10

Era la segunda vez que Adi había oído gritar a su padre: la primera vez, a Alois hijo, por dejar al sol aquella colmena, y ahora para separar a los perros.

Qué autoridad había transmitido la voz del padre. ¡Qué dominio de la situación! Su padre había saltado en medio de dos fieras enzarzadas en un combate feroz, con sangre volando de hilos de saliva, pero había conseguido separarlas. ¡Qué intrepidez! Adi estaba ahora enamorado de su padre. Ahora, cuando se internaba en los bosques solo —cosa que no era una nimiedad—, se forzaba a procurar no tener miedo del silencio de aquellos árboles inmensos que musitaban en la quietud mayor del bosque. Tiritando, Adi ejercitaba allí el poder de su voz. Gritaba a los árboles hasta que le dolía la garganta.

Yo estaba encantado con él. Empezaba a ver por qué el Maestro mostraba aquel interés especial. Si, después de las más grandes tentativas de vociferar, se movían unas hojas por efecto de una brisa pasajera, Adi decidía de inmediato que el poder que emanaba de su voz había inspirado al viento. ¡Y en un día tan plácido!

Un día estuvo al borde de encontrarse con su padre, pero yo les desvié. No quería que se topasen. No aquel día. El padre podría haberse mofado del niño por la insensatez de gritar a los árboles, y el niño podría haber seguido a su padre y, en consecuencia, habría presenciado la ejecución de Lutero. Vigilé para evitarlo. Al Maestro no le habría gustado que el choque resultase nocivo. Queríamos ser nosotros, no los sucesos, los que moldeaban a nuestros clientes.

Aquella tarde supuso una caminata para Alois padre y otra aún más larga para Lutero. Tenía una de las patas traseras infectada por la pelea. Cojeaba, y al cabo de unos centenares de metros empezó a renquear.

Creo que Lutero presintió lo que le esperaba. Aunque es indudable que el Maestro posee la capacidad de controlar los pensamientos que circulan entre los humanos y los animales, no nos alienta a ejercitar nuestros instintos en esa dirección. O, al menos, no a los demonios con los que trabajo. En realidad, a menudo siento una curiosidad dolorosa por todo lo que no sé sobre los departamentos, extensiones, servicios especiales, zonas, frentes, prominencias, recintos, órbitas, esferas, rondas y enclaves ocultos que el Maestro dirige. Sobre todo esto último: los enclaves ocultos. Para ser un demonio, no sé más del siniestro que lo que me han ordenado utilizar como efecto en mi trabajo. En realidad, las maldiciones y hechizos que la leyenda nos atribuye a todos los demonios nos las suministran como utensilios, y sólo cuando son necesarios.

Por tanto, para mí no era lo habitual seguir los pensamientos emitidos y captados que se transmitían Alois y Lutero. De todos modos, no me costó entender que Lutero conocía que el fin estaba cerca y que Alois, de buen o de mal grado, estaba absorto cavilando la manera de acabar con el perro.

De entrada, decidió no matarlo de un tiro. Poseía una escopeta y una pistola. La primera sería una chapuza, y la segunda le desagradaba. Sería deshonrar a Lutero. Sí. Las pistolas estaban reservadas para los malhechores. Ya fuese a sangre fría o en defensa propia, una bala de pistola era una muerte no sólo impersonal, sino tremenda.

Permítanme observar que no me sorprendía tanto leer tan fácilmente los pensamientos de Alois. Estaba familiarizado desde tiempo atrás con su actividad mental y a menudo seguía sus pensamientos conscientes con tanta agilidad como se unen los puntos en un rompecabezas infantil. No pertenecía a mi jurisdicción, pero le conocía mejor que a muchos clientes.

Creo que quizás yo haya desarrollado o me hayan sido concedidas algunas destrezas excepcionales para este servicio específico. Aunque Adi fuera mi cliente principal, a mi regreso de Rusia me habían otorgado poderes secundarios que me facultaban, como mínimo, para penetrar en la cabeza del padre y de la madre con esa especie de claridad que poseemos para los humanos a nuestro cargo.

De hecho, en aquella ocasión los pensamientos de Alois eran interesantes. Había resuelto que la única forma de eliminara su viejo compañero Lutero era una cuchillada directa en el corazón. El veneno no servía: era peor que una pistola o una escopeta, totalmente traicionero, y podría causar horas de dolor. Alois ignoraba (y tampoco le importaba) si los humanos poseían alma, pero no albergaba dudas respecto a los perros. La tenían, y había que ser leal con el alma de un perro. No se le quitaba la vida con el retumbo de una bala —¡qué conmoción para el alma!—; no, tendría que ser el afilado golpe de un cuchillo, fiero y limpio como el mismo corazón del perro en el momento en que le cortaban el hilo de unión con la existencia.

Alois siguió rumiando estas meditaciones a medida que se abría paso en el bosque y reducía una y otra vez el paso para esperar al viejo animal renqueante, y enseguida llegaron a un punto en que Lutero se sentó, se negó a moverse y miró largo tiempo a los ojos de Alois. Yo juraría que si hubiera poseído el don del habla habría dicho: «Sé que vas a matarme y eso explica por qué te he tenido miedo durante toda mi vida. Sigo teniéndolo ahora, pero no daré un paso más. ¿No ves que estoy perdiendo la dignidad que me queda cuando insistes en que nos adentremos más y más en el bosque? Ya no controlo mis tripas y no quiero seguir arrastrando las patas mientras las va cubriendo esta mugre, y entonces me siento y tendrás que levantarme y llevarme en brazos si quieres ir más lejos».

Alois se sonó la nariz. Veía que el perro no se movería. Pero aún no habían llegado al lugar que había elegido para el sacrificio. Mentalmente había elegido un pequeño barranco a poco menos de un kilómetro de allí, en el fondo de cuya línea divisoria dejaría el cadáver tapado con barro y hojas, y por último colocaría sobre el cuerpo una gran rama hueca. Si era necesario, la sujetaría con piedras.

Tal había sido el plan de Alois. Lo había pensado con todo detalle. Le había gustado la lógica de aquel entierro —muchísimo mejor a que te asfixiaran unos terrones, ¡su perro no era una patata!—, pero ahora vio que Lutero no se movería. Y él, Alois, por desgracia, ya no tenía fuerzas para transportarle cuesta arriba y abajo los ochocientos metros que faltaban. Por consiguiente, tendría que ser allí. Después volvería a la granja, cogería un pico y una pala y cavaría una tumba en aquel bosquecillo que era, de hecho, un paraje verde y decoroso, rodeado de una media luna de árboles y algunos matojos; sí, podría ser allí. Pobre Lutero.

Entonces Alois tumbó de espaldas al perro sentado, le hizo caricias, le miró a los ojos, que habían enfermado en los últimos minutos de un modo tan directo y visible como la expresión de cualquier criatura provecta cuyo hígado se precipita hacia la tumba antes que ella, una vieja cara triste, desde luego, y Alois desabrochó la solapa de la funda que contenía su cuchillo de monte, insertó la punta de la hoja en el centro del arco de la caja torácica canina y lo empujó hasta la empuñadura. La cara del perro se convulsionó, el sonido de la expiración de Lutero fue doloroso para el oído de Alois. Fue, en efecto, mucho más humano de lo que había previsto.

Después la cara de Lutero pasó por numerosas expresiones. Por fin se le fijó la que habría de perdurar en su cara durante las primeras horas que siguieron a la muerte, antes de que el cuerpo empezara a descomponerse. Lutero de nuevo parecía un perro joven y había recobrado cierto amor propio indefinible, como si siempre hubiera sido más hermoso de lo que nadie hubiese advertido nunca, y hubiera podido ser un gran guerrero si se lo hubiesen pedido siendo joven; sí: pareció un guerrero cuando sus facciones compusieron aquella expresión de orgullo casi definitivo.

Alois pensó que había sido una muerte mejor de lo que había esperado. Le complacía su sagacidad, había elegido bien, pero en cualquier caso le asombraron los cambios que había presenciado en los últimos momentos de Lutero, y se sintió vacío.

Alois viviría seis años y medio más, pero aquella tarde en el bosque atravesó un cruce en el camino que llevaba a la muerte.

Así que después se preguntaría muchas veces si era un hombre peor o mejor por su compromiso de dar muerte a Lutero personalmente y tomarse luego el trabajo meticuloso de enterrarlo.

El castillo en el bosque
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