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El zar y su séquito se trasladaron de la catedral de la Asunción a la del Arcángel, donde, con unas pocas variaciones, se celebró el mismo oficio antes de que se desplazaran a la catedral de la Anunciación.

Me dijeron que el zar y la zarina necesitaban descansar, pero asistieron a una comida protocolaria en el Palacio de las Facetas. Él escribiría en su diario: «Todo lo que ocurrió en la catedral de la Asunción, aunque parezca un sueño, no lo olvidaré en mi vida». A lo cual añadió: «Nos acostamos temprano». Yo no sabría decir si se debió a la fatiga o a un renacimiento de la lujuria, gracias a la sensación grata y feliz de que aquello estaba hecho y no tendrían que volver a hacerlo. Desde luego, me habría gustado estar en su habitación. Como mínimo, habría averiguado en qué medida la santidad corrupta —empleo con precisión las dos palabras, santidad corrupta— de aquellos santos arzobispos influyó en los raptos de Nicky y Alix. ¿Habrían aquellas ceremonias interminables suscitado alguna dulce burbuja de concupiscencia? Sufrí todas las cuitas de la exclusión.

Si al lector le extraña que yo siempre esté ansioso de saber más, permítame disipar la presunción ordinaria de que Dios y el diablo poseen todo el conocimiento que necesitan. Yo sugeriría que el enfoque más fácil para captar mis poderes es suponer que estoy aproximadamente tan dotado con respecto a un alumno de talento como él, a su vez, es más culto que un zoquete de una escuela pobremente financiada. Sin embargo, como apenas conozco las respuestas a todas las preguntas que atormentan a la humanidad, a mí también me amedrentan las cosas que ignoro.

Aquella noche, ocupado con mis preparativos para la feria campesina que iba a celebrarse al cabo de cuatro días, tampoco asistí al banquete en el Palacio de las Facetas. Fue el acontecimiento de la temporada para Moscú y Rusia, una de esas reuniones sociales que pueden ofrecer un gran progreso para tu futuro si te han invitado: una orgía de presentes logros, por tanto, para el más rico de los nuevos ricos.

Naturalmente, también hubo muchas expectativas frustradas entre muchas de aquellas almas ambiciosas. No siempre les contentó el sitio en que les sentaron. El examen de los lugares atribuidos a otros representó una indicación demasiado elocuente de la posición que ocupaban en el mundo. ¿Se la habrían rebajado? En realidad, sólo las personas más encumbradas estaban en la misma habitación que el zar y la zarina. Estaba allí la crema del cuerpo diplomático, así como el Santo Sínodo y el gran mariscal, el gran maestro de ceremonias, los ministros más importantes y algunos invitados riquísimos. A los demás los colocaron en la sala de San Vladimiro.

Desairar el sentimiento de la fatuidad es, no obstante, el último castigo que un monarca infligiría a invitados cresos, famosos y poderosos; percatarse de ello tampoco requiere una gran sagacidad. Así que Nicolás, acompañado de Alejandra, se cuidó de visitar cada una de las mesas de los dos comedores, seguido por la emperatriz viuda Marie, la reina y el príncipe de Nápoles, la duquesa de Edimburgo y el gran duque Alexéi: todos ellos recorrieron las mesas de la sala de San Vladimiro, y en cada una fueron recibidos con ese tipo de ovación que brota de las gargantas resecas de personas que se han precipitado a pensar que por más penalidades que hayan sufrido para conseguir una invitación, sus esfuerzos han sido absurdos. Les iban a ningunear. Qué alivio y qué aplauso, pues, al ver que se acercaban el zar y la zarina.

No describiré el banquete. No me causaría placer hablar de la vajilla de oro, los platos franceses, las categorías de caviar, los vinos (franceses y de Crimea), el vodka, el champán. Los festines lograban casi siempre generar los mismos ácidos gástricos, pero aquí servían personalmente a los comensales tres camareros de chaquetilla roja con galón dorado. Los menús estaban ilustrados, la orquesta imperial tocó durante el ágape y el palacio centelleaba.

En aquella época no se animaba a los periodistas a hablar mal de los grandes y poderosos. De modo que declararon que la posteridad nunca olvidaría semejante evento. El Palacio de las Facetas, al fin y al cabo, era conocido por la singularidad de sus celebraciones. Sólo los sucesos más importantes de la historia de Rusia merecían que se abriesen puertas tan antiguas. Iván el Terrible y Pedro el Grande habían celebrado allí sus banquetes de coronación. Uno de los reporteros norteamericanos, obviamente fascinado por el festejo, concluyó su crónica diciendo:

Así terminó el día más grande de nuestra vida, el que recordaremos años. Todos sentimos que habíamos presenciado la visión más majestuosa que cabía imaginarse y que éramos unos mortales afortunados, porque todo había sido bellísimo.

Otro cronista, compatriota del anterior, declaró que ya no sólo creía en el inmenso potencial ruso para la grandeza, sino también en la legitimidad de Nicolás. Rusia era más próspera y pacífica de lo que había sido en años.

… Nicolás II comienza su reinado con los mejores votos del mundo entero. Monarquías, imperios y repúblicas se unieron para desearle por igual bon voyage en su viaje memorable. De Alemania, de Francia, de la reina venerable que más tiempo ha reinado en la historia del trono inglés, de nuestro propio presidente y de muchos otros gobernantes de naciones grandes y pequeñas, recibió mensajes con los más efusivos saludos y, por encima de todo, el gran corazón del pueblo llano, en un impulso unánime, sintió que en la cara bondadosa y risueña de aquel zar juvenil residía la promesa de un reinado beneficioso y justo.

El castillo en el bosque
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