6
El último día de enero, cinco meses después de que Adolf hubiera empezado sus estudios en la Realschule, Klara fue convocada en la escuela.
Más tarde, en el trolebús, con los ojos cerrados muy fuerte para controlar las lágrimas, no supo si tendría el valor de decirle a Alois que el boletín de notas de Adolf era horrible.
De hecho, cuando Alois se enteró la noche siguiente, lo supo después de la que ya era para él la segunda peor mañana del año: el primero de febrero. Trataba de prepararse para el aniversario de la muerte de Edmund el día siguiente, 2 de febrero, y cuando paseaba a través de Leonding, procurando no pensar en nada, se encontró con Josef Mayrhofer. El alcalde le propuso entonces algo inusitado. Era infrecuente que dejase la tienda al cuidado de su dependiente, a no ser que le aguardasen tareas de su cargo en el ayuntamiento, pero le propuso que fueran a beber algo en la taberna.
Una vez allí, hablaron del peso inminente de aquel primer aniversario: hombres buenos atenazados por emociones tristes. Mayrhofer hizo entonces algo que nunca había hecho. Dijo:
—Prométame que no castigará al mensajero.
Alois contestó, confiado:
—Usted nunca será portador de malas noticias.
No obstante, sentía ya cómo se le removía el pecho.
—Debo preguntarle: ¿tiene un hijo mayor que se llama como usted?
Alois agarró al alcalde del antebrazo con tal fuerza que se lo magulló. Mayrhofer se zafó con una sonrisa de desdicha.
—Bueno, ya ha castigado al mensajero. —Levantó una mano—. Basta —dijo—. Tengo que decirle…, hoy ha llegado un informe que circula por el distrito. Su hijo está en la cárcel.
—¿En la cárcel? ¿Por qué?
—Lo lamento mucho. Por robo.
Brotó una voz baja y gutural.
—Me cuesta creerlo —dijo Alois. Pero sabía que era cierto.
Mayrhofer dijo:
—Puede visitarle, si quiere.
—¿Visitarle? —dijo Alois—. Creo que no.
Estaba sudoroso y a punto de perder sus buenos modales.
—Lo más duro que he tenido que hacer en mi vida fue renegar de mi hijo mayor —consiguió decir—. Mayrhofer, somos una familia modélica, ¿comprende? Mi mujer y yo nos hemos ocupado de criarles como es debido. Pero Alois era la manzana podrida del canasto. Si yo no hubiera renegado de él, los demás hijos habrían sufrido. Y ahora los tres que siguen vivos —se contuvo, no sollozó— saldrán adelante muy bien.
Aquella noche, ante la insistencia de Klara, Adolf tuvo que enseñar el boletín de notas a su padre. Al ver la expresión en la cara de Alois, Klara sintió como si hubiera traicionado a su hijo.
Con un tono tan sombrío como para declarar la guerra, Alois manifestó:
—Le hice un juramento a tu madre. Fue a petición de ella. Dije que nunca volvería a azotarte. De esto hace un año. Pensábamos en la tragedia de nuestra familia. Pero ahora puedes estar seguro de que romperé mi promesa. Es la única conducta posible cuando la persona más protegida por el juramento lo deshonra. ¡Vamos! Vamos a tu dormitorio.
Una vez más, contuvo su mal genio. Estalló, sin embargo, en cuanto se desató el cinto.
Al primer azote, Adolf se dijo: «¡No gritaré!». Pero los golpes eran tan severos que empezó a chillar. Alois nunca había usado una correa de cuero. Era como si llevase en la punta una lengua de fuego. ¡Lo único que el chico acertó a pensar fue que no quería morir! De hecho, no sabía lo que le destruiría antes: los correazos en las nalgas o el dolor de corazón. En aquel momento, su padre, ya sin resuello, se detuvo, desalojó a Adolf de encima de sus rodillas y le dijo:
—Ahora ya puedes dejar de llorar.
Alois se sumió en la depresión: haber vivido tanto tiempo para perder ahora la confianza en los pobres restos de su descendencia masculina.