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El imperativo que se había impuesto de tener pensamientos inéditos tal vez explique la acogida que dio al deseo de Adi de formar parte del coro infantil del monasterio benedictino. Klara apenas pudo creer que su marido dijese que sí. En realidad, poco había faltado para que advirtiera al niño de que no se lo preguntase, pero después se preguntó ella misma: ¿y si Dios quería que Adi cantara en aquel coro? Ella no pensaba inmiscuirse en lo que quizás fuese un designio del Señor.

Así que el joven Adi, con humildad espiritual, abordó a Alois y logró decirle que los monjes le habían dicho que tenía una buena voz. Con el permiso paterno para quedarse después de las clases podría ensayar.

Si alguien hubiera preguntado a Alois por qué se avino a permitir que un hijo suyo estudiase con monjes y curas, habría tenido preparada la respuesta. «He hecho averiguaciones concienzudas», habría dicho, «y esos benedictinos dirigen la mejor escuela de Lambach. Como deseo que Adi prospere en la vida, he decidido enviarle allí, con independencia de todas las demás objeciones que conservo».

Adi se encariñó con la escuela. Pronto los monjes le tuvieron por uno de sus mejores alumnos, y él lo sabía. Por su parte, Alois estaba encantado con sus notas. El chico no sólo cursaba las doce asignaturas exigidas sino que obtenía la calificación más alta en cada curso, lo cual era más que suficiente para que el padre se mostrara benévolo.

—Permíteme que te diga —dijo— que cuando era joven yo también me vi adornado con una buena voz. Fue un don de mi madre. Una vez fue solista en la parroquia de Doellersheim.

—Oh, sí, padre —dijo Adi—. Me acuerdo de lo bien que cantaste cuando llegamos a Hafeld desde Linz.

—Sí —dijo Alois—, las viejas tonadas vuelven. ¿Te acuerdas de aquélla que disgustaba a tu madre?

—Sí —dijo Adi—. Decía todo el tiempo: «Ach, no es para niños». Se rieron. El recuerdo impulsó a Alois a cantar lo mismos versos:

Fue el mejor que en la vida he tenido,

en los malos tragos y los buenos pasos,

el tambor nos llamaba a la batalla,

él a mi derecha al borde de la raya.

Una bala nos pasó silbando,

¿a quién venía apuntando?

La vida a él le ha quitado

y ahí yace ensangrentado.

Alois se rió y Adi le imitó. Se acordaban. Aquí era donde Klara había exclamado: «No, no es para niños». La voz de Alois se tornó más resonante aún.

Amigo, dije, no puedo aliviar tu cuita,

pero en la vida eterna tenemos una cita,

Mein guter Kamerad, mein guter Kamerad.

Alois declaró a continuación, con la voz enronquecida de cantar:

—Sí, te daré permiso. Te lo doy porque ya creo en tus futuras posibilidades. Hay que premiarte por la brillantez que has mostrado en tu nueva escuela.

Para sus adentros, Alois pensaba: «Por supuesto, no le alentaré a que se interne demasiado en ese camino. Más le valdrá no acabar como un cura inmundo».

Adi, sin embargo, se preguntaba si algún día sería monje o, aún mejor, abad. Le encantaban los hábitos blancos, y su imagen del cielo titiló en la luz que entraba por los rosetones. Le emocionaba hasta las lágrimas oír el «Grosser Gott Wir Loben Dich»:

Santo Dios, alabamos tu nombre, infinito es tu vasto dominio, sempiterno es tu reino… Llena los cielos de tu resplandor, santo, santo, santo Señor.

Mientras cantaba yo le estaba animando a que creyera que podría alcanzar la jefatura de todos aquellos monjes y ostentar la autoridad en una mano y el misterio en la otra. De hecho, tenía un modelo. El abad de aquel monasterio era el hombre más imponente que Adi había conocido nunca. Era alto, de pelo gris plateado y expresión sublime. Para Adi era tan guapo como un rey.

Un día, solo en la habitación del Gasthof que compartía con Angela, descolgó de su percha el vestido más oscuro de su hermana y se lo puso encima como una especie de túnica. Después se subió a un taburete. Sabía que tenía que hablar en voz baja para que no le oyeran en el pasillo, pero estaba embelesado por el sermón que había entreoído en misa, así como por la oración al arcángel San Miguel, que repetía todos los días. Absorbía aquellos sonidos y gozaba del momento en que estaría solo en el bosque, hablando a los árboles.

Primero se sintió compelido a pronunciar el sermón que había precedido al rezo.

—Estas llamas del infierno —dijo— lamerán cada poro de tu cuerpo. Derretirán tus huesos y tus pulmones. Tu garganta desprenderá un olor fétido. El hedor de tu cuerpo será horripilante. Es el fuego que no se apaga nunca.

Se tambaleó en el taburete. La fuerza de las palabras le habían producido vértigo. Tuvo que dar una bocanada antes de repetir la oración.

—Gloriosa majestad, te suplicamos que nos libres de la tiranía de los espíritus infernales, de sus trampas, sus mentiras y su maldad furibunda… Oh, príncipe de la hueste celestial, arroja a Satanás y a todos los espíritus malignos que vagan por el mundo persiguiendo la perdición de las almas, amén.

Estaba muy emocionado. Hice lo posible para que creyera que estaba recibiendo una señal de lo alto. Pero entonces, para estropearlo todo —¿habría otras fuerzas presentes?—, tuvo la primera erección real de su joven vida. Pero a la vez se sintió como una mujer. Debió de ser el olor del vestido de Angela. De modo que se despojó de él, saltó del taburete y hasta dio unas patadas al vestido antes de recogerlo, lo olió de nuevo y sufrió una turbación abominable. Se seguía sintiendo una mujer.

Fue en aquel momento cuando supo que tenía que hacer lo que hacían otros alumnos. Tenía que imitarles. Debía empezar a fumar. Había respirado la humareda de la pipa de Alois desde que era un bebé, pero ahora tenía que volver a sentirse viril, exclusivamente. Ya no más de aquel mitad y mitad.

El castillo en el bosque
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