era monótona.
En Passau, las aduanas austriacas, de mutuo acuerdo entre los dos países, operaban en la ribera alemana del Danubio. La diferencia era visible. Passau había sido gobernado en otro tiempo por un príncipe obispo y podía vanagloriarse de sus torres medievales. Algunas de sus iglesias databan de los albores de la Edad Media. Los muros de Passau reflejaban la grandeza del deber abnegado, crímenes antiguos, cámaras de tortura, secretos oscuros, gloria fenecida y —muy oportunamente para Alois— contrabandistas dotados de suficiente imaginación como para representar un desafío.
De modo que el nuevo cargo tenía sus molestias. Si bien su presencia uniformada había sido hasta entonces una plena advertencia para malhechores en potencia, sabía que mucho dependía del rigor de su actitud profesional. Se esforzaba, por tanto, en presentar una personalidad de calma oficial suprema, la de un hombre que se había investido de un sello incorruptible. Que los viajeros supieran que no era un hombre con quien jugar. Había estudiado a muchos funcionarios de aduanas de la clase alta: los que poseían una educación universitaria, y algunos ostentaban lívidas, inestimables cicatrices de duelo. Eran los que le servían de modelo.
Al asumir el mando en Passau se sintió, sin embargo, menos a gusto en su piel de buen ciudadano austriaco. Su tono, a raíz de hallarse en el lado alemán de la frontera, se volvió una pizca demasiado áspero. A veces una nimiedad suscitaba en él una reacción desmedida. En una ocasión soltó una diatriba porque un subordinado le llamó «Herr oficial» en lugar de «Herr alto oficial Hitler». Intuía que sus nuevos subalternos eran más instruidos que los de Braunau. ¿Se le tornarían críticas aquellas caras nuevas? De vez en cuando, mirando desde su puesto el curso del Danubio por debajo del puente aduanero, los ojos se le llenaban de lágrimas. Daba en pensar en Braunau y en las dos mujeres enterradas en la región, la querida y ardiente Franziska, sí, y por un instante también lloraba a Anna Glassl. No era una belleza, pero sabía qué hacer debajo de las sábanas.
Fumaba sin parar. Sin que él lo supiera, le apodaban «la nube de humo». (Aquí, el alemán es muy expresivo: die Rauchwolke). «¿Y de qué humor está hoy die Rauchwolke?», preguntaba un joven funcionario a otro cuando llegaba al trabajo. Alois sabía que aquellos inferiores le guardaban rencor porque no les permitía la libertad que él disfrutaba: no obstante, esta misma injusticia reforzaba su autoridad. Aunque un buen funcionario debía ser, en general, justo, podía ejercer algunas arbitrariedades. Hecho con sensatez, resultaba eficaz. Rebajaba un peldaño a los subordinados.
Ahora que Klara y los niños se habían reunido con él en Passau, también se volvió más severo con su prole. Alois hijo y Angela pronto aprendieron a no dirigirle la palabra, a menos que les hiciese una pregunta directa. De lo contrario, no debían interrumpir sus pensamientos. Si Alois hijo estaba fuera, el padre se colocaba dos dedos en los labios y silbaba. Era una forma de llamarle idéntica a la que utilizaba con Lutero. A su vez, Alois hijo, de mejillas frescas, fuerte y fornido, y con una cara que recordaba a la de su padre, había provocado en Klara y Angela un acceso de histeria recogiendo una tarde un excremento monumental que Adi había tenido a bien depositar en la alfombra de la sala. Cuando la madrastra y la hermana empezaron a gritar al ver aquello en la mano de Alois, oscura, aguerrida y tan imponente como una estaca primaria, él las persiguió, con ojos fieros. ¡Qué travesura! Klara y Angela gritaban aterrorizadas. Adi se sumó entonces al coro y gritó con las otras dos incluso mientras hacía cabriolas detrás de Alois, y no paró hasta que el hermano mayor, cansado de la juerga, arrancó un trozo de la cagarruta, se dio media vuelta y lo plantó en la punta de la nariz de Adolf.
Aquella noche Klara se lo dijo a Alois padre. La zurra que siguió fue comparable a la que recibió Lutero. Al día siguiente, Alois hijo a duras penas salió arrastrándose hacia la escuela. Rigurosa fue, después de este episodio, la disciplina en la casa. Cuando Alois volvía de su trabajo, los niños a lo sumo osaban susurrar. Klara, no queriendo disgustarle, también estaba callada. Cenaban en silencio. El aliento de Alois, que olía a carne y a cerveza agriada, se mezclaba con el aroma de la lombarda.
Después de la cena se sentaba en la butaca, elegía una de sus pipas de larga boquilla, apretaba el tabaco en la cazoleta con toda la autoridad que se arroga el pulgar de un hombre de importancia oficial y procedía a enrarecer el aire con la humareda. Alois hijo y Angela se iban a su cuarto en cuanto él les daba permiso. Adi, en cambio, se quedaba.
El padre sujetaba con la mano la cabeza del niño de tres años y con una sonrisa híbrida —cincuenta por ciento de afecto y otro cincuenta de pura ruindad— soplaba humo en la cara de Adolf. El niño tosía. El padre se reía.
Cuando Alois le soltaba la cabeza, Adolf sonreía y corría al retrete. Allí vomitaba. A veces, con la cabeza encorvada sobre el cubo, el pequeño recordaba los sonidos de Alois haciendo el amor con Klara y aquellos mismos gruñidos acompasaban las arcadas del estómago. Se preguntaba una y otra vez por qué su madre nunca se quejaba del humo.
No se atrevía. Intuía que la mayor provocación a su marido sería hacerle un comentario acerca de su pipa.
Además, Adolf le había dado otro motivo de miedo. Un día en que ella le limpiaba el trasero (y no hizo este gran descubrimiento hasta que el niño tenía tres años, tales eran las curiosas convenciones de Klara), advirtió que en vez de dos sólo tenía un testículo.
Un doctor de la ciudad la tranquilizó diciendo que no había que temer aquel fenómeno médico.
—Muchos chicos así, cuando crecen, son padres de familia numerosa.
—¿Entonces no será distinto de los demás cuando vaya a la escuela?
—Los chicos así son a veces activos. Muy activos. Eso es todo.
Estas amables palabras no sosegaron a Klara. La falta de un testículo dejó una mancha más en la familia Poelzl. No sólo había una contrahecha, su hermana Johanna, sino un primo carnal que era un perfecto mentecato. Por no hablar de todos los hermanos difuntos de Klara, de sus hermanas e incluso de sus hijos muertos. Decidió que Adolf no había heredado la fuerte constitución de Alois, no, nada de la fuerza que el padre había obviamente transmitido a Alois hijo. Lo cual era también culpa de Klara. Había amado a su marido la noche en que Adolf fue concebido, pero sólo aquella noche, y de un modo…, ¿no fue pecaminoso? ¡Vaya una noche!
Pero de nuevo —¿sería demasiado tarde?— ella creía que había vuelto a amarle. Llegó a esta conclusión despacio, paso a paso, a lo largo de muchos meses, pero una hermosa noche de junio, año y medio después del traslado de Alois a Passau, sintió por él un nuevo respeto. Pues aquella tarde misma él había sabido que al cabo de otros seis meses sería destinado a Linz, la capital de la provincia, como jefe de aduanas. Era el cargo más importante que existía en todos los servicios entre Salzburgo y Viena, y llegaba en un momento oportuno, ya que iba a jubilarse al cabo de pocos años y su ascenso aumentaría la suma de su pensión.
Aquella noche engendraron. Quizás no hubo nunca una hora en que amó a Alois más simplemente, o en que comprendió lo mucho que ella deseaba un segundo hijo. Adi, con su testículo único, había sembrado en su corazón un horror ínfimo pero duradero. No se atrevió a pensar por más tiempo que el niño viviese una larga vida. Por el contrario, necesitaban otro hijo. Osó rezar para que fuese un varón. Resolvió que el nuevo sería tanto de ella como de Alois.