3

Ahora, cada vez que quería que Adi acudiese a su lado, Alois silbaba. Era un buen silbato penetrante, tan agudo que hacía daño al oído. Tampoco reducía el volumen cuando el chico se encontraba a su alcance. En la taberna, a Alois le encantaba decir ahora:

—Si estás educando a un hijo, no prescindas del látigo. Lo sé por experiencia.

Más de una vez, Alois le dijo a Adi:

—El tiempo y el sacrificio no sirvieron para nada con tu hermano mayor. Contigo, Adi, no malgastaré mi tiempo.

Adi estaba paralizado por el miedo. Tuve que preguntarme si los efectos definitivos de esto servirían a nuestro propósito. Desde luego, sabemos utilizar como instrumento la humillación propia y la ajena cuando trabajamos con maníaco-depresivos. Si queremos empujar a un cliente a que perpetre un acto de violencia, una serie de humillaciones induce al sujeto a oscilar muy rápidamente entre los polos de su depresión y su manía. No tarda mucho en producirse un brote.

Yo no veía motivo para algo tan drástico aquí a una edad tan temprana. Sin embargo, el Maestro no me urgía a que contuviese a Alois y el padre estaba empapando de desdicha el espíritu del niño. Adi estaba recibiendo todo ese poso de angustia que lleva a la aparición de una incurable melancolía.

Hay medios establecidos de sembrar suicidios. Por tanto, yo no sabía qué objetivo último tenía pensado el Maestro. El niño era lo bastante delicado para que aquello saliera mal. Qué desastre, y por tan poca cosa.

Pero el Maestro nos sorprendía a menudo con iniciativas parecidas. Muchas veces corría albures audaces con la vida de nuestros clientes. Había ocasiones en que, si planeaba un futuro ambicioso para un joven cliente, alentaba la dominación parental y, a veces, la incitaba. Creo que lo consideraba otro tipo de inoculación contra futuras crisis emocionales. Naturalmente, estos experimentos también podían propiciar una inestabilidad futura. En cuanto implantamos una humillación profunda en un cliente orgulloso, también realizamos la tarea de transformar esta herida en una fuerza posterior. Lo cual puede resultar tan difícil como convertir a un cobarde en un héroe. Pero cuando lo conseguimos, cuando el abismo psíquico de un suicida potencial se transmuta en promontorios del ego, una inmensa apuesta ha tenido éxito. El infeliz humillado antaño ha adquirido el poder de humillar a otros. Es un poder diabólico y su adquisición no es fácil. No obstante, no quisiera exagerar. Adi, en aquel momento, distaba mucho de estar totalmente sometido. Mostró cierto talento en abogar por su causa ante Klara.

—Madre —le dijo—, mi padre me mira ahora como si yo siempre fuera culpable.

Ella lo había advertido. También para sus oídos el silbato era una aguja.

—Adi, nunca debes decir que tu padre se equivoca —le dijo.

—Pero ¿si está equivocado?

—No lo hace adrede. Quizás comete un error.

—¿Y si está muy equivocado?

—No lo estará siempre.

Klara asintió. No sabía si creía lo que dijo después, pero lo dijo.

—Es un buen hombre. Un buen padre tarde o temprano siempre se da cuenta de que sigue una dirección errónea. —Asintió de nuevo, como para obligarse a creer estas palabras—. Hay un momento en que el padre reconoce que puede haberse equivocado —dijo. Tocó con la mano la cara del niño como para enfriar la fiebre en sus mejillas—. Sí —dijo—, oye sus propias palabras y comprende que son incorrectas. Entonces cambia.

—¿Sí?

—Sin duda alguna. El padre cambia. —Hablaba como si ya hubiera sucedido en el pasado—. Cambia —repitió por tercera vez—, y ahora lo que dice es correcto. Va en la buena dirección. Porque está dispuesto a cambiar. ¿Sabes por qué?

—No.

—Porque te dijiste que nunca le causarías confusión. No lo harías porque es tu padre.

Agarró a Adi de la cintura y le miró a los ojos.

Klara había sido la primera de la familia en advertir (y seguía siendo la única) que a Adi se le podía hablar como si tuviera diez o doce años.

—Sí —le dijo ahora—, es mejor que no haya confusión en casa. Por tanto nunca debes acusar a tu padre. Él podría sentirse weiblich. Y sentirse débil es muy malo para él. No se puede esperar que admita que tiene una debilidad.

En este punto empezó a hablar de die Ehrfurcht. Honrar y temer. La madre de Klara había empleado la palabra al hablar de Johann Poelzl. A Klara casi había llegado a decirle que era un granjero que trabajaba de firme pero que tenía mala suerte —¿quién de la familia no sabía esto?— y sin embargo siempre había tratado a su mujer con Ehrfurcht, como si fuera un hombre importante y triunfador.

—Es lo que mi madre me enseñó a mí y ahora te lo digo a ti. La palabra del padre es la ley de la familia.

Lo dijo con tal solemnidad que el chico sintió como si le inyectaran una fuerza sagrada. Sí, algún día tendría una familia y todos sus miembros le honrarían y le temerían. En aquel momento, sus ganas de orinar se volvieron apremiantes. (Este fenómeno le afligió en aquellos años siempre que se disponía a concebir ideas grandes y felices sobre él mismo). En mitad de la perorata de su madre, estuvo a punto de sufrir un accidente, pero lo evitó: tenía que hacerlo si quería creer que en el futuro recibiría su cuota de Ehrfurcht.

—Si —le dijo ella a su hijo—, la palabra del padre tiene que ser la ley. Justa o injusta, no puedes discutirla. Tienes que obedecerle. Por el bien de la familia. Justo o injusto, el padre siempre tiene razón. De lo contrario, todo es confusión.

A continuación se refirió a Alois hijo.

—Él no tenía Ehrfurcht —dijo—. Prométeme que nunca dirán esto de ti. Porque ahora eres el hermano mayor. Eres importante. Aquel chico que era tu hermano es como si estuviera muerto.

Adi tenía el cuerpo mojado. Era como si una luz sacra hubiese iluminado también su transpiración, tan absoluta era la importancia de sentir aquello. Entré en su pensamiento el tiempo necesario para decirle: «Tu madre tiene razón. Tú eres ahora el hermano mayor. Los más pequeños te honrarán y respetarán».

Sí, Adi lo comprendió y por la noche le trabajé la mente hasta que este concepto se convirtió en una certeza igual a una de esas avenidas bien pavimentadas del pensamiento que siempre están preparadas para un tráfico mental pesado. Muchas noches yo habría de decirle una y otra vez que Alois hijo estaba separado de la familia para siempre.

Alois padre no me fue de poca ayuda. En diciembre ya había redactado un nuevo testamento. Estipulaba que, después de su muerte, el hijo llamado Alois sólo recibiría de la herencia el mínimo prescrito por la ley. «Cuanto menos mejor», añadía. Como el acto de redactar un testamento resucitaba su sentido, largo tiempo desarrollado, de un procedimiento oficial correcto, agregó: «Lo cual se declara con pleno reconocimiento de la seriedad de dicho acto para un padre. En mis tiempos de oficial jefe de aduanas de la corona, garantizo que me familiaricé con la responsabilidad siempre inherente a decisiones tan graves».

Con lo cual, tras haber terminado la reescritura de su testamento, silbó para que acudiese Adi y le leyera pasajes en voz alta.

El castillo en el bosque
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